Tras aquella agotadora madrugada, Perdomo llegó a su casa a las nueve de la mañana, con el tiempo suficiente para despertar a su hijo Gregorio, prepararle el desayuno y acercarle en coche a la gran fiesta-subasta-concierto de fin de curso que se iba a celebrar en el colegio. Para su sorpresa, se encontró con que Elena, la trombonista de la Orquesta Nacional con la que mantenía una relación desde hacía un año, yacía dormida en su cama, a pesar de que vivía en su propia casa. Perdomo la despertó lo más dulcemente que pudo -no era tarea fácil, porque tenía el sueño muy pesado- y cuando ella abrió por fin los ojos, le preguntó:
– ¿Qué haces aquí?
– Luego te lo cuento -respondió ella, haciéndose la misteriosa-. ¿No hay beso de buenos días?
Perdomo la besó de forma mecánica, como si no quisiese malgastar un beso de verdad con una persona medio dormida, y a continuación se dirigió a la alcoba de su hijo, para asegurarse de que ya se estaba vistiendo.
– ¿Por qué ha dormido Elena en casa? -le espetó nada más entrar.
El muchacho, que no le había oído llegar, le respondió con una mezcla de temor y sorpresa.
– No lo sé. Pregúntaselo a ella, ¿no?
– No, te lo pregunto a ti -hablaba como si Gregorio hubiera hecho un estropicio en casa y le estuviera exigiendo responsabilidades.
– Vino ayer por la tarde, porque le han enviado dos DVD demúsica en formato americano y su reproductor no es capaz de leerlos.
Perdomo se mantuvo en silencio unos segundos, a la espera de que su hijo continuara. Como no lo hizo, preguntó: -¿Y?
– Los estuvimos viendo. -¿Y?
– Uno era muy bueno, de la serieIn rehearsal. Simón Rattle ensayando con la Filarmónica de Berlín la Quinta de Mahler.
– ¿Y?
– El otro era un pestiño, una reconstrucción dramatizada de la vida de Tchaikovsky. -¿Y?
– ¡Ya está bien con el ¿y?, papá! ¿Qué más quieres que te diga?
Perdomo intentó adoptar un tono menos impertinente e incisivo, pero no lo consiguió.
– Dime al menos si tú le pediste que se quedara o decidió quedarse ella por su cuenta y riesgo.
– Pero ¿qué problema hay en que se quede a dormir? -respondió el chico, que no alcanzaba a ver el fondo del problema-. ¿No es tu novia?
– Algo parecido -dijo su padre con resignación.
Perdomo había conocido a Elena Calderón durante la investigación del caso que la prensa había bautizado como «El violín del diablo». Se había sentido atraído desde el principio por aquella mujer alta y atlética, de cabello negro y corto, peinado con flequillo. Su mirada luminosa y al mismo tiempo vulnerable le había recordado siempre a la joven Liza Minnelli deCabaret.
Cuando Gregorio se hubo vestido, su padre le urgió a que desayunara rápidamente, para poder acercarle al colegio. Pero el chico era incapaz de soportar a su padre cuando éste le trataba como a un sospechoso de homicidio.
– Me voy en autobús, papá -dijo cogiendo el estuche de su violín y pasando a su lado sin ni siquiera dignarse a mirarle.
– ¿Así, sin desayunar?
No obtuvo respuesta. Gregorio salió de la casa dando un portazo y Perdomo se encaminó a la cocina, donde Elena, aún más dormida que despierta, estaba empezando a preparar el café de la mañana. ¿Eran imaginaciones suyas o ella había cogido varios kilos de más durante el año que llevaban juntos? ¿Y por qué había decidido dejarse el pelo largo, con lo bien que le quedaba a logarçon? Hacía unos meses, en una situación como aquélla, Perdomo se habría acercado a Elena por la espalda, la habría abrazado, la habría colmado de caricias en el cuello y finalmente le habría dado el beso apasionado que ella le había reclamado hacía cinco minutos. En vez de eso, se quedó apoyado contra la jamba de la puerta de la cocina y dijo:
– Se han cargado a John Winston.
La noticia dejó petrificada a Elena, que abandonó sobre la encimera el filtro de la cafetera italiana que estaba rellenando y se giró hacia él.
– ¡No jodas! -exclamó-. ¿A Winston? ¿El líder de The Walrus?
Perdomo asintió con la cabeza.
– Cuatro disparos con balas de punta hueca. Me han encargado la investigación.
Elena sacudió el cuerpo entero, en una mezcla de escalofrío y estupefacción, como si no pudiera dar crédito a la noticia.
– ¡Ayer por la tarde estuvimos hablando de él tu hijo y yo!
Perdomo se sentía agotado después de aquella noche en vela y no tenía ganas de conversación.
– Me voy a la cama -anunció-. Estoy muerto.
Elena se acercó para abrazarle.
– Estás ojeroso y pálido -le dijo-, pero ¿no puedes quedarte conmigo ni siquiera cinco minutos, mientras me tomo el café? Y así me cuentas los detalles.
Él suspiró resignado y se sentó sin decir nada en uno de los taburetes de la cocina. Parecía un paciente esperando en la consulta de un dentista, hasta el punto de que, para entretenerse, agarró un envase de galletas y empezó a leer mentalmente su composición.
– ¿Se sabe quién es el asesino? -preguntó Elena. -¿Hmm? -respondió él, sin apartar la vista del envase de galletas.
Elena le quitó el paquete de las manos, lo colocó fuera de su alcance y dijo en tono sarcástico:
– Luego continúas con tu trepidante lectura. ¡Que si tenéis sospechoso!
– No, nada todavía. Pero él, la víctima, estaba zumbado. ¿Querrás creer que iba a todas partes sin guardaespaldas? Esta gente lo quiere todo: todas las ventajas de ser famoso y millonario y todas las ventajas del anonimato de las personas corrientes y molientes. Eso no puede ser.
– ¡Es una casualidad tan grande que me da miedo! -exclamó Elena-. No hace ni veinticuatro horas que Gregorio y yo estuvimos hablando, y además un buen rato, de las canciones de The Walrus. Primero nos vimos un DVD de Mahler en tu nuevoborne cinema y tu hijo me confesó que le fascinaba el comienzo del adagietto.
– Claro, claro, eladagietto -repitió Perdomo sin convicción ninguna en la voz.
– No tienes ni la más remota idea de lo que es, ¿verdad? ¡Eladagietto, hombre! Visconti, Muerte en Venecia, la peste bubónica.
– Sí, sí, ya me acuerdo. Es que la vi hace años -volvió a mentir Perdomo.
– Da igual -zanjó Elena-. El caso es que Gregorio se quedó fascinado cuando le conté que los buenos músicos de rock cogen muchas cosas del jazz y de la música clásica, y que Winston había fusilado literalmente el comienzo deladagietto de Mahler en una de sus canciones.
A Perdomo se le escapó un gran bostezo, que procuró disimular con la mano.
– Veo que te apasiona el tema -ironizó ella-. Vete a la cama, anda; para tener esta compañía, prefiero desayunar yo sola.
– No, no, termina -dijo Perdomo, intentando simular interés-. Tenemos a Mahler, unadagietto y a un músico plagiador. Estoy deseando saber el final de la historia.
– Ese era el final de la historia, Perdomo. El comienzo deOcean Child de John Winston es con arpa y cuerdas, como en el adagietto. Y más cosas que ha copiado, y que te podría contar, si tuvieras ganas de escucharme.
– ¿Y tú crees que lo han matado por eso? ¿Por plagiar a Mahler?
La pregunta sarcástica de Perdomo indignó a Elena.
– A ti te da igual todo, ¿verdad? La música, tu hijo, yo…
– Claro -ironizó Perdomo-. Por eso estás conmigo, ¿no? Porque todo me la bufa. Sólo me importo yo y mi brillante carrera detectivesca.
– Lo dices en tono de burla, pero no te creas que andas tan lejos de la verdad. ¿Hace cuánto tiempo que no vienes a verme tocar al auditorio?
– ¿Diez años? -volvió a ironizar Perdomo.
– ¡Diez meses, por lo menos! ¿Y hace cuánto tiempo que no tienes una charla como Dios manda con tu hijo?
– ¿Veinte años?
– Tómatelo a coña, pero ayer fue él quien me telefoneó, ¿a que no lo sabías? Estaba jodido porque el profesor de violín que tenía hasta ahora lleva de baja no sé cuántos meses y le han puesto a un capullo, que en vez de estimularle parece que le tiene envidia. ¡El pobre estaba anoche que se lo llevaban los demonios!
– Luego hablaré con él. Y ahora, contéstame tú a una pregunta: ¿Por qué decides invitarte a mi casa y dormir en mi cama sin decirme nada? ¿No tienes tu propio apartamento? Lo hemos hablado decenas de veces, Elena: tú tienes tu espacio y yo el mío, y ninguno de los dos puede invadir el del otro sin previo aviso. ¿O es que estás intentado ponerme a prueba?
Justo en el momento en que Elena le iba a dar una respuesta contundente, se oyó girar la llave de la puerta. Era Gregorio, que regresaba a toda prisa de la calle, como si acabara de presenciar un terremoto.