Los borrachos habían salido en tropel. Esa noche se había disputado un partido de hockey y el bar atraía a los hinchas porque uno de los propietarios, Ken Harbaruk, jugó en su día durante breves etapas con los Maple Leafs de Toronto y los Bruins de Boston antes de que un accidente de moto pusiera fin a su carrera. Solía decir que, dadas las circunstancias, aquello era lo mejor que le había pasado. Era buen jugador, pero no destacaba. Al final, como bien sabía, habría acabado en las ligas inferiores, jugando por calderilla e intentando ligar con mujeres fácilmente impresionables en bares muy parecidos al que ahora tenía. En cambio, gracias a sus lesiones, recibió una considerable indemnización e invirtió en la compra de la mitad de un bar que parecía destinado a garantizarle la clase de jubilación cómoda que le habría sido negada si hubiese continuado jugando. Además, si así lo hubiese deseado, también habría podido ligar con mujeres fácilmente impresionables, o eso se decía, pero, por lo regular, cuando las largas noches del bar se acercaban a su fin, pensaba en su tranquilo apartamento y su mullida cama. Mantenía una relación plácida pero informal con una abogada de cincuenta y un años muy bien llevados. Vivían cada uno por su lado, y los fines de semana alternaban las estancias nocturnas en casa de uno u otro, aunque él a veces habría preferido una situación un poco más clara. Le habría gustado que ella se fuese a vivir con él, pero sabía que ése no era su deseo. Ella valoraba su independencia. Al principio, Ken pensó que lo mantenía a raya a fin de comprobar la seriedad de sus intenciones. Ahora, pasados tres años, comprendía ya que esa distancia era justo lo que ella quería, y si él deseaba algo más, tendría que ir a buscarlo a otra parte. Llegó a la conclusión de que era demasiado viejo para ir a buscar a otra parte y debía dar gracias por lo que tenía. Podía considerarse razonablemente afortunado y razonablemente satisfecho.
Sí, en noches como ésa, cuando jugaban los Bruins y el bar se llenaba de hombres y mujeres demasiado jóvenes para acordarse de él, o tan mayores que recordaban lo intrascendente que había sido su carrera, Harbaruk experimentaba una molesta sensación de pesar por el derrotero que había tomado su vida, malestar que disimulaba actuando de manera más ruidosa y turbulenta que de costumbre.
«Pero así son las cosas», le había dicho a Emily Kindler después de entrevistarla para el empleo de camarera. De hecho, ella apenas había tenido que despegar los labios. Le bastó con escuchar y asentir de vez en cuando mientras él le contaba la historia de su vida, alterando la expresión debidamente para mostrar comprensión, interés, indignación o alegría, según lo exigiese el guión. Creyó reconocer a esa clase de hombre: cordial; más listo de lo que parecía pero sin llamarse a engaño sobre su inteligencia; un hombre que quizá todavía fantasease con hacerle una proposición a una chica pero que nunca lo llevaría a la práctica, e incluso se sentiría culpable sólo de pensarlo. Le habló de la abogada y mencionó el hecho de que había estado casado tiempo atrás, pero las cosas no salieron bien. Si a él le sorprendió lo mucho que estaba dispuesto a contarle, a ella no. Había descubierto que los hombres deseaban explicarle cosas. Le mostraban sus interioridades y ella no sabía por qué.
– Nunca se me ha dado bien hablar con las mujeres -dijo Harbaruk cuando concluía la entrevista-. Aunque no lo parezca, así es.
Era una chica poco común, pensó. Parecía necesitar unos kilos más y tenía los brazos tan delgados que sin duda podría rodearle los bíceps en su punto más ancho con una mano, pero era indiscutiblemente guapa, y lo que al principio había tomado por fragilidad, hasta el punto casi de descartar la posibilidad de contratarla nada más verla, se revelaba ahora como algo más complejo e indescriptible. Se advertía en ella cierta fortaleza. Quizá no física -aunque empezaba a pensar que no era tan débil como aparentaba, y si algo se le había dado siempre bien a Ken Harbaruk era juzgar la fortaleza de un adversario-, sino más bien una férrea firmeza interior. Harbaruk intuyó que la chica había pasado épocas difíciles, pero no se había venido abajo.
– Pues conmigo no le ha costado mucho hablar -dijo ella.
Sonrió. Quería el empleo.
Harbaruk cabeceó, sabiendo que ella estaba adulándolo pero sonrojándose ligeramente de todos modos. Sintió el calor en las mejillas.
– Gracias por decirlo -contestó él-. Es una lástima que no todo en la vida pueda resolverse con una entrevista ante un refresco.
Se puso en pie y le tendió la mano. Ella lo imitó y se dieron un apretón.
– Parece buena chica. Hable con Shelley, aquella de allí. Es la encargada de la barra. Le asignará los turnos y ya veremos qué tal se llevan.
Ella le dio las gracias, y así fue como se convirtió en camarera del bar restaurante Sports de Ken Harbaruk, sede local de la Liga Nacional de Hockey, como anunciaba en enormes letras blancas y negras el rótulo encima de la puerta. A su lado, un jugador de hockey de neón lanzaba el disco y luego levantaba las manos en un gesto triunfal. El jugador iba vestido de rojo y blanco, en una insinuación de la ascendencia polaca de Ken. Siempre le preguntaban si era pariente de Nick Harbaruk, que había disfrutado de una carrera de dieciséis años, desde 1961 hasta 1977, incluidas cuatro temporadas con los Penguins de Pittsburgh en la década de 1970. No era pariente suyo, pero no le molestaba que se lo preguntasen. Se sentía orgulloso de los compatriotas polacos que habían triunfado sobre el hielo: Nick, Pete Stemkowski, John Miszuk, Eddie Leier entre los de otros tiempos, y Czerkawski, Oliwa y Sidorkiewicz entre los recientes. Había fotografías de ellos en la pared bajo uno de los televisores, parte de un pequeño santuario dedicado a Polonia.
El santuario se hallaba cerca de donde en ese momento la chica recogía vasos y tomaba nota de los últimos pedidos. Había sido una larga noche, y se había ganado a pulso hasta el último dólar en propinas. La blusa le olía a cerveza derramada y fritos, y le dolían las plantas de los pies. Sólo deseaba acabar, marcharse a casa y dormir. Al día siguiente libraba; sería el primer día desde su llegada que no trabajaba en la cafetería o en el bar, o en los dos sitios. Pensaba levantarse tarde y hacer la colada. Chad, el joven que la rondaba, la había invitado a salir, y ella, un tanto vacilante, había accedido a ir al cine con él, pese a que aún conservaba vivo el recuerdo de Bobby Faraday y de lo ocurrido. Pero se sentía sola, y se dijo que una película poco daño podía hacer.
Cuando empezaron los comentarios de después del partido, Ken puso las noticias en un intento de vaciar más deprisa el local. La chica valoraba en Ken el hecho de que para él la vida no se redujera a los deportes. Leía un poco y estaba al corriente de lo que pasaba en el mundo. Tenía opiniones sobre política, historia y arte. Según Shelley, tenía demasiadas opiniones y se mostraba demasiado dispuesto a compartirlas con los demás. Shelley, cincuentona, estaba casada con un vago afable que pensaba que el sol salía al despertar Shelley y la noche era la manera en que el mundo lamentaba verse privado de la voz de Shelley mientras dormía. Sentado delante de la barra, tomándose una cerveza sin alcohol, esperaba para llevarla a casa en coche. Shelley era rubia y trabajaba con ahínco, y por consiguiente no le gustaba ver a ninguna de sus chicas esforzarse menos que ella. Estaba tres noches detrás de la barra, a veces junto con Ken si había partido. Hasta entonces la chica había trabajado con ella cinco veces, y después de la experiencia de la primera noche, dio gracias por la relativa paz de la tercera noche, cuando Ken estuvo al frente y todo fue un poco más relajado, aunque también un poco menos eficaz y un poco menos rentable.
Sólo quedaban dos hombres en su zona, y se hallaban en tal estado de embriaguez que se habría visto obligada a cortarles el suministro de no haber sido porque el bar estaba a punto de cerrar. Advirtió que de un momento a otro pasarían de la melancolía a la malevolencia, y para ella sería un alivio cuando se fueran. Mientras recogía los vasos y las canastas vacías de alas de pollo de la mesa a su derecha, notó que alguien le tocaba la espalda.
– Eh -dijo uno de los hombres-. Eh, encanto. Sírvenos otra.
Ella hizo como si no lo oyera. No le gustaba que los hombres la tocasen así.
El otro se rió y cantó un fragmento de una canción de Britney.
– Eh.
Esta vez el hombre la tocó con más fuerza. Ella se volvió.
– Vamos a cerrar -dijo.
– De eso nada. -Consultó el reloj con un gesto ostensible-. Aún nos quedan cinco minutos. Puedes traernos dos cervezas más.
– Lo siento, chicos. Ya no os puedo servir.
Por encima de sus cabezas pasaron a dar otra noticia. Ella dirigió la mirada hacia el televisor. Se veían destellos de flashes y coches de policía. Aparecían fotografías superpuestas sobre las imágenes: un hombre, una mujer y una niña. Se preguntó qué les habría ocurrido. Intentó saber si era una noticia local, y al ver las siglas del Departamento de Policía de Nueva York en el flanco de uno de los coches, dedujo que no lo era. Aun así, no podía ser nada bueno, no si sacaban sus fotografías. La mujer y la niña habían desaparecido o muerto, tal vez el hombre también.
– ¿Cómo que no nos puedes servir? -oyó preguntar a sus espaldas.
Era uno de los dos borrachos, el más bajo y sin embargo más hostil. Vestía una camiseta de los Patriots manchada de ketchup y el jugo de las alitas de pollo, y tras unas gafas baratas se le veían los ojos vidriosos. Rondaba los treinta y cinco años y no llevaba alianza nupcial. Despedía un olor acre, presente desde el momento que llegó. Al principio ella pensó que era por falta de higiene, pero empezaba a sospechar que se debía a una sustancia que segregaba, un contaminante interno que se mezclaba con su sudor.
– Déjalo, Ronnie -terció su amigo, más alto y más gordo, y mucho más borracho-. Me voy a desaguar el canario.
Pasó a trompicones junto a ella, mascullando una disculpa. Llevaba una camiseta negra con una flecha blanca apuntada hacia su entrepierna.
En el televisor volvió a cambiar la imagen. La chica alzó la vista. Otro hombre, no el primero, apareció bajo el resplandor de las luces. Parecía confuso, como si hubiera salido de su casa esperando encontrar paz, no aquel caos.
Un momento, pensó. Un momento. Yo a ti te conozco. Yo a ti te conozco. Era un recuerdo antiguo que no conseguía situar del todo. Algo se removió dentro de ella. Oyó un zumbido en su cabeza. Intentó sacudírselo, pero el ruido aumentó de volumen. La boca se le llenó de saliva y la traspasó un creciente dolor entre los ojos, como si le clavaran una aguja en el cráneo a través del puente de la nariz. Sintió un hormigueo en las yemas de los dedos.
– Mírame cuando te hablo -dijo Ronnie, pero ella no le prestó atención. La asaltaban recuerdos fragmentarios, escenas de distintas películas antiguas proyectándose en su cabeza, sólo que en todas la protagonista era ella.
Matando a Melody McReady en un estanque de Idaho, hundiéndole la cabeza bajo el agua mientras ella se sacudía y las últimas burbujas de oxígeno salían a la superficie…
Diciéndole a Wade Pearce que cerrara los ojos y abriera la boca, prometiéndole algo agradable, una gran sorpresa, y de pronto metiéndole el arma entre los dientes y apretando el gatillo, porque se había equivocado respecto a él. Pensó que tal vez Wade era el otro -¿qué otro?-, pero no lo era, y él empezó a hacer preguntas sobre Melody, su novia, y ella adivinó sus sospechas…
Bobby Faraday, arrodillado en el suelo ante ella, sollozando, rogándole que volviera con él, mientras ella, a sus espaldas, se acercaba a la alforja de él, cogía la cuerda y le colocaba el lazo alrededor del cuello con suavidad. Bobby no la dejaba en paz. No paraba de hablar. Era débil. Ya había intentado besarla, abrazarla, pero ahora su contacto la repelía porque sabía que no era el que estaba destinado a ella. Tenía que hacerlo callar, impedirle llevar a cabo sus deseos. Así que ciñó la cuerda, y Bobby -tan fuerte y en forma- forcejeó con ella, pero ella era fuerte, muy fuerte, más fuerte de lo que nadie habría imaginado…
Una mano en un fogón, y el suave silbido mientras el gas empezaba a salir, como había salido décadas antes en una casa propiedad de una tal Jackie Carr; esperando la chica a que murieran los Faraday, al lado de una ventana abierta justo lo suficiente para que ella pudiera tomar bocanadas de aire nocturno. Y de pronto un ruido en el dormitorio, el cuerpo desplomándose en el suelo: Kathy Faraday, casi vencida por los efluvios, intentando arrastrarse hasta la cocina para apagar el fogón, su marido ya muerto junto a ella. La chica se había visto obligada a sentarse sobre la espalda de Kathy, tapándose la boca para protegerse de las inhalaciones, hasta asegurarse de que la mujer ya no…
Dejando señales; grabando un nombre -su nombre, su verdadero nombre-en lugares donde otros pudieran encontrarlo. No, otros no: el Otro, su Amado, el que a su vez la amaba a ella.
Y la muerte: la muerte mientras las balas penetraban en ella y caía al agua fría; la muerte mientras el Otro se desangraba sobre ella, mientras ella se desmoronaba en el asiento del coche y su cabeza acababa apoyada en el regazo de él. La muerte, una y otra vez, y sin embargo el eterno retorno…
Una mano le tiró del brazo.
– Tú, mala puta, te he dicho…
Pero Emily no lo escuchaba. Aquéllos no eran sus recuerdos. Pertenecían a otra, una que aún no era ella y sin embargo estaba dentro de ella, y por fin comprendió que la amenaza de la que había huido durante tanto tiempo, la sombra que había convertido su vida en tormento, no era una fuerza externa, una agencia existente fuera de ella. Había estado en su interior desde el principio, aguardando el momento de aflorar.
Emily se llevó las manos a la cabeza y se presionó el cráneo a los lados con los puños. Apretó los párpados y los dientes mientras se resistía a las nubes cada vez más espesas, intentando en vano salvarse, aferrarse a su identidad, pero era demasiado tarde. Estaba produciéndose la transformación. Ya no era la chica que en otro tiempo creyó ser, y pronto dejaría de existir para siempre. Se representó la imagen de una mujer ahogándose, tal como se había ahogado Melody McReady luchando para no caer en el olvido, y ella era esa mujer y a la vez la que la mantenía hundida, obligándola a permanecer bajo el agua. La mujer moribunda salió a la superficie por última vez y alzó la vista, y en sus ojos apareció reflejado un ser viejo y terrible, una criatura negra y asexuada con alas oscuras que se desplegaban en su espalda, obstruyendo el paso de toda luz, una cosa tan horrenda que casi era hermosa, o tan hermosa que no tenía cabida en este mundo.
Ello.
Y Emily murió bajo su mano, ahogándose en unas aguas negras, perdida para toda la eternidad. Siempre había estado perdida, desde el mismísimo instante de su nacimiento, cuando ese espíritu extraño y errante eligió su cuerpo como morada, escondiéndose en las sombras de su conciencia, esperando a que la verdad acerca de sí mismo saliera a la luz.
Ahora la criatura en la que se había convertido contempló al hombrecillo que la sujetaba del brazo. Ya no comprendía lo que le decía, sus palabras eran un simple zumbido en los oídos. Daba igual. Sus palabras carecían de importancia. Lo olió y percibió dentro de él la malevolencia causante del hedor que exudaban sus poros. Un maltratador de mujeres. Un hombre rebosante de odio y apetitos extraños y violentos.
Sin embargo no lo juzgó, del mismo modo que no habría juzgado a una araña por devorar a una mosca, o a un perro por devorar un hueso. Eso formaba parte de su naturaleza, y ella encontraba su eco dentro de sí misma.
El hombre le apretó aún más el brazo. Espumarajos de saliva escapaban de su boca, pero ella sólo veía el movimiento de sus labios. Él hizo ademán de levantarse, pero se detuvo. Pareció comprender que algo había cambiado, que lo que consideraba una situación habitual de pronto se había vuelto atrozmente ajena. Ella se desprendió de la mano de aquel hombre y se arrimó a él. Le cogió la cara entre las palmas de las manos y se inclinó para besarlo, plantando la boca abierta en la suya, indiferente al sabor amargo, al aliento fétido, a los dientes podridos y a las encías amarillentas. Él forcejeó un momento, pero nada pudo hacer ante la fuerza de aquella mujer. Ella exhaló dentro de él, con la mirada fija en la suya, mostrándole lo que sería de él después de la muerte.
Shelley no la vio irse, ni Harbaruk, ni ninguno de los otros que trabajaban con ella. Si los recuerdos de esa noche se hubiesen rebobinado y proyectado en una pantalla para que todos ellos vieran lo sucedido, en el momento de marcharse la chica habrían visto una masa grisácea cruzar el bar, una forma vacía con un vago parecido a un ser humano.
El hombre corpulento de la camiseta con la flecha regresó del lavabo. Su amigo estaba sentado donde lo había dejado, de espaldas a la barra, con la mirada perdida, fija en la pared.
– Ya es hora de irse, Ronnie -dijo. Le dio una palmada en la espalda, pero su amigo no se movió-. Eh, Ronnie.
Se situó ante él y enmudeció. Pese a su estado de ebriedad, comprendió que su amigo no tenía salvación.
Ronnie lloraba lágrimas de sangre y agua, y movía los labios formando las mismas palabras una y otra vez. Se le habían reventado los capilares de los ojos y los tenía totalmente enrojecidos, dos soles negros idénticos recortándose contra sus cielos. Aunque hablaba en susurros, su amigo lo oía.
– Lo siento -decía Ronnie-. Lo siento, lo siento, lo siento…