11

Eddie Grace acababa de salir del hospital y estaba al cuidado de su hija, Amanda. Llevaba mucho tiempo enfermo y, según me habían dicho, dormía casi a todas horas, pero por lo visto en las últimas semanas se sentía algo más fuerte. Deseaba volver a casa, y el hospital accedió a darle el alta porque allí ya no podían hacer nada por él. La medicación para paliar el dolor podía administrársele igualmente en su propia cama, y si tenía cerca a su familia estaría menos angustiado e inquieto. Amanda me había dejado un mensaje en el contestador en respuesta a mis solicitudes anteriores, informándome de que Eddie estaba dispuesto a recibirme en casa de ella y, al parecer, en condiciones.

Amanda vivía en Summit Street, a un paso de la iglesia de Santa Margarita de Antioquía, en una zona que quedaba separada por la vía del tren del barrio donde se hallaba nuestra antigua casa de Franklin Street. Walter me dejó ante la iglesia y se fue a tomar un café. Cuando llamé, Amanda abrió la puerta segundos después de sonar el timbre, como si aguardase mi llegada en el recibidor. Tenía el cabello largo y castaño, teñido de un tono no tan distinto de su color natural como para resultar chirriante. Era de baja estatura, poco más de un metro cincuenta y cinco, piel pecosa y ojos marrones muy claros. Parecía llevar los labios recién pintados y usaba un perfume con aroma a cítrico que, al igual que ella, resultaba sencillo y a la vez llamativo.

Yo me había encaprichado de Amanda Grace cuando estudiábamos los dos en el instituto de Pearl River. Tenía un año más que yo y andaba con un grupo aficionado al esmalte de uñas negro y las bandas de rock inglesas poco conocidas. Era una de esas chicas que los buenos deportistas fingían detestar pero con quienes fantaseaban en secreto mientras sus desenfadadas novias rubias llevaban a cabo actos durante los que no era necesario que ellos las miraran a los ojos. Más o menos un año antes de morir mi padre, Amanda empezó a salir con Michael Ryan, cuyas metas en la vida eran fundamentalmente reparar coches y abrir una bolera, objetivos no exentos de mérito en sí mismos pero lejos de los niveles de ambición que satisfarían a una chica como ella. Mike Ryan no era mala persona, pero tenía limitadas dotes de conversación y quería vivir y morir en Pearl River. Amanda hablaba de visitar Europa y de estudiar en la Sorbona. Resultaba difícil ver dónde se encontraba el espacio común entre ella y Mike, a menos que fuese en algún lugar sobre un islote en medio del Atlántico.

Y ahora allí estaba Amanda, con unas cuantas arrugas donde antes no las había, pero por lo demás casi inalterada, como el propio pueblo. Sonrió.

– Charlie Parker -dijo-. Me alegro de verte.

Yo no sabía bien cómo saludarla. Le tendí la mano, pero ella la sorteó y me abrazó, moviendo la cabeza en un gesto de reprobación.

– El mismo chico tímido de siempre -comentó, y no sin cierto afecto, me pareció. Al soltarme me miró sonriente.

– ¿Y eso qué significa?

– Visitas a una mujer guapa y le ofreces la mano.

– Bueno, ha pasado mucho tiempo. No me gusta dar por supuestas ciertas cosas. ¿Qué tal tu marido? ¿Aún juega a los bolos?

Ahogó una risita.

– Dicho así, parece que sea un juego de gays.

– Todo un hombretón acariciando objetos duros y fálicos. Cuesta no extraer ciertas conclusiones.

– Puedes decírselo cuando lo veas. Seguro que lo tendrá en cuenta.

– Seguro; eso, o intentará mandarme directo a Jersey de una patada en el culo.

La expresión de su rostro cambió. Parte del buen humor se apagó y dio paso a cierta actitud especulativa.

– No -dijo-. Dudo mucho que intentara algo así contigo. -Retrocedió hacia el interior de la casa y mantuvo la puerta abierta para dejarme entrar-. Adelante. He preparado algo de comer. Bueno, he comprado unos fiambres y ensaladas, y hay pan recién hecho. Tendrá que bastar con eso.

– Basta y sobra.

Entré en la casa y ella cerró la puerta; al pasar por mi lado para guiarme hacia la cocina se apretó contra mí, sujetándome la cintura un momento con las manos y rozándome la entrepierna con el vientre. Dejé escapar un hondo suspiro.

– ¿Qué pasa? -preguntó con los ojos muy abiertos, irradiando inocencia.

– Nada.

– Vamos, dilo.

– Creo que aún podrías presentarte a un campeonato internacional de flirteo.

– Siempre y cuando sea por una buena causa. En cualquier caso, no estoy flirteando contigo, o apenas. Tuviste tu oportunidad hace mucho.

– ¿En serio? -Rebusqué en la memoria alguna oportunidad con Amanda Grace, pero no me vino ninguna a la cabeza. La seguí a la cocina y la vi llenar una jarra de un grifo con filtro de agua.

– Sí, en serio -contestó sin volverse-. Sólo tenías que invitarme a salir. No era tan complicado. Me senté.

– Por entonces todo parecía complicado.

– No para Mike.

– Bueno, él no era una persona complicada.

– No, no lo era. -Cerró el grifo y dejó la jarra en la mesa-. Ni lo es ahora. Con el tiempo, me he dado cuenta de que eso no es malo.

– ¿A qué se dedica?

– Tiene un taller mecánico en Orangetown. Sigue jugando a los bolos, pero se morirá sin ser dueño de una bolera.

– ¿Y tú?

– Antes era maestra de primaria, pero lo dejé cuando nació mi segunda hija. Ahora trabajo por horas para una editorial que publica libros de texto. Digamos que soy vendedora. Pero me gusta.

– ¿Tenéis hijos? -No lo sabía.

– Dos niñas. Kate y Annie. Ahora están en el colegio. Aún no se han acostumbrado del todo a tener a mi padre en casa.

– ¿Y él cómo está?

Torció el gesto.

– No muy bien. Es cuestión de tiempo. Los medicamentos lo adormecen, pero suele estar mejor durante una o dos horas por la tarde. Pronto tendrá que ir a una residencia, pero no está listo para eso, todavía no. De momento se quedará aquí con nosotros.

– Lo siento.

– No lo sientas. Él mismo no lo siente. Ha tenido una buena vida y ahora que se le acaba está entre los suyos. Pero tiene ganas de verte. Apreciaba mucho a tu padre. También te apreciaba a ti. Creo que en su día le habría gustado que tú y yo termináramos juntos.

Su rostro se ensombreció. Me pareció que establecía una serie de asociaciones tácitas, concibiendo una existencia alternativa en la que habría podido ser mi mujer.

Pero mi mujer había muerto.

– Leímos en la prensa lo que pasó -dijo-. Fue terrible.

Permaneció callada por un momento. Se había sentido obligada a sacar el tema, y ahora no sabía cómo disipar el efecto.

– Yo también tengo una hija -anuncié.

– ¿Ah, sí? ¡Qué bien! -exclamó, quizá con demasiado entusiasmo-. ¿Cuántos años tiene?

– Dos. Su madre y yo ya no estamos juntos. -Me interrumpí-. Pero aún veo a mi hija.

– ¿Cómo se llama?

– Samantha. Sam.

– ¿Está en Maine?

– No, en Vermont. Cuando sea mayor de edad, podrá votar a los socialistas y firmar peticiones para segregarse de la unión.

Levantó un vaso de agua.

– Por Sam, pues.

– Por Sam.

Comimos y hablamos de antiguos amigos del instituto, y de su vida en Pearl River. Al final resultó que sí había ido a Europa, con Mike. El viaje fue un regalo por su décimo aniversario de boda. Visitaron Francia, Italia e Inglaterra.

– ¿Y es como esperabas? -pregunté.

– En parte. Me gustaría volver y ver más cosas, pero por ahora me basta.

Oí movimiento en el piso de arriba.

– Mi padre se ha despertado -dijo-. Tengo que subir para ayudarlo a organizarse.

Salió de la cocina y se fue al piso de arriba. Al cabo de un momento oí voces, y la tos de un hombre. Parecía una tos bronca, seca y dolorosa.

Pasados diez minutos, Amanda volvió con un anciano encorvado, rodeándole la cintura con el brazo para mayor tranquilidad suya. Estaba tan delgado que ella abarcaba su cuerpo por completo, pero incluso así de doblado era casi tan alto como yo.

Eddie Grace había perdido el pelo. No conservaba siquiera el vello facial. Su piel se veía húmeda y transparente, teñida de amarillo en las mejillas y amoratada bajo los ojos. Le quedaba muy poca sangre en los labios y, cuando sonrió, noté que se le habían caído muchos dientes.

– Señor Grace -dije-. Me alegro de verlo.

– Eddie -contestó-, llámame Eddie. -Su voz era áspera, como el ruido del esmeril contra un metal rugoso.

Me estrechó la mano. Aún tenía un apretón firme.

Su hija se quedó con él hasta que se sentó.

– ¿Te apetece un té, papá?

– No, estoy bien, gracias.

– Hay agua en la jarra. ¿Quieres que te ponga un poca? Eddie alzó la vista al cielo.

– Como ando despacio y duermo mucho, se cree que soy incapaz de servirme yo mismo el agua -dijo.

– Ya sé que puedes servirte el agua. Lo decía sólo por amabilidad. Caray, vaya un viejo desagradecido estás hecho -protestó Amanda con afecto, y cuando lo abrazó, él le dio una palmada en la mano y sonrió.

– Y tú eres una buena chica -dijo él-. Mejor de lo que merezco.

– En fin, mientras seas consciente de eso. -Le besó la calva-. Y ahora os dejo solos para que habléis. Si me necesitas, estaré arriba.

Amanda me miró desde detrás de él y me pidió en silencio que no lo cansara. Yo contesté con un parco gesto de asentimiento, y ella nos dejó en cuanto se aseguró de que él estaba cómodamente sentado, tocándole el hombro con delicadeza antes de dejar la puerta entornada.

– ¿Cómo va, Eddie? -pregunté.

– Así así -contestó-. Pero aquí sigo. Me pesa el frío. Echo de menos Florida. Me quedé allí tanto como pude, pero cuando enfermé no podía valerme. Andrea, mi mujer, murió hace unos años. Me era imposible pagar a una enfermera privada. Amanda me trajo aquí, dijo que ella cuidaría de mí si el hospital daba su conformidad. Y aún tengo amigos de los viejos tiempos, ya sabes. No está tan mal. Sólo que este maldito frío puede conmigo.

Se sirvió un poco de agua, temblando la jarra sólo un poco en su mano, y tomó un sorbo.

– ¿Por qué has vuelto, Charlie? ¿Qué haces aquí hablando con un moribundo?

– Es por mi padre.

– Ah -dijo. Un hilo de agua se le escapó de la boca y resbaló por su mentón. Se lo secó con la manga de la bata-. Perdona -se disculpó, claramente avergonzado-. Sólo cuando viene alguien nuevo a casa me acuerdo de la poca dignidad que me queda. ¿Sabes qué me ha enseñado la vida? No hay que envejecer. Hay que evitarlo mientras puedas. Enfermar tampoco ayuda.

Por un momento dio la impresión de que le pesaban los párpados, como si se adormilara.

– Eddie -dije con suavidad-. Quisiera hablar contigo de Will.

Dejó escapar un gruñido y volvió a fijar la atención en mí.

– Sí, Will. Uno de los buenos.

– Eras amigo de él. Esperaba que pudieras decirme algo sobre lo que ocurrió, el porqué de todo aquello.

– ¿Después de tanto tiempo?

– Después de tanto tiempo.

Tamborileó en la mesa con los dedos.

– Tu padre hacía las cosas discretamente. Sabía apaciguar a la gente, ¿sabes? Ése era su mérito. Nunca se enfadaba de verdad. Nunca se dejaba llevar por el mal genio. Incluso el traslado temporal del Distrito Noveno a la parte alta de la ciudad fue decisión suya. Probablemente no le benefició en cuanto al historial, eso de solicitar el traslado tan pronto en su vida profesional, pero lo hizo a cambio de una vida tranquila. Si me hubieran preguntado quiénes eran capaces de cometer un crimen como ése, jamás hubiera pensado en él, ni por asomo.

– ¿Recuerdas por qué pidió el traslado?

– Ah, no acababa de llevarse bien con los mandos de la comisaría del Distrito Noveno, ni él ni Jimmy. Vaya un equipo formaban esos dos. A donde iba uno, lo seguía el otro. Entre el uno y el otro pusieron en evidencia a mucha gente de peso. Ésa era la otra cara de tu padre. Tenía un demonio dentro, pero lo mantenía encadenado la mayor parte del tiempo. En cualquier caso, había un sargento en la comisaría, un tal Bennett. ¿Has oído hablar de él?

– No, nunca.

– No duró mucho. Tu padre y él se las tuvieron, y Jimmy respaldó a Will, como siempre.

– ¿Recuerdas el motivo del enfrentamiento?

– No. Incompatibilidad de caracteres, creo. A veces pasa. Y Bennett era un hombre corrupto, y a tu padre nunca le gustaron mucho los policías corruptos, por más galones que llevaran. El caso es que Bennett encontró la manera de desatar al demonio que tu padre llevaba dentro. Una noche se liaron a puñetazos, y eso no se hace si uno va de uniforme. Dio una mala imagen de Will, pero no podían perder a un buen policía. Imagino que alguien hizo alguna que otra llamada en su nombre.

– ¿Quién?

Eddie se encogió de hombros.

– Si te portas bien con la gente, luego puedes exigir que te devuelvan los favores. Tu padre tenía amigos. Se llegó a un acuerdo.

– Y el acuerdo fue que mi padre solicitaría el traslado.

– Eso mismo. Pasó un año en el desierto, hasta que Bennett recibió un varapalo de la Comisión Knapp, que lo declaró «carnívoro».

La Comisión Knapp, que investigó la corrupción policial a principios de los setenta, estableció dos definiciones para los policías corruptos: los «herbívoros», que eran culpables de formas de corrupción menores embolsándose billetes de diez y veinte dólares, y los «carnívoros», que sableaban a los camellos y los proxenetas por cantidades mayores.

– ¿Y cuando se marchó Bennett volvió mi padre?

– Algo así. -Eddie movió los dedos, imitando el gesto de marcar un número en un teléfono de disco.

– Ignoraba que mi padre tuviese esa clase de amigos.

– Puede que él tampoco lo supiera hasta que los necesitó.

No insistí en esa dirección.

– ¿Recuerdas el homicidio? -pregunté.

– Recuerdo que oí hablar del tema. Esa semana teníamos el turno de cuatro a doce, mi compañero y yo, y quedamos con otros dos, Kloske y Burke, para tomar un café. Ellos estaban en la comisaría al recibirse la llamada. Cuando yo volví a ver a tu padre, estaba metido en una caja. Lo recompusieron francamente bien. Tenía el mismo aspecto de siempre, creo, parecía él. A veces esos embalsamadores te dejan como si fueras un muñeco de cera. -Intentó sonreír-. Esas cosas me rondan por la cabeza, como podrás imaginar.

– Quedarás bien -comenté-. Amanda no permitiría lo contrario.

– Si depende de ella, muerto tendré mejor aspecto que en vida. Y también estaré mejor vestido.

Volví al tema de mi padre.

– ¿Tienes idea de por qué mi padre mató a esos chicos?

– No, pero como he dicho, Will no se salía de sus casillas así como así. Debieron de pasarse mucho de la raya.

Bebió un poco más de agua colocándose la mano izquierda bajo la barbilla para evitar que se derramara. Cuando bajó el vaso, respiraba trabajosamente, y supe que se me acababa el tiempo con él.

– ¿Qué impresión te dio los días antes de aquello? Es decir, ¿se le veía triste, alterado?

– No, estaba igual que siempre. No noté nada especial. Pero esa semana no lo vi mucho. Él hacía el turno de ocho a cuatro, y yo el de cuatro a doce. Nos saludamos al cruzarnos, pero poco más. No, anduvo toda la semana con Jimmy Gallagher. Deberías hablar con él. Él estuvo con tu padre el día del homicidio.

– ¿Cómo?

– Jimmy y tu padre, siempre quedaban para el cumpleaños de Jimmy. Nunca fallaban.

– A mí me dijo que ese día no se vieron. Jimmy no estaba de servicio. Había hecho una detención sonada -dijo-, por un asunto de drogas.

Un día libre era una recompensa por una detención de peso. Se rellenaba un «28», se presentaba en la administración de la comisaría, al secretario del capitán. La mayoría de los agentes le daban un par de dólares, o quizás una botella de Chivas obtenida por acompañar al dueño de una licorería al banco, a fin de asegurarse de que el día libre caía en una fecha propicia. Era una de las ventajas de ocuparse del papeleo en la comisaría.

– Es posible -dijo Eddie-, pero estuvieron juntos el día que tu padre mató a aquellos dos chicos. Lo recuerdo. Jimmy vino a buscar a tu padre cuando él acababa su turno.

– ¿Estás seguro?

– Segurísimo. Vino a la comisaría. Incluso sustituí a Will para que pudiese marcharse antes. Se proponían empezar a beber en el Cal's y terminar en el Club de Pesca.

– ¿El qué?

– El Club de Pesca de Greenwich Village, en Horario Street. Venía a ser un establecimiento sólo para socios o algo así. Veinticinco centavos la lata.

Me recliné en mi asiento. Jimmy me había asegurado que no estuvo con mi padre el día del homicidio. Y ahora Eddie Grace lo contradecía a las claras.

– ¿Viste a Jimmy en la comisaría?

– ¿Es que estás sordo? Acabo de decírtelo. Lo vi reunirse con tu padre, los vi a los dos marcharse juntos. ¿Te ha dicho él algo distinto?

– Sí.

– Ah -repitió Grace-. Quizá le falla la memoria.

Se me ocurrió una idea.

– Eddie, ¿Jimmy y tú seguís en contacto?

– No, apenas. -Contrajo los labios en una expresión de desagrado. Me dio que pensar. Allí había algo, algo entre Jimmy y Eddie.

– ¿Sabe que has vuelto a Pearl River? -pregunté.

– Puede ser, si alguien se lo ha dicho. No ha venido a verme, por si te refieres a eso.

Caí en la cuenta de que me había puesto tenso, echándome hacia delante en la silla. Eddie también lo advirtió.

– Soy un viejo y estoy muriéndome -dijo-. No tengo nada que esconder. Yo apreciaba a tu padre. Era un buen policía. Jimmy también era un buen policía. No sé por qué te habrá mentido sobre tu padre, pero puedes decirle que has hablado conmigo. Si quieres, dile de mi parte que debe decir la verdad.

Esperé. Eddie no había acabado.

– No sé qué esperas sacar de esto -continuó-. Tu padre cometió el delito por el que lo acusaron. Mató a aquellos dos jóvenes y luego se suicidó.

– Quiero saber por qué.

– Tal vez no haya un porqué. ¿Puedes aceptar eso?

– Es cuestión de intentarlo.

Me planteé contarle algo más, pero al final pregunté:

– Tú te habrías enterado si mi padre hubiese… andado por ahí con otras mujeres, ¿verdad?

Eddie se tambaleó un poco y se echó a reír. Eso le provocó otro acceso de tos, y tuve que servirle un poco más de agua.

– Tu padre no «andaba por ahí» -dijo cuando se recuperó-. No era su estilo.

Respiró hondo varias veces y percibí un brillo en su mirada. Me resultó desagradable, como si lo hubiera sorprendido comiéndose con los ojos a una chica que pasaba por la calle y hubiese presenciado después cómo se desarrollaba en su mente una fantasía sexual.

– Pero era humano -prosiguió-. Todos cometemos errores. ¿Quién sabe? ¿Alguien te ha dicho algo?

Me miró con atención, y el brillo seguía allí.

– No -respondí-. Nadie me ha dicho nada.

Me sostuvo la mirada todavía un momento; luego asintió con la cabeza.

– Eres un buen hijo. Ayúdame a levantarme, ¿quieres? Creo que iré a ver la tele un rato. Todavía me queda una hora hasta que esos malditos medicamentos me duerman otra vez.

Lo sujeté mientras abandonaba la silla y lo acompañé a la sala de estar, donde se acomodó en el sofá con los mandos a distancia y puso un programa concurso. El sonido atrajo a Amanda, que estaba en el piso de arriba.

– ¿Ya habéis acabado? -preguntó.

– Eso creo -contesté-. Ya me voy. Gracias por tu tiempo, Eddie.

El anciano levantó el mando en un gesto de despedida, pero no apartó la mirada del televisor. Cuando Amanda me acompañaba a la puerta, Eddie volvió a hablar.

– Charlie.

Regresé. Él tenía la mirada fija en el televisor.

– En cuanto a Jimmy… -Aguardé-. Teníamos buenas relaciones, pero, entiéndeme, no éramos amigos íntimos. -Golpeteó el brazo del sofá con el mando-. No se puede confiar en un hombre cuya vida entera es una mentira. Sólo quería decirte eso.

Apretó un botón para cambiar de canal y puso un culebrón vespertino. Regresé a donde me esperaba Amanda.

– ¿Qué? ¿Te ha ayudado?

– Sí -contesté-. Los dos me habéis ayudado.

Sonrió y me dio un beso en la mejilla.

– Espero que encuentres lo que andas buscando, Charlie.

– Tienes mi número -dije-. Tenme informado de cómo siguen las cosas con tu padre.

– Lo haré -respondió ella. Tomó un papel de la consola del teléfono y anotó un número-. Mi móvil, por si acaso.

– Si hubiese sabido que era tan fácil conseguir tu número, te lo habría pedido hace mucho tiempo.

– Tenías mi número -dijo-. Sólo que nunca lo utilizaste.

Dicho esto cerró la puerta, y yo me marché cuesta abajo hacia el Muddy Brook Café, donde me esperaba Walter para llevarme al aeropuerto.

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