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Al desplazarse las nubes ante el sol se produjo un cambio de luz rápido y desconcertante, la luminosidad se apagó en un abrir y cerrar de ojos para dar paso a un crepúsculo invernal, anticipo de la oscuridad aún mayor que pronto lo envolvería todo. La puerta de entrada se abrió y el anciano apareció en el umbral. Llevaba un chaquetón con capucha, pero aún iba en zapatillas de andar por casa. Al trote, recorrió el camino y se detuvo en el límite de su jardín, las puntas de los pies en el borde del césped, como si la acera fuese una masa de agua y él temiese caerse de la orilla.

– ¿Puedo ayudarle en algo, hijo? -preguntó.

Hijo.

Crucé la calle. Él se puso un poco tenso, como si de pronto dudara si había hecho bien encarándose así con un desconocido. Se miró las zapatillas, pensando tal vez que debería haberse detenido a ponerse las botas. Calzado, se habría sentido menos vulnerable.

De cerca, vi que contaba al menos setenta años; era menudo, de aspecto frágil y, sin embargo, poseía fuerza interior y aplomo suficientes para salirle al paso a un desconocido que acechaba su vivienda. Hombres más jóvenes que él habrían avisado a la policía sin más. Tenía los ojos castaños y legañosos, la tez relativamente tersa para su edad, sobre todo en torno a las cuencas de los ojos y los pómulos, como si la piel, en lugar de aflojarse, se le hubiese encogido en torno al cráneo.

– Yo viví aquí, en esta casa -dije.

Parte de su cautela se disipó.

– ¿Es usted hijo de los Harrington? -preguntó, entornando los ojos como si tratase de identificarme.

– No, no.

Ni siquiera sabía quiénes eran los Harrington. Al marcharnos nosotros, compraron la propiedad los Bildner, una pareja joven con una hija recién nacida. Pero, claro está, hacía más de un cuarto de siglo que no veía la casa. No tenía la menor idea de cuántas veces había cambiado de manos a lo largo de los años.

– Ya. ¿Y entonces cómo se llama hijo?

Y cada vez que pronunciaba esa palabra yo oía el eco de la voz de mi padre.

– Parker, Charlie Parker.

– Parker -repitió él, masticando la palabra como si fuera un trozo de carne. Parpadeó tres veces en rápida sucesión y tensó la boca en una mueca-. Sí, ya sé quién es. Yo me llamo Asa, Asa Durand.

Me tendió la mano y se la estreché.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

– Doce años, poco más o menos. Los Harrington vivieron en la casa antes que nosotros, pero la vendieron y se mudaron a Dakota, no sé si del Norte o del Sur. Pero supongo que da igual tratándose de Dakota.

– ¿Ha estado usted en Dakota?

– ¿En cuál?

– Cualquiera.

Sonrió con picardía y vi claramente al joven atrapado ahora en el cuerpo de un viejo.

– ¿Qué se me ha perdido a mí en Dakota? -preguntó-. ¿Quiere entrar?

Me oí a mí mismo pronunciar las palabras incluso antes de darme cuenta de que ésa era mi decisión.

– Sí -contesté-, si no es mucha molestia.

– Nada más lejos. Mi mujer no tardará en llegar. Los domingos por la tarde juega al bridge y yo preparo la cena. Si tiene hambre, puede quedarse a comer con nosotros. Hay estofado. Los domingos siempre hay estofado. Es lo único que sé hacer.

– No, pero gracias por el ofrecimiento.

Recorrí con él el camino de acceso. Durand arrastraba un poco la pierna izquierda.

– ¿Qué recibe a cambio de preparar la cena, si no es indiscreción?

– Una vida más fácil -respondió-. Dormir en mi cama sin miedo a la muerte por asfixia. -Asomó otra vez la sonrisa, amable y cálida-. Y a ella le gusta mi estofado, y a mí me gusta que a ella le guste.

Llegamos a la puerta. Durand me precedió y la mantuvo abierta para dejarme pasar. Yo me detuve en el umbral un momento. Luego entré y él cerró la puerta a mis espaldas. En el pasillo percibí más claridad de la que recordaba. Ahora estaba pintado de amarillo, con las molduras blancas. Cuando yo vivía allí, el pasillo era rojo. A la derecha estaba el comedor para ocasiones formales, con una mesa y sillas de caoba no muy distintas de las nuestras. A la izquierda se encontraba el salón. Un televisor de pantalla plana de alta definición ocupaba el lugar donde nosotros teníamos el viejo Zenith en los tiempos en que el vídeo aún era una novedad y las cadenas de televisión habían establecido un horario de programación familiar para proteger a los más pequeños del sexo y la violencia. ¿Cuándo fue eso? ¿En 1974, 1975? Ya no me acordaba.

El tabique entre la cocina y el salón había desaparecido. Lo habían echado abajo para crear un único espacio de planta abierta, de modo que la pequeña cocina de mi infancia, con su mesa para cuatro, ya no estaba.

Imaginé a mi madre en ese nuevo espacio.

– ¿La nota muy cambiada? -preguntó Durand.

– Sí. Todo esto es distinto.

– Lo hicieron los anteriores dueños. No los Harrington, los Bildner. Ellos le compraron la casa a su familia, ¿no?

– Exacto.

– Estuvo desocupada durante un tiempo. Un par de años. -Apartó la mirada, preocupado ante el nuevo derrotero de la conversación-. ¿Le apetece tomar algo? Hay cerveza, si quiere. Yo ya no bebo apenas. Me cae como agua por una cañería. Apenas entra por un extremo sale por el otro. Y después tengo que echar una siesta.

– Para mí aún es un poco temprano. Pero acepto una taza de café si no tengo que tomarla solo.

– Café sí podemos tomar. Al menos no tendré que hacer una siesta después.

Encendió la cafetera y tomó un par de tazas y cucharillas.

– ¿Le importaría si echo un vistazo a mi antigua habitación? -pregunté-. Es la pequeña en la parte delantera, la del cristal roto.

Durand, un tanto incómodo, volvió a hacer una mueca.

– Ese maldito cristal. Lo rompieron unos niños jugando al béisbol, y no he encontrado el momento de arreglarlo. Por otra parte…, en fin, usamos esa habitación poco más que de trastero. Está llena de cajas.

– Da igual. Me gustaría verla de todos modos.

Asintió y subimos. Me detuve en la puerta de mi antigua habitación, pero no entré. Como Durand había dicho, contenía una montaña de cajas, carpetas, libros y antiguos electrodomésticos que ahora acumulaban polvo.

– Soy de los que no tiran nada -explicó Durand en tono de disculpa-. Todo eso aún funciona. No pierdo la esperanza de que un día venga alguien que lo necesite y me lo quite de encima.

Mientras me hallaba allí de pie, las cajas desaparecieron evaporándose junto con la chatarra y los libros y las carpetas. Quedó sólo una habitación con moqueta gris; las paredes blancas cubiertas de fotografías y pósteres; un armario con un espejo en la puerta en el que me veía reflejado; un hombre de más de cuarenta años, con el pelo algo canoso y los ojos oscuros; estantes llenos de libros, minuciosamente ordenados por autor; una mesilla de noche con un despertador digital, el no va más de la tecnología del momento, indicando las 12:54.

Y la detonación procedente del garaje detrás de la casa. Por la ventana vi a hombres correr…

– ¿Está usted bien, señor Parker?

Durand me tocó el brazo con delicadeza. Intenté hablar, pero no pude.

– ¿Por qué no bajamos? Le prepararé ese café.

Y la figura en el espejo se convirtió en el fantasma del niño que fui en otro tiempo, y lo miré a los ojos hasta que se desvaneció lentamente y desapareció por completo.

Durand y yo nos sentamos en la cocina. Por la ventana vi un bosquecillo de abedules donde antes estaba el garaje. Durand siguió mi mirada.

– Sé lo que pasó -dijo-. Terrible.

En la cocina flotaba el aroma a estofado. Olía bien.

– Sí, lo fue.

– Lo echaron abajo, el garaje.

– ¿Quiénes?

– Los Harrington. Me lo contaron los vecinos, los señores Rosetti, que debieron de llegar al barrio un par de años después de marcharse ustedes.

– ¿Por qué lo echaron abajo? -Pero al hacer la pregunta ya supe la respuesta. Lo que me sorprendía era que hubiese permanecido en pie tanto tiempo.

– Hay quienes piensan, supongo, que cuando algo malo ocurre en un sitio, el eco permanece -explicó Durand-. Yo no sé si es verdad o no. Personalmente soy poco sensible a esas cosas. Mi mujer cree en los ángeles. -Señaló una figura alada envuelta en ropa vaporosa y suspendida de un gancho en la puerta de la cocina-. Pero para mí todos sus ángeles se parecen a Campanilla, y dudo mucho que ella misma distinga un ángel de un hada.

»En cualquier caso, a los hijos de los Harrington no les gustaba entrar en el garaje. La niña, la menor, se quejaba de lo mal que olía. La madre le dijo a la señora Rosetti que a veces olía…

Se calló y por tercera vez hizo una mueca. Parecía una reacción involuntaria ante todo aquello que lo incomodaba.

– No se preocupe -dije-. Siga, por favor.

– Según ella, allí olía como si se hubiese disparado un arma.

Los dos guardamos silencio un momento.

– ¿A qué ha venido, señor Parker?

– La verdad es que no sabría qué decirle. Creo que necesito respuesta a ciertas preguntas.

– Verá, llega un momento en la vida en que uno siente el impulso de escarbar en el pasado -dijo Durand-. Yo tomé por banda a mi madre antes de morir y la obligué a contarme toda la historia de la familia, todo lo que recordase. Quería conocerlo antes de que se fuera para siempre la única persona que podía aclararme las cosas, imagino, para entender aquello de lo que formé parte. Y eso es bueno, saber de dónde viene uno. Se lo transmite a los hijos, y así todos se sienten menos a la deriva en la vida, menos solos.

»Pero ciertas cuestiones es mejor dejarlas en el pasado. Sí, ya sé que los psiquiatras y los terapeutas le dirán lo contrario, pero se equivocan. No es necesario meter el dedo en todas las llagas, como tampoco hace falta reexaminar toda mala acción ni sacarla a la luz por la fuerza, caiga quien caiga. Es mejor dejar que cicatrice la herida, aun cuando no cicatrice del todo bien, o dejar enterradas las malas acciones, y recordar que, por poco que pueda evitarse, no conviene adentrarse en las tinieblas.

– Bueno, ésa es precisamente la cuestión: a veces las tinieblas no pueden evitarse.

Durand se tiró del labio.

– No, puede que no. ¿Y esto es el principio o el final?

– El principio.

– Tiene por delante un largo camino, pues.

– Eso me temo.

Oí abrirse la puerta de la calle. Entró una mujer menuda, con unos kilos de más y una permanente en el pelo plateado.

– Soy yo -anunció. Sin dirigir la vista hacia la cocina se quitó el abrigo, los guantes y la bufanda y se miró el pelo y la cara en el espejo del perchero-. ¡Qué bien huele! -comentó. Se volvió hacia la cocina y me vio.

– ¡Cielo santo!

– Tenemos visita, Elizabeth -dijo Durand, y me levanté cuando su mujer entró en la cocina-. Te presento al señor Parker -añadió-. Vivió en esta casa, de niño.

– Mucho gusto, señora Durand -saludé.

– Ah, usted es…

Se interrumpió al caer en la cuenta y vi asomar a su rostro las sucesivas emociones. Al final quedó fija en su semblante la que, sospeché, era su expresión por defecto: de amabilidad, teñida de esa tristeza que viene dada por la experiencia de toda una vida y la conciencia de que las cosas tocan a su fin.

– Bienvenido -se limitó a decir al cabo de un momento-. Siéntese, siéntese. ¿Se queda a cenar?

– No, no puedo. Tengo que seguir mi camino. Ya le he robado demasiado tiempo a su marido.

Pese a su educación y buen carácter naturales, advertí que sentía alivio.

– Si lo tiene ya decidido…

– Así es. Gracias.

Sin volver a sentarme, me puse el abrigo, y Durand me acompañó a la puerta.

– Le diré que antes, al verlo, he pensado que era usted otra persona, y no me refiero a un hijo de los Harrington. Pero sólo por un segundo, eh.

– ¿Con quién me ha confundido?

– Hará un par de meses vino por aquí un hombre, una tarde, hacia el anochecer. Hizo lo mismo que usted: miró la casa durante un rato, incluso llegó al extremo de entrar en el jardín para echar una ojeada a la parte de atrás, donde estaba antes el garaje. Eso no me gustó. Me armé de valor y salí a preguntarle qué pretendía. No he vuelto a verlo.

– ¿Cree que vigilaba la casa para entrar a robar?

– Fue lo primero que pensé, pero cuando le planté cara, respondió otra cosa. Aunque, claro, un ladrón tendría que ser más tonto que hecho de encargo para reconocer que vigila una casa con la intención de robar.

– ¿Y él qué dijo?

– «Cazar.» Eso contestó. Sólo esa palabra: «Cazar». ¿A qué se referiría?

– No lo sé, señor Durand -respondí, y él entornó los ojos como si sospechase que le mentía.

– Luego me preguntó si estaba enterado de lo que había ocurrido aquí, y yo dije que no sabía de qué hablaba, ante lo que contestó que tenía la impresión de que sí lo sabía. No me gustó el tono de su voz y le pedí que se marchara.

– ¿Recuerda cómo era?

– No muy bien. Llevaba un gorro de lana, calado, tapándole el pelo, y una bufanda alrededor del cuello y la barbilla. Esa tarde hacía frío, pero no tanto. Era más joven que usted. Tendría cerca de treinta años, quizás algo más. También era un poco más alto. Soy miope y no llevaba las gafas puestas. Siempre me las olvido por todas partes. Debería comprarme una cadena. -Se dio cuenta de que se iba por las ramas y retomó el hilo de la conversación-. Aparte de eso, apenas recuerdo nada de él, salvo que…

– ¿Qué?

– Me alegré de verlo marcharse, sólo eso. Me puso nervioso, y no únicamente porque estuviese en mi jardín, husmeando en mi propiedad. Noté algo en él. -Durand cabeceó-. No soy capaz de explicarlo. Pero sí puedo asegurarle que no era de por aquí, aunque no puedo precisar mucho más. No era de por aquí ni remotamente.

Recorrió el pueblo con la mirada, fijándose en los coches que circulaban por las calles, las luces de los bares y las tiendas cerca de la estación, las siluetas desdibujadas de las personas camino de sus casas y sus familias. Era la normalidad, y el hombre que se había plantado en su jardín era ajeno a aquello.

Había caído la noche. Las farolas proyectaban círculos de luz en la nieve helada, haciéndola brillar en la penumbra. Durand se estremeció.

– Ándese con cuidado, señor Parker -aconsejó.

Nos dimos la mano. Él se quedó en la puerta hasta que llegué a la acera. Entonces se despidió con un gesto y cerró la puerta. Alcé la vista hacia la ventana con el cristal roto, pero detrás no había nadie. La habitación estaba vacía. Lo que allí quedaba carecía de forma: el fantasma del niño estaba dentro de mí, donde siempre había estado.

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