30

Erróneamente, Jimmy Gallagher siempre había pensado que no sabía guardar secretos. No se correspondía con su manera de ser. Era parlanchín. Le gustaba beber, contar anécdotas. Cuando bebía, se le soltaba la lengua y sus filtros se desintegraban. Decía cosas y se preguntaba de dónde salían, como si se viese desde fuera y oyese hablar a un desconocido. Pero conocía la importancia de mantenerse callado respecto a los orígenes del hijo de Will Parker, e incluso estando como una cuba partes de su propia vida permanecían ocultas. Aun así, después del suicidio de Will se había distanciado del niño y su madre. Más valía estar lejos de ellos, pensaba, que arriesgarse a decir algo delante del chico que pudiera levantar sus sospechas, u ofender a la madre aludiendo a cosas que era mejor dejar ocultas en corazones pesarosos y ya saturados. Y pese a sus muchos defectos, durante los largos años desde que Elaine Parker se marchó a Maine con su hijo ni una sola vez había hablado de lo que sabía.

Pero siempre había sospechado que Charlie Parker iría a buscarlo. Era propio de él cuestionar las cosas, ir en pos de la verdad. Era un cazador y poseía una tenacidad que en último extremo, pensaba Jimmy, le costaría la vida. En algún momento del futuro rebasaría la línea y revolvería asuntos que era mejor no tocar, y algo alargaría la mano y lo destruiría. Jimmy estaba seguro de eso. Quizá su error sería ahondar en la naturaleza de su propia identidad y en el secreto de su ascendencia.

Apuró el vino y jugueteó con la copa, formando dibujos en las paredes con los reflejos de las velas. Quedaba aún media botella al lado del fregadero. Una semana antes se la habría acabado y tal vez habría abierto otra por si acaso, pero ese día no. Parte del deseo de beber más de lo que debía se había extinguido. Era consciente de que tenía que ver con el hecho de haber descargado la conciencia. Había contado a Charlie Parker todo lo que sabía, y ahora estaba absuelto.

Y sin embargo, al confesar, sentía que se había roto un vínculo entre ellos. No era exactamente un lazo de confianza, ya que Charlie y él nunca habían mantenido una estrecha relación, ni la mantendrían. Había percibido que, desde muy temprana edad, el chico se sentía incómodo en su presencia. Pero era cierto que Jimmy nunca había sabido tratar a los niños. Su hermana tenía quince años más que él, y había crecido sintiéndose hijo único. Además, sus padres eran muy mayores cuando él nació. Muy mayores. Se rió. ¿Cuántos años tenían? ¿Treinta y ocho, treinta y nueve? En todo caso, pese a que Jimmy deseara con toda su alma que no fuera así, entre sus padres y él siempre hubo poca comprensión, y la brecha entre ellos se agrandó con los años. Nunca hablaron de su sexualidad, aunque él siempre sospechó que su madre, y quizá también su padre, sabía que él nunca se casaría con ninguna de las chicas que de vez en cuando lo acompañaban a los bailes o al cine.

Y si bien él sí reconocía sus impulsos, nunca los había materializado. En parte por miedo, pensaba. No quería que sus compañeros de trabajo supieran que era homosexual. Ellos eran su familia, su auténtica familia. No quería hacer nada que lo distanciase de ellos. Ahora, jubilado, seguía siendo virgen. Resultaba curioso, pero le costaba establecer una correspondencia entre esa palabra y un hombre de casi setenta años. Describía a jóvenes de ambos sexos a un paso de nuevas experiencias, no a personas mayores. La verdad era que aún se sentía con energía, y a veces todavía pensaba que podría ser -¿agradable?, ¿interesante?- iniciar una relación, pero ése era el problema: no sabía por dónde empezar. No era una novia ruborizada en espera de ser desflorada. Era un hombre con cierto conocimiento de la vida, tanto del lado bueno como del malo. Ya era demasiado tarde, pensaba, para entregarse a alguien con mayor experiencia en cuestiones de sexo y amor.

Cerró herméticamente la botella de vino tinto y la dejó en el frigorífico. Era un truco que había aprendido en la bodega del barrio, y daba resultado siempre y cuando se acordase de dejar el vino a temperatura ambiente durante un rato antes de volver a beber al día siguiente. Apagó las luces, echó el doble cerrojo de las puertas delantera y trasera, y se acostó.


Al principio incorporó el ruido a su sueño, como hacía a veces cuando sonaba el despertador y estaba tan profundamente dormido que en sus sueños empezaban a sonar campanas. En este sueño, una copa de vino caía de la mesa y se hacía añicos contra el suelo. Pero no era su copa de vino, ni era exactamente su cocina, aunque se parecía. Ahora era más amplia y los rincones oscuros se extendían hasta el infinito. Las baldosas del suelo eran las baldosas de la casa donde se había criado, y su madre estaba cerca. La oía cantar, pese a que no la veía.

Se despertó. Por un momento el silencio fue absoluto, y de pronto un levísimo ruido: una esquirla de vidrio bajo un pie, el chirrido de ésta contra una baldosa. Se levantó sigilosamente y abrió el armario junto a su cama. El revólver calibre 38 estaba en el estante, limpio y cargado. Descalzo, cruzó la habitación en ropa interior, y las tablas no crujieron. Conocía esa casa hasta el último detalle, cada una de sus grietas y sus junturas. Aunque era una casa antigua, podía recorrerla sin hacer el menor ruido.

Se detuvo en lo alto de la escalera y esperó. Volvía a reinar el silencio, pero adivinaba aún la presencia de otro. La oscuridad empezó a resultarle opresiva. De repente sintió miedo. Se planteó lanzar una advertencia e inducir así a escapar a quienquiera que estuviese allí abajo, pero sabía que le temblaría la voz y pondría de manifiesto su temor. Mejor seguir adelante. Estaba armado. Era un ex policía. Si se veía obligado a disparar, su propia gente cuidaría de él. A la mierda el otro.

Bajó a tientas por la escalera. La puerta de la cocina estaba abierta. Una única esquirla de cristal destelló a la luz de la luna. Jimmy notó que temblaba y empuñó el arma con las dos manos para sujetarla con pulso más firme. En la planta baja había sólo dos habitaciones: el salón y la cocina, comunicados por una puerta de dos hojas. Vio que esa puerta seguía cerrada. Tragó saliva, y le pareció percibir en la boca el sabor del vino de esa noche. Se había agriado, como el vinagre.

Sintió frío en los pies descalzos y dedujo que la puerta del sótano estaba abierta. Por allí había entrado el intruso, y quizá también salido después de romperse la copa. Jimmy hizo una mueca. Supo que eso era un deseo más que la realidad. Allí había alguien. Sentía su presencia. El salón era lo que tenía más cerca. Empezaría por allí, de manera que si había alguien no pudiese atacarlo por la espalda mientras registraba la cocina.

Miró por el resquicio de la puerta. Había dejado las cortinas descorridas, pero la farola estaba rota y sólo una tenue luz de luna se filtraba a través de los cristales, por lo que apenas se veía nada. Entró rápidamente y enseguida se dio cuenta de que había cometido un error.

Las sombras se alteraron, y recibió un fuerte portazo que le hizo perder el equilibrio. Mientras intentaba apuntar el arma y disparar sintió un escozor en las muñecas: la piel abierta, los tendones seccionados. La pistola cayó al suelo, salpicada por la sangre de sus heridas. Algo le golpeó una vez en la coronilla, luego otra vez, y mientras perdía el conocimiento, le pareció alcanzar a ver la hoja larga y plana de una navaja.


Cuando volvió en sí, estaba tumbado boca abajo en la cocina, con las manos atadas a la espalda, las piernas inmovilizadas y dobladas, los pies contra el trasero, sujetos a su vez a las cuerdas de las manos para impedirle el menor movimiento. Sintió el aire frío en la piel desnuda, pero no tanto como antes. Habían vuelto a cerrar la puerta del sótano, y ahora sólo llegaba una ligera corriente de aire por la rendija entre la puerta de la cocina y el suelo. Pero las baldosas estaban heladas. Se sintió débil. Tenía las manos y la cara pegajosas por la sangre, y le dolía la cabeza. Intentó pedir socorro hasta que la hoja de una navaja le rozó la mejilla. A su lado, la figura había permanecido tan callada e inmóvil que él ni siquiera percibió su presencia hasta que se movió.

– No -dijo una voz masculina que él no reconoció.

– ¿Qué quiere?

– Hablar.

– ¿Hablar de qué?

– De Charlie Parker. De su padre. De su madre.

Jimmy se movió y la sangre volvió a manar de la herida de la cabeza. Los hilillos le entraron en los ojos y le escocieron.

– Si quiere saber algo, hable con él usted mismo. No veo a Charlie Parker desde hace años, desde…

Le metieron una manzana en la boca, con tal fuerza y tan profundamente que no podía expulsarla ni partirla con los dientes. Miró a su agresor a la cara, y pensó que nunca había visto unos ojos tan oscuros e implacables. Éste sostuvo ante sus ojos un trozo de la copa rota. Jimmy apartó la mirada del cristal y la posó en el símbolo que parecía grabado a fuego en la piel del antebrazo de aquel hombre, para fijarla luego otra vez en el cristal. Había visto antes esa marca, y en ese momento supo a qué se enfrentaba.

Animal. Amale.

Anmael.

– Mientes. Ahora aprenderás lo que les pasa a los policías maricones que dicen mentiras.

Con una mano, Anmael agarró a Jimmy por la nuca, obligándolo a mantener la cabeza agachada, mientras con la otra hundía el pie roto de la copa en la piel entre sus omoplatos.

Contra la manzana, Jimmy empezó a gritar.

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