Los dos hombres mantuvieron a Caroline Can en movimiento, sin permitirle permanecer en ningún sitio más de una semana. Utilizaban moteles y apartamentos de alquiler a corto plazo. Durante unos días la instalaron en una cabaña en un bosque del norte del estado, arca de un pueblo adonde se había trasladado un antiguo policía del Distrito Noveno, primo de Eddie Grace, para ocupar el cargo de jefe de policía. De vez en cuando la cabaña se utilizaba para esconder a testigos, o simplemente a aquellos que necesitaban ocultarse hasta que determinada situación se enfriara, pero a Caroline no le gustaba el silencio y el aislamiento. La ponía más nerviosa aún, porque era un animal de ciudad. En el monte, todo sonido anunciaba una inminente amenaza. Después de tres días en la cabaña tenía los nervios destrozados. Tal era su miedo que incluso llegó a llamar a Will a casa. Por suerte, su mujer no estaba, pero la llamada sobresaltó a Will. La aventura había terminado por mutuo acuerdo, pero a veces él se quedaba inmóvil en su jardín y se preguntaba cómo se las había arreglado para echarlo todo a perder de esa manera. Siempre tenía tentaciones de contárselo a su mujer. Incluso llegó a soñar varias veces que lo había hecho, y se despertaba preguntándose por qué ella seguía dormida a su lado. Tenía la certeza de que Elaine sospechaba algo y simplemente aguardaba el momento idóneo para soltarlo. Nunca dijo nada, pero su silencio sólo sirvió para alimentar la paranoia de Will.
También era cada vez más consciente de que apenas sabía nada de Caroline Carr. Ella le había explicado muy por encima los detalles básicos de su vida: una infancia en Modesto, California; la muerte de su madre en un incendio; la sensación cada vez más clara de que la perseguían dos figuras. Caroline había conseguido llevarles la delantera hasta entonces, pero había empezado a cometer descuidos y a cansarse de huir. Casi había empezado a acariciar la idea de que la encontraran, hasta esa noche en que intentaron entrar en el estudio y el miedo se impuso a cualquier deseo equivocado de poner fin a la cacería. No pudo explicarle a Will por qué la habían elegido a ella; no lo sabía.
Sólo sabía que eran una amenaza y que querían acabar con su vida. Cuando Will le preguntó por qué no había acudido a la policía, ella se rió de él y empleó un ofensivo tono de desdén.
– ¿Crees que no lo he hecho? Ya lo denuncié cuando murió mi madre. Les dije que el incendio había sido provocado, pero ellos pensaron que estaban ante una muchacha alterada y trastornada por la pena, y no me hicieron el menor caso. Después de eso, decidí que más me valía cuidar de mí misma. ¿Qué iba a hacer si no? ¿Decir a la gente que me perseguían sin ninguna razón un hombre y una mujer que nadie había visto excepto yo? Me habrían encerrado, y entonces no habría tenido escapatoria. Me lo callé todo hasta que te conocí. Pensé que tú eras distinto.
Y Will la abrazó y le dijo que era distinto, preguntándose al mismo tiempo si estaba dejándose arrastrar por la complicada fantasía de una joven temerosa. Pero entonces se acordó del hombre del arma y de la mujer pálida sin vida en los ojos y supo que había algo de verdad en todo lo que había contado Caroline Carr.
Empezó a hacer indagaciones acerca del tatuaje en el brazo de Peter Ackerman, y al final lo remitieron a un joven rabino llamado Epstein, en Brooklyn Heights. Ante un vaso de vino dulce kosher, el rabino le habló de ángeles, de libros arcanos que, si Will no entendió mal, se habían excluido de la Biblia por ser más extraños aun que la mayor parte de los textos sí incluidos, que no era decir poco. Mientras hablaban, Will fue dándose cuenta de que el rabino lo interrogaba en la misma medida que él interrogaba al rabino.
– Así pues, ¿ese grupo al que pertenecía Peter Ackerman era una especie de secta? -preguntó Will.
– Es posible -contestó el rabino. A continuación quiso saber-: ¿Por qué le interesa tanto ese hombre?
– Soy policía. Estaba allí cuando murió.
– Verá, la cosa es más complicada. -El rabino se reclinó en la silla y se tiró de la corta barba. No apartaba la mirada del rostro de Will. Al final pareció tomar una decisión-. ¿Puedo llamarle Will?
Will asintió.
– Ahora voy a explicarle una cosa, Will. Si mis conjeturas son correctas, le agradecería que me lo confirmara.
Will tuvo la impresión de que no le quedaba más remedio que acceder. Como contó más tarde a Jimmy, se había visto envuelto, sin saber cómo, en cierto intercambio de información.
– Ese hombre no iba solo -dijo Epstein-. Lo acompañaba una mujer. Debía de tener aproximadamente la misma edad que él. ¿Me equivoco?
– ¿Cómo lo sabe?
Epstein sacó una copia del símbolo encontrado en el cuerpo de Peter Ackerman.
– Por esto. Siempre dan caza en pareja. Al fin y al cabo, son amantes. El elemento masculino. -Señaló el símbolo de Ackerman antes de sacar otra hoja de detrás-. Y el femenino.
Will examinó los dos.
– ¿Entonces esa mujer pertenece a la misma secta? -No, Will. No creo que eso sea una secta ni mucho menos. Es algo mucho peor…
Jimmy se apretó la cabeza con las yemas de los dedos. Estaba muy concentrado. No interrumpí sus reflexiones. Epstein: yo me había cruzado con el rabino varias veces y lo había ayudado a localizar a los asesinos de su hijo, pero nunca me había dicho que conoció a mi padre.
– Sus nombres -dijo Jimmy-. No los recuerdo.
– ¿Qué nombres?
– Los nombres que el rabino dio a Will. El hombre y la mujer…, cada uno tenía su nombre. Como te he dicho, el hombre se llamaba An… no sé qué, pero no recuerdo el de la mujer. Es como si me los hubieran arrancado de la memoria.
Empezaba a notarlo frustrado e inquieto.
– Por ahora da igual -dije-. Ya volveremos a eso en otro momento.
– Todos tenían nombre -insistió Jimmy, aparentemente confuso.
– ¿Qué?
– Es otra cosa que el rabino explicó a Will. Dijo que todos tenían nombre. -Me miró con algo cercano a la desesperación-. ¿Qué significa eso?
Y recordé a mi abuelo pronunciando esas mismas palabras en Maine cuando el Alzheimer empezó a extinguir sus recuerdos como quien apaga la llama de una vela con las yemas de los dedos. «Todos tienen nombre, Charlie», había dicho, trasluciéndose en su cara un intenso apremio. «Todos tienen nombre.» Yo no entendí a qué se refería, no entonces. Sólo después, cuando me enfrenté a criaturas como Kittim y Brightwell, empecé a comprenderlo.
– Significa que incluso las cosas peores tienen nombre -dije a Jimmy-. Y es importante conocer esos nombres.
Porque el nombre propiciaba cierta comprensión del ser.
Y la comprensión propiciaba la posibilidad de destruirlo.
La necesidad de proteger a Caroline Carr sometió a Jimmy y a Will a una considerable presión añadida cuando la ciudad vivía momentos de gran agitación y, como agentes de policía, su presencia era requerida sin cesar. En enero de 1966, los empleados del transporte público se declararon en huelga, los 34.000, y paralizaron la red de comunicaciones y causaron estragos en la economía urbana. Al final, el alcalde Lindsay, que había sucedido a Wagner ese mismo año, dio su brazo a torcer, como no podía ser de otro modo ante las protestas públicas y las provocaciones de Michael Quill, el líder sindical que desde la cárcel lo tachaba de «mequetrefe» y «niño en pantalones cortos». Sin embargo, al ceder a las exigencias de los empleados del transporte público, Lindsay -un buen alcalde en muchos sentidos, que nadie diga lo contrario-abrió las puertas a una sucesión de huelgas municipales que harían mella en su mandato. El movimiento antirreclutamiento ya estaba al rojo vivo, una situación que amenazaba con estallar desde que empezaron a caldearse los ánimos cuando cuatrocientos activistas formaron piquetes en el centro de alistamiento de Whitehall Street, llegando un par de ellos al extremo de quemar sus cartillas. No obstante, la veda seguía levantada contra los objetores, porque la mayoría de los habitantes del país respaldaba a Lyndon B. Johnson, pese a que los efectivos militares norteamericanos habían aumentado de 180.000 a 385.000 hombres, las bajas se habían triplicado, y antes de fin año morirían cinco mil soldados. La opinión pública aún tardaría un año en cambiar realmente; de momento a los activistas les preocupaban más los derechos civiles que Vietnam, aun cuando algunos fueran comprendiendo de forma gradual que las dos cosas iban de la mano, que el reclutamiento era injusto porque la mayoría de los llamados a filas por las oficinas de reclutamiento eran jóvenes negros que no podían emplear la universidad como excusa para pedir una prórroga porque, ya de entrada, no tenían acceso a la universidad. En el East Village habían surgido los «nuevos bohemios», como se dio en llamarlos, y la marihuana y el LSD estaban convirtiéndose en las drogas preferidas.
Y Will Parker y Jimmy Gallagher, también jóvenes, y no faltos de inteligencia, se ponían el uniforme a diario y se preguntaban cuándo les ordenarían romperles la cabeza a chicos de su misma edad, chicos con cuyas opiniones coincidían casi plenamente, o al menos así era en el caso de Will. Todo estaba cambiando. Se respiraba en el ambiente.
Entretanto, Jimmy lamentaba ya por entonces haber conocido a Caroline Carr. Después de la llamada de ésta a casa de Will, Jimmy tuvo que ir a buscarla en coche y llevarla otra vez a Brooklyn, donde la dejó en la casa de su madre en Gerritsen Beach, cerca del riachuelo de Shell Bank. La señora Gallagher tenía un pequeño bungalow de una planta con tejado de dos aguas, sin jardín, que se encontraba en Melba Court, una calle en el laberinto de travesías dispuestas en orden alfabético que en otro tiempo había sido un pueblo de veraneo para estadounidenses de origen irlandés, hasta que Gerritsen alcanzó tal popularidad que las casas se acondicionaron para el invierno a fin de poder ocuparlas durante todo el año. Al esconder a Caroline en Gerritsen, Jimmy, y en ocasiones Will, tenía una excusa para visitarla, porque Jimmy iba a ver a su madre al menos una vez por semana. Además, ésa era una parte de Gerritsen pequeña y cerrada al resto del mundo. Los forasteros llamarían la atención, y la señora Gallagher estaba avisada de que cierta gente andaba buscando a la chica. Ante eso, la madre de Jimmy adoptó una actitud aún más alerta que de costumbre; incluso relajada habría dado cien vueltas a la guardia personal del presidente. Cuando los vecinos le preguntaban por la joven instalada en su casa, la señora Gallagher les explicaba que era amiga de una amiga y acababa de enviudar. Una verdadera lástima, estando además embarazada. Dio a Caroline un fino anillo de oro que había pertenecido a su madre, y le dijo que se lo pusiera en el dedo anular. Su supuesta viudez mantuvo a raya incluso a los peores fisgones, y las contadas veces que Caroline acompañó a la señora Gallagher a una velada en la Antigua Orden de Hiberneses de la Avenida Gerritsen, fue tratada con una delicadeza y un respeto ante los que se sintió agradecida y a la vez culpable.
En Gerritsen, Caroline estaba a gusto: vivía cerca del mar y de la playa de Kiddie, de uso exclusivo para los vecinos del barrio. Quizás, incluso se vio a sí misma jugando allí en la arena con su hijo, comiendo hs días de verano en el chiringuito, escuchando las orquestas en el escenario y presenciando el gran desfile del día de los Caídos. Pero si imaginó ese futuro para ella y su hijo aún por nacer, nunca habló de ello. Tal vez no quisiera gafar sus deseos expresándolos en voz alta, o acaso -y eso fue lo que la señora Gallagher le dijo a su hijo por teléfono cuando llamó un día para preguntar por la chica- no viera un futuro para sí misma.
– Es buena chica -afirmó la señora Gallagher-. Callada y respetuosa. No fuma ni bebe, y eso es bueno. Pero cuando intento hablar con ella de sus planes para cuando nazca su hijo, sonríe y cambia de tema. Y no es una sonrisa de felicidad, Jimmy. Está siempre triste. Peor aún: está asustada. La oigo llorar cuando duerme. Dios santo, Jimmy, ¿por qué la persigue esa gente? Parece incapaz de hacer daño a una mosca.
Pero Jimmy Gallagher no conocía la respuesta; tampoco Will Parker. Éste, por su parte, tenía sus propios problemas.
Su mujer volvía a estar embarazada.
Will la vio florecer conforme avanzaba la gestación. A pesar de los numerosos abortos sufridos en el pasado, Elaine le dijo que esta vez se sentía distinta. En casa, la sorprendía tarareando en la silla junto a la ventana de la cocina, con la mano derecha apoyada en el vientre. Podía quedarse así durante horas, viendo cómo las nubes se deslizaban por el cielo y las últimas hojas caían lentamente en espiral de hs árboles en el jardín a medida que el invierno empezaba a instalarse. Casi tenía gracia, pensaba él. Se había acostado con Caroline Carr tres o cuatro veces, y había quedado embarazada. Ahora su esposa, después de tantos abortos, había logrado llegar al séptimo mes con su hijo nonato. Parecía brillar por dentro. Nunca la había visto tan feliz, tan satisfecha de sí misma. Sabía lo culpable que se había sentido después de las pérdidas anteriores. El cuerpo la había traicionado. No había actuado como debía. No poseía fortaleza suficiente. Ahora, por fin, tenía lo que quería, lo que los dos habían deseado durante tanto tiempo.
Y eso a él lo atormentaba. Iba a tener un segundo hijo con otra mujer, y la conciencia de la traición lo corroía. Caroline le había asegurado que no quería nada de él, aparte de mantenerla a salvo hasta el nacimiento del niño.
– ¿Y después?
Pero Caroline, como en sus conversaciones con la madre de Jimmy Gallagher, se negaba a contestar a esa pregunta.
– Ya veremos -decía, y se daba media vuelta.
El niño debía nacer un mes antes de que su mujer saliera de cuentas. Los dos serían hijos suyos, pero ü sabía que tendría que dejar ir a uno, que si quería salvar su matrimonio -y quería, más que nada en el mundo-, no podría formar parte de la vida de su primer hijo. Ni siquiera tenía la certeza de poder ofrecerle, con su salario de policía, más que un mínimo sostén económico, por más que Caroline insistiera en que no quería su dinero.
Y sin embargo no quería dejar que ese niño desapareciera sin más. Pese a sus defectos, era un hombre de honor. Nunca antes había engañado a su mujer, y sentía su culpabilidad por acostarse con Caroline como un dolor tan intenso que le producía náuseas. Más que nunca, lo asaltó el impulso de confesar, pero una noche, acabada la ronda, fue Jimmy Gallagher quien lo disuadió después de su cerveza en el Cal's.
– ¿Tú estás loco? -dijo Jimmy-. Tu mujer está embarazada. Lleva en su vientre el hijo que habéis deseado durante años. Después de todo lo que ha pasado, puede que no tengáis una segunda oportunidad como ésta. Al margen del impacto que pueda causarle, la destruirá y destruirá vuestro matrimonio. A lo hecho, pecho. Dice Caroline que no quiere que formes parte de la vida de su hijo. No quiere tu dinero, ni quiere tu tiempo. En tu lugar, la mayoría de los hombres se alegraría. Si tú no te alegras, la pérdida es el precio que debes pagar por tus pecados, y por conservar tu matrimonio. ¿Me oyes?
Y Will le dio la razón, a sabiendas de que Jimmy decía la verdad.
– Debes entender una cosa -dijo Jimmy-. Tu padre era decente, leal y valeroso, pero también era humano. Había cometido un error y buscaba la manera de sobrellevarlo, de sobrellevarlo y hacer lo correcto para todos los implicados, pero eso no era posible, y como tenía conciencia de ello, se sentía desgarrado.
Una de las velas chisporroteó al llegar al final de su vida. Jimmy fue a sustituirla; de pronto se detuvo y propuso:
– Si quieres, puedo encender la luz de la cocina.
Negué con la cabeza y respondí que las velas me parecían bien.
– Eso suponía -dijo-. Por alguna razón, no resulta apropiado contar esta historia en una habitación muy iluminada. No es esa clase de historia.
Encendió otra vela, volvió a ocupar su sitio y continuó su relato.
A petición de Epstein, se organizó una reunión con Caroline. Tuvo lugar en la trastienda de una panadería judía de Midwood. Jimmy y Will, al amparo de la noche, la llevaron hasta allí en el Eldorado de la madre de Jimmy, tendida incómodamente en el asiento trasero bajo unos abrigos, ya en avanzado estado de gestación. Los dos hombres quedaron excluidos de la conversación entre el rabino y Caroline, que se prolongó durante más de una hora. Cuando acabaron, Epstein habló con Will y le preguntó por las medidas dispuestas para el «alumbramiento» de Caroline. Jimmy nunca había oído esa palabra antes y le violentó cuando tuvieron que explicárselo. Will dio a Epstein el nombre del tocólogo y el hospital en el que Caroline tenía previsto dar a luz a su hijo. Epstein le dijo que se tomarían medidas alternativas.
Por mediación de Epstein, se reservó una plaza para Caroline en una pequeña clínica privada del propio Gerritsen Beach, no muy lejos del Centro Público de Enseñanza 277, al otro lado del riachuelo respecto a donde ella se hallaba instalada. Jimmy siempre había sabido que esa clínica estaba allí y que atendía a personas para quienes el dinero no era un gran problema, pero nunca había tenido conocimiento de que tras sus puertas se trajeran al mundo bebés. Más tarde se enteró de que no era lo habitual, pero a solicitud de Epstein hicieron una excepción. Jimmy ofreció dinero a Will para cubrir parte de los gastos médicos, y él aceptó a condición de devolvérselo previo acuerdo de un riguroso calendario, con intereses.
La tarde en que Caroline rompió aguas, Jimmy y Will tenían el turno de ocho a cuatro, y fueron juntos al hospital al recibir el mensaje que la señora Gallagher dejó en la comisaría pidiendo a su hijo que la telefoneara lo antes posible. Will, a su vez, telefoneó a su mujer con la intención de decirle que Jimmy y él estaban ayudando a la madre de Jimmy con unas cosas, mentira que tenía una pizca de verdad, pero ella no estaba en casa y el teléfono sonó y sonó.
Cuando llegaron a la clínica, la recepcionista dijo:
– Está en la ocho, pero no pueden entrar. Hay una sala de espera al final del pasillo, a la izquierda, con café y galletas. ¿Quién de ustedes es el padre?
– Yo -contestó Will. La palabra se le antojó extraña en su boca.
– Pues ya le avisaremos cuando acabe el parto. Han empezado las contracciones pero tardará un par de horas en dar a luz. Le pediré al médico que hable con usted y quizá le permita estar unos minutos con ella. Y ahora váyanse -dijo, acompañando la orden con un gesto, como ahuyentándolos, posiblemente el mismo que había dirigido a miles de hombres inútiles empeñados en amontonarse en la sala de maternidad cuando allí no tenían nada que hacer-. No se preocupe -añadió mientras Will y Jimmy se resignaban a una larga espera-, tiene compañía. Su amiga, la mujer mayor, ha llegado con ella, y su hermana acaba de entrar.
Los dos se detuvieron.
– ¿Hermana? -repitió Will.
– Sí, la hermana. -La enfermera advirtió la expresión de Will y al instante se puso a la defensiva-. Se ha identificado con un carnet de conducir. Era el mismo apellido. Carr.
Pero Will y Jimmy ya estaban en movimiento, no hacia la izquierda, sino hacia la derecha.
– Oigan, ya les he dicho que no pueden entrar -vociferó la recepcionista. Al ver que no le hacían caso, alcanzó el teléfono y llamó a seguridad.
La puerta de la habitación número ocho estaba cerrada cuando llegaron, y el pasillo vacío. Llamaron pero no hubo respuesta. Cuando Jimmy hizo ademán de coger el picaporte, su madre dobló el recodo del pasillo.
– ¿Qué haces? -preguntó.
En ese momento la mujer vio las armas.
– ¡No! Acabo de ir al lavabo. Yo…
La puerta estaba cerrada por dentro. Jimmy dio un paso atrás y, a la segunda patada, la cerradura cedió y la puerta se abrió de par en par, una ráfaga de aire frío les dio en la cara. Caroline Carr yacía en una camilla alta, con la cabeza y la espalda reclinadas contra unas almohadas. Tenía la parte delantera del camisón empapada de sangre, pero aún vivía. El frío de la habitación se debía a que la ventana estaba abierta.
– ¡Trae a un médico! -exclamó Will, pero Jimmy ya pedía ayuda a gritos.
Will se acercó a Caroline e intentó abrazarla, pero ya tenía convulsiones. Vio las heridas que tenía en el abdomen y en el pecho. Una navaja, pensó; alguien le había clavado una navaja a ella y al niño. No, no alguien indefinido: la mujer, la que había visto morir a su amante bajo las ruedas de un camión. Caroline posó la mirada en él. Lo agarró de la camisa, manchándosela de sangre.
Y enseguida aparecieron médicos y enfermeras. Lo apartaron de ella, lo obligaron a abandonar la habitación, y cuando la puerta se cerró, él la vio desplomarse contra las almohadas y quedarse inmóvil, y supo que agonizaba.
Pero el niño sobrevivió. Se lo sacaron mientras moría. La cuchilla le había pasado a medio centímetro de la cabeza.
Y mientras lo traían al mundo, Will y Jimmy fueron a dar caza a la mujer que había asesinado a Caroline Carr.
En cuanto salieron de la clínica oyeron arrancar un motor, y segundos después, a su izquierda, un Buick negro abandonaba a toda velocidad el aparcamiento dispuesto a doblar por la Avenida Gerritsen. La luz de una farola iluminó la cara de la mujer en el momento en que se volvía a mirarlos. Will fue el primero en reaccionar y disparó tres veces en el mismo momento en que la mujer, al reparar en su presencia, doblaba a la izquierda en lugar de la derecha para no tener que pasar por delante de ellos. La primera bala hizo añicos la ventanilla del lado del conductor, y la segunda y la tercera alcanzaron la puerta. El Buick se alejó rápidamente mientras Will disparaba una cuarta vez corriendo detrás del automóvil, mientras Jimmy se apresuraba a ir en busca de su propio coche. De pronto, ante los ojos de Will, el Buick pareció bambolearse sobre sus ejes y empezó a desviarse a la derecha. Topó con el bordillo frente a la iglesia luterana, se subió a la acera y fue a detenerse contra la reja del camposanto.
Will siguió corriendo. Ahora tenía al lado a Jimmy, que había desechado la idea de ir a por su vehículo al ver que el otro coche se detenía. Mientras se acercaban, se abrió la puerta del conductor y la mujer salió tambaleándose, obviamente herida. Con una navaja en la mano, se volvió hacia ellos. Will no vaciló. Quería matarla. Descerrajó otro tiro. La bala dio en la puerta, pero para entonces la mujer, ya en movimiento, se apartaba del coche arrastrando la pierna izquierda. Torció apresuradamente por Bartlett a la vez que sus perseguidores acortaban la distancia por momentos. Cuando doblaron la esquina, allí estaba ella, como paralizada bajo una farola, con la cabeza vuelta, la boca abierta. Will apuntó, pero la mujer, incluso herida, era de una rapidez asombrosa. Tambaleante, se fue hacia la derecha por un estrecho callejón llamado Canton Court.
– Ya la tenemos -dijo Jimmy-. Eso es un callejón sin salida. Por ahí sólo se llega a un riachuelo.
Al llegar a Canton se detuvieron, cruzaron una mirada y asintieron. Con las armas en alto, se adentraron en el oscuro pasadizo, entre las dos casas, camino del riachuelo.
Encontraron a la mujer allí de pie, de espaldas a la orilla, iluminada por la luna. Empuñaba aún la navaja. El abrigo le venía un poco largo y las mangas le colgaban hasta el segundo nudillo de los dedos, pero no tanto como para tapar la hoja.
– Suéltala -ordenó Jimmy, pero no le hablaba a ella, todavía no. Sin apartar la mirada de la mujer, apoyó la palma de la mano en el cañón tibio del revólver de Will, obligándolo con delicadeza a bajarlo-. No lo hagas, Will. No lo hagas.
La mujer dio vueltas a la navaja, y Jimmy creyó ver restos de la sangre de Caroline Carr.
– Se ha acabado -dijo ella. Tenía una voz sorprendentemente suave y dulce, pero sus ojos eran dos esquirlas de obsidiana en la palidez de su rostro.
– Así es -convino Jimmy-. Ahora tira la navaja.
– Da igual lo que me hagáis -repuso la mujer-. Yo estoy por encima de vuestra ley.
Soltó la navaja, pero simultáneamente movió la mano izquierda y, al subirse la manga del abrigo, quedó a la vista la pequeña pistola oculta entre los pliegues.
Fue Jimmy quien la mató. La alcanzó dos veces sin darle ocasión a disparar. La mujer permaneció de pie por un segundo todavía; por fin cayó de espaldas a las frías aguas del riachuelo de Shell Bank.
Nunca la identificaron. La recepcionista del hospital confirmó que era la misma persona que se había presentado como hermana de Caroline Carr. En el bolsillo superior del abrigo se halló un carnet de conducir de Virginia falso a nombre de Ann Carr, junto con una pequeña cantidad de dinero. No estaba fichada, y nadie acudió a identificarla incluso después de aparecer su retrato en los noticiarios y los periódicos.
Pero eso sucedió después. De momento, había preguntas que hacer y que responder. Llegaron más policías. Invadieron la clínica. Cortaron la calle Bartlett. Mantuvieron a raya a los periodistas, a los curiosos, a los pacientes nerviosos y a sus familiares.
Entretanto, un grupo de personas se reunió en una habitación en la parte de atrás de la clínica, entre ellas el director de la clínica, el médico y la comadrona que asistieron a Caroline Carr, el subcomisario encargado de asuntos jurídicos del Departamento de Policía de Nueva York, y un hombre pequeño y callado de cuarenta y tantos años, el rabino, Epstein. Ordenaron a Will Parker y Jimmy Gallagher que esperaran fuera, y éstos se sentaron juntos en las duras sillas de plástico, sin hablar. Aparte de Jimmy, sólo una persona había expresado a Will su pesar por lo ocurrido. Era la recepcionista. Se arrodilló ante él mientras aguardaba y lo cogió de la mano.
– No sabe cuánto lo siento -dijo-. Todos lo sentimos mucho.
Aturdido, Will asintió.
– No sé si… -empezó a decir ella, y se interrumpió-. No, sé que no será de gran ayuda, pero quizá quiera ver a su hijo.
Lo llevó a una sala acristalada y señaló a la criatura que dormía entre otras dos.
– Ahí lo tiene. Ese es su hijo.
Minutos después los hicieron pasar a la habitación donde se celebraba la reunión. Les presentaron a los asistentes, a todos salvo a un hombre trajeado, que había entrado detrás de los dos policías y ahora observaba a Will atentamente. Epstein se inclinó hacia Will y susurró:
– Lo siento.
Will no contestó.
Fue el subcomisario, Frank Mancuso, quien rompió formalmente el silencio.
– Me han dicho que es usted el padre -dijo a Will.
– Lo soy.
– Menudo lío -comentó Mancuso, muy convencido de lo que decía-. Necesitamos aclarar la historia -añadió-. ¿Me escuchan con atención?
Will y Jimmy asintieron al unísono.
– El niño ha muerto -dijo Mancuso.
– ¿Cómo? -exclamó Will.
– El niño ha muerto. Ha vivido un par de horas, pero por lo visto ha sufrido alguna lesión a causa de la herida de arma blanca en la matriz. Ha muerto… -consultó su reloj- hace dos minutos.
– Pero ¿de qué habla? -prorrumpió Will-. Acabo de verlo.
– Y ahora está muerto.
Will hizo ademán de marcharse, pero Epstein lo agarró del brazo.
– Espere, señor Parker. Su hijo está sano y en perfecto estado, pero en estos momentos sólo lo sabemos las personas aquí reunidas. Ahora mismo se lo están llevando.
– ¿Adónde?
– A un lugar seguro.
– ¿Por qué? Es mi hijo. Quiero saber dónde está.
– Piénselo, señor Parker -dijo Epstein-. Piénselo por un momento.
Will guardó silencio.
– Creen ustedes que alguien irá tras el niño -dijo por fin.
– Creemos que existe esa posibilidad. No deben enterarse de que ha sobrevivido.
– Pero si están muertos, el hombre y la mujer. Los he visto morir a los dos.
Epstein desvió la mirada.
– Puede haber otros -dijo, e incluso en medio del dolor y la confusión el policía que Will llevaba dentro se preguntó qué ocultaba Epstein.
– ¿Qué otros? ¿Quién es esa gente?
– Intentamos averiguarlo -respondió Epstein-. Nos llevará tiempo.
– Ya. Y mientras tanto, ¿qué será de mi hijo?
– A su debido tiempo se le asignará una familia -contestó Mancuso-. No necesita saber nada más.
– No, se equivoca -replicó Will-. Es mi hijo.
Mancuso enseñó los dientes.
– No escucha, agente Parker. Usted no tiene ningún hijo. Y si no se aleja de esto, tampoco tendrá una carrera por delante.
– Tiene que dejar ir a ese niño -terció Epstein con delicadeza-. Si lo quiere como a un hijo, tiene que dejarlo ir.
Will miró al desconocido que permanecía de pie junto a la pared.
– ¿Y usted quién es? -preguntó Will-. ¿Qué pinta usted aquí?
El hombre no contestó, ni se inmutó siquiera ante la mirada colérica de Will.
– Es un amigo -aclaró Epstein-. De momento le basta con saber eso.
Mancuso volvió a hablar.
– ¿Estamos conformes, agente? Más vale que nos lo diga ahora. Si este asunto asoma la cabeza fuera de estas cuatro paredes, no me andaré con tantas contemplaciones.
Will tragó saliva.
– Sí -dijo-. Me hago cargo.
– Sí, señor -corrigió Mancuso.
– Sí, señor -repitió Will.
– ¿Y usted? -Mancuso centró ahora la atención en Jimmy Gallagher.
– Estoy con él -contestó Jimmy-. Lo que él diga, vale por mí.
Cruzaron miradas unos y otros. La reunión había terminado.
– Váyase a casa -dijo Mancuso a Will-. Váyase a casa con su mujer.
Fuera, en la sala acristalada, la cuna ya estaba vacía, y la recepcionista tenía el rostro contraído por la pena cuando Will y Jimmy pasaron ante su mesa. La labor de encubrimiento se había puesto en marcha. Sin palabras para transmitir su pesar al hombre que en una sola noche había perdido a su hijo y a la madre de su hijo, sólo pudo mover la cabeza y verlo desaparecer en la oscuridad.
Cuando Will llegó por fin a casa, Elaine lo esperaba.
– ¿Dónde has estado? -Tenía los ojos hinchados. Will se dio cuenta de que había llorado durante horas.
– Ha surgido un imprevisto -contestó-. Ha muerto una chica.
– ¡Me da igual! -exclamó ella, no sólo levantando la voz, sino profiriendo un alarido. Nunca la había visto emitir un sonido así. Esas tres palabras parecían contener un dolor y una angustia que Will nunca habría imaginado siquiera en la mujer que amaba. A continuación, ella repitió esas mismas palabras, esta vez expulsándolas una por una, escupiéndolas como flema-. Me da igual. No estabas aquí. No estabas aquí cuando te necesitaba.
El se arrodilló ante ella y le cogió las manos.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Dime.
– Hoy he tenido que ir a la clínica.
– ¿Por qué?
– Algo iba mal. Lo notaba, dentro.
Él le apretó las manos, pero ella no lo miró, no pudo mirarlo.
– Nuestro bebé ha muerto -dijo en voz baja-. Llevo dentro un bebé muerto.
Will la abrazó y esperó a que ella se echase a llorar, pero ya no le quedaban lágrimas. Se limitó a apoyarse en él, muda y perdida en su dolor. Will tenía ante sí su propia imagen, reflejada en el espejo de la pared detrás de ella, y cerró los ojos para no verse.
Will llevó a su mujer al dormitorio y la ayudó a acostarse. Los médicos de la clínica le habían dado unas pastillas y él la obligó a tomar dos.
– Querían provocarlo -explicó ella antes de que el medicamento hiciese efecto-. Querían llevarse a nuestro bebé, pero no se lo he permitido. Quiero conservarlo el mayor tiempo posible.
Will asintió, pero era incapaz de hablar. El mismo lloró. Su mujer alargó el brazo y le secó las lágrimas con el pulgar.
Se quedó sentado junto a ella hasta que la venció el sueño; luego mantuvo la mirada fija en la pared durante dos horas, la mano de ella en la suya, hasta que poco a poco, con mucho cuidado, se la soltó y la dejó sobre la sábana. Elaine se movió un poco, pero no despertó.
Will bajó y marcó el número que Epstein le había dado la primera vez que se vieron. Contestó una mujer con voz soñolienta, y cuando él preguntó por el rabino, le dijo que estaba acostado.
– Ha tenido una noche muy larga -explicó.
– Lo sé -contestó él-. Yo también estaba allí. Despiértelo. Dígale que soy Will Parker.
Sin duda, la mujer reconoció el nombre. Dejó el teléfono y Will la oyó alejarse. Pasaron cinco minutos y por fin le llegó la voz de Epstein.
– Señor Parker. Debería habérselo dicho en la clínica: no conviene que nos mantengamos en contacto.
– Tengo que verlo.
– Imposible. Lo hecho, hecho está. Debemos dejar en paz a los muertos.
– Mi mujer lleva en su vientre un bebé muerto -explicó Will. Casi vomitó las palabras.
– ¿Cómo?
– Lo que oye. Nuestro hijo ha muerto en el útero. Creen que por alguna razón se le enredó el cordón umbilical en el cuello. Está muerto. Se lo dijeron ayer. Van a provocar el parto y extraerlo.
– Lo siento mucho -dijo Epstein.
– No quiero su compasión -repuso Will-. Quiero a mi hijo.
Epstein guardó silencio.
– Lo que usted propone no es…
– No me salga con eso -atajó Will-. Haga lo que sea necesario para que sea posible. Vaya a ver a su amigo, ese hombre tan callado del traje bonito, y dígale lo que quiero. O de lo contrario le juro que haré tanto ruido que a todos ustedes les sangrarán las orejas. -De pronto, la energía empezó a escapar de su cuerpo. Deseaba meterse a rastras en la cama y abrazar a su mujer, abrazar a su mujer y a su hijo muerto-. Oiga, me ha dicho que alguien tenía que cuidar de ese niño. Yo puedo cuidar de él. Esconderlo conmigo. Tenerlo escondido a la vista de todos. Por favor.
Epstein suspiró.
– Hablaré con nuestros amigos -dijo por fin-. Deme el nombre del médico que atiende a su mujer.
Will se lo dio. El número estaba en la agenda junto al teléfono.
– ¿Dónde está su mujer ahora?
– Dormida en el piso de arriba. Ha tomado unas pastillas.
– Le llamaré dentro de una hora -dijo Epstein, y colgó.
Al cabo de una hora y cinco minutos sonó el teléfono. Will, que estaba sentado en el suelo, al lado del aparato, lo cogió antes de que sonara por segunda vez.
– Cuando despierte su mujer, señor Parker, debe contarle la verdad -instó Epstein-. Pídale que le perdone y luego plantéele lo que nos ha propuesto.
Esa noche Will, en lugar de dormir, lloró la muerte de Caroline Carr, y cuando amaneció, dejó de lado su dolor por ella y se preparó para lo que, como sabía con certeza, sería la muerte de su matrimonio.
– Me llamó esa mañana -contó Jimmy-. Me dijo lo que pretendía hacer. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo por la posibilidad de quedarse con el niño: su carrera, su matrimonio, la felicidad de su mujer, e incluso su cordura. -Hizo ademán de servirse más vino, pero se detuvo-. No puedo beber más. El vino parece sangre. -Apartó la botella y la copa-. En todo caso, ya casi hemos acabado, por ahora. Terminaré de contarte esta parte, y luego me iré a dormir. Podemos seguir hablando mañana. Si quieres, puedes quedarte a dormir. Hay una habitación de invitados.
Abrí la boca para protestar, pero él levantó la mano.
– Créeme, cuando haya acabado esta noche, tendrás mucho en que pensar. Me agradecerás que haya parado. -Se echó hacia delante, ahuecando las manos ante sí. Le temblaban-. Así pues, tu padre esperaba junto a la cama cuando tu madre despertó…
A veces pienso en lo que debieron de sentir mi padre y mi madre ese día. Me pregunto si él no actuó movido por cierta forma de locura, espoleado por el miedo de verse condenado a perder a dos hijos, uno a manos de la muerte y el otro destinado a una existencia anónima entre aquellos con quienes no tenía lazos de sangre. Debía de saber, mientras estaba allí junto a mi madre, dudando si despertarla o dejarla dormir, retrasando el momento de la confesión, que aquello arruinaría la relación con ella para siempre. Estaba a punto de infligirle dos heridas: el dolor de su traición y el sufrimiento acaso mayor de descubrir que él había logrado con otra lo que ella no había conseguido darle. Llevaba un niño muerto en el vientre, mientras que su marido, sólo horas antes, había visto a su propio hijo, nacido de una madre muerta. Quería a su mujer, y ella lo quería a él, y ahora iba a causarle tal daño que ella nunca se recobraría por completo.
Él no contó a nadie lo que ocurrió entre ellos, ni siquiera a Jimmy Gallagher. Lo único que sé es que mi madre lo abandonó durante un tiempo y escapó a Maine, augurio de la huida permanente que tendría lugar tras la muerte de mi padre, y eco lejano de mis propias acciones cuando me arrebataron a mi mujer y mi hija. Ella no era mi madre natural, y ahora entiendo las razones de la distancia que existió entre nosotros, incluso hasta su muerte, pero nos parecíamos más de lo que ninguno de los dos había imaginado. Después de los homicidios de Pearl River me llevó al norte, y su padre, mi querido abuelo, se convirtió en una fuerza rectora en mi vida, pero mi madre también ejerció un papel más importante cuando llegué a la adolescencia. Creo, a veces, que sólo después de la muerte de mi padre ella fue capaz de perdonarlo sinceramente, y quizá de perdonarme a mí las circunstancias de mi nacimiento. Poco a poco nos acercamos más el uno al otro. Ella me enseñó los nombres de los árboles, las plantas y los pájaros, ya que aquélla era su tierra, ese estado del norte. Si bien yo entonces no valoré plenamente los conocimientos que intentaba impartirme, creo que comprendí las razones de su deseo de transmitírmelos. Los dos nos hallábamos sumidos en el dolor, pero ella no tenía intención de dejarme sucumbir a él. Así que cada día dábamos un paseo, al margen del tiempo que hiciera, y a veces hablábamos y a veces no, pero nos bastaba con estar juntos, y estábamos vivos. Durante esos años yo me convertí en su hijo, y ahora, cada vez que pronuncio para mis adentros el nombre de un árbol, o de una flor, o de una pequeña criatura reptante, es un pequeño acto en su memoria.
Elaine Parker llamó a su marido al cabo de una semana y hablaron durante una hora. El subcomisario encargado de asuntos jurídicos, Frank Mancuso, le concedió a Will un permiso sin paga, autorizado, para perplejidad de algunos en la comisaría. Will viajó al norte para reunirse con su mujer, y volvieron a Nueva York con un niño y la historia de un parto prematuro y difícil. Le pusieron el nombre de Charlie, como el tío de su padre, Charles Edward Parker, que había muerto en Monte Cassino. Los amigos secretos se mantuvieron a distancia, y pasaron muchos años hasta que Will volvió a saber de ellos. Y cuando se pusieron en contacto con él, enviaron a Epstein, fue Epstein quien le anunció que aquello que temían desde hacía tiempo se les echaba otra vez encima.
Los amantes habían vuelto.