19

Jimmy Gallagher debía de estar pendiente de mi llegada, ya que abrió la puerta antes de que llamase. Me lo imaginé por un momento sentado junto a la ventana, su rostro reflejándose ya en el cristal debido a la creciente oscuridad, tamborileando con los dedos en el alféizar, buscando impaciente con la mirada a aquel cuya visita esperaba, pero al entrar no vi en sus ojos la menor impaciencia, ni miedo ni preocupación. A decir verdad, me pareció más relajado que nunca. Llevaba una camiseta y un pantalón tostado con manchas de pintura bajo una sudadera de los Yanquees con capucha y calzaba mocasines. Parecía un veinteañero que de pronto, al despertar de una siesta, hubiera descubierto que había envejecido cuarenta años y, sin embargo, se viera obligado aún a seguir vistiendo la misma ropa de antes. A mí siempre me había parecido un hombre para quien la apariencia lo era todo, ya que lo recordaba invariablemente con chaqueta y una camisa limpia y almidonada, y a menudo una elegante corbata de seda. Ahora se había despojado de toda formalidad y me pregunté, a medida que avanzaba la noche y escuchaba los secretos que salían de él a borbotones, si esos rigores que se imponía en el vestir eran sólo parte de las defensas erigidas para protegerse no únicamente a sí mismo y su propia identidad, sino también el recuerdo y la vida de aquellos que le importaban.

No dijo nada cuando me vio. Se limitó a abrir la puerta, a asentir una vez y a darse media vuelta para llevarme a la cocina. Cerré y lo seguí. En la cocina ardían un par de velas, una en el alféizar y otra en la mesa. Junto a la segunda vela había una botella de buen vino tinto -quizá muy bueno-, un decantador y dos copas. Jimmy tocó el cuello de la botella con ternura, acariciándolo como si fuera una mascota querida.

– He estado esperando un pretexto para abrirla -dijo-. Pero hace tiempo que no tengo muchos motivos de celebración. Básicamente voy a funerales. Cuando uno llega a mi edad, es lo normal. Este año ya he ido a tres. Todos policías, y todos muertos de cáncer. -Dejó escapar un suspiro-. Yo no quiero irme de esa manera.

– Eddie Grace está muriéndose de cáncer.

– Eso he oído. He pensado en ir a verlo, pero Eddie y yo… -Cabeceó-. Lo único que teníamos en común era tu padre. Cuando él se fue, Eddie y yo no tuvimos ya ninguna razón para tratarnos.

Me acordé de lo que me dijo Eddie justo antes de irme: que toda la vida de Jimmy Gallagher había sido una mentira. Quizás Eddie se refería, aunque veladamente, a la homosexualidad de Jimmy. Pero ahora me constaba que había otras mentiras que descubrir, aunque fuesen mentiras por omisión. No obstante, Eddie Grace no era quién para juzgar cómo debía vivir un hombre su vida, no como había juzgado a Jimmy. Todos mostramos una cara al mundo y mantenemos otra oculta. No podríamos sobrevivir de otra manera. Mientras Jimmy se desahogaba y me revelaba poco a poco los secretos de mi padre, llegué a entender por qué Willy Parker se había desmoronado bajo semejante peso, y sólo sentí pena por él y por la mujer a quien había traicionado.

Jimmy extrajo un sacacorchos de un cajón y cortó cuidadosamente el plomo de la botella antes de insertar la punta del sacacorchos en el tapón. Le bastó con dos golpes de muñeca y un único tirón para desprender el corcho con un satisfactorio y etéreo estampido. Lo miró para asegurarse de que no estaba seco ni en mal estado, y lo tiró a un lado.

– Antes olfateaba los corchos -explicó-, pero una vez alguien me comentó que no indican nada sobre la calidad del vino. Una lástima. Me gustaba lo que eso tenía de ritual, hasta que me enteré de que uno quedaba como un ignorante.

Colocó la vela detrás de la botella al decantarla para ver acercarse el sedimento al cuello.

– No es necesario dejarlo reposar mucho rato -dijo al acabar-. Eso sólo es para los vinos más jóvenes. Suaviza los taninos.

Sirvió dos copas y se sentó. Sostuvo la suya a contraluz ante la vela para examinarla, se la aproximó a la nariz, la olisqueó, hizo girar el vino antes de olisquear de nuevo con el cuenco entre las manos para calentarlo. Finalmente lo probó, desplazando el vino de un lado al otro de la boca, degustando los sabores.

– Magnífico -declaró, y luego levantó la copa en un brindis-. Por tu padre.

– Por mi padre -repetí. Tomé un sorbo. Tenía un sabor denso y terroso.

– Domaine de la Romanée-Conti, del noventa y cinco -dijo Jimmy-. Un buen año para el borgoña. Estamos bebiéndonos una botella de vino de seiscientos dólares.

– ¿Qué celebramos?

– El final.

– ¿De qué?

– De tantos secretos y mentiras.

Dejé mi copa.

– ¿Por dónde quieres empezar, pues?

– Por el bebé muerto -contestó-. Por el primer bebé muerto.


A ninguno de los dos le apetecía hacer el turno de doce a ocho esa semana, pero al mal tiempo buena cara, o no hay mal que cien años dure, o cualquier otra de las frases hechas aplicables a esa clase de situaciones en las que a uno no le queda más remedio que coger el proverbial palo por un extremo, y no precisamente el extremo más fragante. Esa noche la comisaría ofrecía una fiesta en la Casa Nacional de Ucrania en la Segunda Avenida, que siempre olía a borscht y pierogi y sopa de centeno del restaurante de la planta baja, y donde el director de cine Sidney Lumet ensayaba para sus películas antes de iniciar el rodaje, de modo que, con el tiempo, Paul Newman y Katherine Hepburn, Al Pacino y Marlon Brando, subieron y bajaron por la misma escalera que los policías del Distrito Noveno. La fiesta era para celebrar que ese mes habían concedido a tres de sus agentes la «cruz de combate», que era como llamaban al distintivo verde que recibían aquellos que habían participado en un tiroteo. El Distrito Noveno era ya el Salvaje Oeste por aquel entonces: morían policías. Si la cosa estaba entre el otro y tú, disparabas primero y ya te preocuparías del papeleo más tarde.

En aquellos tiempos Nueva York no era como ahora. En el verano de 1964 las tensiones raciales en la ciudad habían llegado a su máximo apogeo con la muerte en Harlem de James Powell, de quince años, a manos de un agente de policía fuera de servicio. Lo que al principio fueron manifestaciones ordenadas para protestar por el homicidio se convirtió en disturbios el 18 de julio, cuando una multitud se congregó delante de la 123 de Harlem gritando «¡Asesinos!» a los policías encerrados en el interior de la comisaría. A Jimmy y Will los habían enviado allí como parte de los refuerzos. Llovieron sobre ellos botellas y ladrillos y tapas de cubos de basura, y los saqueadores se apropiaron de comida, radios e incluso armas en las tiendas del barrio. Jimmy recordaba aún que vio a un capitán de policía rogar a los alborotadores que se fueran a sus casas, y oyó a alguien reírse y contestar: «¡Estamos en casa, blanquito!».

Después de cinco días de disturbios en Harlem y Bed-Stuy, había un muerto, 520 detenidos, y el alcalde Wagner tenía los días contados. Ya antes de los disturbios su cargo pendía de un hilo. Bajo su mandato, el índice anual de homicidios se había duplicado hasta alcanzar los 600, e incluso antes de la muerte a tiros de Powell la ciudad seguía bajo el impacto del asesinato de una tal Kitty Genovese en su barrio de clase media de Queens, apuñalada tres veces sucesivas por el mismo hombre, Winston Moseley, ante doce personas que vieron u oyeron el asesinato mientras tenía lugar, pero que se negaron la mayoría de ellos a intervenir más allá de avisar a la policía. La sensación dominante era que la ciudad se desintegraba, y se consideró a Wagner el principal culpable.

Toda esta preocupación por el estado de la ciudad no era una novedad para los hombres del Distrito Noveno. A la comisaría del barrio la llamaban cariñosamente «el Cagadero» quienes servían allí, y no tan cariñosamente el resto de la gente. Los hombres de esa comisaría actuaban como les venía en gana y protegían bien su territorio, alertas no sólo a los malos, sino también a algunos de los buenos, como los capitanes dispuestos a ir dando patadas en el culo en días de baja actividad. «Mosca en el Cagadero», avisaba alguien por radio, y de pronto todo el mundo erguía un poco más la espalda mientras fuese necesario.

Por aquel entonces Jimmy y Will tenían ambiciones, ambos aspiraban a llegar al grado de sargento lo antes posible. La competencia era más feroz desde que, a raíz de la demanda presentada por Felicia Spritzer en 1963, las mujeres policía pudieron acceder por primera vez a los exámenes promocionales, con lo que Spritzer y Gertrude Schimmel ascendieron a sargentos al año siguiente. Aunque eso a Jimmy y Will les traía sin cuidado, a diferencia de lo que les ocurría a algunos de los agentes de mayor edad, que tenían muchas opiniones acerca del lugar que correspondía a una mujer, y éste en ningún caso incluía la posibilidad de llevar tres galones en una de sus comisarías. Los dos poseían sendos ejemplares de la guía del policía de ronda, gruesa como una Biblia con su carpeta de anillas y su tapa azul de plástico, y se la llevaban cada vez que disponían de un descanso para poner a prueba sus mutuos conocimientos. En aquellas fechas, antes de llegar a inspector, uno tenía que asumir durante cinco años funciones de inspector siendo aún agente de a pie, y no empezaba a cobrar el sueldo de sargento hasta acceder al segundo grado. De todos modos, ellos no querían ser investigadores. Eran policías de la calle. Decidieron, pues, que los dos probarían a presentarse al examen de sargento, aunque conllevara tener que abandonar la comisaría del Distrito Noveno, incluso verse obligados a servir en distritos distintos. Sería una experiencia dura, pero sabían que su amistad sobreviviría.

A diferencia de otros muchos policías, que trabajaban de gorilas impidiendo la entrada a los italianos de Brooklyn en los clubes, o de guardaespaldas al servicio de celebridades, lo cual era aburrido, no tenían un segundo empleo. Jimmy era soltero, y Will quería pasar más tiempo con su mujer, no menos. Aún existía mucha corrupción en el cuerpo, pero por lo general eran asuntos de poca monta. Llegado un punto, las drogas lo cambiarían todo, y los policías corruptos empezarían a embolsarse comisiones dignas de consideración. De momento, a lo máximo que podía aspirarse eran encargos para ganarse algún que otro dólar: escoltar al gerente de una sala de cine al cajero nocturno con los ingresos del día y recibir a cambio un par de pavos para copas, que les dejaban en el asiento trasero del coche. Incluso comer «por la cara» acabaría viéndose con malos ojos, aunque en cualquier caso la mayoría de los establecimientos del Distrito Noveno no ofrecía esa posibilidad. Los agentes se pagaban la comida, se pagaban el café y los donuts. Casi todos comían en la comisaría. Salía más barato, y de todas formas en el distrito no había muchos sitios donde comer, o al menos sitios del agrado de los policías, a excepción hecha del McSorley, que servía bocadillos de jamón y cheddar con mostaza picante, o, años después, el Jack the Ribbers, en la Tercera Avenida; aunque si uno comía en el Jack the Ribbers, no sería capaz de llevar a cabo ningún esfuerzo salvo frotarse el estómago y gimotear durante el resto del día. Los policías del Distrito Séptimo eran afortunados, porque allí tenían el Katz's, pero los agentes del Noveno no estaban autorizados a entrar en otro distrito sólo porque la mortadela fuera mejor a la vuelta de la esquina. El Departamento de Policía de Nueva York no actuaba así.

La noche del primer bebé muerto, Jimmy cumplía la función de consignador durante la primera mitad del turno. El consignador tomaba nota de todo y el conductor llevaba el volante. A medio turno, cambiaban. Jimmy era el mejor consignador. Tenía buen ojo y una memoria portentosa. Will poseía justo el grado de temeridad necesaria para ser un buen conductor. Formaban un buen equipo.

Los llamaron a causa de una fiesta en la Avenida A, un «10-50»: unos vecinos se quejaban del ruido. Cuando llegaron al edificio, una joven vomitaba en la alcantarilla mientras su amigo le apartaba el pelo de la cara y le acariciaba la espalda. Estaban tan colocados que apenas miraron a los dos policías.

Jimmy y Will oían la música procedente de lo alto del edificio sin ascensor. Por pura costumbre, tenían las manos en las empuñaduras de sus armas. Era imposible saber si se trataba de una fiesta corriente que se había desmadrado un poco o de algo más serio. Como siempre en esas situaciones, Jimmy se notó la boca seca y el corazón acelerado. Una semana antes un hombre había salido volando desde lo alto de un edificio durante una fiesta que había empezado igual que aquélla. Casi había matado a uno de los policías que llegaron para investigar, cayendo a escasos centímetros de él y salpicándolo de sangre al estrellarse contra el suelo. Resultó que el hombre pájaro en cuestión había estado timando a ciertos individuos con nombres acabados en vocal, italianos que aplicaban su visión para los negocios al renaciente mercado de la heroína -latente desde las dos primeras décadas del siglo-, ajenos al hecho de que concluía su era y de que su dominio pronto se vería desafiado por los negros y los colombianos.

La puerta del piso estaba abierta y la música sonaba atronadoramente en un estéreo, Jagger cantando sobre alguna chica. Vieron un estrecho pasillo que conducía a una sala de estar, y el aire cargado de tabaco, alcohol y hierba. Los dos agentes se miraron.

– Anúncialo -dijo Will.

Accedieron al pasillo, Jimmy por delante.

– Departamento de Policía de Nueva York -vociferó-. Mantengan la calma y que nadie se mueva.

Con cautela, seguido por Will, Jimmy se asomó a echar un vistazo a la sala de estar. Había ocho personas en distintos grados de embriaguez o estupor inducido por las drogas. Casi todas se hallaban sentadas o tendidas en el suelo. Era evidente que algunas dormían. Había una joven blanca con mechas moradas en el pelo rubio tumbada en el sofá bajo la ventana, con un cigarrillo colgando de la mano.

¡Mierda! -exclamó al ver a los policías, y empezó a levantarse.

– Quédese donde está -ordenó Jimmy, indicándole con la mano izquierda que permaneciera en el sofá.

Para entonces, uno o dos de los presentes que se encontraban más enteros empezaron a tomar conciencia del lío en que se habían metido y se los veía asustados. Mientras Jimmy vigilaba a la gente de la sala de estar, Will examinó el resto del piso. Había una habitación pequeña con una cuna vacía y una cama de matrimonio cubierta de abrigos. Encontró a un joven, de unos diecinueve o veinte años, apenas dueño de sí mismo, arrodillado en el cuarto de baño, intentando tirar en vano unos treinta gramos de marihuana por un váter con la cisterna averiada. Cuando Will lo registró, encontró tres popelinas de heroína en un bolsillo de su vaquero.

¿Tú eres idiota o qué? -preguntó Will.

¿Eh? -contestó el chico.

¿Llevas heroína y tiras al váter la marihuana? ¿Vas a la universidad?

– Sí.

– Seguro que no estudias para ser ingeniero de la NASA. ¿Sabes en qué lío te has metido?

– Oiga -exclamó el chico con la mirada fija en las papelinas-, que esa mierda vale una pasta.

Era tan tonto que a Will casi le dio pena.

– Vamos, cabeza de chorlito -ordenó. Lo llevó a empujones a la sala de estar y le ordenó que se sentase en el suelo.

– Bien -dijo Jimmy-, los demás, contra la pared. Si tienen algo que yo deba saber, díganlo ahora y les facilitará las cosas.

Los que pudieron se levantaron y se colocaron en posición contra las paredes. Will tocó con el pie a una chica comatosa.

– Vamos, bella durmiente. Se ha acabado la siesta.

Por fin consiguieron que los nueve se pusieran en pie. Will cacheó a ocho de ellos, excluyendo al chico que ya había registrado antes. Sólo la muchacha con las mechas moradas llevaba algo: tres porros y una bolsa de ciento veinte gramos. Estaba borracha y colocada, pero ya empezaba a despejarse.

– ¿Y esto qué es? -preguntó Will a la chica.

– No lo sé -contestó ella, arrastrando un poco la voz-. Me lo ha dado un amigo para que se lo guarde.

– Menudo cuento. ¿Y cómo se llama ese amigo? ¿Hans Christian Andersen?

¿Quién?

– Déjalo. ¿Esta es tu casa?

– Sí.

¿Cómo te llamas?

– Sandra.

– Sandra ¿qué?

– Sandra Huntingdon.

– Pues bien, Sandra, quedas detenida por posesión de drogas para su venta.

La esposó y le leyó sus derechos; luego repitió la operación con el chico a quien había registrado antes. Jimmy anotó los nombres de los demás y les dijo que se podían quedar o marcharse, pero que si volvía a cruzarse con ellos por la calle los enchironaría por merodear, incluso si en ese momento estaban participando en una carrera. Todos volvieron a sentarse. Eran jóvenes y estaban asustados, y poco a poco tomaron conciencia de la suerte que tenían de no verse esposados como sus amigos, pero aún no se sentían en condiciones de salir a la calle.

– Bien, es hora de marcharse -dijo Will a los dos detenidos. Se dispuso a llevarse a la Huntingdon del piso, seguido de Jimmy con el chico, que se llamaba Howard Mason, pero de pronto algo pareció encenderse en el cerebro de la tal Huntingdon, traspasando los efluvios de la droga.

– Mi hija -exclamó-. ¡No puedo dejar a mi hija!

¿Qué hija?-preguntó Will.

– Mi niña. Tiene dos años. No puedo dejarla sola.

– No hay ninguna niña en este piso. Yo mismo lo he registrado.

Pero ella forcejeó.

– Le digo que mi hija está aquí -vociferó, y él se dio cuenta de que no simulaba ni era un delirio.

Uno de los chicos en la sala de estar, un negro de veintitantos años con un afro de principiante, confirmó:

– Oiga, no miente. Tiene una hija.

Jimmy miró a Will.

– ¿Seguro que has registrado la casa?

– Esto no es Central Park.

– Mierda. -Jimmy volvió a llevar a Mason a la sala de estar-. Tú siéntate en el sofá y no te muevas. Bien, Sandra, dices que tienes una niña. Vamos a buscarla. ¿Cómo se llama?

– Melanie.

– Melanie, de acuerdo. ¿Seguro que no le has pedido a alguien que te la cuide esta noche?

– No, está aquí. -Huntingdon había empezado a llorar-. No miento.

– Bien, pronto lo comprobaremos.

No había muchos sitios donde buscar, pero de todas maneras llamaron a la niña a gritos. Los dos policías buscaron detrás de los sillones, en la bañera y en los armarios de la cocina.

Fue Will quien la encontró. Se hallaba en la cama bajo la pila de abrigos. Supo que la niña estaba muerta en cuanto le tocó la pierna.


Jimmy tomó un sorbo de vino.

– La niña debió de acostarse en la cama de su madre -explicó-. Quizá se acurrucó debajo del primer abrigo porque tenía frío y se quedó dormida. Luego apilaron los demás abrigos encima y se asfixió. Todavía recuerdo el sonido que emitió la madre al encontrarla. Le salió de un sitio profundo y antiguo. Fue como si muriera un animal. Y luego se desplomó en el suelo, con los brazos aún esposados a la espalda. Se arrastró hasta la cama de rodillas y empezó a escarbar en los abrigos con la cabeza, intentando acercarse a la pequeña. No se lo impedimos. Nos quedamos allí, mirándola.

»No era una mala madre. Tenía dos empleos, y su tía le cuidaba a la niña mientras ella estaba en el trabajo. Puede que también trapicheara un poco, pero la autopsia reveló que su hija era una niña sana y bien atendida. Aparte de la noche de la fiesta, nadie había tenido motivo de queja sobre ella. Lo que quiero decir es que podía haberle pasado a cualquiera. Fue una tragedia, eso es todo. No fue culpa de nadie.

»Sin embargo, tu padre se lo tomó muy mal. Al día siguiente se pilló una borrachera. Por aquella época tu padre bebía lo suyo. Cuando tú naciste, ya había acabado con todo eso, salvo alguna que otra salida nocturna con los amigos. Pero en los viejos tiempos le gustaba beber. A todos nos gustaba.

»Sin embargo, aquel día fue distinto. Yo nunca lo había visto beber como bebió después de encontrar a Melanie Huntingdon. Creo que fue por sus propias circunstancias. Tu madre y él querían un hijo con desesperación, pero parecía que no iban a poder tenerlo. Y de pronto vio a esa niñita muerta debajo de un montón de abrigos, y algo se rompió dentro de él. Creía en Dios. Iba a misa. Rezaba. Esa noche debió de tener la impresión de que Dios se burlaba de él porque sí, obligando a un hombre que había visto abortar una y otra vez a su mujer a descubrir el cadáver de una niña. Peor aún, puede que dejase de creer en cualquier Dios por un tiempo, como si alguien acabara de levantar un ángulo del mundo y revelara un espacio negro y vacío detrás de él. No lo sé. En cualquier caso, tras encontrar a esa niña cambió; no puedo decir nada más. Después de eso tu madre y él atravesaron una temporada muy difícil. Creo que ella tenía intención de abandonarlo, o él de abandonarla a ella, ya no me acuerdo. Tampoco habría importado, supongo. El resultado habría sido el mismo.

Puso la copa en la mesa y dejó danzar la luz de la vela en el vino, que proyectó sobre la superficie de la mesa fractales rojos como espectros de rubíes.

– Y fue entonces cuando conoció a la chica -dijo.


Se llamaba Caroline Carr, o eso dijo. Habían acudido en respuesta a un aviso de intento de robo en su apartamento. Era el apartamento más pequeño que habían visto en la vida, con espacio apenas para una cama individual, un armario y una mesa con una silla. La zona de la cocina se reducía a dos fogones de gas en un rincón, y el cuarto de baño era tan minúsculo que ni siquiera tenía puerta, sólo una cortina de sartas de cuentas para proporcionar cierta intimidad. Costaba entender que alguien lo considerara digno de un robo. Bastaba echar una ojeada para saber que la chica no tenía nada de valor. De haberlo tenido, lo habría empeñado para alquilar algo de mayor tamaño.

Pero el espacio estaba en consonancia con ella. Además de delgada era de baja estatura, poco más de metro cincuenta. Tenía el pelo largo, oscuro y muy fino, y la piel de una palidez translúcida. Jimmy tuvo la impresión de que podía expirar de un momento a otro, pero cuando la miró a los ojos, vio en su alma auténtica fortaleza y ferocidad. Tal vez pareciese frágil, pero también lo parecía una telaraña hasta que uno intentaba romperla.

No obstante, estaba asustada, de eso no cabía duda. En ese momento lo atribuyó al intento de robo. Era obvio que alguien había tratado de forzar el cierre de la ventana con una palanca desde la escalera de incendios. Ella se había despertado por el ruido y de inmediato había corrido al teléfono del rellano para avisar a la policía. Una anciana vecina, la señora Roth, la había oído gritar y le había ofrecido refugio en su casa hasta que llegase la policía. Casualmente, Jimmy y Will se hallaban a sólo una manzana cuando llegó el aviso desde la central. Era muy probable que la persona que había intentado entrar siguiese en la ventana cuando las sirenas empezaron a sonar. Rellenaron un 61, pero no pudieron hacer gran cosa más. Los autores habían desaparecido sin dejar desperfecto alguno. Will recomendó a la chica que hablara con el casero para colocar un cierre mejor en la ventana, o quizás una reja de seguridad, pero Caroline Carr negó con la cabeza.

– No me quedaré aquí -dijo-. Voy a marcharme.

– Estas cosas pasan en una ciudad grande -comentó Will.

– Lo entiendo. Pero tengo que irme.

Su miedo era palpable, pero no ¿nacional, y no era simplemente una reacción exagerada ante un incidente perturbador, por corriente que fuese. La causa de su temor, fuera cual fuese, guardaba relación sólo en parte con los sucesos de esa noche.


– También tu padre debió de percibirlo -prosiguió Jimmy-. Cuando nos marchamos de allí, se quedó muy callado. Paramos a comprar un par de cafés y, mientras los tomábamos, dijo:

»-¿Qué explicación le ves?

»-Constará como un diez treinta y uno, y no hay más vueltas que darle.

»-Pero esa mujer estaba asustada.

»-Vive sola en una caja de zapatos. Alguien intenta entrar en su casa y no tiene muchos sitios adonde huir.

»-No, hay algo más. No nos lo ha dicho todo.

»-¿Qué? ¿Ahora resulta que eres vidente?

»De pronto se volvió hacia mí. Me miró fijamente, sin decir nada.

»-Vale -dije-. Tienes razón. Yo también lo he notado. ¿Quieres volver?

»-No, ahora no. Tal vez después.

»Pero al final no regresamos. O al menos yo no. Pero tu padre sí volvió. Incluso es posible que volviera esa misma noche, después de la ronda.

»Y así fue como empezó todo.


Will le contó a Jimmy que no se había acostado con Caroline hasta la tercera vez que se vieron. Sostuvo que nunca había pretendido mantener esa clase de relación con la chica, pero había algo en ella, algo que le despertó el deseo de ayudarla y protegerla. Jimmy no sabía si creerle o no, y supuso que lo mismo daba. Will Parker siempre había tenido una vena sentimental y, como se complacía en decir Jimmy, citando a Oscar Wilde, «el sentimentalismo es el día festivo del cinismo». Will tenía problemas en casa y seguía atribulado por la muerte de Melanie Huntingdon, así que Caroline Carr representó tal vez para él una especie de válvula de escape. La ayudó a mudarse. Le encontró un apartamento en el Upper East Side, con más espacio y mejores medidas de seguridad. La instaló en un motel durante dos noches mientras negociaba una reducción del alquiler en su nombre; luego, una mañana, fue a la ciudad en coche en lugar de coger el tren, metió en el maletero todas las pertenencias de Caroline, que no eran muchas, y la llevó al nuevo apartamento. La aventura no duró más de seis o siete semanas.

Durante ese tiempo ella se quedó embarazada.


Esperé. Me había terminado el vino, pero cuando Jimmy hizo ademán de servirme más, tapé la copa con la mano. Me sentía un poco mareado, pero eso no tenía nada que ver con el vino.

– ¿Embarazada? -dije.

– Así es. -Levantó la botella-. ¿Te importa que yo beba? Me facilitará las cosas. Llevo mucho tiempo esperando quitarme esto de encima.

Se sirvió media copa.

– Tenía algo, Caroline Carr -dijo Jimmy-. Incluso yo me di cuenta.

– ¿Incluso tú? -Sin querer, sonreí.

– No era mi tipo -dijo devolviéndome la sonrisa-. Dejémoslo ahí.

Asentí.

– Pero había algo más. Tu padre era un hombre atractivo. Muchas mujeres lo habrían aliviado de sus cargas de buena gana, sin compromiso alguno. Le habría bastado con invitarlas a una copa. Y en cambio ahí lo tenías, buscándole un apartamento a esa mujer y mintiendo a su esposa para poder ayudarla a mudarse.

– ¿Crees que se había enamorado de ella?

– Eso pensé al principio. Era más joven que él, aunque no mucho, y como he dicho, tenía cierto gancho, tal vez por la impresión de fragilidad que daba, aunque fuera engañosa. O sea que sí, desde luego, pensé que se había enamorado, y puede que en un primer momento así fuera. Pero más adelante Will me contó el resto de la historia, o todo lo que quiso contarme. Fue entonces cuando empecé a entenderlo, y cuando empecé a preocuparme.

Arrugó la frente y supe que incluso en ese momento, transcurridas varias décadas, le costaba abordar aquella parte de la historia.

– Una noche, en el Cal's, Will me contó que Caroline Carr estaba convencida de que alguien la perseguía. Al principio pensé que hablaba en broma, pero nada más lejos, y entonces sospeché que la chica le estaba colando un cuento chino. Ya sabes, damisela en apuros, hombres malos en el horizonte: un novio cabrón, quizás, un ex marido psicópata.

»Pero no era eso. Según ella, la perseguía alguien o algo que no era humano. Mencionó a dos personas, un hombre y una mujer. Le contó a tu padre que habían iniciado la persecución años antes. Huía de ellos desde entonces.

– ¿Y mi padre se lo creyó?

Jimmy se echó a reír.

– ¡Qué va! Puede que fuera un sentimental, pero no era tonto. Pensó que esa mujer estaba de atar. Llegó a la conclusión de que había cometido el mayor error de su vida. La imaginó acechándolo, presentándose en su casa cargada de ristras de ajos y crucifijos. Puede que tu padre se hubiese desencarrilado un poco, pero aún era capaz de conducir el tren. O sea que no, no se lo creyó, y hasta diría que empezó a desentenderse de todo ese lío. También se dio cuenta, supongo, de que debía quedarse con su mujer, de que dejarla no resolvería ninguno de sus problemas, sino que, por el contrario, le acarrearía muchos nuevos.

»De pronto, Caroline le anunció su embarazo, y a él se le vino el mundo abajo. Mantuvieron una larga conversación la tarde que ella fue a la clínica para visitarse. Ni siquiera mencionó la posibilidad de un aborto; tu padre, todo hay que decirlo, tampoco lo planteó, y no sólo porque fuese católico. Creo que aún recordaba a la niña enterrada bajo el montón de abrigos y los abortos de su mujer. Incluso si aquello implicaba el fin de su matrimonio, y una vida de deudas, no estaba dispuesto a proponer la interrupción del embarazo. Y Caroline, ya te digo, lo llevó todo con mucha calma. No es que se alegrara precisamente, pero lo llevó con calma, como si el embarazo fuera un procedimiento médico sin importancia, algo preocupante pero necesario.

»Tu padre… En fin, estaba un tanto conmocionado. Necesitaba un poco de aire fresco, y la dejó allí para ir a dar un paseo. Después de pasar media hora a solas, decidió que quería hablar con alguien, así que entró en una cabina delante de la casa de ella con la intención de telefonearme.

»Fue entonces cuando los vio.


Estaban en un portal cerca de una tienda abierta las veinticuatro horas, cogidos de la mano: un hombre y una mujer, los dos de treinta y tantos años. La mujer tenía el pelo castaño, de color rata, una media melena a la altura de los hombros, y no iba maquillada. Esbelta, llevaba una falda anticuada que se le ceñía a las piernas, con un poco de vuelo por encima de las pantorrillas, y una chaqueta negra a juego, abierta sobre una blusa blanca con el cuello abotonado. El hombre vestía traje negro, camisa blanca y corbata negra. Tenía el pelo corto por detrás y largo por delante, con la raya a la izquierda y un mechón grasiento tapándole un ojo. Los dos permanecían atentos a la ventana de Caroline Carr.

Fue la inmovilidad misma lo que atrajo la atención de Will. Parecían estatuas colocadas en la penumbra, una instalación artística temporal en una calle concurrida. Por su aspecto, le recordaron a las sectas de Pensilvania, esas que veían con malos ojos los botones por considerarlos un signo de vanidad. Por la absoluta concentración de sus miradas, adivinó un fanatismo rayano en lo religioso.

Y de pronto, mientras Will los observaba, se pusieron en movimiento. Cruzaron la calle y el hombre se llevó la mano bajo la chaqueta. Al instante, Will vio aparecer el arma.

Echó a correr. Llevaba encima su revólver calibre 38 y desenfundó. La pareja había cruzado hasta media calle cuando algo llamó la atención del hombre. Captó la amenaza que se acercaba y se volvió para hacerle frente. La mujer siguió adelante, concentrada en el edificio que había frente a ella y en la chica que se escondía dentro, pero el hombre no apartaba la mirada de Parker, y el policía sintió que se le formaba poco a poco un nudo en el vientre, como si alguien acabara de introducir agua fría en su organismo y éste reaccionara queriendo vaciarse. Incluso a esa distancia advirtió algo raro en los ojos de aquel hombre. Eran demasiado oscuros, como cuencas vacías en la palidez de su cara, y demasiado pequeños, esquirlas de cristal negro en una piel que parecía prestada, en exceso tirante para ese cráneo.

La mujer echó una ojeada alrededor, tomando conciencia justo entonces de que su acompañante ya no estaba junto a ella. Abrió la boca para decir algo, y Parker vio el pánico en su cara.

El camión alcanzó al pistolero por la espalda, lanzándolo por un momento hacia delante y hacia arriba, despegándolo del suelo, y al instante, cuando el conductor pisó el freno, lo arrastró bajo las ruedas delanteras. Su cuerpo se desintegró bajo el colosal peso del vehículo, y su vida se acabó en medio de una mancha roja y negra. Con la violencia del impacto se le saltaron los zapatos y cayeron cerca de allí, uno vuelto del revés, el otro de lado. Un hilo de sangre corría desde la figura destrozada bajo el camión hacia los zapatos, como si el cuerpo intentara reconstituirse, volver a formarse empezando por los pies. Alguien gritó.

Cuando Will llegó al cuerpo, la mujer se había esfumado. Miró bajo el camión. La cabeza del hombre había desaparecido, aplastada por la rueda delantera izquierda del camión. Enseñando su placa, pidió a un transeúnte de rostro ceniciento que diera parte del accidente. El conductor bajó de la cabina e intentó apoyarse en Will, pero éste se zafó y apenas se dio cuenta de que el conductor caía al suelo a sus espaldas. Corrió hacia el edificio de Caroline, pero la puerta seguía cerrada. A tientas, introdujo la llave y abrió, más atento a la calle que a la cerradura. Entró y cerró de un portazo. Cuando llegó al apartamento, se situó a un lado, procurando controlar la respiración, y llamó una vez.

¿Caroline? -dijo.

Por un momento no hubo respuesta, y al final, en voz baja:

– Sí.

¿Estás bien, cariño?

– Eso creo.

– Abre.

Escrutó las sombras con la mirada. Le pareció percibir un aroma extraño en el aire. Era un olor penetrante y metálico. Tardó unos segundos en caer en la cuenta de que era el olor de la sangre del muerto. Bajó la vista y vio que se le habían manchado los zapatos.

Caroline abrió la puerta. Will entró. Cuando alargó el brazo hacia la muchacha, ésta se apartó.

– Los he visto -dijo ella-. He visto que venían por mí.

– Lo sé -confirmó él-. Yo también los he visto.

– El que han atropellado…

– Está muerto.

Ella negó con la cabeza.

– No.

– Está muerto, te lo aseguro. Tenía el cráneo aplastado.

Estaba apoyada contra la pared. Will la agarró por los hombros.

– Mírame -dijo. Ella obedeció, y él vio un conocimiento oculto en el fondo de sus ojos. Por tercera vez repitió-: Está muerto.

Caroline dejó escapar un profundo suspiro. Desvió la mirada hacia la ventana.

– Como tú digas -contestó, y Will supo que no se lo creía, aunque no entendía por qué-. ¿Y la mujer?

– Se ha ido. -Volverá.

– Te llevaré a otro sitio.

¿Adónde?

– A un sitio seguro.

– Se suponía que éste era un sitio seguro.

– Me equivocaba.

– No me creías.

Will asintió.

– Es verdad. No te creía. Pero ahora sí. No sé cómo te han encontrado, pero me equivocaba. Dime, ¿has hecho alguna llamada? ¿Le has dicho a alguien, a una amiga, un pariente, dónde estabas?

Volvió a mirarlo. Se la veía cansada. No temerosa ni colérica, sólo agotada.

¿A quién iba a llamar? -preguntó-. Sólo te tengo a ti.

Y Will, como no podía recurrir a nadie más, telefoneó a Jimmy Gallagher, de modo que mientras la policía tomaba declaración a los testigos, Jimmy llevaba a Caroline a un motel en Queens, pero no sin antes pasarse horas dando vueltas en coche, con la intención de deshacerse de quienquiera que pudiera seguirlos. Cuando la instaló en el motel, esperó a que se durmiera y luego se quedó viendo la televisión hasta el amanecer.

Mientras tanto, en el lugar de los hechos, Will mentía a los agentes. Les contó que estaba en esa parte de la ciudad visitando a un amigo y de pronto vio a un hombre cruzar la calle con un arma en la mano. Le dio el alto, y el hombre reaccionó volviéndose hacia él y apuntándolo con la pistola; en ese momento lo atropelló el camión. Ninguno de los otros testigos recordaba a la mujer que lo acompañaba; de hecho, los otros testigos ni siquiera recordaban haber visto al hombre cruzar la calle. Para ellos, era como si hubiese salido de la nada. Incluso el camionero declaró que la calle estaba vacía ante él y que de repente se dio cuenta de que acababa de arrollar a un hombre. El conductor se encontraba en estado de shock, pese a que no podía atribuírsele culpa alguna: respetaba el límite de velocidad y tenía el semáforo en verde.

Después de prestar declaración, Will aguardó un rato en la cafetería, vigilando la entrada del edificio de apartamentos ahora vacío y el ajetreo en el lugar donde había muerto el hombre, con la esperanza de ver a la mujer de ojos oscuros y rostro sin maquillar, pero no apareció. Si lloraba la muerte de su compañero, lo hacía en otro sitio. Finalmente desistió y se reunió con Jimmy y Caroline en el motel, y mientras ella dormía, se lo contó todo a Jimmy.


– Me habló del embarazo, la mujer, el muerto -dijo Jimmy-. Describía una y otra vez al hombre, en un esfuerzo por identificar qué había de raro en su aspecto.

– ¿Y a qué conclusión llegó?-pregunté.

– Era la ropa de otro hombre -dijo Jimmy.

– ¿Eso qué quiere decir?

– ¿Has visto alguna vez a alguien vestido con un traje que no es el suyo, intentando acomodar los pies en unos zapatos prestados, unos de un número menor o demasiado grandes? Pues ésa era la impresión que daba el muerto, según tu padre. Era como si hubiese tomado prestado el cuerpo de otro hombre pero no le quedara bien. Tu padre le dio vueltas y más vueltas, como un perro royendo un hueso, y al final, al cabo de unas semanas, ésta fue la mejor descripción que se le ocurrió: parecía como si el cuerpo de aquel tipo contuviese algo vivo, pero no fuese él. Lo que quiera que hubiese sido antes, o quienquiera que hubiese sido, ya no existía. Esa cosa lo había devorado.

Llegado a ese punto me observó, atento a mi respuesta. Como no la hubo, dijo:

– Estoy tentado de preguntarte si todo esto te parece un disparate, pero sé demasiado sobre ti para creerte si dijeses que sí.

– ¿Llegasteis a averiguar el nombre? -pregunté, pasando por alto su último comentario.

– No quedaba mucho que identificar de él. Sin embargo un dibujante consiguió un retrato robot bastante ajustado, basándose en la descripción de tu padre, y lo hicimos circular. ¡Y bingo! Se presentó una mujer y dijo que se parecía a su marido, un tal Peter Ackerman. La había abandonado hacía cinco años. Conoció a una chica en un bar y nunca más se supo de él. Lo curioso fue que, según la mujer, aquel comportamiento no era en absoluto propio de su marido. Era contable, un hombre con los pies en el suelo. La quería, quería a sus hijos. Tenía su rutina y no la alteraba por nada.

Me encogí de hombros.

– No sería el primer hombre que defrauda a su mujer de esa manera.

– No, supongo que no. Pero aún no hemos llegado siquiera a la parte rara de todo esto. Ackerman había servido en Corea, así que al final se verificaron sus huellas. Además, la mujer dio una descripción detallada de su aspecto físico, ya que la cara había desaparecido: tenía un tatuaje de la Marina en el brazo izquierdo, una cicatriz de apendicitis en el abdomen y una muesca en la carne de la pantorrilla derecha a causa de una herida de bala recibida en el embalse de Chosin. El cuerpo extraído de debajo del camión presentaba todas esas señales, y una más. Por lo visto, se había hecho otro tatuaje después de abandonar a su mujer y a su familia. Bueno, más que un tatuaje, una marca.

– ¿Una marca?

– Grabada a fuego en el brazo derecho. Es difícil de describir. Yo nunca he visto nada parecido, pero tu padre le siguió la pista. Averiguó qué era.

– ¿Y?

– Era el símbolo de un ángel. Un ángel caído. An… no sé qué. Animal. No, no es eso. Caramba, ya me acordaré.

Llegados a ese punto, yo me anduve con suma cautela. Ignoraba qué sabía Jimmy de ciertos hombres y mujeres con quienes me había cruzado en el pasado, y de las extrañas creencias de algunos de ellos, convencidos de que eran seres caídos, espíritus errantes.

Demonios.

– ¿Ese hombre llevaba un símbolo oculto marcado?

– Exacto.

– ¿Un bieldo? -Ésa era una señal que yo ya había visto. La llevaban quienes se hacían llamar «Creyentes».

– ¿Cómo? -Jimmy entornó los ojos con expresión de desconcierto; de pronto su semblante cambió, y me di cuenta de que sabía más sobre mí de lo que yo habría deseado. Me pregunté cómo se habría enterado-. No, no era un bieldo. Era otra cosa. No parecía algo que tuviera significado, pero todo lo tiene si uno se esfuerza en encontrarlo.

– ¿Y la mujer?

Jimmy se puso en pie. Fue al botellero y sacó otra botella.

– Ah. Volvió -contestó-. Y volvió con saña.

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