A Jimmy Gallagher lo encontró Esmeralda, la salvadoreña que iba a su casa dos veces por semana a limpiar. Cuando llegó la policía, la encontraron llorando pero por lo demás serena. Al parecer había visto a muchos muertos en su país y tenía una capacidad limitada para la conmoción. Aun así, no podía dejar de llorar por Jimmy, que siempre había sido bueno y amable con ella, siempre tan aficionado a la broma, y le pagaba más de lo necesario, con un aguinaldo en Navidad.
Fue Louis quien me lo comunicó. Vino al apartamento poco después de las nueve. La noticia había llegado ya a los informativos de la radio y la televisión, pese a que el nombre de la víctima estaba aún por confirmar; pero Louis no había tardado en averiguar que se trataba de Jimmy Gallagher. Permanecí callado durante un rato. Me sentía incapaz de hablar. Era el afecto hacia mi padre y mi madre, y una preocupación innecesaria por mí, lo que lo había inducido a guardar sus secretos. De todos los amigos de mi padre, Jimmy fue el más leal.
Me puse en contacto con Santos, el inspector que me había llevado a Hobart Street la noche que descubrieron el cadáver de Mickey Wallace.
– Ha sido una mala muerte -contestó-. Alguien se lo ha tomado con calma a la hora de matarlo. He intentado llamarle, pero tenía el móvil apagado.
Me dijo que habían llevado el cadáver de Jimmy al depósito del forense jefe en el hospital Kings County de Clarkson Avenue, en Brooklyn, y le propuse quedar allí.
Santos fumaba un cigarrillo en la acera cuando el taxi se detuvo ante el depósito.
– No es usted un hombre fácil de localizar -comentó-. ¿Es que ha perdido el móvil?
– Algo así.
– Cuando acabemos aquí, tenemos que hablar.
Tiró la colilla, y lo seguí al interior del edificio. Él y otro inspector llamado Travis permanecieron a ambos lados del cadáver mientras el ayudante del forense retiraba la sábana. Yo estaba al lado de Santos. Él observaba al ayudante. Travis me observaba a mí.
Ya habían lavado a Jimmy, que presentaba múltiples incisiones en la cara y el tronco. Uno de los cortes, en la mejilla izquierda, era tan profundo que le vi los dientes a través de la herida.
– Dele la vuelta -indicó Travis.
– ¿Puede echarme una mano? -pidió el ayudante-. Pesa mucho.
Travis llevaba unos guantes de plástico azules, al igual que Santos. Yo llevaba las manos descubiertas. Observé a los tres mientras movían el cuerpo de Jimmy, colocándolo primero de costado y luego boca abajo.
Le habían grabado la palabra MARICA en la espalda. Algunos de los cortes eran más irregulares que otros, pero todos eran profundos. Debió de haber gran profusión de sangre, y mucho dolor.
– ¿Con qué se lo hicieron?
Fue Santos quien contestó.
– Las letras, con el pie roto de una copa de vino, y el resto con algún tipo de navaja. No encontramos el arma, pero presentaba heridas poco comunes en el cráneo.
Ladeó la cabeza de Jimmy con delicadeza y apartó el pelo en la coronilla para revelar en el cuero cabelludo un par de contusiones superpuestas, de forma cuadrada. Santos cerró el puño derecho y simuló descargar dos golpes en el aire.
– Para esto, deduzco que se usó un cuchillo grande de algún tipo, quizás un machete o algo parecido. Pensamos que el asesino golpeó a Jimmy un par de veces con la empuñadura para derribarlo, luego lo ató y se puso manos a la obra con el filo del arma. Al lado de su cabeza había manzanas con marcas de dientes. Por eso nadie oyó ningún grito.
No hablaba con indiferencia, ni su actitud traslucía insensibilidad. Más bien parecía cansado y triste. Aquél era un ex policía, y uno a quien muchos recordaban con afecto. A esas alturas los detalles del asesinato, la palabra grabada en la espalda, ya se habrían dado a conocer.
La pesadumbre y la ira por su muerte se verían ligeramente atenuadas por las circunstancias. El asesinato de un maricón: así lo llamarían algunos. ¿Quién sabía que Jimmy Gallagher era de la otra acera?, preguntarían. Al fin y al cabo, habían bebido con él. Habían compartido comentarios sobre las mujeres con que se cruzaban. Él mismo había salido con alguna. Y durante todo ese tiempo había escondido la verdad. Y algunos dirían que siempre lo habían sospechado y se preguntarían qué había hecho él para acabar así. Correrían rumores: había hecho una proposición a quien no debía; había tocado a un niño…
Vaya, conque un niño.
– ¿Parten ustedes de que es un crimen homófobo? -pregunté.
Travis se encogió de hombros y habló por primera vez:
– Podría tratarse de eso. En cualquier caso tendremos que hacer preguntas que a Jimmy no le habrían gustado. Será necesario averiguar si había amantes o aventuras pasajeras, o si estaba metido en algo extremo.
– No aparecerán amantes -afirmé.
– Se le ve muy seguro de eso.
– Lo estoy. Jimmy vivió como avergonzado, siempre con miedo.
– ¿De qué?
– De que alguien se enterase. De que sus amigos lo supiesen. Eran todos policías, y de la vieja escuela. No debía de dar por hecho ni mucho menos que la mayoría lo apoyase. Pensaba que se burlarían o le darían la espalda. No quería ser el hazmerreír de todos. Antes que eso prefería estar solo.
– Pues si no guarda relación con su estilo de vida, ¿por qué ha acabado así?
Me detuve a pensar por un momento.
– Manzanas -dije.
– ¿Cómo? -preguntó Travis.
– Ha dicho que encontraron manzanas a su lado. ¿Más de una?
– Seis. Tal vez el asesino pensó que Jimmy las partiría a mordiscos al cabo de un rato.
– O tal vez se detenía después de cada letra.
– ¿Por qué?
– Para hacer preguntas.
– ¿Sobre qué?
Fue Santos quien contestó.
– Sobre él -dijo, señalándome-. Cree que esto tiene que ver con el caso de Wallace.
– ¿Y usted no?
– Wallace no tenía la palabra «marica» grabada en la piel -dijo Santos, pero me di cuenta de que desempeñaba el papel de abogado del diablo.
– Los dos fueron torturados para obligarlos a hablar -afirmé.
– Y usted los conocía a los dos -añadió Santos-. ¿Por qué no vuelve a contarnos qué está haciendo en Nueva York?
– Intento averiguar por qué mi padre mató a dos adolescentes en un coche en 1982 -respondí.
– ¿Y Jimmy Gallagher sabía la respuesta?
No contesté. Me limité a cabecear.
– ¿Qué cree que le dijo a su asesino? -preguntó Travis.
Miré las heridas infligidas en su cuerpo. Yo habría hablado. Es un mito que los hombres son capaces de soportar la tortura. Tarde o temprano todos se vienen abajo.
– Cualquier cosa con tal de que acabaran -dije-. ¿Cómo murió?
– Por asfixia. Le metieron una botella de vino en la boca, empezando por el cuello. Eso da peso a la tesis de la homofobia: el uso de un objeto… ¿Cómo se dice?…, fálico. O así es como lo presentarán.
Era un acto de venganza, de humillación. Habían dejado a un hombre honorable desnudo y atado, con una marca en la espalda que sería un baldón para él entre sus compañeros de la policía, ensombreciendo el recuerdo de la persona que habían conocido. Entonces pensé que aquello no había sido por lo que Jimmy Gallagher sabía o no sabía. Lo habían castigado por guardar silencio, y nada de lo que pudiera decir lo habría librado de ese final.
Santos hizo una seña al ayudante del forense. Entre los tres colocaron otra vez a Jimmy boca arriba y le taparon la cara; luego lo devolvieron a su lugar entre los cadáveres numerados. Allí lo dejamos, tras la puerta cerrada.
Fuera, Santos encendió otro cigarrillo. Ofreció uno a Travis, que aceptó.
– Es consciente, supongo, de que si está en lo cierto y esto no es un caso de homofobia -dijo-, ese hombre murió por usted. ¿Qué nos oculta?
¿Y ya qué más daba? Todo se acercaba a su final.
– Eche un vistazo a los expedientes de los homicidios de Pearl River -sugerí-. El chico que murió tenía una marca en el antebrazo. Parecía grabada a fuego en la piel. Esa marca es la misma que se encontró en la pared de Hobart Street, pintada con la sangre de Wallace. Deduzco que en casa de Jimmy encontrarán una marca parecida en algún sitio.
Travis y Santos cruzaron una mirada.
– ¿Dónde estaba? -pregunté.
– En su pecho -contestó Santos-. Dibujada con sangre. Nos han advertido que debemos mantenerlo en secreto. Supongo que se lo cuento porque… -Se paró a pensar-. En fin, no sé por qué se lo cuento.
– Entonces, ¿a qué ha venido todo eso ahí dentro? Ustedes no creen que haya sido un caso de homofobia. Les consta que está relacionado con la muerte de Wallace.
– Sólo queríamos oír antes su versión de la historia -dijo Travis-. A eso se llama «investigar». Nosotros hacemos preguntas, usted no las contesta, nosotros nos quedamos frustrados. Por lo que me han contado, con usted ésa es la pauta establecida.
– Sabemos qué significa ese símbolo -intervino Santos, haciendo caso omiso de Travis-. Encontramos a un tipo en el Instituto de Teología Avanzada que nos lo explicó.
– Es una «A» enoquiana -dije.
– ¿Desde cuándo lo sabe?
– No hace mucho. No lo sabía cuando usted me la enseñó.
– ¿Ante qué nos encontramos? -preguntó Travis sosegándose un poco al ver que ni Santos ni yo íbamos a entrar al trapo-. ¿Una secta? ¿Asesinatos rituales?
– ¿Y qué relación tiene con usted, aparte de que las dos víctimas eran conocidos suyos? -quiso saber Santos.
– Ni idea -contesté-. Eso pretendo averiguar.
– ¿Y por qué no lo han torturado a usted sin más? -preguntó Travis-. Yo personalmente comprendería ese impulso.
No le presté atención.
– En Pearl River vive un tal Asa Durand. -Les di la dirección-. Me contó que un hombre estuvo acechando su propiedad hace un tiempo, y le preguntó sobre lo ocurrido allí. Asa Durand es el dueño de la casa donde yo vivía antes del suicidio de mi padre. Quizá valdría la pena mandar a un dibujante para poner a prueba la memoria de Durand y ver si de ahí puede sacarse un retrato robot.
Santos dio una larga calada al cigarrillo y expulsó parte del humo en dirección a mí.
– Eso lo matará -advertí.
– Yo que usted me preocuparía más por su propia mortalidad -replicó-. Supongo que intenta pasar inadvertido, pero haga el favor de encender el móvil. No nos obligue a ir a buscarlo y encerrarlo por su propia protección.
– ¿Vamos a dejarlo ir? -preguntó Travis incrédulo.
– Creo que ya nos ha dicho todo lo que está dispuesto a decir por ahora -contestó Santos-. ¿No es así, señor Parker? Y es más de lo que hemos podido sacar a los nuestros.
– La Unidad Cinco -dije.
Santos pareció sorprendido.
– ¿Sabe qué es?
– ¿Y usted?
– Una especie de material reservado al que no tiene acceso un simple asalariado como yo, supongo.
– Más o menos a eso se reduce, sí. Yo no sé mucho más que usted.
– Por alguna razón, no acabo de creérmelo, pero supongo que lo único que podemos hacer es esperar, porque me temo que su nombre aparece en la misma lista que los de Jimmy Gallagher y Mickey Wallace. Cuando quienquiera que los haya matado le eche el guante, alguien le pondrá una etiqueta a usted en el pulgar del pie, o se la pondrá a él. Vamos, lo llevaremos al metro. En cuanto lo saquemos de Brooklyn me quedaré más tranquilo.
Me dejaron en la boca del metro.
– Hasta otra -dijo Santos.
– Vivo o muerto -añadió Travis.
Los observé alejarse. En el coche no me habían hablado, y a mí no me había importado. Estaba demasiado absorto pensando en la palabra grabada en la espalda de Jimmy Gallagher. ¿Cómo había llegado el asesino a la conclusión de que Jimmy era homosexual? Él había mantenido sus secretos a lo largo de toda la vida, los suyos y los de otros. Yo sólo conocí su orientación sexual por comentarios de mi madre después de la muerte de mi padre, cuando ya era un poco mayor y un poco más maduro, y ella me aseguró que lo sabían contados colegas de Jimmy. De hecho, dijo, sólo dos personas sabían con certeza que Jimmy era homosexual.
Uno de ellos era mi padre.
El otro era Eddie Grace.