En el Bear, cada viernes tenía que tratar con nuestro principal distribuidor, Nappi. El Bear recibía reparto de cerveza tres veces por semana, pero Nappi suministraba el ochenta por ciento de los barriles, así que su entrega era todo un acontecimiento. El camión de Nappi llegaba siempre los viernes, y una vez comprobados y almacenados los treinta barriles, y pagada la entrega en el acto conforme a la política del Bear, invitaba al conductor a comer a cuenta mía, y hablábamos de cerveza, de su familia, de la crisis.
A diferencia de otros bares, el Bear disponía de un buen punto de referencia para evaluar la situación económica. Siempre habían frecuentado el bar agentes dedicados a la recuperación de bienes impagados, y cada vez veíamos a más de ellos aparcar delante sus furgonetas. No era un trabajo que a mí me hubiese gustado hacer, pero ellos, en su mayoría, se lo planteaban de manera muy filosófica. Bien podían permitírselo. Con sólo un par de excepciones, eran hombres grandes y recios, aunque el más duro de todos, Jake Elms, que en esos momentos se comía una hamburguesa y comprobaba el móvil sentado a la barra, medía sólo un metro sesenta y dos y pesaba apenas sesenta kilos. Hablaba en voz baja y nunca le oí pronunciar una palabra obscena, pero corrían anécdotas legendarias sobre él. Viajaba con un terrier sarnoso en la cabina de la furgoneta y llevaba un bate de aluminio en un soporte bajo el salpicadero. Que yo supiera, no iba armado, pero en su día aquel bate había roto más de una cabeza; y según contaban, si alguien cometía la temeridad de amenazar a su querido amo, el perro de Jake tenía la singular aptitud de aferrarse con los dientes a los testículos del autor de semejante osadía y de quedarse suspendido de ellos gruñendo.
Huelga decir que no se permitía la entrada del perro en el bar.
– Detesto esta época del año -comentó Nathan, el repartidor de Nappi, cuando acabó su bocadillo y se dispuso a salir al frío-. Debería buscarme un empleo en Florida.
– ¿Te gusta el calor?
– No, no me entusiasma. Pero esto… -Mientras se ponía el abrigo, señaló el mundo más allá del oscuro capullo formado por el Bear-. A esto lo llaman primavera, pero no lo es. Esto es aún el crudo invierno.
Tenía toda la razón. Allí sólo había tres estaciones, o esa impresión daba: invierno, verano y otoño. No existía la primavera. Ya estábamos a mediados de febrero y, sin embargo, no se advertía el menor indicio del retorno de la vida, ni el menor asomo de renovación. Las calles de la ciudad estaban fortificadas con murallas de nieve y hielo; en las aceras más anchas se advertían las huellas de las máquinas, que las habían despejado una y otra vez. Si bien era cierto que las peores nevadas ya habían quedado atrás, en su lugar teníamos ahora una lluvia helada y el temible asedio del persistente frío, agravado a veces por fuertes vientos; pero, incluso en su forma más apacible, el frío era capaz de dejar en carne viva orejas, narices y las yemas de los dedos. Placas de hielo, algunas visibles y otras no, salpicaban las calles sombrías. Las que subían desde Commercial hasta el Puerto Antiguo eran traicioneras si uno las recorría sin suelas antideslizantes, y el pavimento de adoquines, tan apreciado por los turistas, no disminuía precisamente los riesgos del ascenso. En bares y restaurantes, la tarea de barrer el suelo se volvía más pesada por la acumulación de barro y hielo, de tierra y sal de roca. En algunos sitios -junto a los aparcamientos de Middle Street, o cerca de los muelles-, las pilas de nieve y hielo eran tan altas que los transeúntes tenían la sensación de hallarse en medio de una especie de guerra de trincheras. Algunos trozos de hielo eran del tamaño de peñascos, como si hubiesen sido expulsados desde las profundidades de un extraño volcán casi congelado.
En los muelles, las langosteras estaban cubiertas de nieve. De vez en cuando un espíritu valeroso se aventuraba a salir a la bahía, y cuando volvía, la sangre de los peces dejaba manchas rosadas y rojas en el hielo, pero en general las gaviotas revoloteaban desconsoladas, aguardando la llegada del verano y el regreso de las sobras fáciles. De noche se oía el ruido de los neumáticos intentando adherirse al traicionero hielo, de las impacientes patadas de la gente en el suelo mientras buscaba las llaves y de las risas al borde de las lágrimas por el dolor que causaba el frío.
Y marzo esperaba aún entre bastidores, un mes espantoso, de hielo goteante y nieve fundiéndose y los últimos vestigios del invierno acechando desapaciblemente en lugares oscuros. Luego abril, y luego mayo. El verano, y el calor, y los turistas.
Pero de momento allí estaba el invierno, sin el menor anuncio de la primavera. Allí estaban el hielo y la nieve, y las huellas de antiguas pisadas en el agua cristalizada como recuerdos no deseados que se resistían a extinguirse. La gente se acurrucaba y esperaba a que terminase el asedio. Pero aquel día, el día en que Nathan habló del crudo invierno, trajo algo extraño y distinto a esa parte del mundo.
Trajo la bruma.
Las trajo a ellas.
Llevaba días, semanas, haciendo un frío atroz, excesivo incluso para esa época del año. Había nevado un día tras otro, y después, justo la víspera de San Valentín, las nevadas dieron paso a una lluvia gélida que inundó las calles y convirtió la nieve acumulada en rugosas placas de hielo. Pasados unos días cesó la lluvia, pero el frío continuó, hasta que por fin cambió el tiempo y subieron las temperaturas.
Y la bruma se elevó de los campos blancos como humo de leña verde transportado por corrientes de aire que nadie sentía, de modo que semejaba casi un ser vivo, una pálida aparición con un objetivo no revelado ni conocido. Ya no se distinguían las formas de los árboles; los bosques se desvanecían en medio de la niebla. Ésta no remitió ni se debilitó, sino que pareció más densa y profunda conforme avanzaba el día, humedeciendo los pueblos y las ciudades y cayendo como una llovizna sobre las ventanas, los coches y las personas. Al anochecer, la visibilidad se reducía a unos pasos, y en las autopistas los rótulos intermitentes prevenían sobre la velocidad y la distancia prudencial.
Y la bruma seguía. Se adueñó de la ciudad convirtiendo las luces más intensas en espectros de sí mismas, aislando a quienes transitaban por las calles de los que al igual que ellos andaban de un sitio para otro, y todos se sentían solos en el mundo. Esto en cierto modo acercó más a quienes tenían familia y seres queridos, ya que buscaban consuelo mutuo, un punto de contacto en un mundo que de pronto les resultaba desconocido.
Quizá por eso regresaron, ¿o acaso creía yo que nunca se habían marchado? Yo los había dejado en libertad, a los fantasmas de mi mujer y mi hija; les había pedido perdón por mis flaquezas y, tras reunir todo lo que conservaba de sus vidas -ropa y juguetes, vestidos y zapatos-, lo había quemado en mi jardín. Las había dejado marchar, seguir las corrientes de las marismas hasta adentrarse en el mar que esperaba más allá, y la casa me pareció distinta cuando volví a poner los pies en ella, impregnado del olor a humo y a cosas perdidas: más ligera, por así decirlo, como si se hubiese reestablecido cierto orden, o como si la brisa, al penetrar por las ventanas abiertas, hubiese disipado un olor a viejo, a rancio.
Eran mis fantasmas, claro. A mi manera, los había creado yo. Les había dado forma atribuyéndoles mi rabia y mi dolor y mi sentimiento de pérdida, de modo que se convirtieron para mí en seres hostiles, tras desaparecer todo lo que en otro tiempo amé en ellas y llenarse el vacío de todo aquello que aborrecía en mí mismo. Y ellas adoptaron esa forma y la aceptaron, porque era su modo de regresar a este mundo, mi mundo. No estaban preparadas para replegarse en las sombras de la memoria, para abandonar su lugar en esta vida.
Y yo no entendí por qué.
Pero ésas no eran ellas. Ésas no eran la esposa a quien yo había amado, por deficiente que fuera ese amor, ni la hija a quien yo en otro tiempo adoré. Había vislumbrado imágenes de ellas tal y como eran en realidad, antes de permitir su transformación. Vi a mi esposa muerta adentrarse con un niño en la espesura de un bosque, la pequeña mano de éste en la de ella, y supe que él no le tenía miedo. Ella era la Señora del Verano y lo llevaba a reunirse con aquellos a quienes había perdido, acompañándolo en su último viaje entre matorrales y árboles. Y para que no tuviese miedo, para que no se sintiese solo, había alguien más con él, una niña casi de su misma edad que brincaba bajo la luz del sol invernal mientras esperaba la llegada de su compañero de juego.
Ésas eran mi esposa y mi hija. Ésa era su verdadera forma. Lo que yo liberé entre humo y llamas fueron mis fantasmas. Lo que regresó con la bruma fueron los fantasmas de ellas.
Esa noche trabajé. No me tocaba, pero Al y Lorraine, dos de los camareros habituales que vivían juntos casi desde que trabajaban en el Bear, se vieron envueltos en una colisión en la Interestatal 1, no lejos de Scarborough Downs, y los trasladaron al hospital por precaución. Como no había nadie más para sustituirlos, tuve que pasar otra noche en la barra. Estaba aún cansado de la noche anterior, pero no me quedaba más remedio que seguir en la brecha. Supuse que podría sacarle a Dave un día libre en compensación, lo que me proporcionaría unas cuantas horas más en Nueva York la semana siguiente, pero de momento allí estábamos sólo Gary, Dave y yo, sirviendo cervezas y hamburguesas e intentando mantenernos a flote.
Mickey Wallace tenía la intención de volver a hablar con Parker en el Bear ese día, pero un percance en el aparcamiento del motel lo indujo a replanteárselo. Cuando salió poco después de las tres de la tarde, el hombre que estaba sentado ante la barra cuando fue la vez anterior al bar, el que coqueteaba con la pelirroja menuda, le esperaba junto a su propio coche. Debido a la niebla, cada vez más espesa, tanto el coche como aquel tipo apenas podían verse. Éste, que no se identificó pero que si Mickey no recordaba mal se llamaba Jackie, le dejó claro que desaprobaba su intromisión en la vida de Parker, y lo amenazó, si persistía en ello, con presentarle a dos caballeros que eran más grandes y menos razonables que él, Jackie, y que plegarían a Mickey para meterlo en una caja de embalaje, rompiéndole brazos y piernas si era necesario a fin de encajarlo, y luego lo enviarían por correo al rincón más remoto de África por la ruta más lenta y tortuosa posible. Cuando Mickey preguntó a Jackie si lo mandaba Parker, Jackie contestó que no, pero Mickey no supo si creerle. En cualquier caso daba igual. Mickey también era muy capaz de jugar sucio. Telefoneó al Bear para asegurarse de que Parker aún estaba en el trabajo, y cuando le preguntaron si quería hablar con él, contestó que no hacía falta, que ya pasaría a verlo en persona.
Cuando oscureció en la ciudad, y mientras la bruma era aún densa sobre la tierra, Mickey tomó el coche para ir a Scarborough.
Pasaban de las ocho cuando Mickey atravesó la niebla hacia la casa en lo alto de la colina. Sabía que Parker no regresaría hasta la una o las dos de la mañana y la casa contigua se hallaba a oscuras. En ella vivía un matrimonio de ancianos, los Johnson, pero por lo visto no estaban. ¿Cómo llamaban a la gente que se marchaba a Florida cuando arreciaba el frío? ¿Aves? No, aves migratorias, eso era.
Aunque hubiesen estado en casa, no se habría abstenido de llevar a cabo sus planes. Simplemente le habría supuesto un paseo más largo. Estando ellos ausentes podía aparcar el coche cerca de la casa sin necesidad de mojarse o enfriarse los pies, ni arriesgarse a que un agente de policía curioso le preguntase qué hacía paseando por un camino de las marismas en la oscuridad del invierno.
Ya había pasado frente a la casa del sujeto un par de veces a plena luz del día, pero no se atrevió a acercarse a mirar por miedo a ser visto. Ahora que ya no ejercía de detective, Parker salía menos, pero Mickey no pudo permitirse el lujo de observar la casa durante el mínimo tiempo necesario para establecer sus rutinas. Eso ya llegaría.
Mickey aún contemplaba la posibilidad de derribar las barreras que interponía Parker y recibir al menos cierta cooperación por su parte. Mickey era tenaz, a su manera sosegada. Le constaba que la mayoría de la gente quería hablar de su vida, aunque no siempre fuera consciente de ello. Buscaban un oído comprensivo, alguien capaz de entenderlos. A veces bastaba con un café, pero también había casos en que se necesitaba una botella de bourbon. Eran los dos extremos, y el resto de la humanidad, según sabía Mickey por experiencia, encajaba en distintos puntos entre uno y otro.
Mickey Wallace había sido un buen periodista. Le interesaban sinceramente las personas sobre las que escribía sus artículos. No tenía que fingir. Los seres humanos le fascinaban muchísimo, incluso los más grises tenían una historia que contar, por corta que fuera, enterrada en algún lugar a gran profundidad. Pero con el tiempo el periodismo empezó a cansarle. Carecía ya de la energía de otros tiempos, y de la avidez que lo impulsaba a perseguir a la gente un día tras otro, y todo para que las historias publicadas cayeran en el olvido antes del fin de semana. Deseaba escribir algo perdurable. Se planteó escribir novelas, pero no era lo suyo. Él no leía novelas. ¿Por qué, pues, iba a escribirlas? La vida real era ya bastante peculiar sin los adornos de la ficción.
No, a Mickey lo que le interesaba era el bien y el mal. Siempre había sido así, desde que de niño veía por televisión El Llanero Solitario y El Virginiano. Incluso como periodista, lo que más le atraía eran los crímenes. Era cierto que tenían más probabilidades de aparecer en primera plana, y a Mickey le gustaba ver su nombre lo más cerca posible de la cabecera del periódico, pero también le fascinaba la relación entre los asesinos y sus víctimas. Existía una intimidad, un lazo entre el criminal y la víctima. Mickey tenía la impresión de que algo de la identidad de la víctima pasaba al asesino, transmitido en el momento de la muerte, y éste lo retenía en lo más hondo de su alma. Creía asimismo, idea mucho más controvertida, que las muertes de las víctimas eran lo que daba sentido a sus vidas, lo que las sacaba del anonimato de la cotidianidad y les proporcionaba una especie de inmortalidad, o lo más parecido a la inmortalidad que permitía el carácter efímero de la atención pública. Mickey suponía que no era precisamente inmortalidad, y más teniendo en cuenta que las víctimas en cuestión estaban muertas, pero se conformaría con usar esa palabra hasta que encontrase otra mejor.
Fue en su época de periodista cuando entró en contacto indirectamente con Parker. Se hallaba entre la multitud congregada delante de la casita de Brooklyn la noche en que la mujer y la hija de Parker fueron asesinadas. Informó sobre el caso, y los artículos fueron recortándose cada vez más y relegándose a las páginas centrales del periódico conforme una pista tras otra quedaban en nada. Al final, incluso Mickey desistió con los asesinatos de la familia Parker y los dejó en suspenso. Había oído rumores de que los federales investigaban una posible conexión con un asesino en serie, pero el precio de esa información era una promesa que se guardaría hasta el momento oportuno.
Si bien a Mickey le interesaban sinceramente los seres humanos y sus historias, también reconocía en sí mismo una especie de insensibilidad que afectaba a muchos en su oficio. Sentía curiosidad por la gente, pero no se preocupaba por ella, o no tanto como para sentir su dolor como algo propio. Se compadecía de los demás, una emoción pasajera y poco profunda, pero no sentía empatía. Quizá fuera consecuencia de su trabajo, de verse obligado a abordar una historia tras otra casi sin interrupción, dependiendo la profundidad y la duración de su implicación única y exclusivamente de la avidez del público y, por extensión, de su periódico. Por eso, en parte, había decidido dejar atrás el mundo del periodismo y dedicarse a los libros. Sumergiéndose sólo en un puñado de casos, esperaba recobrar la sensibilidad y, de paso, ganar un poco de dinero. Sólo necesitaba encontrar la historia adecuada, y estaba convencido de haberla encontrado en Charlie Parker.
Mickey recordaba el momento en que vio claro que había algo distinto en ese hombre. Después de la muerte de su familia no se lo tragó la tierra. Tampoco salió en programas de entrevistas para hablar de su dolor, en un intento de mantener los asesinatos en la mira pública y asegurarse así de que, gracias a esa presión, las fuerzas del orden siguieran la pista del asesino. No, se sacó la licencia de detective e inició la cacería, y no sólo del asesino, conocido después como el Viajante, sino también de otros. Primero encontró a la tal Modine, y fue entonces cuando a Mickey se le encendió la luz. Eso por sí solo daba ya para una historia digna de un dominical: un padre pierde a su mujer e hija a manos de un asesino; luego él da caza a su vez a un par de asesinos de niños. Tenía todo lo que un público apático podía desear.
Sólo que Parker se negó a contarlo. Rechazó, unas veces cortésmente y otras no tanto, toda solicitud de entrevista. Y de pronto -¡zas!-ahí estaba otra vez, ahora decidido a pescar al pez gordo, el Viajante. En los años posteriores, Mickey vio claramente, y no sólo lo vio él, que allí ocurría algo excepcional. Ese hombre tenía una especie de don, aunque era un don que nadie en su sano juicio desearía: daba la impresión de que se sentía atraído por el mal, y el mal a su vez se sentía atraído por él. Y cuando lo encontraba, lo destruía. Era así de sencillo, o de complejo, según se mirara, porque Mickey Wallace no era tonto, y sabía que un hombre no podía hacer lo que Parker había hecho sin sufrir graves daños en el proceso. Ahora estaba allí, trabajando en un bar de una ciudad del nordeste, separado de su pareja, sin ver a la niña que había tenido con ella más de una o dos veces al mes, viviendo solo en aquella casa grande que Mickey, en ese momento, iluminaba cautamente con su linterna.
Mickey quería entrar. Quería escarbar en los cajones del escritorio, abrir carpetas en los archivadores y los ordenadores, ver dónde comía, se sentaba y dormía. Quería seguirle los pasos, porque lo que se proponía Mickey era dotar a Parker de voz, tomar sus palabras, sus experiencias, y mejorarlas, creando una nueva versión de él en cierto modo superior a la suma de las partes. Para eso, Mickey necesitaba convertirse en él durante un tiempo, comprender la realidad de su existencia.
¿Y si al final Parker decidía no cooperar? Mickey procuró no pensar en eso. Había hablado con su editor esa misma mañana y éste había dejado claro que prefería la participación de Parker en el proyecto. No era una condición indispensable, pero repercutiría en la tirada y en la publicidad que se le daría al libro. Su punto de vista era comprensible, pero dificultaba la tarea de Mickey. Cualquiera podía escribir un texto a base de cortar y pegar, aunque no tan bueno como el que podía hacer Mickey con ese método, pero por eso no se pagaban grandes sumas. Tampoco era sólo una cuestión de dinero: allí había una auténtica historia, algo profundo, peculiar, inquietante, y las palabras tenían que salir de la boca del propio sujeto. Mickey podría con él, de eso estaba seguro, o relativamente seguro. Mientras tanto, había empezado a ponerse en contacto con otras personas a las que podía entrevistar con la esperanza de crear un informe de antecedentes más detallado sobre Charlie Parker, porque Mickey quería saber más sobre Parker que el propio Parker.
Sólo que las personas muy cercanas a él también eran leales, y hasta el momento lo único que había conseguido a cambio de sus esfuerzos era una sucesión de rechazos. Aunque es verdad que tenía concertadas entrevistas, tanto oficiales como no oficiales, con un par de ex policías que recordaban a Parker de Nueva York, y con un antiguo capitán de Asuntos Internos que, como Mickey sabía de fuentes fidedignas, opinaba que Parker debería estar entre rejas, él y sus compinches. También éstos interesaban a Mickey. Sólo conocía sus nombres: Ángel y Louis. El capitán dijo que también podía facilitarle información sobre ellos, pero no tanta. Sólo estaba dispuesto a hablar extraoficialmente, pero había prometido a Mickey copias de informes de la investigación y datos jugosos que a un buen periodista como él no le costaría corroborar. Era un punto de partida, pero Mickey quería más.
Notaba sobre su cuerpo la ropa húmeda. La bruma era una ayuda en el sentido de que lo ocultaba a la vista de cualquiera que pasara por la carretera, e incluso si alguien entraba por el camino de acceso, difícilmente vería el coche, o a él, hasta llegar a la propia casa. De hecho, Mickey había estacionado el automóvil bajo una arboleda, y a menos que alguien lo buscara, estaba casi seguro de que pasaría inadvertido. Ni siquiera Parker, aun en el supuesto de que regresara de improviso, detectaría su presencia, pensó Mickey. Pero la bruma también era fría y húmeda, y tan espesa que tuvo la sensación de que, si lo intentaba, casi podía agarrar un trozo con la mano, como algodón de azúcar.
En el bolsillo del abrigo llevaba un juego de ganzúas.
Subió al porche de la casa y, más por esperanza que con expectación, probó el picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. Después de detenerse a pensar un momento, la embistió con el hombro. La puerta se sacudió en el marco, pero no se activó ninguna alarma. Bien, pensó Mickey. Otro golpe de suerte, unido a la ausencia de los vecinos y al hecho de que Parker, por lo visto, ya no tenía perro. Poco antes de que Parker lo despidiera con cajas destempladas, Mickey lo había oído hablar del animal con uno de los camareros de la barra.
Dio un par de pasos a la izquierda y miró por la ventana. En la cocina, al fondo de la casa, vio una lámpara nocturna encendida que iluminaba el salón con un resplandor tenue. Parecía cómodamente amueblado, con muchos libros. A la derecha de la puerta de entrada había un pequeño despacho, con un ordenador en la mesa y papeles bien apilados alrededor y en el suelo. Mickey sabía que Parker había viajado a Nueva York en fecha reciente. Se preguntó para qué. Ardía en deseos de examinar esos papeles.
Se dirigió a la parte de atrás de la casa y se detuvo en el cuadrado de luz proyectado por una lámpara nocturna. Allí la bruma parecía más espesa y, cuando miró a sus espaldas, formaba un muro blanco casi impenetrable, eclipsando los árboles y las marismas. Mickey se estremeció. Probó en vano a abrir la puerta de atrás. De nuevo, apretó la cara contra el cristal.
Y algo se movió dentro de la casa.
Por un momento pensó que era un reflejo, o sombras creadas en la habitación más allá de la cocina por los faros de un coche desde la carretera, pero no había oído ningún motor. Parpadeó e intentó recordar qué había visto. No estaba seguro, pero le pareció que había sido una mujer, una mujer con un vestido justo por debajo de las rodillas. Era un vestido que nadie se pondría en esa época del año. Era un vestido de verano.
Se planteó marcharse, pero cayó en la cuenta de que tal vez ésa era su oportunidad de entrar en la casa sin necesidad de transgredir la ley. Si había alguien dentro, quizá podía presentarse como amigo del detective. Tal vez consiguiese de paso un café, o una copa, y en cuanto Mickey se acomodase, no iban a sacarlo de allí así como así. Cuando Mickey Wallace adoptaba la actitud de interrogador, era más fácil librarse de las cucarachas que de él.
– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien en casa? -Llamó a la puerta-. ¿Hola? Soy amigo del señor Parker. ¿Podría usted…?
En la cocina se apagó la luz. Mickey, sobresaltado, retrocedió a trompicones, y mientras se acostumbraba a la oscuridad sólo vio destellos ante los ojos. Se recuperó y tomó aliento. Quizás era hora de marcharse. No quería que la mujer que había allí dentro se asustara y avisara a la policía. Aun así, se acercó con cautela a la puerta una vez más. Tenía la linterna en la mano derecha y la utilizó para golpetear la puerta al mismo tiempo que se inclinaba hacia el cristal, protegiéndose los ojos con la mano izquierda.
La mujer estaba de pie en el umbral de la puerta entre la cocina y el salón. Lo miraba con las manos en jarras. Mickey veía el contorno de sus piernas a través de la fina tela, pero su rostro quedaba envuelto en sombras.
– Lo siento -se disculpó-. No quería asustarla. Me llamo Michael Wallace. Soy escritor. Aquí tiene mi tarjeta. Voy a pasarla por debajo de la puerta para que vea que no miento.
Se arrodilló y empujó la tarjeta por debajo de la puerta. Cuando se irguió, la mujer había desaparecido.
– ¿Señora?
Algo blanco apareció a sus pies. Le habían devuelto la tarjeta.
Dios santo, pensó Mickey. Está junto a la puerta. Se ha escondido junto a la puerta.
– Sólo quiero hablar con usted -insistió.
váyase
Por un momento, Mickey no supo si había oído bien. Las palabras le habían llegado con toda nitidez, pero parecían proceder de detrás de él. Se dio la vuelta, pero allí no había nada aparte de bruma. Acercó de nuevo la cara al cristal intentando ver a la mujer escondida dentro. Apenas la atisbaba: una mancha de oscuridad en el suelo, una presencia palpable. ¿Quién será?, se preguntó. En teoría, la pareja de Parker se encontraba en Vermont, no allí. Mickey tenía previsto ponerse en contacto con ella en algún momento de las siguientes dos semanas. En todo caso, Parker y ella estaban distanciados. No tenía ninguna razón para estar en la casa y, si era ella, menos aún para esconderse.
A Mickey empezó a incomodarle algo, algo que lo ponía nervioso, pero procuró apartárselo de la cabeza. Sólo lo consiguió a medias. Sintió cómo algo acechaba en la periferia de su conciencia, exactamente igual que la mujer que permanecía agachada en la oscuridad junto a la puerta, una presencia no deseada a la que él temía conceder toda su atención.
– Por favor. Sólo quería hablar con usted un momento sobre el señor Parker.
Michael
Volvió a oír la voz, aunque esta vez más cerca. Le pareció sentir un aliento en el cuello; quizá fuese la brisa procedente del mar, pero el aire no se movía. Se dio la vuelta en redondo con la respiración entrecortada. Sintió que la bruma penetraba en sus pulmones. Arrancó a toser y notó el sabor de la nieve y el salitre. No le gustó cómo pronunciaba su nombre esa voz. No le gustó nada de nada. Se advertía en ella un asomo de burla, y una amenaza implícita. Se sintió como un crío díscolo regañado por su niñera, sólo que…
Sólo que había sido la voz de una niña.
– ¿Quién hay ahí? -preguntó-. Deje que le vea.
Pero no se produjo ningún movimiento, ninguna respuesta, no frente a él. No obstante, sí percibió movimiento detrás. Lentamente, torció el cuello, porque no quería darle la espalda a aquello que le había hablado desde la bruma y sin embargo ansiaba ver qué ocurría detrás de él.
Ahora la mujer estaba otra vez en la cocina, a medio camino entre la puerta trasera y la entrada del salón, pero carecía de sustancia. No proyectaba sombra, y no obstruía el paso de la poca luz que se filtraba por el cristal sino que la distorsionaba, como un fragmento de gasa en forma de ser humano.
váyase
por favor
Fueron esas palabras, «por favor», lo que al final lo disuadió. Ya las había oído en ese tono otras veces, generalmente antes de que un policía inmovilizara a alguien en el suelo o el portero de un club nocturno aplicara la fuerza bruta a un borracho. Era una advertencia inapelable, presentada con aparente cortesía. Cambió de posición para poder ver la puerta y la bruma al mismo tiempo. A continuación empezó a retroceder, encaminándose hacia la esquina de la casa.
Porque la sombra que lo inquietaba había adoptado una forma reconocible, por más que Mickey intentase negar su realidad.
Una mujer y una niña. La voz de una niña. Una mujer con un vestido de verano. Mickey ya había visto ese vestido, o uno casi igual. Era el vestido que llevaba la mujer de Parker en las fotos que circularon entre la prensa después de su muerte.
En cuanto llegó a un punto donde ya no se le veía desde la puerta echó a correr. Resbaló y cayó pesadamente, hundiéndosele los brazos hasta los codos en la nieve helada, empapándosele los pantalones. Gimoteó mientras se ponía en pie y se sacudía la ropa. En ese momento oyó un sonido a sus espaldas. Aunque un poco ahogado por la bruma, era claramente identificable.
Era el sonido de la puerta trasera al abrirse.
Volvió a correr. Vio el coche. Encontró las llaves en el bolsillo y pulsó el botón de apertura una vez para encender los faros. Al instante se paró en seco y sintió un nudo en el estómago.
Había una criatura, una niña pequeña, al otro lado del coche, mirándolo a través de la ventanilla del acompañante. Tenía la mano izquierda abierta contra el cristal y con el dedo índice de la derecha trazaba dibujos en el vaho. Mickey no le veía bien la cara, pero presentía que no la habría visto mejor aunque hubiese estado sólo a unos centímetros de ella. Era tan insustancial como la bruma que la rodeaba.
– No -dijo Mickey-. No, no.
Sacudió la cabeza. De detrás de él llegaron los crujidos de la nieve dura bajo unos pies, los de una figura invisible que se acercaba. Mientras los oía tuvo la impresión de que si desandaba el camino hasta la parte de atrás de la casa sólo encontraría las huellas de sus propios pasos.
– Dios mío -susurró Mickey-. Dios mío, Dios mío.
Pero la niña se retiraba ya entre la bruma y los árboles, levantando la mano derecha en un gesto burlón de despedida. Michael aprovechó la oportunidad y emprendió una última carrera hacia el coche. Abrió la puerta, entró, cerró de un portazo y pulsó el seguro interno. Pese al miedo, no le temblaron los dedos cuando arrancó y salió al camino, sin mirar a derecha ni izquierda, sólo al frente. Llegó a la carretera a toda velocidad y dio un volantazo a la derecha, cruzó el puente en dirección a Scarborough, y los haces de los faros dibujaron su propio contorno en la bruma al intentar traspasarla. Aparecieron casas y, más allá, a su debido tiempo, las luces tranquilizadoras de los establecimientos comerciales de la Interestatal 1. Sólo al llegar a la gasolinera a su derecha aminoró la marcha. Entró en el aparcamiento y pisó el freno; se reclinó en el asiento y trató de respirar acompasadamente.
El semáforo del cruce cambió de color. Al volverse, fijó su atención en la ventanilla del acompañante, y lo que en un primer momento le parecieron formas caprichosas en el vaho adquirió de pronto una imagen nítida.
En la ventanilla, alguien había escrito:
NO SE ACERQUE A MI PAPÁ
Mickey mantuvo la mirada fija en las palabras por un momento, luego pulsó el botón para bajar la ventanilla y destruir el mensaje. Cuando tuvo la certeza de que había desaparecido, volvió a su motel y se fue derecho al bar. Sólo después de un vodka doble reunió valor para empezar a poner al día sus notas, y necesitó otro doble para vencer el temblor de la mano.
Esa noche, Mickey Wallace no durmió bien.