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Cogí el tren en Penn Station para llegar a Pearl River. De Maine a Nueva York no había ido en coche, ni me tomé la molestia de alquilar uno durante mi estancia en la ciudad. Sin vehículo, me sería más fácil ocuparme de lo que me había llevado allí. Cuando el tren de un solo vagón se detuvo en la estación, aún casi idéntica a como era en sus orígenes, los tiempos en que formaba parte de la compañía Erie Railroad, vi que los demás cambios en el centro del pueblo también eran sólo superficiales. Me apeé y crucé lentamente el Memorial Park, donde un cartel cerca del puesto de policía vacío del municipio de Orangetown anunciaba que Pearl River era «Aún el pueblo de la gente cordial».

El parque era obra de Julius E. Braunsdorf, el fundador de Pearl River, quien planificó asimismo el trazado urbanístico del propio pueblo después de comprar las tierras, amén de construir la estación, fabricar la máquina de coser Aetna y la prensa America & Liberty, desarrollar una bombilla incandescente e inventar la lámpara de arco voltaico que iluminaba no sólo el parque, sino también el Capitolio y sus inmediaciones en Washington D.C. En comparación con Braunsdorf, la mayoría de la gente parecía ociosa. Junto con Dan Fortmann, de los Bears de Chicago, era el mayor motivo de orgullo de Pearl River.

Las barras y estrellas ondeaban aún sobre el monumento conmemorativo en el centro del parque, en recuerdo de los jóvenes del pueblo caídos en combate. Curiosamente, entre éstos se incluía a James B. Moore y a Siegfried W. Butz, que no habían caído en combate, sino en el atraco a un banco en 1929, cuando Henry J. Fernekes, un famoso bandido de la época, intentó asaltar el First National Bank de Pearl River haciéndose pasar por electricista. Pero al menos se los recordaba. Hoy día rara vez se considera dignos de mención en los monumentos conmemorativos públicos a los empleados de banco asesinados.

Pearl River no se había desprendido de sus raíces irlandesas desde que yo me marché de allí. Al otro lado del parque, en North Main, el Muddy Brook Café ofrecía aún un desayuno celta, y no muy lejos estaban la carnicería irlandesa de Gallagher, la tienda de regalos Irish Cottage y la agencia de viajes Healy-O'Sullivan. En la otra acera de East Central Avenue, junto a la ferretería Handeler, se encontraban Ha'Penny Irish Shop, que vendía té, caramelos y patatas fritas irlandeses y camisetas de fútbol gaélico, y, a un paso del viejo hotel Pearl Street, el bar irlandés G.F. Noonan. Como a menudo comentaba mi padre, ya puestos, podrían haber pintado todo el pueblo de verde. Pero ahora el cine de Pearl River había cerrado, y tiendas cursis que vendían objetos de artesanía y regalos caros se alternaban con establecimientos más funcionales, como talleres mecánicos y tiendas de muebles.

Ahora tengo la sensación de haber pasado toda la infancia en Pearl River, pero no fue así. Nos trasladamos allí poco antes de cumplir yo los ocho años, cuando mi padre se cansó del largo desplazamiento diario a la ciudad desde otro pueblo situado más al norte, donde vivíamos sin demasiados gastos gracias a la casa heredada por mi padre a la muerte de su madre. Para él, aquello representaba un esfuerzo considerable, sobre todo las semanas en que le tocaba el turno de ocho de la mañana a cuatro de la tarde, que equivalía en realidad a un turno de siete a cuatro y media. Tenía que levantarse a las cinco de la madrugada, a veces incluso antes, para ir a la comisaría del Distrito Noveno, un barrio violento que abarcaba unos dos kilómetros cuadrados y medio en el Lower East Side, pero presentaba un balance de setenta y cinco homicidios anuales. Esas semanas, mi madre y yo apenas lo veíamos. Tampoco es que los demás turnos del ciclo de seis semanas fueran mucho mejores. Se le exigía que trabajara una semana de ocho a cuatro, una semana de cuatro de la tarde a, doce de la noche, otra semana de ocho a cuatro, dos semanas de cuatro a doce (esas semanas yo sólo lo veía el sábado y el domingo, porque él aún dormía cuando yo me iba al colegio por la mañana y ya se había marchado al trabajo cuando yo volvía), más un turno obligatorio de doce de la noche a ocho de la mañana, que le trastornaba hasta tal punto el reloj biológico que a veces, al terminar, casi deliraba por el cansancio.

Los policías del Distrito Noveno trabajaban con arreglo a lo que se conocía como «esquema de nueve»: nueve brigadas de nueve hombres, cada una con un sargento; un sistema que se remontaba a los años cincuenta y se eliminó en los ochenta, poniendo fin en gran medida al ambiente de camaradería que había generado. El sargento de mi padre en la brigada primera se llamaba Larry Costello, y fue él quien le sugirió que contemplase la posibilidad de trasladarse a Pearl River. Allí, un pueblo que se jactaba de celebrar el segundo mayor desfile del día de San Patricio en el estado después de Manhattan, vivían todos los policías irlandeses. Además, era una localidad relativamente rica, con una renta per cápita que casi doblaba el promedio nacional y una apariencia de holgada prosperidad. Albergaba, por tanto, a policías fuera de servicio más que suficientes para constituir un estado policial; tenía dinero y poseía su propia identidad, definida por una nacionalidad común. Aunque mi padre no era irlandés, sí era católico, conocía a muchos vecinos de Pearl River y se sentía a gusto en su compañía. Mi madre no se opuso al cambio. Con tal de que le proporcionase más tiempo con su marido y a él lo librase de parte del estrés y la tensión que, a esas alturas, ya se traslucían claramente en su rostro, habría estado dispuesta a trasladarse a un hoyo en el suelo cubierto con una lona, y le habría sacado el mayor partido posible.

Así que nos marchamos al sur, y como todo lo que se torció posteriormente en nuestras vidas parecía, desde mi punto de vista, vinculado a Pearl River, el pueblo acabó dominando mis recuerdos de infancia. Compramos una casa en Franklin Avenue, cerca de la esquina con John Street, donde está aún la iglesia metodista unida. Era una casa «a precio de ganga por necesidad de reformas», según el peculiar lenguaje de las agencias inmobiliarias: la anciana que vivió allí la mayor parte de su vida había muerto recientemente, y todo indicaba que desde 1950 no había hecho en la casa mucho más que pasar la escoba de vez en cuando. Pero era una casa más grande de lo que nos podíamos permitir, y algo en la ausencia de cercas, en aquellos jardines abiertos entre las viviendas de la calle, atrajo a mi padre. Eso le daba una sensación de espacio, de comunidad. La idea de que una buena valla contribuía a establecer buenas relaciones de vecindad no contaba con muchos adeptos en Pearl River. Por el contrario, había en el pueblo quienes consideraban un tanto preocupante el concepto de valla: una señal de falta de compromiso, de automarginación quizá.

Mi madre se sumergió en la vida del pueblo. Comité que aparecía, ella se incorporaba. Para una mujer que, según mis primeros recuerdos, era muy reservada, que se mantenía muy alejada de sus iguales, fue una transformación asombrosa. Puede que mi padre llegase a pensar que tenía una aventura, pero ese cambio no fue más que la reacción de alguien que se ve de pronto en un sitio mejor, con un marido más satisfecho que antes, pese a que ella aún sufría cuando él salía de casa a diario y respondía con un alivio apenas disimulado cuando regresaba sano y salvo después de cada turno.

Mi madre… En aquel momento, mientras ahondaba en los detalles de nuestra vida allí, mi relación con ella empezó a parecerme menos normal, si es que realmente puede emplearse esa palabra para referirse a una interacción familiar. Si a veces daba la impresión de estar desconectada de sus iguales, también con mi padre y conmigo mantenía una actitud distante. No era que no mostrase afecto, ni que no velara por mí. Se deleitaba con mis triunfos y me consolaba en mis derrotas. Me escuchaba, me daba consejos, me quería. Pero durante gran parte de mi infancia actuó en respuesta a mis demandas. Si yo acudía a ella, me ofrecía todo eso; ahora bien, nunca tomaba la iniciativa. Era como si yo fuese un experimento o algo así, una criatura en una jaula a la que, para asegurar su supervivencia, había que supervisar y observar, dar de comer y beber, además de afecto y estímulo, pero nada más que eso.

O tal vez me engañaba la memoria cuando revolvía el lodo en el estanque del pasado y, una vez depositada de nuevo la tierra en el fondo, lo examinaba para ver qué quedaba a la vista.

Después de los asesinatos, y de lo que vino luego, ella huyó al norte, a Maine, llevándome consigo, de regreso al lugar donde se había criado. Hasta su fallecimiento, cuando yo aún era un estudiante universitario, se negó a entrar en detalles sobre los sucesos que llevaron a la muerte de mi padre. Se refugió en sí misma, y dentro de ella sólo encontró el cáncer que le quitaría la vida, colonizando poco a poco las células de su cuerpo como malos recuerdos que anulan los buenos. Ahora me pregunto cuánto tiempo llevaba el cáncer esperándola, si una grave herida emocional pudo haber desencadenado esa reacción física, con lo que se vio traicionada en dos frentes: por su marido y por su propio cuerpo. En tal caso, el cáncer inició su labor en los meses anteriores a mi nacimiento. A mi manera, fui el estímulo en igual medida que los actos de mi padre, ya que lo uno fue consecuencia de lo otro.

La casa apenas había cambiado, si bien los desconchones en la pintura, la mugre en las ventanas superiores y las tejas de madera rotas como dientes astillados y oscuros revelaban cierto grado de abandono. Era de un gris más tenue que cuando yo vivía allí, pero el jardín seguía sin vallar, igual que en las viviendas contiguas. Una mosquitera cubría ahora todo el porche, y en él una mecedora y un canapé de ratán, ambos sin cojines, miraban a la calle. Los marcos de las ventanas y la puerta ya no estaban pintados de blanco sino de negro y ahora en los arriates donde antes crecían flores primorosamente cuidadas sólo había césped, que asomaba débil y disperso entre los montones de nieve helada. Aun así, aquél era claramente el lugar donde me crié. Se movió una cortina en lo que antes era el salón y vi a un anciano mirarme con curiosidad. Bajé el mentón en reconocimiento de su presencia y él retrocedió entre las sombras.

Encima de la puerta de entrada había una ventana doble, con un cristal roto, remendado con cartón, y allí detrás, en otro tiempo, un niño se sentaba a contemplar el pueblo que constituía su mundo. Algo de mí mismo se quedó en esa habitación al morir mi padre, cierto grado de inocencia, quizás, o el último vestigio de la infancia. Me fue arrebatado con el sonido de un disparo, que me obligó a despojarme de aquello como de una piel de reptil, o el capullo de una crisálida. Casi me parecía verlo, a ese pequeño fantasma: una silueta de cabello oscuro y ojos entornados, demasiado introspectivo para su edad, demasiado solitario. Tenía amigos, pero nunca superó la sensación de que molestaba al presentarse en sus casas, y de que ellos jugaban con él o lo invitaban a ver la televisión como si le hicieran un favor. Le resultaba más fácil cuando, en verano, salían en pandilla, para jugar al softball en el parque, o al fútbol si Danny Yates -la única persona a quien yo conocía que seguía con entusiasmo lo que sucedía en el Cosmos y recibía la revista Shoot!, que le enviaba un tío suyo, miembro de las fuerzas aéreas destinado en Inglaterra- había vuelto de los campamentos o no se había marchado aún. Danny tenía un par de años más que el resto, y los demás respetaban su opinión en casi todo.

Me pregunté qué habría sido de aquellos antiguos amigos (entre los cuales no se incluía ningún negro, porque Pearl River era un pueblo de blancos, y sólo nos cruzábamos con niños negros en los campeonatos interescolares). Perdí el contacto con ellos al marcharme a Maine, pero era probable que algunos aún vivieran allí. Al fin y al cabo, Pearl River -con estructura de clan, ferozmente protector con los suyos- era la clase de pueblo que retenía a la gente durante generaciones. Bobby Gretton vivía en la otra acera, dos puertas más abajo. Sus padres sólo tenían Chevrolets y conservaban cada coche un máximo de dos años antes de cambiarlo por un modelo nuevo. Miré a mi izquierda y vi un Chevrolet Uplander marrón en el camino de acceso de lo que siempre había sido la casa de los Gretton. En el parachoques trasero llevaba una pegatina descolorida de la campaña presidencial de 2008, en apoyo a Obama, y al lado una cinta amarilla. Tenía el indicativo de veterano de guerra en la matrícula. Ése era, sin duda, el coche del señor Gretton.

Por efecto de una nube que pasaba, la luz cambió en la ventana de mi antigua habitación creándose en el interior una impresión de movimiento, y volví a sentir la presencia del niño que fui en otro tiempo. Allí estaba sentado, con la esperanza de ver llegar a su padre, o quizá de vislumbrar a Carrie Gottlieb, que vivía en la acera de enfrente. Carrie tenía tres años más que él, y en general se la consideraba la chica más guapa de Pearl River, aunque había quienes sostenían por lo bajo que ella eso también lo sabía y que, por el mero hecho de saberlo, resultaba menos atractiva y tratable que otras jóvenes sin tanto encanto natural pero más discretas. Tales cuchicheos traían sin cuidado al chico. Traían sin cuidado a la mayoría de los chicos del pueblo. Era precisamente la distancia que interponía Carrie Gottlieb, la sensación de que iba por la vida caminando sobre pedestales erigidos en exclusiva para ella, la razón por la que era tan deseable. De haberse mostrado más cercana y menos segura de sí misma, no habría despertado tanto interés.

Carrie se marchó a la ciudad para ser modelo. Su madre contaba, al menos a todo aquel que se quedaba quieto el tiempo suficiente, que Carrie estaba destinada a adornar las páginas centrales de las revistas de moda y las pantallas de televisión, pero en los meses y años posteriores no aparecieron tales imágenes de Carrie, y con el tiempo la mujer dejó de hablar de su hija en esos términos. Cuando otros le preguntaban por Carrie (normalmente con un brillo en la mirada, percibiendo sangre en el agua), ella contestaba «Bien, bien», con una sonrisa un tanto tensa, y acto seguido cambiaba de tema y llevaba la conversación a terreno más seguro o, si su interlocutor insistía, sencillamente se marchaba. A su debido tiempo, supe que Carrie había regresado a Pearl River y conseguido un empleo de acomodadora en un bar y restaurante del pueblo, para ascender finalmente a encargada después de casarse con el dueño. Seguía siendo guapa, pero la ciudad le había pasado factura, y su sonrisa reflejaba menos seguridad que antes. Con todo, había regresado a Pearl River y sobrellevaba la frustración de sus sueños con cierta elegancia. La gente la admiraba por ello, y quizá por ese mismo motivo despertaba mayor simpatía. Carrie era uno de ellos, y estaba en su pueblo, y cuando iba a Franklin Avenue a ver a sus padres, el fantasma de un niño la veía y sonreía.

Mi padre no era un hombre corpulento en comparación con algunos de sus compañeros. Apenas alcanzaba la estatura mínima obligatoria para incorporarse al Departamento de Policía de Nueva York y era de constitución menos robusta que los demás. Sin embargo, para mí, en la infancia, era una figura imponente, sobre todo vestido de uniforme, con la Smith & Wesson de diez centímetros prendida del cinturón y los botones resplandecientes en contraste con la tela de color azul oscuro.

– ¿Qué serás de mayor? -me preguntaba.

Yo siempre respondía:

– Policía.

– ¿Y qué clase de policía serás?

– Un policía de Nueva York. ¡D! ¡P! ¡N! ¡Y!

– ¿Y qué clase de policía de Nueva York serás?

– Uno bueno. El mejor.

Y mi padre me alborotaba el pelo, la otra cara del ligero pescozón que recibía cuando mi comportamiento le disgustaba. Jamás una bofetada, jamás un puñetazo: bastaba un pescozón con la palma de su mano encallecida, el aviso de que me había pasado de la raya. A veces venían después otros castigos: la prohibición de salir de casa, la retirada de una o dos semanadas, pero el pescozón era la señal de peligro. Era una advertencia concluyente, y la única clase de violencia física, por leve que fuera, que yo relacioné con mi padre hasta el día de la muerte de los dos adolescentes.

Algunos de mis amigos, rebelándose contra un pueblo donde vivían rodeados de policías, se andaban con cautela ante mi padre. Frankie Murrow en concreto se replegaba en sí mismo como un caracol asustado siempre que aparecía mi padre. El suyo era guardia de seguridad en unas galerías comerciales, así que quizás esa reacción tuviese algo que ver con los uniformes y los hombres que los llevaban. El padre de Frankie era un gilipollas, y quizá Frankie simplemente daba por supuesto que los otros hombres que vestían uniforme y protegían cosas eran también gilipollas. En cierta ocasión, cuando Frankie tenía siete años, su padre le preguntó si era marica porque él le cogió la mano para cruzar la calle. El señor Murrow era un «cabrón de tomo y lomo», dijo una vez mi padre. El señor Murrow detestaba a los negros, a los judíos y a los hispanos, y siempre tenía a punto una sarta de palabras despectivas para cada uno de ellos. Pero también detestaba a la mayoría de los blancos, así que no podía decirse que fuera racista. Sencillamente lo suyo era detestar.

A los catorce años, Frankie Murrow fue a parar a un reformatorio por provocar un incendio. Pegó fuego a su propia casa mientras su padre estaba en el trabajo. Calculó bastante bien el momento, con la idea de que el señor Murrow doblase la esquina de su calle justo cuando los coches de bomberos aparecían detrás de él. Sentado en la tapia de la casa de enfrente, Frankie observaba las llamas elevarse, riendo y llorando a la vez.


Mi padre no bebía demasiado. No necesitaba el alcohol para relajarse. Era el hombre más tranquilo que yo conocía, motivo por el que costaba entender la relación entre él y su compañero de ronda y mejor amigo, Jimmy Gallagher. Éste, que siempre ocupaba un puesto cerca de la cabecera en el desfile del día de San Patricio, que llevaba en las venas sangre de color verde irlandés y azul policía, se deshacía en sonrisas y daba puñetazos en broma, o en broma relativamente. Medía ocho o diez centímetros más que mi padre y era también más ancho de hombros. Cuando Jimmy venía a casa y se colocaban uno al lado del otro, mi padre parecía un poco avergonzado, como si se sintiese un tanto deficiente en comparación con su amigo. Jimmy daba un beso y un abrazo a mi madre en cuanto llegaba, el único hombre, aparte de su marido, que se permitía tales confianzas, y luego se volvía hacia mí.

– Helo ahí -decía-. He ahí al hombre.

Jimmy no estaba casado. Según él, no había conocido a la mujer adecuada, pero había tenido el placer de conocer a muchas de las inadecuadas. Era un chiste viejo y lo repetía a menudo, pero mis padres siempre se reían, pese a saber que era mentira. A Jimmy Gallagher no le interesaban las mujeres, cosa que yo tardaría muchos años en entender. He pensado muchas veces en lo difícil que debió de ser para él salvar las apariencias durante tantos años, coquetear con mujeres para no verse excluido. Jimmy Gallagher, que preparaba las pizzas caseras más extraordinarias, que era capaz de guisar un banquete digno de un rey (o eso había oído yo decir a mi padre en una conversación con mi madre), pero que cuando organizaba una partida de póquer en su casa o invitaba a los amigos a ver un partido (porque Jimmy, siendo soltero, siempre podía permitirse los televisores mejores y más modernos), les daba de comer nachos y cerveza, patatas fritas y platos precocinados o, si el tiempo acompañaba, asaba unos filetes y unas hamburguesas en la barbacoa. Y yo tenía la impresión, ya entonces, de que si bien mi padre podía hablar con mi madre de las secretas habilidades culinarias de Jimmy, nunca dejaba caer tales alusiones a la ligera delante de sus compañeros del departamento.

Jimmy me cogía de la mano y me la apretaba sólo un poco más de la cuenta, probando su fuerza. Yo había aprendido a permanecer impertérrito en esas circunstancias, porque si hacía una mueca, Jimmy decía: «Uy, aún tiene que comer muchas sopas», y cabeceaba con un gesto de fingida decepción. En cambio, si no me inmutaba y le devolvía el apretón como buenamente podía, Jimmy sonreía y me daba un dólar, con la advertencia: «Pero no te lo gastes todo en bebida, ¿eh?».

No me lo gastaba todo en bebida. De hecho, hasta los quince años no gasté nada en bebida. Me lo gastaba en chuches y tebeos, o lo ahorraba para las vacaciones de verano en Maine, cuando íbamos a casa de mi abuelo en Scarborough y una vez allí me llevaban a Old Orchard Beach, donde me dejaban a mis anchas en las atracciones de la feria. Sin embargo, cuando me hice mayor, la bebida se convirtió en una opción más atractiva. El hermano de Carrie Gottlieb, Phil, que trabajaba para el ferrocarril y, según la opinión generalizada, poseía una inteligencia por debajo de lo normal, estaba dispuesto a comprar cerveza para los menores de edad a cambio de una botella gratis para él por cada seis. Una tarde, dos amigos míos y yo hicimos un fondo común para un par de paquetes de seis botellas de PBR, que Phil pasó a recoger por la tienda para nosotros, y otra noche nos bebimos la mayor parte en el bosque. No me gustó tanto el sabor como el escalofrío de placer que experimenté al quebrantar la ley y, a la vez, una norma de la casa, ya que mi padre había dejado muy claro que nada de bebida hasta que él diese el visto bueno. Como los jóvenes de todo el mundo, yo interpreté que esta y otras normas hacían referencia sólo a las cosas de las que se enteraba mi padre; si no se enteraba, no podían tener ninguna importancia para él.

Por desgracia, me llevé a casa una de las botellas y la escondí en el fondo de mi armario para uso futuro, y allí fue donde la encontró mi madre. Eso me valió un pescozón, me prohibieron salir de casa y, para colmo, me vi obligado a hacer un involuntario voto de pobreza durante un mes como mínimo. Esa tarde, que era domingo, Jimmy Gallagher se pasó por casa. Era su cumpleaños, y él y mi padre se iban a dar una vuelta por la ciudad, como siempre hacían cuando uno de ellos celebraba el paso de un año más sin haber sido víctimas de un balazo, una puñalada, una paliza o un atropello. Me sonrió con expresión burlona y un billete de dólar entre los dedos índice y medio de la mano derecha.

– Después de tantos años -dijo-, y ni caso.

Y yo, malhumorado, le contesté:

– Sí que te he hecho caso. No me lo he gastado todo en bebida.

Ni siquiera mi padre pudo contener la risa.

Pero Jimmy no me dio el dólar, y después de eso nunca más volvió a darme dinero. No tuvo ocasión. Seis meses después mi padre había muerto, y Jimmy Gallagher dejó de venir a casa con billetes de un dólar en la mano.


Después de los homicidios interrogaron a mi padre, porque él admitió su implicación de inmediato. Lo trataron solidariamente, intentando comprender qué había ocurrido para poder minimizar los daños. Acabó en el Departamento de Policía de Orangetown, ya que el caso correspondía a la policía local. Intervino también el Departamento de Asuntos Internos, así como un investigador de la fiscalía del condado de Rockland, un policía retirado de Nueva York que sabía cómo se hacían esas cosas y que calmaría los ánimos de los lugareños antes de asumir la investigación.

Mi padre llamó a mi madre poco después de quedar bajo custodia policial y le contó lo que había hecho. Luego, un par de agentes locales hicieron una visita de cortesía a la casa, uno de ellos era un sobrino de Jimmy Gallagher que trabajaba en Orangetown. Unas horas antes, esa misma tarde, el sobrino de Jimmy, cuando ni siquiera estaba aún de servicio, había venido a casa con su ropa de calle y se había sentado en la cocina. Llevaba una pistola al cinto. Mi madre y él actuaron como si fuera una visita normal y corriente, pero él se quedó demasiado tiempo para eso, y yo vi la tensión en el rostro de mi madre mientras le servía un café y un trozo de tarta, que él dejó casi intactos. Después, al verlo de nuevo en casa, esta vez de uniforme, comprendí que su presencia un rato antes guardaba relación con los homicidios, pero yo desconocía aún en qué consistía esa relación.

El sobrino de Jimmy le confirmó a mi madre todo lo que había sucedido, o parecía haber sucedido, en el descampado no muy lejos de la casa, sin mencionar en ningún momento la circunstancia de que era su segunda visita a la casa esa tarde. Ella deseaba reunirse con su marido, ofrecerle apoyo, pero él insistió en que no serviría de nada. El interrogatorio se prolongaría aún durante un tiempo, y luego probablemente mi padre sería suspendido de sueldo en espera del resultado de la investigación. Volvería a casa pronto, le prometió. «Tú quédate aquí. Vigila al chico. No le expliques nada todavía. La decisión es tuya, pero, compréndelo, quizá lo mejor sea esperar a que sepamos algo más…»

La oí llorar después de la llamada de mi padre, y bajé a su lado. Me detuve ante mi madre, en pijama, y dije:

– ¿Qué pasa, mamá? ¿Ha ocurrido algo?

Ella me miró, y por un momento tuve la certeza de que no me reconocía. Estaba alterada, en estado de shock. Los actos de mi padre habían anulado su capacidad de reacción hasta tal punto que yo le parecía un desconocido. Sólo eso podía explicar la frialdad de su mirada, la distancia que puso entre nosotros, como si el aire se hubiera congelado, separándonos. Yo ya había visto esa expresión en su cara antes, pero sólo en aquellas ocasiones en que, después de comportarme de un modo espantoso, ella era incapaz de articular palabra: cuando robé dinero de su hucha de la cocina, o cuando, en un intento frustrado de construir un trineo para mi Madelman, destruí una bandeja heredada de su abuela.

Creí ver una acusación en su mirada.

– ¿Mamá? -repetí, ahora con incertidumbre, asustado-. ¿Le ha pasado algo a papá? ¿Está bien?

Y ella reunió fuerzas para asentir, mordiéndose el labio inferior con tal fuerza que, cuando habló, vi sangre sobre el esmalte blanco de sus dientes. -Está bien. Ha habido un tiroteo.

– ¿Lo han herido?

– No, pero unas personas…, unas personas han muerto. Ahora están hablando con tu padre sobre lo ocurrido.

– ¿Les ha disparado papá?

Pero ella no tenía intención de contar nada más.

– Vuelve a acostarte -ordenó-. Por favor.

Obedecí, pero no pude conciliar el sueño. Mi padre, el hombre que a lo sumo era capaz de darme un pescozón, había desenfundado su pistola y matado a alguien. Yo estaba seguro de eso.

Me pregunté si mi padre estaría metido en algún aprieto debido a ello.

Al final lo pusieron en libertad. Dos matones de Asuntos Internos lo acompañaron a casa y se quedaron sentados fuera leyendo el periódico. Yo los observé desde mi ventana. Al recorrer el camino de entrada, mi padre aparentaba más edad y se lo veía encogido. No se había afeitado. Alzó la vista y me vio en la ventana. Me saludó con la mano e intentó sonreír. Yo le devolví el gesto antes de salir de mi habitación, pero no sonreí.

Cuando bajé sigilosamente hasta media escalera, mi padre estrechaba a mi madre entre los brazos mientras ella lloraba contra su pecho, y le oí decir:

– Él nos dijo que podían venir.

– ¿Cómo es posible? -preguntó mi madre-. ¿Cómo han podido ser las mismas personas?

– No lo sé, pero así ha sido. Los he visto. He oído lo que han dicho.

Mi madre se echó a llorar otra vez, pero el tono de su llanto había cambiado: ahora era un lamento agudo, el sonido de alguien al venirse abajo. Era como si una presa hubiese reventado dentro de ella y todo lo que había permanecido oculto escapase a raudales por la grieta, arrastrando, en medio de una avalancha de dolor y violencia, lo que antes había sido su vida. Más tarde yo me preguntaría si, en caso de haber conseguido mantenerse entera, habría podido impedir lo que ocurrió después, pero estaba tan atrapada en sus propias penas que no fue capaz de ver que su marido, al matar a aquellos dos jóvenes, había destruido simultáneamente algo esencial para su propia existencia. Había asesinado a un par de adolescentes desarmados y, pese a lo que le había contado a ella, no sabía muy bien por qué; eso, o era incapaz de vivir con la posibilidad de que eso que le había dicho fuera verdad. Estaba cansado, extenuado como nunca antes. Deseaba dormir. Deseaba dormir y no volver a despertar.

Advirtieron mi presencia, y mi padre apartó el brazo derecho de mi madre y me acogió también a mí. Permanecimos así durante un minuto, hasta que mi padre nos dio a los dos unas palmadas en la espalda.

– Vamos -dijo-, no podemos quedarnos así todo el día.

– ¿Tienes hambre? -preguntó mi madre, enjugándose los ojos con el delantal. Ahora ya no se percibía emoción en su voz, como si, después de dar rienda suelta al dolor, no le quedase ya nada por ofrecer.

– Sí. No me vendrían mal unos huevos. Beicon y huevos. ¿A ti te apetecen unos huevos con beicon, Charlie?

Asentí, pese a que no tenía apetito. Deseaba estar cerca de mi padre.

– Deberías ducharte, cambiarte de ropa -dijo mi madre.

– Eso haré. Sólo tengo que resolver una cosa más antes. Tú encárgate de esos huevos.

– ¿Tostadas?

– Unas tostadas, sí, bien. De pan blanco, si hay.

Mi madre empezó a trajinar en la cocina. Cuando ella estaba de espaldas a nosotros, mi padre me dio un apretón en el hombro y dijo:

– No pasará nada, ¿entendido? Ahora ayuda a tu madre. Asegúrate de que está bien.

Nos dejó. La puerta de atrás se abrió y volvió a cerrarse. Mi madre se quedó inmóvil y aguzó el oído, como un perro que percibe una alteración, y luego volvió a centrar la atención en el aceite de la sartén.

Acababa de cascar el primer huevo cuando oímos el disparo.

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