Esa noche quedé para cenar con Ángel y Louis en el Wildwood BBQ, en Park Avenue, no lejos de Union Square. Fue difícil decidirse entre el Wildwood y el Blue Smoke de la calle Veintisiete, pero al final se impuso la novedad; la novedad y, para Louis, la perspectiva de comer unas alubias combinadas con un filete troceado. A Louis, cuando iba a un asador, le gustaba comer un suplemento de carne con casi todo, incluso con la gelatina. Si debía morir de un infarto, lo haría con estilo.
Eran mis mejores amigos, esos dos hombres, y aunque ambos habían matado, sólo a uno de ellos, a Louis, podía considerárselo un asesino nato. No los veía desde finales del año anterior, cuando se las ingeniaron para meterse en un aprieto en el norte del estado de Nueva York, y yo les seguí los pasos en un intento de ayudarlos. Aquello no acabó bien y nos habíamos mantenido a distancia desde entonces, no por la mala voluntad de nadie, sino porque a Louis le preocupaban las posibles consecuencias de lo ocurrido y no quería verme afectado por asociación. Pero ahora parecía tranquilo, dando por supuesto que ya había pasado lo peor, o tan tranquilo como Louis podía llegar a estar. En realidad era difícil saberlo. Al fin y al cabo, no podía decirse precisamente que cuando Louis reía, el mundo riese con él. Cuando Louis reía, el mundo tendía a volverse para ver quién se había caído y empalado en una estaca.
Ver a Ángel y Louis comer costillas siempre era un espectáculo entretenido, porque se producía una especie de inversión de papeles. Louis -alto, negro, vestido como un maniquí de tienda que de pronto ha decidido alzar el vuelo y buscar mejor alojamiento en otro sitio-engullía las costillas como quien, temiendo que le arrebaten el plato de un momento a otro, devora el mayor número posible en el menor tiempo posible. En cambio, Ángel, que era menudo y blanco, o «blancuzco», como él se complacía en decir, y parecía haber dormido con la ropa puesta -o mejor dicho, parecía que no sólo él sino también otras personas hubiesen dormido con esa misma ropa puesta-, mordisqueaba la comida casi con delicadeza, como haría un pajarillo si pudiese sostener una costilla entre sus uñas. Ellos bebían cerveza; yo, una copa de vino tinto.
– Vino tinto -observó Ángel-. En un asador. Oye, mira, somos gays, y ni siquiera nosotros tomamos vino tinto en un asador.
– En tal caso, supongo que si yo fuera gay, sería un homosexual más refinado que vosotros. A decir verdad, soy más refinado que vosotros a pesar de mi sexualidad.
– ¿No te las vas a comer? -preguntó Louis, señalando con la punta de una costilla, devorada casi por completo, la pequeña pila de huesos sin apenas carne de mi plato.
– No tengo tanto apetito -contesté-. Además, después de veros comer a vosotros empiezo a plantearme la posibilidad de hacerme vegetariano, o incluso de dejar de comer para siempre. Al menos en público, y desde luego en vuestra compañía.
– ¿Qué problema tienes con nosotros? -preguntó Ángel, adoptando un tono exageradamente ofendido.
– Tú comes como una viejecita; él, como si acabaran de desenterrarlo del hielo junto a un mamut.
– ¿Quieres que usemos cuchillo y tenedor?
– ¿Sabéis usarlos?
– No me tientes, Miss Buenos Modales. Aquí los cuchillos están muy afilados.
Louis terminó su última costilla, se limpió la cara con la servilleta y, dejando escapar un suspiro, se reclinó. Si su corazón hubiese sido capaz de suspirar de alivio, se habría oído un segundo suspiro como un eco del suyo.
– Menos mal que esta noche me he puesto los pantalones de buffet libre -comentó.
– Sí, desde luego, menos mal -convine-. Si te hubieras puesto los pantalones de siempre, me habrías sacado un ojo con un botón.
Enarcó una ceja.
– Lo siento -añadí-. Sigues siendo de una esbeltez juvenil.
Ángel pidió con una señal al camarero otra cerveza.
– ¿Vas a contárnoslo? -preguntó.
Ya estaban al corriente de la mayor parte. Yo había perdido la licencia de investigador privado en Maine, y mi abogada, Aimee Price, seguía luchando para que me la devolvieran, obstaculizada a cada paso por el sinfín de pegas que ponía la policía del estado y, al parecer, cierto inspector en particular, un tal Hansen. Según había podido concluir Aimee, la orden para retirarme la licencia había partido de las altas instancias, y Hansen no era más que el mensajero. Aún quedaba la opción de presentar una recusación ante los tribunales, pero Aimee dudaba de su utilidad. Por lo que se refería a la concesión de licencias, la policía del estado tenía la última palabra, y seguramente cualquier tribunal de Maine se dejaría guiar por su decisión.
También me habían retirado el permiso de armas, aunque ni mi abogada ni yo teníamos aún claro el carácter exacto de esa sanción. En un principio me habían ordenado entregar todas las armas en mi haber hasta que se conociera el resultado de lo que denominaron vagamente «unas indagaciones», asegurándome que sería sólo una medida temporal.
Había entregado mis armas de fuego registradas (y escondido las no registradas después de un soplo anónimo para avisarme de que la policía venía de camino con una orden judicial), que me devolvieron más tarde cuando se puso de manifiesto que la orden de entrega era de dudosa legalidad, y posiblemente contravenía la Segunda Enmienda. Menos abierta a discusión era la decisión de rescindirme el permiso para llevar un arma oculta en el estado de Maine, porque, en vista de mi conducta anterior, se me podía considerar una persona «peligrosa». Aimee también se ocupaba de eso, pero de momento un muro habría cedido antes que la policía del estado. Me estaban castigando, pero faltaba por ver cuánto se prolongaría el castigo.
En esos momentos trabajaba de encargado en el Great Lost Bear, un bar de Portland; no era un mal empleo y normalmente me exigía sólo cuatro días por semana, pero no era lo mío. Las fuerzas del orden locales no se compadecían demasiado de mis penosas circunstancias. No entendía cómo me había granjeado tantos enemigos, pero Aimee se tomó la molestia de explicármelo, y entonces todo me quedó un poco más claro.
Por raro que parezca, todo eso no me preocupaba tanto como quizá pensasen Hansen y sus superiores. Me había herido el orgullo, y mi abogada luchaba en mi nombre por una cuestión de principios, pero sobre todo porque no quería darles la impresión de que iba a rendirme sólo porque ellos lo dijeran. Sin embargo, en cierto modo me complacía no poder ejercer como detective privado: así me veía descargado de la obligación de ayudar a los demás y disponía de libertad. Si aceptaba un caso, aunque fuese de manera informal, seguramente acabaría en la cárcel. La policía del estado, con su actuación, me había autorizado a ser egoísta y concentrarme en mis propios intereses. Había tardado unos meses en decidir que eso era lo que haría.
Pese a lo que hubiera dicho el viejo Durand unas horas antes, yo no había decidido a la ligera ahondar en mi pasado e indagar en las circunstancias de la muerte de mi padre. Un hombre, un mal hombre que se hacía llamar Kushiel pero que era más conocido como el Coleccionista, me había susurrado al oído que mi familia tenía secretos, que mi grupo sanguíneo no podía ser resultado en modo alguno de la paternidad de mis supuestos progenitores. Durante un tiempo me resistí a afrontarlo. No quería creerlo. Acepté el empleo en el bar, sospecho, como una forma de huida. Sustituí mis obligaciones para con los clientes por mis obligaciones para con Dave Evans, uno de los propietarios del Bear y el hombre que me había ofrecido el puesto. Con el paso del tiempo, y la llegada de otro invierno más, me decidí.
Porque el Coleccionista no había mentido, no del todo. Los grupos sanguíneos no coincidían.
A comienzos del nuevo año empecé a plantear preguntas. En primer lugar intenté ponerme en contacto con aquellos que conocieron a mi padre, en concreto los policías que trabajaban con él. Unos habían muerto. Otros estaban ilocalizables desde su jubilación, como a veces sucede con quienes, una vez cumplido su periodo de servicio, sólo quieren cobrar la pensión y alejarse de todo. Pero conocía los nombres de los dos compañeros de mi padre a quienes había estado más unido, agentes de a pie que se habían graduado en la academia con él: Eddie Grace, un par de años mayor, y Jimmy Gallagher, el antiguo compañero de ronda y amigo más íntimo de mi padre. Mi madre a veces aludía con cierto cariño a mi padre y Jimmy como los «Chicos de los Cumpleaños», referencia a sus dos salidas nocturnas anuales por la ciudad. Ésas eran las únicas dos veces al año que mi padre pasaba fuera toda la noche y aparecía por fin poco antes de las doce de la mañana siguiente, entrando con sigilo, casi como si se disculpara, un poco desfallecido pero nunca mareado ni tambaleante, y dormía hasta el atardecer. Mi madre nunca hacía el menor comentario. Era una licencia que le consentía, y él era un hombre que se tomaba pocas licencias, o esa impresión tenía yo.
Y en cuanto a Jimmy Gallagher, no había vuelto a verlo desde poco después del funeral, una vez que vino a casa para interesarse por mi madre y por mí, y ella le dijo que tenía intención de marcharse de Pearl River y regresar a Maine. Mi madre me había mandado a la cama, pero ¿qué adolescente no se habría quedado escuchando en lo alto de la escalera, en busca de la información que, según creía, le ocultaban? Y oí decir a mi madre:
– ¿Tú qué sabías, Jimmy?
– ¿A qué te refieres?
– A todo: la chica, esa gente que vino. ¿Qué sabías?
– Sabía lo de la chica. En cuanto a los otros…
Casi lo vi encogerse de hombros.
– Will dijo que eran las mismas personas.
Jimmy tardó un momento en contestar. Por fin dijo:
– Eso es imposible, y tú lo sabes. Yo maté a una, y el otro murió meses antes. Los muertos no regresan, no así.
– Me lo susurró al oído, Jimmy. -Contenía las lágrimas, pero a duras penas-. Fue una de las últimas cosas que me dijo. Me aseguró que fueron ellos.
– Estaba asustado, Elaine, asustado por ti y por el chico.
– Pero él los mató, Jimmy. Los mató y ni siquiera iban armados.
– No sé por qué…
– Yo sí lo sé: quería detenerlos. Sabía que al final volverían. No necesitaban armas. Lo harían con sus propias manos si era necesario. Quizá…
– ¿Qué?
– Quizás incluso habrían preferido hacerlo con sus propias manos -concluyó.
Entonces se echó a llorar. Oí levantarse a Jimmy y supe que la abrazaba, ofreciéndole consuelo.
– Una cosa sí sé: te quería. Os quería a los dos, y lamentaba todo el daño que te había hecho. Creo que pasó dieciséis años intentando compensarte, pero no lo consiguió. No por ti, sino porque él mismo fue incapaz de perdonarse, así sin más. Sencillamente fue incapaz…
Los sollozos de mi madre eran ahora más intensos, y yo me di la vuelta y regresé con el mayor sigilo a mi habitación, desde donde contemplé la luna por la ventana, y Franklin Avenue, y los caminos que mi padre nunca volvería a recorrer.
El camarero se acercó a recoger nuestros platos. Pareció impresionado por el trabajo de demolición de Ángel y Louis con su comida y decepcionado en igual medida conmigo. Pedimos café y vimos que el local empezaba a vaciarse.
– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Ángel.
– No. Creo que esto es cosa mía.
Debió de detectar que algo se agitaba en mi mente, algo cuyos movimientos se reflejaban en mi cara.
– ¿Qué te estás callando? -preguntó.
– Durand me contó que un hombre, de alrededor de treinta años, se acercó a su casa hace un par de meses. Lo sorprendió mientras fisgoneaba. Le llamó la atención y el hombre contestó que estaba «cazando».
– ¿En Pearl River? -dijo Ángel-. ¿Qué cazaba? ¿Duendes?
– Puede que no tuviera nada que ver contigo -intervino Louis.
– Es posible -concedí-. Pero le preguntó a Durand si sabía qué había ocurrido allí.
– Un buscador de emociones. Un turista de crímenes. Ya te has topado con gente así.
– Durand dijo que ese hombre lo puso nervioso, sólo eso; no logró explicarse la razón.
– Entonces poco puedes hacer, a menos que aparezca otra vez.
– Ya, un tipo de cerca de treinta años en Nueva York que pone nerviosa a la gente. No será difícil localizarlo. Joder, esa descripción abarca incluso a la mitad de la alineación titular de los Mets.
Pagamos la cuenta y nos adentramos en la noche.
– Llámanos cuando quieras -dijo Ángel-. Estaremos por aquí.
Pararon un taxi, y los vi alejarse hacia la parte alta de la ciudad. Cuando se perdieron de vista, regresé al restaurante y me senté a la barra para tomarme lentamente otra copa de vino. Pensé en el cazador y me pregunté si era a mí a quien pretendía dar caza.
Y parte de mí deseó que apareciese.