18

El día posterior a mi confrontación con Mickey Wallace decidí comunicarle a Dave Evans que quería tomarme una semana de vacaciones. Estaba resuelto a presionar a Jimmy Gallagher, y quizá visitar otra vez a Eddie Grace. No podía hacerlo con tanta ida y venida de Portland a Nueva York los domingos que libraba.

Y había surgido otra cosa. Walter Cole no había encontrado nada acerca de la investigación sobre los asesinatos de Pearl River, excepto un curioso detalle.

– Los informes están demasiado limpios -me explicó por teléfono-. Fue todo un lavado de cara. Hablé con un tipo del archivo. Dijo que el expediente es tan fino que, si lo pones de lado, ni se ve.

– Eso no tiene nada de raro. Enterraron el asunto. No salía a cuenta hacer otra cosa.

– Ya, bueno, pero aun así creo que aquí hay algo más que eso. El expediente ha sido purgado. ¿Has oído hablar de la Unidad Cinco?

– No me suena de nada.

– Hace diez años todos los documentos relacionados con los asesinatos de Pearl River pasaron a clasificarse como información reservada. Toda solicitud de información más allá de lo que había en los archivos requería la autorización de la Unidad Cinco, lo que implicaba ponerse en contacto con el despacho del comisario. A mi informante lo incomodaba el solo hecho de hablar del tema, pero todo aquel que quiera saber algo más aparte de los detalles escuetos sobre lo sucedido en Pearl River debe presentar una solicitud a la Unidad Cinco. -Pero Walter no había terminado-. ¿Sabes qué más abarca la orden de la Unidad Cinco? Las muertes de Susan y Jennifer Parker.

– ¿Y entonces qué es la Unidad Cinco? -pregunté.

– Creo que eres tú -respondió Walter.


Me reuní con Dave en el Arabica, en la esquina de Free con Cross, que, además de servir el mejor café de la ciudad, ahora ocupaba el mejor espacio, con obras de arte en las paredes y luz entrando a raudales por las enormes ventanas panorámicas. De fondo se oía la música de los Pixies. En conjunto, era difícil ponerle pegas al establecimiento.

A Dave no le gustó que le pidiera unos días de fiesta, y no podía echárselo en cara. Estaba a punto de perder a dos empleados, una por maternidad y otro por una novia en California. Yo sabía que él tenía la impresión de estar dedicando demasiado tiempo a las tareas generales del bar y demasiado poco al papeleo y la contabilidad. A mí me había contratado para quitarle de encima parte de esa carga y ahora, en lugar de eso, lo dejaba más empantanado que antes de mi llegada.

– Intento llevar un negocio, Charlie -dijo Dave-. Me estás dejando colgado.

– No estamos tan desbordados, Dave -aduje-. Gary puede ocuparse de la entrega de Nappi, y yo ya estaré de regreso a tiempo para el camión de la semana que viene. Tenemos existencias de sobra de algunas de las cerveceras artesanales, así que podemos dejar que se agoten.

– ¿Y qué pasará mañana por la noche?

– Nadine ha pedido turnos extra. Deja que cargue ella con parte del peso.

Dave hundió la cara en las manos.

– Te odio -dijo.

– No, no me odias.

– Sí. Tómate tu semana libre. Si seguimos aquí cuando vuelvas, estarás en deuda conmigo. Me deberás tiempo por un tubo.

Esa noche no contribuyó a levantarle el ánimo a Dave. Alguien intentó robar la cabeza de oso ornamental del comedor, y no nos dimos cuenta de que había desaparecido hasta que el ladrón se disponía a salir del aparcamiento con la cabeza asomando por la ventanilla del acompañante. Nos invadieron unos cuantos aficionados a los cócteles, de manera que incluso Gary, que al parecer conocía mejor los cócteles que los demás, se vio obligado a recurrir a la chuleta escondida detrás de la barra. Unos estudiantes pidieron una ronda tras otra de bombas de cereza y bombas Jäger, y un empalagoso olor a Red Bull impregnó el ambiente. Cambiamos quince barriles, tres veces más que una noche cualquiera, aunque lejos del récord de veintidós.

Y también se respiraba el sexo en el aire. Al fondo había una cincuentona que no habría sido más depredadora si hubiese tenido garras y dientes afilados como cuchillas, y pronto se reunieron con ella otras dos o tres para formar una manada. Los camareros las llamaban las «Elixir», por una vendedora de artículos de higiene dental semimítica que, según contaban, había atendido a sucesivos hombres en el aparcamiento en el transcurso de una noche. Al final atrajeron a un par de jugadores de International Players of the World, hombres muy machos cuyo aftershave libró una guerra de fragancias con el olor residual a Red Bull. En un momento dado me planteé darles un manguerazo a todos para enfriarlos, pero antes de que surgiera la necesidad se marcharon en busca de un rincón más oscuro de la ciudad.

A la una, los quince empleados estaban agotados, pero nadie quería irse aún a casa. Después de limpiar los surtidores de cerveza y aprovisionar las neveras preparamos hamburguesas y patatas fritas, y casi todos tomaron una copa para distenderse. Desconectamos el sistema por satélite que proporcionaba música al bar, y pusimos, en orden aleatorio, una lista de canciones suaves grabadas en una iPod: Sun Kil Moon, Fleet Foxes, la reedición de Pacific Ocean de Dennis Wilson. Por fin, la gente empezó a marcharse, y Dave y yo comprobamos que todo estuviera desconectado en la cocina, apagamos las últimas velas, nos aseguramos de que no quedaba nadie en los lavabos, metimos el dinero en la caja fuerte y cerramos la puerta. Nos despedimos en el aparcamiento y, antes de irse cada uno por su lado, Dave repitió que me odiaba.


Al abrir la puerta de mi casa me detuve en el umbral y agucé el oído. Seguía alterado desde mi encuentro con Mickey Wallace y su historia de las dos figuras que había entrevisto. Yo había dejado marchar a esos fantasmas. La casa ya no era su sitio. Sin embargo, cuando la recorrí tras marcharse Wallace, no sentí miedo, ni verdadera intranquilidad; nunca había experimentado esa clase de sensaciones. De hecho, la casa estaba tranquila y percibí su vacío. Aquello que había estado allí, fuera lo que fuese, se había ido.

El piloto de mi contestador automático parpadeaba. Pulsé el botón y oí la voz de Jimmy Gallagher. Parecía un poco bebido, pero el mensaje era claro y sencillo, y no podía haber sido más oportuno.

«Charlie, ven a verme», decía. «Te contaré lo que quieres saber.»

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