Mickey Wallace tenía la sensación de que la bruma lo había seguido desde Maine. Volutas blancas flotaban ante su cara y reaccionaban a cada movimiento de su cuerpo como seres vivos, adoptando lentamente nuevas formas antes de alejarse, como si la oscuridad se entretejiese en torno a él, envolviéndolo en su abrazo ante la pequeña casa de Hobart Street en Bay Ridge.
Bay Ridge era casi un barrio residencial de las afueras de Brooklyn, un vecindario en sí mismo. Inicialmente estaba habitado sobre todo por noruegos, que vivían allí cuando la zona se conocía como Yellow Hook, en el siglo XIX, y por griegos, como siempre con algún que otro irlandés, pero la inauguración del puente del estrecho de Verrazano en la década de 1970 cambió la demografía cuando la gente empezó a trasladarse a Staten Island y, a principios de los años noventa, Bay Ridge se vio invadida gradualmente por una población originaria de Oriente Medio. El puente dominaba el extremo sur de la zona, aunque Mickey siempre había pensado que parecía más real de noche que de día. Daba la impresión de que las luces le conferían sustancia; de día, en cambio, semejaba un telón de fondo pintado, una masa gris demasiado grande para los edificios y las calles que se extendían por debajo.
Hobart Street se encontraba entre Marine Ayerme y Shore Road, y si uno se sentaba en uno de sus bancos veía el Shore Road Park, una empinada pendiente arbolada que descendía hasta el cinturón de circunvalación y las aguas del estrecho. A primera vista, Hobart parecía formada sólo por bloques de apartamentos, pero a un lado había una pequeña hilera de viviendas unifamiliares de piedra rojiza, cada una separada de la contigua por un camino de acceso. Sólo la 1219 presentaba indicios de abandono.
La presencia de la bruma recordó a Mickey lo que había experimentado en Scarborough. Ahora, una vez más, se hallaba frente a una casa que creía vacía. Ése no era su barrio, ni siquiera era su ciudad, y sin embargo allí no se sentía fuera de lugar. Al fin y al cabo, era un elemento vital de la historia que había investigado durante tanto tiempo, la historia que ahora iba a plasmar en letra impresa. Había estado allí en otras ocasiones a lo largo de los años, la primera justo después de hallarse los cuerpos de la mujer y la hija de Charlie Parker, su sangre aún reciente en las paredes y el suelo. La segunda tras localizar Parker al Viajante, cuando los periodistas tuvieron el final de la historia y quisieron recordar el principio a los espectadores y los lectores. Los focos iluminaron las paredes y las ventanas, y los vecinos salieron a la calle a curiosear, la proximidad a los actos allí ocurridos los predisponía a hablar de lo ocurrido allí. Incluso quienes no residían en la zona cuando se produjeron los hechos tenían sus propias opiniones, pues la ignorancia nunca ha sido un obstáculo para una buena cita textual.
Pero de eso hacía ya mucho tiempo. Mickey se preguntó cuánta gente recordaba siquiera lo que había ocurrido detrás de esas paredes; luego supuso que cuantos vivían allí al cometerse los asesinatos, y seguían viviendo allí, difícilmente los borrarían de su memoria. En cierto modo, la casa los desafiaba a olvidar el pasado. Era la única vivienda deshabitada de la calle, y su aspecto exterior hablaba de forma elocuente de que estaba vacía. A quienes conocían su historia les bastaba con verla, tan distinta de las demás, para evocar recuerdos. Para ellos siempre habría sangre en las paredes.
Consultando el registro de la propiedad, Mickey descubrió que la casa había tenido tres dueños distintos desde los asesinatos, y que en la actualidad pertenecía al banco que se había quedado con ella al dejar de efectuar los pagos de la hipoteca los últimos propietarios. Le costaba imaginar cómo podía vivir alguien en un lugar donde se había producido un hecho tan violento. Aunque seguramente la casa se había vendido muy por debajo de su valor de mercado, y el servicio de limpieza contratado para eliminar toda huella visible del crimen en su interior había llevado a cabo a la perfección su cometido, Mickey tenía la certeza de que algo debía de perdurar, un rastro del sufrimiento padecido allí. ¿Físico? Sí. Quedaría sangre seca entre los intersticios del suelo. Le habían dicho que no se había encontrado una de las uñas de Susan Parker en el lugar del crimen. En un principio se creyó que el asesino se la había llevado a modo de recuerdo. Ahora se pensaba que se le rompió a Susan al arañar las tablas del suelo y cayó entre ellas. Pese a las repetidas búsquedas, no apareció. Probablemente aún seguía allí abajo, perdida entre el polvo y las astillas y las monedas extraviadas.
Pero no eran los detalles físicos lo que interesaba a Mickey. Había estado en el escenario de muchos asesinatos y no se sentía ajeno a ese ambiente. Algunos de esos lugares, si uno no sabía de antemano que se había producido allí un asesinato, podían parecer normales e inalterados. Las flores crecían en jardines donde en otro tiempo hubo niños enterrados. El cuarto de juegos de una niña, pintado de vivos tonos naranjas y amarillos, borraba todo recuerdo de la anciana que había muerto allí, asfixiada durante un torpe allanamiento de morada cuando aquello era su habitación. Parejas hacían el amor en dormitorios donde maridos habían matado a palos a sus esposas y mujeres habían apuñalado a amantes descarriados mientras dormían. Tales lugares no quedaban manchados por la violencia que habían albergado.
Pero otros jardines y otras casas nunca serían los mismos después de haberse derramado en ellos sangre. La gente percibía algo extraño en cuanto ponía los pies allí. Daba igual que la casa estuviera limpia, el jardín bien cuidado, la puerta recién pintada. Allí perduraba un eco, como un último grito que se apaga poco a poco, y desencadenaba una respuesta atávica. A veces el eco era tan sonoro que ni siquiera bastaba con la demolición de la casa y la construcción de otra nueva claramente distinta para contrarrestar las influencias malévolas que allí permanecían. Mickey había visitado un edificio de apartamentos en Long Island construido en el solar de una casa reducida a cenizas con cinco niños y su madre dentro, un incendio provocado por el padre de dos de los hijos. La anciana que vivía en la misma calle le contó que esa noche los bomberos oyeron los gritos de socorro de los niños, pero el calor de las llamas era demasiado intenso y no pudieron rescatarlos. El edificio recién construido olía a humo, recordaba Mickey, a humo y carne chamuscada. Después ya nadie vivió allí más de seis meses. El día que Mickey fue a inspeccionarlo, todos los apartamentos estaban disponibles para alquilar.
Tal vez por eso la casa de Parker seguía en pie. Ni siquiera derribándola habría cambiado nada. La sangre se había filtrado a través del suelo hasta la tierra en la que se asentaba, y en el aire reverberaba el sonido de los gritos ahogados por una mordaza.
Mickey nunca había estado dentro del 1219 de Hobart, aunque sí había visto fotografías del interior. En ese momento, de pie ante la verja, llevaba copias de las fotos encima. Procedían de Tyrrell, que se las había dejado a Mickey en el hotel ese mismo día, junto con una lacónica nota disculpándose por algunos de sus comentarios durante su anterior encuentro. Mickey no sabía cómo las había conseguido. Imaginaba que Tyrrell había conservado su propio expediente particular sobre Charlie Parker cuando éste abandonó el departamento. Mickey estaba casi seguro de que eso era ilegal, pero no iba a quejarse. Había examinado las fotos en la habitación de su hotel y, a pesar de todo lo que había visto como periodista, y conociendo como conocía los detalles de los asesinatos de la familia Parker, le habían causado un gran impacto.
Se había derramado tanta sangre.
Mickey se había puesto en contacto con la agencia inmobiliaria asignada por el banco para supervisar la venta de la propiedad, y le había dicho a la vendedora que le interesaba comprar y reformar la casa. Ella no había mencionado nada sobre la historia de la vivienda en la conversación telefónica, como no era de extrañar, y no se lo pensó dos veces ante la oportunidad de enseñársela. A continuación, le preguntó su nombre. Cuando él se lo dijo, ella cambió de actitud.
– No creo que sea conveniente que le enseñe a usted la propiedad -dijo.
– ¿Puedo saber por qué?
– Creo que ya sabe por qué. Creo que no está realmente interesado en la compra.
– ¿Qué quiere decir con eso?
– Quiero decir que sabemos quién es y qué está haciendo. No creo que permitiéndole entrar en la casa de Hobart Street contribuya a una futura venta.
Mickey colgó. Había sido un error presentarse con su verdadero nombre, pero no preveía que Parker fuera a poner esa clase de obstáculos, dando por supuesto que era Parker quien había telefoneado a la agencia inmobiliaria. Tyrrell había expresado su convicción de que alguien protegía a Parker, recordó Mickey. Si eso era verdad, una persona o varias, por ahora desconocidas, habían prevenido a la agencia respecto a los propósitos de Mickey. Daba igual. Era muy capaz de transgredir un poco la ley a fin de alcanzar sus objetivos, y no consideraba un delito entrar por la fuerza en la antigua casa de Parker, al margen de lo que dijera el juez.
Estaba bastante seguro de que la casa no dispondría de alarma. Llevaba mucho tiempo vacía, y suponía que el agente inmobiliario no desearía verse molestado en plena noche al dispararse la alarma de una propiedad desocupada. Se aseguró de que no había nadie en la calle y luego recorrió el camino de acceso hasta la verja, que daba paso a un jardín lateral sin hierba. Probó a abrir la verja. No cedió. Por un momento pensó que estaba cerrada con llave, pero no vio cómo sería posible a menos que la hubieran soldado. Accionó el picaporte y, simultáneamente, apoyó el peso de su cuerpo en la verja. Sintió que cedía al oír la fricción del picaporte metálico contra la columna de hormigón, y la verja se abrió. La cruzó y, una vez dentro, volvió a cerrar; luego dio la vuelta a la casa para que nadie lo viera.
La puerta trasera tenía dos cerraduras, pero la madera estaba húmeda y podrida. Rascó con las uñas y cayeron fragmentos al suelo. Sacó una palanca de debajo del abrigo y empezó a hurgar en la madera. En pocos minutos había abierto un agujero de tamaño suficiente para acceder a la cerradura superior. Introdujo la palanca lo máximo posible, y después hizo presión hacia un lado y hacia arriba. Se oyó un chasquido dentro y la cerradura se rompió. Repitió la misma operación con la segunda. El marco se astilló enseguida y el pestillo traspasó la madera.
Mickey se quedó inmóvil en el portal y contempló la cocina. Allí era donde había ocurrido. Allí era donde había nacido Parker, Parker el vengador, Parker el cazador, Parker el verdugo. Antes de la muerte de su mujer y su hija era sólo una cara más en la calle, un agente de policía, pero no muy bueno; padre y marido, y tampoco demasiado bueno en esas funciones; un hombre que bebía bastante, no tanto como para calificarlo de alcohólico, todavía no, pero lo suficiente para que, en años venideros, empezase a empinar el codo un rato antes cada día, hasta que al final aquello se convirtiese en una manera no de acabar la jornada, sino de iniciarla; un ser a la deriva, un ser sin norte. Y de pronto, una noche de diciembre, la criatura que acabó conociéndose como el Viajante entró allí y segó la vida de la mujer y la niña mientras el hombre que debía protegerlas se autocompadecía sentado en el taburete de un bar.
Esas muertes le dieron un objetivo. Al principio fue la venganza, pero eso dio paso a algo más profundo, algo más peculiar. El deseo de venganza por sí solo lo habría destruido, devorándolo como un cáncer, de modo que aun si encontraba el desahogo que había anhelado, la enfermedad ya se habría propagado por su alma, ennegreciendo lentamente su humanidad hasta que ésta, marchita y podrida, se perdiera para siempre. No, Parker había encontrado una misión superior. Era un hombre que no podía quedarse al margen del sufrimiento del prójimo, porque sentía muy dentro de sí una réplica de ese sufrimiento. Lo atormentaba la empatía. Más aún, se había convertido en un imán para la maldad, o quizá sería más cierto decir que un fragmento de maldad resonaba muy dentro de él en presencia de formas de perversidad mayores, y lo atraía hacia ellas, y a ellas hacia él.
Todo ello nacido de la sangre.
Mickey cerró la puerta, encendió la linterna y cruzó la cocina sin mirar a derecha ni a izquierda, sin fijarse en nada de lo que había allí. Concluiría su visita en esa habitación, tal y como había hecho el Viajante. Quería seguir los pasos del asesino, ver la casa como la había visto el asesino, y como la había visto Parker la noche que regresó allí para encontrar lo que quedaba de su mujer y su hija.
El Viajante había entrado por la puerta delantera. No se advirtieron señales de que la hubiera forzado. Ahora el recibidor estaba vacío. Mickey lo comparó con la primera de las fotografías que tenía. Las había ordenado cuidadosamente, numerándolas al dorso. En la primera se veía el recibidor tal como era antes: una estantería a la derecha y un perchero. En el suelo había un pedestal de caoba, y a su lado un tiesto roto y una planta, con las raíces a la vista. Detrás de la planta, la primera escalera llevaba al piso superior. Arriba, tres habitaciones, una no mayor que un trastero, y un pequeño cuarto de baño. Mickey no quería subir todavía. Jennifer Parker, de tres años, dormía en el sofá del salón cuando entró el asesino. Tenía el corazón débil, y eso le ahorró el sufrimiento de lo que estaba por venir. Entre la llegada del asesino y la colocación final de los cuerpos se produjo una descarga masiva de adrenalina en su organismo, lo que ocasionó una fibrilación ventricular del corazón. En otras palabras, Jennifer Parker murió de miedo.
Su madre no tuvo la misma suerte. Hubo un forcejeo, probablemente cerca de la cocina. Consiguió zafarse del agresor, pero sólo por un momento. Él volvió a darle alcance en el pasillo y la dejó aturdida estampándole la cabeza contra la pared. Mickey pasó a la siguiente fotografía: una mancha de sangre en la pared a su izquierda. Localizó el punto y lo tocó con los dedos. Luego se arrodilló y examinó el parquet, deslizando la mano por la madera, tal como había hecho Susan Parker cuando la llevaron a rastras a la cocina. El pasillo estaba enmoqueta-do sólo parcialmente, quedando a la vista los bordes de las tablas a ambos lados. Fue allí, en algún sitio, donde Susan perdió la uña.
¿Habría muerto ya su hija? ¿O fue la imagen de su madre, medio inconsciente y sangrando, la causa del ataque que precipitó la muerte de Jennifer? Quizás había luchado para salvar a su madre. Sí, probablemente fue eso, pensó Mickey, componiendo ya la narración más propicia, la versión de la historia con más gancho. La niña tenía marcas de ataduras en las muñecas y los tobillos, indicio de que en algún momento había estado inmovilizada. Despertó, vio lo que ocurría, intentó gritar, luchar. De un golpe, fue derribada. Una vez sometida la madre, el asesino maniató también a la hija, pero para entonces la niña ya agonizaba. Mickey echó una ojeada al salón, amueblado ahora sólo con polvo, papel desechado e insectos muertos. Otra fotografía, ésta del sofá. En él había una muñeca, medio tapada por una manta.
Mickey siguió adelante, intentando reproducir en su cabeza la escena tal como Parker la había experimentado. Sangre en las paredes y en el suelo; la puerta de la cocina casi cerrada; la casa fría. Respiró hondo y miró la última fotografía: Susan Parker en una silla de pino, los brazos atados a la espalda, los pies amarrados a las patas delanteras, la cabeza gacha, la cara oculta por el pelo, de modo que no se veían las heridas en el rostro ni en los ojos, no desde ese ángulo. La niña yacía de través sobre los muslos de la madre. Ella no estaba tan ensangrentada. La habían degollado, como a la madre, pero para entonces Jennifer ya había muerto. La luz iluminaba lo que a simple vista parecía un fino mantón extendido sobre los brazos de Susan Parker, pero que, como Mickey sabía, era su propia piel, separada del cuerpo para completar la macabra pietà.
Con esa imagen clara en su cabeza, Mickey abrió la puerta de la cocina, dispuesto a superponer esa antigua visión del infierno sobre la habitación vacía.
Sólo que la habitación no estaba vacía. La puerta de atrás se hallaba entreabierta, y más allá una figura lo observaba desde la oscuridad.
Sobresaltado, Mickey retrocedió a trompicones llevándose la mano al corazón instintivamente.
– Dios mío -exclamó-. ¿Qué…?
La figura avanzó y quedó iluminada por el claro de luna.
– Un momento -dijo Mickey cuando, sin él saberlo, los últimos granos de arena de su vida empezaban a escurrírsele entre los. dedos-. Yo le conozco…