Al día siguiente libré, y por primera vez desde hacía tiempo tuve ocasión de ver lo alterado que estaba Walter. Golpeaba la puerta con la pata para que lo dejara salir; luego, al cabo de unos minutos, suplicaba que lo dejara entrar. Parecía no querer apartarse de mi lado durante mucho rato, pero le costaba dormir. Cuando Bob Johnson se acercó a saludar durante su paseo de cada mañana, Walter no quiso acercarse a él, ni siquiera al ofrecerle Bob media galleta que llevaba en el bolsillo.
– Ya se comportaba así cuando te fuiste a Nueva York -dijo Bob-. Ese fin de semana llegué a pensar que estaba enfermo, pero por lo que veo sigue igual.
Esa tarde llevé a Walter a la veterinaria, que no advirtió nada anormal.
– ¿Se queda mucho tiempo solo? -me preguntó.
– Bueno, trabajo, y a veces paso una o dos noches fuera de casa. Cuando yo no estoy, se lo dejo a unos vecinos.
Le dio unas palmadas a Walter.
– Sospecho que eso no le gusta mucho. Aún es un perro joven. Necesita compañía y estímulo. Necesita una rutina.
Al cabo de dos días tomé la decisión.
Era domingo y me puse en camino temprano, con Walter en el asiento delantero a mi lado, a ratos adormecido y a ratos viendo pasar el mundo. Llegué a Burlington antes del mediodía, y allí compré en una pequeña juguetería una muñeca de trapo para Sam y entré en la panadería para llevarme unas madalenas. Aprovechando la parada, tomé un café en un establecimiento de Church Street e intenté leer el New York Times, con Walter a mis pies. Rachel y Sam vivían en las afueras del pueblo, a sólo diez minutos; aun así, me quedé allí un rato. Incapaz de concentrarme en el diario, acariciaba a Walter, que cerraba los párpados de placer.
Una mujer salió de la galería en la acera de enfrente, con la melena roja y suelta a la altura de los hombros. Era Rachel: sonreía, pero no a mí. La seguía un hombre, y ella reía por algún comentario de él. Plácido y barrigudo, aparentaba más edad que ella. Mientras caminaban, el hombre apoyó la palma de la mano ligeramente en la parte baja de la espalda de Rachel. Walter la vio y, moviendo el rabo, intentó levantarse, pero yo lo sujeté del collar para retenerlo. Doblé el periódico y lo dejé a un lado.
Ése iba a ser un mal día.
Cuando llegué a la propiedad de los padres de Rachel, su madre, Joan, se encontraba delante de la casa principal, jugando a la pelota con Sam. La niña ya tenía dos años y estaba en ese punto en que conocía los nombres de sus comidas preferidas y entendía el concepto «mío», que venía a abarcar todo aquello por lo que había desarrollado cierta atracción, desde las galletas ajenas hasta algún que otro árbol. Yo envidiaba a Rachel la posibilidad de ver evolucionar a Sam. Tenía la impresión de que yo, en cambio, sólo lo presenciaba a rachas, como una película con cortes en la que se hubieran eliminado los encuadres cruciales.
Sam me reconoció en cuanto salí del coche. De hecho, creo, reconoció antes a Walter que a mí, porque pronunció a gritos una distorsionada versión de su nombre, algo así como «Walnut», y extendió los brazos en un gesto de bienvenida. Nunca le había tenido miedo a Walter. Por lo que a Sam se refería, Walter entraba en la categoría de «mío», y Walter, sospechaba yo, sentía lo mismo por Sam. Trotó hacia la pequeña, pero al llegar a medio metro de ella aminoró el paso para no derribarla. Sam lo abrazó. Después de lamerla un poco, el perro se tendió y, meneando alegremente el rabo, permitió que la niña se desplomara sobre él.
Si Joan hubiese tenido rabo, dudo que lo hubiese meneado. Con visible esfuerzo, desplegó una sonrisa en el rostro cuando me acerqué y me dio un leve beso en la mejilla.
– No te esperábamos -dijo-. Rachel ha ido al pueblo. No sé cuándo volverá.
– Puedo esperar -contesté-. De todos modos, venía a ver a Sam, y a pedir un favor.
– ¿Un favor? -La sonrisa volvió a vacilar.
– Lo dejaremos para cuando vuelva Rachel.
Sam accedió a separarse de Walter el tiempo imprescindible para acercarse a mí con sus pasitos cortos y rodearme las piernas con los brazos. La levanté y la miré a los ojos a la vez que le daba la muñeca.
– Hola, preciosa -saludé.
Ella se rió y me tocó la cara.
– Papi -dijo, y sentí un escozor en los ojos.
Joan me invitó a pasar y me ofreció un café. Yo ya había rebasado mi cupo de café por ese día, pero así ella tenía algo en qué ocuparse. De lo contrario, habríamos acabado mirándonos el uno al otro, o utilizando a Sam y Walter como distracción. Joan se disculpó, y la oí cerrar una puerta y empezar a hablar en voz baja. Supuse que había llamado a Rachel. Durante su ausencia, Sam y yo jugamos con Walter, y escuché a mi hija mientras hablaba en una mezcla de palabras reconocibles y su idioma particular.
Joan regresó y sirvió el café; luego echó un poco de leche en una taza de plástico para Sam, y picoteamos las madalenas hablando de nada en absoluto. Al cabo de quince minutos oí detenerse un coche ante la casa, y Rachel entró en la cocina, agitada y colérica. Sam se acercó a ella de inmediato, señaló el perro y repitió «Walnut».
– Vaya sorpresa -exclamó Rachel, dejando claro que, por lo que a sorpresas se refería, ésa estaba a la altura de encontrarse un cadáver en la cama.
– Lo he decidido sobre la marcha -dije-. Perdona si te he alterado los planes.
Pese a mis grandes esfuerzos, o quizás en realidad no tan grandes, se advertía cierta tensión en mi voz. Rachel la captó y arrugó la frente. Joan, siempre tan diplomática, sacó a Sam y Walter a jugar al jardín mientras Rachel se quitaba el abrigo y lo lanzaba a una silla.
– Tenías que haber avisado -dijo-. Podíamos haber estado fuera o habernos ido de viaje. -Intentó recoger unos cuantos platos del escurridor, pero enseguida desistió-. En fin, ¿cómo te va?
– No me quejo.
– ¿Sigues trabajando en el Bear?
– Sí. No está tan mal.
Imitó a la perfección la sonrisa forzada de su madre.
– Me alegro. -Se produjo un momento de silencio y luego-: Tenemos que regularizar estas visitas. Así de sencillo. Es una distancia muy larga para venir por un capricho.
– Intento venir con la mayor frecuencia posible, Rach, y procuro avisar. Además, esto no es un capricho.
– Ya sabes a qué me refiero. -Otro silencio-. Me ha dicho mi madre que venías a pedir un favor.
– Quiero que te quedes con Walter.
Por primera vez mostró una emoción distinta de la frustración o la ira apenas contenida.
– ¿Cómo? Pero si tú adoras a ese perro.
– Sí, pero no estoy en casa el tiempo suficiente para él, y a Sam y a ti os quiere como mínimo tanto como a mí. Mientras trabajo, se pasa el día encerrado, y tengo que pedir a Bob y Shirley una y otra vez que se ocupen de él cuando me voy de viaje. No es justo para él, y sé que a tus padres les gustan los perros.
Los padres de Rachel habían tenido perros hasta fecha reciente, cuando sus dos viejos collies murieron en cuestión de meses. Desde entonces hablaban de tener otro perro, pero no acababan de animarse.
La expresión de Rachel se suavizó.
– Tendré que preguntárselo a mi madre -dijo-, pero no creo que haya problema. ¿Estás seguro?
– No -contesté-, pero es lo que debo hacer.
Se acercó y, tras una breve vacilación, me abrazó.
– Gracias -dijo.
Llevaba la canasta y los juguetes de Walter en el maletero, y se los entregué a Joan en cuanto quedó claro que daba su conformidad. Su marido, Frank, estaba de viaje por razones de trabajo, pero ella sabía que no pondría el menor reparo, y menos si eso hacía felices a Sam y a Rachel. Walter parecía saber lo que ocurría. Él iba a donde iba su canasta, y cuando vio que la ponían en la cocina, entendió que se quedaba allí. Me lamió la mano cuando me disponía a irme y luego se sentó al lado de Sam entendiendo que había recuperado su papel de guardián de la niña.
Rachel me acompañó al coche.
– Sólo por curiosidad -dijo-, ¿cómo es qué viajas tanto si trabajas en el Bear?
– Estoy haciendo ciertas indagaciones -contesté.
– ¿Dónde?
– En Nueva York.
– No deberías trabajar. Te expones a perder la licencia para siempre.
– No es trabajo -dije-. Es un asunto personal.
– En tu caso siempre es un asunto personal.
– Si no fuera así, no valdría la pena hacerlo.
– Pues ten cuidado.
– Lo tendré. -Abrí la puerta del coche-. Tengo que decirte algo. Antes he pasado por el pueblo. Te he visto.
Se le heló la expresión en el rostro.
– ¿Quién es? -pregunté.
– Se llama Martin -contestó al cabo de un momento.
– ¿Cuánto tiempo hace que sales con él?
– No mucho. Puede que un mes. -Guardó un breve silencio-. Todavía no sé si la cosa va en serio. Iba a contártelo. Sólo que no sabía cómo.
Asentí.
– La próxima vez avisaré -dije, y subí al coche y me marché.
Ese día aprendí algo: puede haber cosas peores que llegar a un sitio con tu perro y marcharte sin él, pero no muchas.
El viaje de regreso a casa fue largo y silencioso.