Elija el terreno: eso me había dicho Epstein. Elija el lugar donde se enfrentará a ellos. Habría podido huir. Habría podido esconderme con la esperanza de que no me encontrasen, pero hasta la fecha siempre me habían encontrado. Podría haber optado por regresar a Maine y hacerles frente allí, pero ¿cómo habría podido conciliar el sueño, con el miedo a que en el momento menos pensado vinieran por mí? ¿Cómo habría podido trabajar en el Bear sabiendo que mi presencia allí pondría en peligro a otros?
Así que hablé con Epstein, y luego con Ángel y Louis, y elegí el terreno donde lucharía.
Los atraería hacia mí, y acabaríamos con aquello.
En el funeral concedieron a Jimmy honores de inspector: todo el paripé del Departamento de Policía de Nueva York, incluso más que cuando murió mi padre. Seis agentes con guantes blancos acarrearon en hombros el féretro cubierto por una bandera desde la iglesia católica de Santo Domingo, ocultas sus placas bajo crespones negros. Al pasar el ataúd, policías jóvenes y viejos, algunos en uniforme de diario, otros en traje de gala, otros con abrigos y sombreros de jubilados, saludaron todos a una. Nadie sonreía, nadie hablaba. Todos permanecían callados. Un par de años antes se vio a una fiscal de Westchester reír y charlar con un senador del estado mientras sacaban de una iglesia del Bronx el féretro de un agente asesinado, y un policía la mandó callar. Ella obedeció al instante, pero nadie olvidó su afrenta. Esas cosas tenían que hacerse de determinada manera, y quien jugaba con ellas debía atenerse a las consecuencias.
Jimmy fue enterrado en el cementerio de la Santa Cruz, en Tilden, junto a su padre y su madre. Su hermana mayor, que ahora residía en Colorado, era su pariente vivo más cercano. Se había divorciado, y estaba junto a la tumba con sus tres hijos; uno de ellos era Francis, el sobrino de Jimmy que había venido a casa la noche de los homicidios de Pearl River, y ella lloró por el hermano al que no veía desde hacía cinco años. La banda policial de gaitas y tambores tocó Steal Away, y nadie habló mal de él, pese a que para entonces se había filtrado ya la palabra que llevaba grabada en el cuerpo. Algunos quizá cuchichearían después (y allá ellos: los hombres así poco valían), pero no entonces, no ese día. De momento se le recordaría como policía, y además muy querido.
También yo me encontraba presente, a la vista de todos, porque me constaba que estarían vigilando con la esperanza de que apareciese. Me mezclé con la gente, hablé con aquellos a quienes reconocí. Después del entierro fui a un bar llamado Donaghy's con hombres que habían servido al lado de Jimmy y mi padre, e intercambiamos anécdotas sobre los dos, y me contaron cosas sobre Will Parker que me llevaron a quererlo más aún, porque también ellos lo habían querido. Durante todo el tiempo permanecí cerca de un corrillo u otro. Ni siquiera fui al lavabo solo, y controlé lo que bebía, pese a dar la impresión de que tomaba con los otros una cerveza detrás de otra, un trago detrás de otro. Era fácil disimularlo, porque ellos, si bien no rechazaban mi compañía, estaban más pendientes unos de otros que de mí. Uno, un antiguo sargento llamado Griesdorf, llegó a preguntarme por la supuesta conexión entre la muerte de Mickey Wallace y lo ocurrido a Jimmy. Por un momento se produjo un incómodo silencio, hasta que un policía rubicundo de pelo negro teñido exclamó:
– ¡Por Dios, Stevie, éste no es momento ni lugar! Bebamos para recordar, y bebamos luego para olvidar.
Y el malestar pasó.
Descubrí a la chica poco después de las cinco de la tarde, Era esbelta y bonita, de melena negra. A la tenue luz del Donaghy's parecía más joven de lo que era, y posiblemente el camarero habría tenido que exigirle que enseñara un documento para demostrar su edad si hubiese pedido una cerveza. La había visto en el cementerio, poniendo flores en una tumba no muy lejos de donde enterraban a Jimmy. Había vuelto a verla caminar por la Avenida Tilden después del funeral, pero igual que a mucha otra gente, y me había fijado en ella más por su físico que por cualquier sospecha que pudiera despertarme. Ahora estaba allí, en el Donaghy's, comiendo una ensalada sin mucho apetito, con un libro en la barra ante ella, delante de un espejo que le permitía ver todo lo que ocurría a sus espaldas. Un par de veces me pareció advertir que me observaba. Tal vez no fuera nada, pero de pronto me sonrió cuando la sorprendí mirándome. Era una invitación, o esa impresión dio. Tenía los ojos muy oscuros.
Griesdorf también había reparado en ella.
– A esa chica le gustas, Charlie -dijo-. Adelante. Nosotros somos viejos. Necesitamos vivir a través de los jóvenes. Vigilaremos tu abrigo. Dios mío, debes de estar muñéndote de calor con eso puesto. Quítatelo, hijo.
Me levanté y me tambaleé.
– No, yo ya voy servido -dije-. Además, ahora no estaría para muchos trotes. -Les estreché la mano y dejé cincuenta dólares en la mesa-. Una ronda de lo mejor, por mi viejo y por Jimmy.
Prorrumpieron en un hurra y me alejé con paso vacilante. Griesdorf tendió una mano para ayudarme.
– ¿Estás bien?
– Hoy he comido poco, tonto de mí -respondí-. ¿Podrías pedirle al camarero que llame un taxi?
– Claro. ¿Adónde quieres ir?
– A Bay Ridge -contesté-. A Hobart Street.
Griesdorf me miró con extrañeza.
– ¿Estás seguro?
– Sí, segurísimo. -Le entregué a él los cincuenta dólares-. Y ya puestos, pide tú esos whiskies.
– ¿Quieres tomarte un último trago antes de salir?
– No, gracias. Si me tomo uno más, ni siquiera saldré.
Tomó el dinero. Me apoyé en una columna y lo observé alejarse. Lo vi llamar al camarero de la barra, oí parte de su conversación desde donde me hallaba. En el Donaghy's no ponían música, y aún no había empezado a llegar la clientela que se pasaba por allí al acabar la jornada de trabajo. Si yo oía lo que se decía en la barra, podía oírlo cualquiera.
El taxi llegó al cabo de diez minutos. Para entonces la chica había desaparecido.
El taxi me dejó frente a mi antigua casa. El taxista vio flamear la cinta del precinto policial y preguntó si debía esperarme. Pareció sentir alivio cuando contesté que no.
No había vigilancia. En circunstancias normales habrían apostado al menos a un agente de guardia, pero ésas no eran circunstancias normales.
Rodeé la casa hasta la entrada lateral. En la verja del jardín trasero habían puesto sin mucho esmero una cadena y algo de cinta, la cadena sin candado: estaba allí a efectos puramente visuales. Pero en la puerta de la cocina habían colocado una cerradura y un picaporte nuevos, que abrí sin el menor problema mediante la pequeña ganzúa eléctrica proporcionada por Ángel. Se me antojó que emitía un ruido estruendoso en la quietud de la noche, y al entrar en la casa vi encenderse una luz cerca de allí. Cerré la puerta y esperé a que la luz se apagara y reinara otra vez la oscuridad.
Encendí mi pequeña linterna, cuyo foco había tapado con cinta adhesiva para no llamar la atención si alguien echaba por casualidad un vistazo a la parte trasera de la casa. Habían borrado la marca de Anmael de la pared, probablemente por si a algún periodista o a algún curioso irredento se le ocurría sacar fotos de la cocina de manera subrepticia. Allí seguía la silueta de Mickey Wallace, marcando su posición en el suelo, y el linóleo barato estaba manchado de sangre seca. Enfoqué con la luz los armarios de la cocina, más modernos que los que había cuando yo vivía allí, y sin embargo también más baratos y frágiles, y la cocina de gas, ahora desconectada. No había más muebles, aparte de una única silla de madera, pintada de un verde horrendo, contra la pared del fondo. Allí habían muerto tres personas. Ya nadie viviría nunca en esa casa. Lo mejor para todos era derribarla y construir otra, pero en la actual coyuntura eso era poco probable. Así que se deterioraría cada vez más, y los niños se retarían a entrar en el jardín y provocar a sus fantasmas la noche de Halloween.
Pero a veces no es en las casas donde rondan los fantasmas, sino que rondan a las personas. A esas alturas sabía ya por qué habían regresado esos vestigios de mi mujer y mi hija. Creo que lo entendí a partir del momento en que se descubrió el cadáver de Wallace, y tuve la sensación de que quizá no había muerto solo ni carecido de consuelo en sus momentos finales, de que lo que él había visto, o creído ver, mientras husmeaba en mi propiedad en Scarborough se había presentado allí ante él de una manera distinta. En la casa se percibía expectación cuando crucé la cocina, y al tocar el tirador de la puerta sentí un cosquilleo en las yemas de los dedos, como una pequeña descarga eléctrica.
En la puerta delantera habían puesto cinta por fuera, pero por dentro sólo la mantenían cerrada el pestillo del picaporte y una cerradura de seguridad. Descorrí los pasadores y dejé la puerta entornada. Como no soplaba el viento, se quedó tal como la dejé. Subí por la escalera y recorrí las habitaciones vacías, un fantasma entre los fantasmas, y allí donde me detenía recreaba nuestro hogar en mi mente, disponiendo camas y armarios, espejos y cuadros, transformándolo en aquello que fue en otro tiempo.
Allí estaba la sombra de un tocador adosado a la pared del dormitorio que Susan y yo compartimos, y que evoqué, llenando su superficie de frascos y cosméticos, y añadiendo un cepillo con pelo rubio aún prendido entre las púas. Reapareció nuestra cama, dos almohadas firmes contra la pared, la huella de la espalda de una mujer sobre una de ellas, como si Susan acabara de ausentarse. Había un libro con la tapa a la vista sobre la sábana: conferencias del poeta E.E. Cummings. Era el libro donde Susan buscaba consuelo, descripciones del propio Cummings sobre su vida y su obra intercaladas entre una selección de poemas, sólo algunos escritos por el poeta. Casi me parecía percibir el perfume de Susan en el aire.
Al otro lado del pasillo había una segunda habitación de menor tamaño, y mientras la miraba, volvieron a vibrar sus colores, convirtiéndose las paredes rayadas y mortecinas en una nítida visión de tonalidades amarillas y naranjas, como un prado estival orlado de florecillas blancas. En su mayor parte cubrían las paredes dibujos hechos a mano, además de un gran cuadro de un circo encima de la pequeña cama individual, y otro más pequeño de una niña con un perro más grande que ella. La niña rodeaba el cuello del perro con los brazos, enterrando la cara entre su pelaje, y el perro miraba desde el lienzo como si retase a quien osara meterse con su protegida. Las sábanas de la cama, de un vivo color azul, estaban apartadas, y vi el contorno de un pequeño cuerpo marcado en el colchón, y el hueco en la almohada donde, aparentemente hasta hacía sólo un momento, había descansado la cabeza de una niña. La moqueta bajo mis pies era de color azul oscuro.
Ésa era mi casa la noche en que Susan y Jennifer murieron, la casa que ahora me devolvían a la vez que las sentía regresar a ellas, a la vez que todos se acercaban, los muertos y los vivos.
Oí un ruido en el piso de abajo y salí al pasillo. La luz de nuestro dormitorio parpadeó y se apagó. Algo se movió dentro. No me paré a ver qué era, pero me pareció vislumbrar, entre las sombras, una silueta en movimiento y me llegó un leve aroma. Me detuve en lo alto de la escalera y oí algo a mis espaldas, como las pisadas de unos pies descalzos y pequeños sobre el suelo enmoquetado, una niña corriendo desde su habitación para estar con su madre, pero acaso fuesen sólo los crujidos de las tablas asentándose bajo mis pies, o una rata sobresaltada en su guarida bajo el suelo.
Descendí.
Al pie de la escalera se alzaba una flor de Pascua sobre un pedestal de caoba, protegida de las corrientes de aire por el perchero. Era la única planta de interior que Susan había conseguido mantener viva; muy orgullosa de ella, comprobaba su estado a diario y se cuidaba de regarla lo justo, procurando no anegarla. La noche que murieron, la maceta había caído del pedestal, y lo primero que vi al entrar en la casa fueron sus raíces en medio de la tierra desparramada. Ahora estaba allí como siempre había estado, bien cuidada y querida. Tendí la mano hacia ella y mis dedos traspasaron sus hojas.
En la cocina había un hombre de pie, cerca de la puerta trasera. Bajo mi mirada, dio un paso al frente y el claro de luna que entraba por la ventana le iluminó el rostro.
Hansen. Tenía las manos ocultas en los bolsillos del abrigo.
– Está muy lejos de casa, inspector -dije.
– Y usted no ha podido mantenerse lejos de la suya -contestó-. Debe de haber cambiado mucho desde entonces.
– No -aseguré-. No ha cambiado en absoluto.
Pareció desconcertado.
– Es usted un hombre extraño. Nunca lo he entendido.
– Bueno, ahora sé por qué nunca le he caído bien.
Pero al mismo tiempo que pronunciaba esas palabras presentí que ocurría algo extraño. No era así como debía desarrollarse la escena. Hansen no tenía que estar allí.
Una expresión de perplejidad apareció en su cara, como si él también acabara de tomar conciencia de eso mismo. Su cuerpo se tensó, como si sintiera una punzada de dolor en la espalda. Abrió la boca y un hilo de sangre resbaló desde la comisura de sus labios. Dejó escapar una tos húmeda, y expulsó otro borbotón de sangre, salpicando la pared al mismo tiempo que lo empujaban hacia delante y se desplomaba de rodillas. Buscó a tientas en el bolsillo con la mano derecha en un intento de sacar el arma, pero le fallaron las fuerzas y cayó de bruces, con los ojos casi cerrados y la respiración cada vez menos profunda.
El hombre que lo había atacado pasó por encima de su cuerpo. Tenía veintitantos años. Veintiséis, para ser exactos: lo sabía porque lo había contratado yo. Había trabajado con él en el Great Lost Bear. Había visto su amabilidad con los clientes, presenciado su trato fluido con los cocineros y los demás camareros.
Y durante todo ese tiempo había mantenido oculta su verdadera naturaleza.
– Hola, Gary -dije-. ¿O prefieres tu otro nombre?
Gary Maser tenía un afilado machete en una mano; con la otra empuñaba una pistola.
– Da igual -contestó-. Son sólo nombres. He tenido más de los que podrías imaginar.
– Te han engañado -repuse-. Alguien te ha susurrado mentiras al oído. No eres nadie. Rajaste a Jimmy, y mataste a Mickey Wallace en esa cocina de ahí atrás, pero eso no te hace especial. Apenas eres humano, pero eso no significa que seas un ángel.
– Piensa lo que quieras -dijo-. Es intrascendente.
Sin embargo, mis palabras me sonaron vacías. Había elegido esa casa para enfrentarme a lo que me perseguía, viéndola en mi imaginación tal como fue en otro tiempo, pero algo en Gary Maser pareció percibirlo y reaccionar. Por un instante vi lo que mi padre había visto aquella noche en Pearl River antes de apretar el gatillo, vi aquello que se había escondido dentro de Maser, devorándolo hasta que por fin no quedaba nada de él excepto un cascarón vacío. Su rostro se transformó en una máscara, transparente y provisional: detrás se movía una masa oscura, vieja, marchita y llena de ira. Las sombras se enroscaban alrededor como humo negro, contaminando la habitación, enturbiando el claro de luna, y en el fondo de mi alma supe que lo que allí estaba en juego era mucho más que mi propia vida. Los tormentos que Maser pudiera infligirme en esa casa, fueran cuales fuesen, no serían nada en comparación con lo que me esperaba cuando acabase mi vida.
Dio otro paso al frente. Incluso a la débil luz de la luna vi que Maser tenía los ojos más negros de lo que yo recordaba, formando la pupila y el iris una única masa oscura.
– ¿Por qué yo? -pregunté-. ¿Qué he hecho?
– No es sólo lo que has hecho, sino lo que puedes hacer.
– ¿Y qué puedo hacer? ¿Cómo sabes lo que vendrá en el futuro?
– Presentimos la amenaza que representas. Él la presintió.
– ¿Quién? ¿Quién os envía?
Maser negó con la cabeza.
– Basta ya -dijo. Y a continuación, casi con ternura, añadió-: Ha llegado el momento de dejar de huir. Cierra los ojos y pondré fin a todo tu dolor.
Intenté reír.
– Me conmueve tu interés por mí. -Necesitaba tiempo. Todos necesitábamos tiempo-. Has tenido mucha paciencia. ¿Cuántos meses has trabajado conmigo? ¿Cinco?
– Esperaba-dijo.
– ¿A qué?
Sonrió, y su rostro cambió. Advertí un resplandor que antes no había en él.
– A ella.
Me volví poco a poco al sentir una corriente de aire detrás de mí. En el umbral de la puerta, ahora abierta de par en par, estaba la mujer morena del bar. Sus ojos, al igual que los de Gary, parecían íntegramente negros. También iba armada, con una pistola calibre 22. En torno a ella se formaban sombras semejantes a unas alas oscuras recortándose contra la noche.
– Ha pasado tanto tiempo -susurró, pero tenía la mirada fija en el hombre, no en mí-, tantísimo tiempo…
Entonces comprendí que habían llegado allí por separado, atraídos por mí y por la promesa de volver a verse; ése era, pues, su primer encuentro, el primero, si Epstein no se equivocaba, desde que mi padre apretó el gatillo contra ellos en un descampado de Pearl River.
Pero de pronto la mujer salió de su ensoñación y se dio media vuelta. Disparó hacia la oscuridad, dos suaves detonaciones. Maser, sorprendido, parecía indeciso, y supe entonces que deseaba matarme lentamente. Deseaba usar su machete conmigo. Pero cuando me moví, descerrajó un tiro, y sentí el brutal impacto de la bala contra el pecho. Retrocedí tambaleante y choqué contra la puerta, que golpeó a la mujer en la espalda pero no se cerró. Me alcanzó un segundo balazo, y esta vez sentí en el cuello un dolor lancinante. Me llevé la mano izquierda a la herida, y la sangre corrió entre mis dedos.
Con paso inseguro trepé escalera arriba, pero Maser ya no tenía la atención puesta en mí. En la parte de atrás de la casa se oían voces, y él se había vuelto para hacer frente a la amenaza. La puerta de la calle se cerró bruscamente, y la mujer dijo algo a voz en grito cuando llegué a lo alto de la escalera y me eché cuerpo a tierra, oyendo nuevos disparos y sintiendo pasar las balas por encima de mi cabeza a través del aire polvoriento. Empezaba a nublárseme la vista, y allí tendido descubrí que era incapaz de volver a levantarme. Me arrastré por el suelo, utilizando la mano derecha como una garra, impulsándome con los pies, manteniendo aún la mano izquierda en el cuello para restañar la efusión de sangre. Oscilaba del pasado al presente, de modo tal que a veces me desplazaba por un pasillo enmoquetado a través de habitaciones limpias y bien iluminadas, y otras, en cambio, sólo había allí tablas desnudas y polvo y podredumbre.
Unos pasos ascendían por la escalera. Oí detonaciones en la cocina, pero nadie devolvió el fuego. Era como si Maser disparara a las sombras.
Entré en nuestro dormitorio y, buscando apoyo en la pared, conseguí ponerme en pie; a trompicones atravesé el fantasma de una cama y me desplomé en un rincón.
Cama. No hay cama.
El goteo de un grifo. No hay goteo.
La mujer apareció en el umbral de la puerta. Veía claramente su cara gracias a la luz que entraba por la ventana a mis espaldas. Parecía alterada.
– ¿Qué haces? -preguntó.
Intenté contestar, pero no pude.
Cama. No hay cama. Agua. Pasos, pero la mujer no se había movido.
Miró alrededor y supe que ella veía lo que yo veía: mundos sobre mundos.
– Esto no te salvará -dijo-. Nada te salvará.
Avanzó. Simultáneamente expulsó el cargador vacío y se dispuso a insertar otro. De repente se detuvo. Miró a su izquierda.
Cama. No hay cama. Agua.
Había una niña a su lado, y de pronto apareció otra figura de entre las sombras a sus espaldas: una mujer rubia, su rostro visible por primera vez desde aquel día lejano en que la encontré en la cocina, y allí donde entonces había sólo sangre y hueso, estaba ahora la esposa que amé, tal como era antes de que el filo de la navaja culminase su obra en ella.
Luz. No hay luz.
Un pasillo vacío. Un pasillo ya no vacío.
– No -susurró la mujer morena.
Encajó el cargador y se dispuso a disparar contra mí, pero parecía costarle fijar la mira, como si se lo impidieran figuras que yo sólo vislumbraba a medias. Una bala fue a dar en la pared a treinta centímetros a mi izquierda. Apenas podía mantener los ojos abiertos cuando me llevé la mano al bolsillo y la sentí cerrarse en torno a aquel objeto compacto. Lo extraje y apunté a la mujer mientras ella, agitando la mano izquierda para repeler lo que tenía detrás, conseguía liberar por fin su propia arma.
Cama. No hay cama. Una mujer cayendo. Susan. Una niña al lado de Semjaza, tirándole de la pernera del pantalón, hincándole las uñas en el vientre.
Y a la propia Semjaza tal como era realmente, un ser encorvado y oscuro, alado, de cráneo rosáceo: fealdad con un horrendo vestigio de belleza.
Levanté el arma. Ella pensó que era una linterna.
– No puedes matarme -dijo-. Con eso no.
Sonrió y alzó su pistola.
– No es lo que quiero -dije, y disparé.
La pequeña Taser C2 no podía fallar a esa distancia. Los electrodos con púas la alcanzaron en el pecho y se desplomó entre sacudidas mientras cincuenta mil voltios recorrían su cuerpo, el arma caía de su mano y ella empezaba a retorcerse en el suelo.
Cama. No hay cama.
Mujer.
Esposa.
Hija.
Oscuridad.