Prólogo

A menudo la verdad es un instrumento de agresión

atroz. Es posible mentir, incluso asesinar, en

nombre de la verdad.

Problems of Neurosis, Alfred Adler (1870-1937)


Me digo que esto no es una investigación. Es a otros a quienes hay que investigar, no a mi familia, ni a mí. Ahondaré en la vida de desconocidos y sacaré a la luz sus secretos y sus mentiras, a veces por dinero y a veces porque ésa es la única manera de enterrar los viejos fantasmas, pero no deseo escarbar así en lo que siempre he creído acerca de mis padres. Ya no están en este mundo. Dejémoslos en paz.

Pero quedan demasiadas preguntas sin respuesta, demasiadas inconsistencias en la narración de sus vidas, un relato iniciado por ellos y proseguido por otros. Ya no puedo abstenerme de examinarlo.


Mi padre, William Parker, Will para los amigos, murió cuando yo tenía casi dieciséis años. Era agente de policía en la comisaría del Distrito Noveno, en el Lower East Side de Nueva York, amado por su esposa, y fiel a ella, con un hijo al que adoraba y quien a su vez lo adoraba a él. Decidió seguir de uniforme, sin aspirar al ascenso, porque se conformaba con servir en las calles como policía de a pie. No tenía secretos, o al menos ninguno tan horrendo como para que él, o las personas cercanas a él, pudiera sufrir algún daño irreparable si salía a la luz. Llevaba una vida de pueblo, una existencia normal y corriente, o tan corriente como era posible considerando que sus ciclos diarios venían determinados por los turnos de guardia, los asesinatos, los robos y la drogadicción, y por los abusos de los fuertes y crueles sobre los débiles e indefensos. Sus defectos eran menores; sus pecados, veniales.

Estas afirmaciones son falsas de la primera a la última, excepto la de que quería a su hijo, aunque a veces su hijo se olvidaba de corresponder a ese amor. Al fin y al cabo, yo era un adolescente cuando murió y, a esa edad, ¿qué chico no se tira los trastos a la cabeza con su padre en un intento de establecer su primacía en la casa sobre ese viejo que ya no entiende el carácter del mundo en continuo cambio que lo rodea? En pocas palabras, ¿quería yo a mi padre? Sin duda, pero en los últimos tiempos me negaba a reconocerlo ante él, y ante mí mismo.

He aquí, pues, la verdad.

Mi padre no murió de muerte natural: se quitó la vida.

Si no ascendió, no fue por decisión suya; fue un castigo.

Su mujer no lo quería, o al menos no tanto como antes, porque él la había traicionado y ella no pudo perdonarle esa traición.

No llevó una existencia normal y corriente, y más de uno murió por salvaguardar sus secretos.

Tenía graves flaquezas, y sus pecados eran mortales.

Una noche, mi padre mató a dos adolescentes desarmados en un descampado de Pearl River, no muy lejos de donde vivíamos. No eran mucho mayores que yo. Primero disparó contra el chico, luego contra la chica. Empleó su revólver particular, un Colt 38 con cañón de cinco centímetros, porque en ese momento no iba de uniforme. Al chico lo alcanzó en la cara, a la chica en el pecho. Tras asegurarse de que habían muerto, mi padre, como en trance, regresó en coche a la ciudad, se duchó y se cambió de ropa en el vestuario de la comisaría, donde esperó a que fuesen por él. Menos de veinticuatro horas después se pegó un tiro.

A lo largo de mi vida adulta siempre me he preguntado por qué actuó así, pensaba que nunca encontraría la respuesta, o tal vez ésa era la mentira que prefería creer.

Hasta ahora.

Ha llegado la hora de llamar a las cosas por su nombre.

Esto es una investigación sobre las circunstancias de la muerte de mi padre.

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