El chico de los Faraday llevaba tres días desaparecido.
El primer día nadie hizo nada. Al fin y al cabo, había cumplido los veintiuno y a esa edad los jóvenes ya no tienen que atenerse a horarios y normas familiares. No obstante, era un comportamiento impropio de él. Bobby Faraday inspiraba confianza. Era estudiante de ingeniería, pero se había tomado un año de descanso para decidir qué especialidad seguir, con la idea de marcharse un par de meses al extranjero o trabajar para su tío en San Diego. Sin embargo, al final se quedó en su pueblo, viviendo en casa de sus padres para ahorrar el dinero que ganaba y guardando en el banco tanto como podía, que era un poco menos que el año anterior, ya que ahora estaba autorizado a beber con impunidad, y acaso se entregaba a esa libertad recién adquirida con más entusiasmo del que se habría considerado sensato. Había tenido un par de resacas letales desde Año Nuevo, eso desde luego, y su padre le había aconsejado que se lo tomara con calma antes de que el hígado empezase a pedirle clemencia, pero Bobby era joven, era inmortal, y estaba enamorado, o lo estuvo hasta fecha reciente. Quizá sería más cierto decir que Bobby Faraday seguía enamorado, pero el objeto de su afecto había puesto fin a la relación, y había dejado a Bobby empantanado en sus emociones. Esa chica era la razón por la que había preferido quedarse en el pueblo en lugar de irse a ver un poco de mundo, decisión que sus padres recibieron con sentimientos encontrados: gratitud por parte de su madre, decepción para su padre. Al principio eso dio pie a más de una discusión entre padre e hijo, pero ahora, como dos ejércitos remisos al borde de una batalla no deseada, habían acordado una tregua, si bien cada bando continuaba atento al menor parpadeo del otro, por si acaso. Mientras tanto, Bobby bebía, y su padre se subía por las paredes, pero se callaba con la esperanza de que el final de la relación con esa chica impulsara a su hijo a ampliar sus horizontes hasta el momento de volver a la universidad en otoño.
Pese a sus ocasionales excesos, Bobby nunca llegaba tarde al trabajo en la gasolinera y taller mecánico, y normalmente acababa la jornada un poco después del horario previsto, porque siempre quedaba alguna tarea pendiente, algo que no quería dejar a medias, aunque pudiera terminarse deprisa y sin mayor problema a la mañana siguiente. Ésa era una de las razones por las que su padre, al margen de las discrepancias, no se preocupaba por el porvenir de su hijo más de lo necesario: Bobby era demasiado responsable para apartarse por mucho tiempo del buen camino. Le gustaba el orden, siempre le había gustado. Nunca había sido uno de esos adolescentes descuidados, ni en su aspecto ni en su actitud. Sencillamente no era así.
Pero la noche anterior no había vuelto a casa, ni había telefoneado a sus padres para decirles dónde estaba, y eso en sí ya era anormal. Al día siguiente, por la mañana, no se presentó en el trabajo, lo cual era tan impropio de él que Ron Nevill, el dueño de la gasolinera, llamó a casa de los Faraday para preguntar por el chico y comprobar que no estaba enfermo. Su madre expresó su sorpresa al enterarse de que Bobby no había llegado aún al trabajo; daba por supuesto que había vuelto a casa tarde y se había marchado temprano. Fue a mirar en su habitación, contigua a la leonera del sótano. La cama estaba intacta y tampoco parecía haber dormido en el sofá.
A las tres de la tarde, todavía sin noticias de él, telefoneó a su marido al trabajo. Juntos, se pusieron en contacto con los amigos y conocidos de Bobby, y también con su ex novia, Emily Kindler. Esta última llamada no fue fácil, ya que Bobby y ella habían roto hacía sólo un par de semanas. El padre sospechaba que a eso se debía que su hijo bebiese más de la cuenta, pero no sería el primer hombre que intentaba ahogar las penas del desamor en un mar de alcohol. El problema era que todo amor frustrado medraba con la bebida: cuanto más trataba uno de hundirlo, más insistía él en aflorar a la superficie.
Desde el día anterior nadie sabía nada de Bobby, nadie lo había visto. Pasadas las siete de la tarde, avisaron a la policía. El jefe se mostró escéptico. Era nuevo en el pueblo, pero estaba familiarizado con el comportamiento de los jóvenes. Aun así, aceptó que ésa no era la conducta propia de Bobby Faraday, y además habían transcurrido ya veinticuatro horas desde su desaparición, pues Bobby no había visitado ninguno de los bares del pueblo al salir de la gasolinera y por tanto Ron Nevill había sido, al parecer, el último en verlo. El jefe fue a casa de los Faraday para pedir la descripción del chico, se llevó prestada una fotografía del verano anterior y notificó de la posible desaparición a las fuerzas del orden locales y a la policía del estado. Ninguno de estos departamentos reaccionó con especial urgencia, porque juzgaban el comportamiento de los jóvenes casi con el mismo cinismo que el jefe, y cuando uno desaparecía, solían esperar setenta y dos horas antes de plantearse siquiera que podía haber algo más en la desaparición que un simple caso de alcohol, hormonas o conflictos familiares.
El segundo día, sus padres y amigos emprendieron una batida oficiosa en el pueblo y sus aledaños, sin resultado alguno. Cuando empezó a oscurecer, sus padres regresaron a casa, pero esa noche no durmieron, como tampoco habían dormido la noche anterior. Su madre, tumbada en la cama, con la cara vuelta hacia la ventana, permanecía alerta por si en algún momento oía aproximarse unos pasos, el conocido andar de su único hijo regresando por fin junto a ella. Se revolvió un poco al oír cómo su marido se levantaba y se ponía la bata.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Nada. Voy a preparar un té y a sentarme un rato. -Hizo una pausa-. ¿Te apetece una taza?
Pero ella supo que le hacía el ofrecimiento sólo por elemental cortesía, que en realidad prefería que se quedase en la cama. No deseaba estar sentado a la mesa de la cocina con ella en silencio, juntos pero alejados, alimentándose sus mutuos temores. Quería estar solo. Así que ella lo dejó ir, y cuando se cerró la puerta de la habitación, empezó a llorar.
Al tercer día se inició la búsqueda oficial.
El huésped dorado se movía como un único ser, incontables formas flexionándose obedientemente al unísono movidas por la suave brisa de finales de invierno, como los feligreses de una iglesia arrodillándose conforme a su liturgia, aguardando el momento de la consagración.
Susurraban para sí un murmullo tenue y grave que habría podido confundirse con el lejano embate de las olas si no fuera porque allí, en aquel paraje tierra adentro, ése era un sonido totalmente ajeno, desconocido. Aquí y allá su palidez se hallaba salpicada de florecillas rojas y anaranjadas y azules, pétalos desparramados sobre un mar de semillas y tallos.
El huésped se había librado de la siega y había crecido, crecido en exceso, aun mientras su fruto maduraba y se descomponía. El grano de esa temporada se había echado a perder, porque el verano anterior había muerto el dueño de esas tierras, un viejo, y sus parientes no se ponían de acuerdo en la venta de la finca ni en cómo debía repartirse la ganancia. Mientras ellos discutían, el huésped se expandía hacia el cielo, un mar de oro mate en el invierno tardío, hablando en tonos apagados de lo que yacía allí cerca, aún oculto entre los juncos.
Aun así, parecía que el huésped estaba en paz.
De pronto, la brisa cesó por un instante y el huésped se irguió, como alterado por el cambio, percibiendo que no todo era ya como había sido, y poco después el viento se levantó otra vez, ahora más tempestuoso, transformándose en ráfagas dispersas y más breves que dividían al huésped en ondas y vaivenes, sus caricias no tan delicadas como antes. La unidad dio paso a la confusión. Los rayos de sol iluminaban los fragmentos diseminados antes de depositarse éstos sobre la tierra. El murmullo, convertido en el aviso de que algo se aproximaba, cobró intensidad, acallando el reclamo de un ave solitaria.
En el horizonte se recortó una silueta negra, como un insecto enorme suspendido sobre las mieses. Cada vez más alta, se transformó poco a poco en la cabeza, los hombros y el cuerpo de un hombre deslizándose entre las hileras de trigo y, por delante de él, una figura de menor tamaño se abría paso a través de los tallos, olisqueando y gañendo, los primeros intrusos en el territorio del huésped desde la muerte del viejo.
Asomó una segunda figura, más robusta que la primera. Ésta parecía sobrellevar a duras penas el esfuerzo que le requería el terreno y el desacostumbrado ejercicio impuesto por su participación en la batida. A lo lejos, pero más al este, los dos hombres veían a otros miembros de la partida de búsqueda. Sin darse cuenta se habían alejado del grupo principal, que disminuía a medida que avanzaba el día. La luz ya declinaba. Pronto habría que dar por concluida la jornada, y en los días siguientes intervendría cada vez menos gente en la búsqueda.
Habían empezado esa mañana, inmediatamente después de los oficios dominicales. Los participantes se habían congregado frente a la iglesia católica de San Judas, porque era la que tenía el patio más amplio y, cosa curiosa, el menor número de feligreses, contradicción que Peyton Carmichael, el dueño del perro, nunca había acabado de entender. Quizá, pensaba, preveían una conversión masiva en el futuro, lo que lo inducía a preguntarse si los católicos eran simplemente más optimistas que otros creyentes.
El jefe de policía y sus hombres habían dividido el municipio en una cuadrícula, y a los vecinos en grupos, asignando una zona de búsqueda a cada grupo. Las distintas iglesias habían proporcionado bocadillos, patatas fritas y bebidas en bolsas de papel, pese a que la mayoría de la gente ya llevaba agua y comida por si acaso. Rompiendo con la tradición dominical, nadie se había puesto sus mejores galas. En lugar de eso, vestían camisas holgadas y pantalones viejos y calzaban botas maltrechas o zapatillas cómodas. Algunos llevaban bastones, otros rastrillos, para buscar entre la maleza. Se respiraba un ambiente de expectación contenida, una especie de excitación, a pesar de la tarea que tenían por delante. Repartiéndose en varios vehículos, se encaminaron hacia las zonas asignadas. En cuanto se completaba una zona sin resultados, los policías que coordinaban los esfuerzos de búsqueda in situ, o la base de operaciones establecida en la parte de atrás de la iglesia, asignaban otra.
Al principio hacía un calor impropio de esa época del año, un curioso falso deshielo que pronto terminaría, y las dificultades que presentaban la tierra blanda y la nieve fundida minaron las fuerzas de muchos antes del descanso para el almuerzo alrededor de la una y media. A esas alturas algunas de las personas de mayor edad ya habían vuelto a casa, contentándose con haber realizado cierto esfuerzo por los Faraday, pero los demás prosiguieron la búsqueda. Fuera como fuese, al día siguiente era lunes. Tendrían que ir a trabajar, atender sus obligaciones. Ése era el único día que podían dedicar a buscar al chico, así que más les valía aprovecharlo bien. Pero al declinar la luz, también bajó la temperatura, y Peyton se alegró de haber decidido atarse la cazadora Timberland a la cintura por si la necesitaba en lugar de dejarla en el coche.
Llamó con un silbido a su perra, una spaniel de tres años llamada Molly, y volvió a detenerse a esperar a su compañero. Artie Hoyt: con tanta gente como había, y tenía que acabar precisamente al lado de él. Hacía ya un año o más que ambos mantenían las distancias, desde que Artie sorprendió a Peyton mirándole el culo a su hija en la iglesia. A Artie poco le importaba que en realidad él no estuviera viendo lo que parecía estar viendo. Sí, era cierto que Peyton miraba el culo a su hija, pero no por un sentimiento de lujuria o atracción. Tampoco es que él estuviera por encima de esos bajos instintos: a veces los sermones del párroco eran tan soporíferos que lo único que mantenía despierto a Peyton era contemplar formas femeninas jóvenes y gráciles vestidas de domingo. Peyton había dejado atrás hacía mucho la edad en que podían inquietarle las posibles consecuencias para su alma inmortal de esos pensamientos carnales en la iglesia. Imaginaba que Dios tenía cosas más importantes de que preocuparse como para estar pendiente de si Peyton Carmichael, a sus sesenta y cuatro años, ya viudo, prestaba más atención a la belleza femenina que al viejo fanfarrón del púlpito. Como se complacía en decirle a Peyton su médico, vive a base de vino, mujeres y canciones, todo con moderación y siempre de la cosecha adecuada. La esposa de Peyton había muerto hacía tres años a causa de un cáncer de mama, y si bien en el pueblo eran muchas las mujeres de la cosecha correcta que acaso estuvieran dispuestas a proporcionar consuelo a Peyton alguna noche de invierno, a él eso no le interesaba, así de sencillo. Amaba a su esposa. De vez en cuando aún se sentía solo, aunque ya no tanto como antes, pero esos sentimientos de soledad eran concretos, no generales: echaba de menos a su mujer, no la compañía femenina, y ese ocasional placer que obtenía en la contemplación de una mujer joven y atractiva lo consideraba sólo una señal de que no estaba del todo muerto de cintura para abajo. Dios, después de arrebatarle a su esposa, bien podía consentirle ese pequeño capricho. Si Dios iba a concederle mucha importancia a una cosa así, pues bien, Peyton tendría unas palabras con él llegado el momento.
El problema con la hija de Artie Hoyt residía en que si bien era joven, no era atractiva ni mucho menos. Tampoco era grácil. De hecho, era todo lo contrario de grácil y, ya puestos, también lo contrario de ligera. Nunca había sido lo que se dice esbelta, pero un día abandonó el pueblo y se fue a vivir a Baltimore, y a su regreso había acumulado unos cuantos kilos más. Peyton habría jurado que, cuando ella entraba en la iglesia, sentía temblar el suelo bajo sus pies. Un poco más voluminosa, y habría tenido que entrar de medio lado; o eso, o no habría quedado más remedio que ensanchar los pasillos.
A todo esto, el primer domingo después de su retorno al seno de la familia, la chica entró en la iglesia con sus padres, y Peyton, sin querer, fijó la vista en aquel culo con fascinación y horror, viendo sacudirse las carnes bajo el vestido floreado rojo y blanco igual que un seísmo en una rosaleda. Incluso es posible que estuviera boquiabierto cuando, al volver la cabeza, se encontró con la mirada colérica de Artie Hoyt; después de eso…, en fin, las cosas cambiaron entre ellos. Tampoco antes del incidente mantenían una estrecha relación, pero al menos se demostraban la cortesía de rigor siempre que se cruzaban sus caminos. Ahora casi nunca intercambiaban siquiera un gesto de saludo, y no se dirigieron la palabra hasta que el destino, y el chico desaparecido, Faraday, los unió por la fuerza. Formaban parte de un grupo que esa mañana, al partir, se componía de ocho personas. Pronto se redujo a seis, cuando el viejo Blackwell y su mujer, casi a punto de desmayarse, se vieron obligados a regresar a casa; más tarde disminuyó a cinco, luego a cuatro, a tres, y así hasta ese momento, en que quedaban sólo Artie y él.
Peyton no entendía por qué Artie no se rendía de una vez por todas y se marchaba también. Incluso el paso moderado que llevaban Peyton y Molly parecía superarlo, y habían tenido que detenerse repetidamente para que Artie recobrara el aliento y bebiera agua a tragos de la cantimplora que llevaba en la mochila. Peyton tardó un rato en comprender que Artie, ni aunque le fuera la vida en ello, no iba a darle la satisfacción de verlo desistir mientras él seguía adelante. Con eso en la cabeza, Peyton se regodeó en forzar la marcha a lo largo de un trecho, hasta que se dio cuenta de que su innecesaria crueldad anulaba el efecto de sus esfuerzos previos en el campo de la oración y el arrepentimiento, dejando de lado alguna que otra mirada a las jóvenes.
Se aproximaban a la cerca entre esa finca y la siguiente, un campo en barbecho invadido por la mala hierba, con un pequeño embalse en el centro al abrigo de árboles y juncos. A Peyton le quedaba poca agua, y Molly tenía sed. Supuso que podía dejarla beber en el embalse y luego dar el día por concluido. Imaginaba que Artie no pondría ninguna pega, siempre y cuando la propuesta de poner fin a la búsqueda partiese de Peyton, no de él.
– Entremos a echar un vistazo en ese campo -sugirió Peyton-. En cualquier caso, tengo que dar de beber a la perra. Después podemos atajar hasta la carretera y volver tranquilamente hasta los coches. ¿Te parece bien?
Artie asintió. Llegó a la cerca, apoyó las manos en ella e intentó encaramarse para saltarla. Tenía ya un pie en el aire, pero el otro se resistió a seguirlo. Sencillamente no le quedaban fuerzas para continuar. Viéndolo así, Peyton pensó que el pobre hombre deseaba tumbarse allí mismo y morir, pero no lo hizo. Su persistencia era en cierto
modo admirable, aunque tuviese menos que ver con su preocupación por Bobby Faraday que con su enfado con Peyton Carmichael. A la postre, sin embargo, no le quedó más remedio que admitir la derrota, y volvió a dejarse caer en el mismo lado de la cerca.
– Maldita sea -exclamó.
– Espera -dijo Peyton-. Te ayudaré a pasar.
– Puedo hacerlo yo solo -replicó Artie-. Pero déjame recuperar el aliento.
– Vamos, ni tú ni yo somos ya lo que éramos. Te ayudaré a saltar, y luego tú me echas una mano desde el otro lado. Es absurdo que nos matemos los dos sólo para demostrarnos algo.
Artie se detuvo a pensar y por fin accedió con un gesto de asentimiento. Peyton ató la correa de Molly a la cerca, por si captaba un rastro y decidía escaparse; a continuación, se agachó y entrelazó las manos para que Artie apoyara la bota en ellas. Cuando Artie tenía el pie bien asentado y parecía firmemente agarrado a la cerca, Peyton lo impulsó hacia arriba. O estaba más fuerte de lo que creía, o Artie pesaba menos de lo que parecía, pero, fuera como fuese, Peyton casi catapultó a Artie por encima de la cerca. Por suerte, Artie tuvo la sensatez de aferrarse a los tablones con la pierna izquierda y el brazo derecho, y sólo eso lo salvó de un torpe aterrizaje en el lado opuesto.
– ¿A qué demonios viene esto? -preguntó Artie cuando volvió a pisar tierra firme con ambos pies.
– Perdona -se disculpó Peyton. Procuraba no reírse, y lo conseguía sólo a medias.
– Sí, ya… En fin, no sé qué comes, pero a mí no me vendría nada mal tomar un poco.
Peyton empezó a trepar a la cerca. Estaba en buena forma para su edad, circunstancia que le proporcionaba no poca satisfacción. Artie le tendió una mano, y Peyton, aunque no la necesitaba, la aceptó.
– Es curioso -comentó Peyton al bajar de la cerca-, pero ya apenas como. Antes tenía un apetito voraz; ahora, en cambio, con el desayuno y un tentempié por la noche paso de sobra. Incluso he tenido que añadirme un agujero en el cinturón para que no se me caigan los condenados pantalones.
Al rostro de Artie Hoyt asomó una expresión inescrutable cuando, bajando la mirada, se examinó su propia barriga y se sonrojó un poco. Peyton contrajo el rostro en una mueca.
– No lo he dicho con segundas, Artie -añadió en voz baja-. Cuando Rina aún vivía, yo pesaba quince kilos más que ahora. Me cebaba como si fuese a sacrificarme por Navidad. Sin ella…
Dejó que su voz se apagara gradualmente y desvió la mirada.
– ¡Qué me vas a contar! -dijo Artie al cabo de un momento. Parecía deseoso de proseguir la conversación ahora que por fin se había roto el largo silencio entre ellos-. Para mi mujer, comida es sólo aquello que se fríe o va dentro de un panecillo. Creo que si pudiera, pasaría por la sartén hasta los caramelos.
– Sé de algunos sitios donde lo hacen -aseguró Peyton.
– ¿En serio? Dios santo, no se lo digas. Ya ahora lo más sano que come es el chocolate.
Se dirigieron hacia el embalse. Peyton soltó a Molly. Sabía que había percibido la presencia del agua, y no quería atormentarla obligándola a caminar a su paso. El perro se echó a correr, una mancha marrón y blanca, y pronto se perdió de vista entre la hierba.
– Un perro bonito -comentó Artie.
– Gracias -respondió Peyton-. Se porta bien. Para mí es como una hija, supongo.
– Ya -dijo Artie. Sabía que Peyton y su mujer no habían tenido hijos.
– Oye, Artie -continuó Peyton-, hace tiempo que quiero decirte una cosa. -Guardó silencio mientras buscaba las palabras adecuadas; al cabo de un momento, respiró hondo y fue derecho al grano-. En la iglesia, aquel día, cuando Lydia acababa de volver al pueblo, yo… En fin, quería disculparme por mirarle, ya me entiendes, mirarle el…
– El culo -concluyó Artie.
– Sí, eso. Lo siento, es lo único que quería decirte. No estuvo bien. Y menos en la iglesia. Fue poco cristiano. Pero no es lo que tú pensaste.
Peyton se dio cuenta de que se adentraba en terreno resbaladizo, por decirlo de algún modo. Ahora se enfrentaba a la posibilidad de tener que explicar tanto lo que creía que Artie pensaba que él pensó, como lo que en realidad él, Peyton, pensó, es decir, que la hija de Artie Hoyt parecía el Hindenburg antes de estrellarse.
– Mi hija está… tirando a rellena -admitió Artie con tristeza, ahorrándole a Peyton mayores bochornos-. Ella no tiene la culpa. Su matrimonio se fue a pique y los médicos le recetaron pastillas para la depresión, y de repente aumentó de peso. Si se pone triste, come más; entonces se pone más triste, y come más todavía. Es un círculo vicioso. No te culpo por mirarla. Demonios, si no fuera mi hija, yo también la miraría así. De hecho, y aunque me avergüence decirlo, a veces la miro así.
– En todo caso, lo siento -repitió Peyton-. Fue poco… considerado.
– Acepto la disculpa -contestó Arrie-. Invítame a una copa la próxima vez que nos veamos en el Dean's.
Tendió la mano y se dieron un apretón. Peyton sintió que se le empañaban un poco los ojos y lo achacó a los esfuerzos del día.
– ¿Y si te invito a una cerveza cuando acabemos con esto? No me vendría mal algo con que brindar al final de tan larga jornada.
– Hecho. Démosle de beber al perro y vayamos al…
Se interrumpió. El resguardado embalse estaba ahora a la vista. En su día lo frecuentaban parejas en busca de un rincón solitario, hasta que las tierras cambiaron de manos y el nuevo dueño, el hombre temeroso de Dios cuya herencia se disputaban ahora sus impíos familiares, dejó bien claro que no consentiría a los adolescentes viajes de descubrimiento sexual en las inmediaciones de su embalse. Las ramas de un haya enorme colgaban sobre el agua, casi rozando la superficie. Molly se hallaba a cierta distancia de ella. No había bebido. De hecho, se había detenido a unos pasos de la orilla. Ahora, con una pata en alto, movía la cola en actitud de incertidumbre. Los dos hombres alcanzaron a ver algo azul entre los juncos.
Bobby Faraday se hallaba de rodillas al borde del embalse, el torso inclinado en un leve ángulo, como si mirase su reflejo en el agua. Tenía una soga alrededor del cuello, atada por el otro extremo al tronco del árbol. Estaba hinchado por los gases, tenía el rostro de un color morado rojizo, las facciones casi irreconocibles.
– Dios mío -exclamó Peyton.
Se tambaleó un poco, y Artie le rodeó los hombros con el brazo. El sol se ponía a sus espaldas, el viento soplaba y el huésped se inclinaba en ademán de duelo.