Al salir de casa de Amanda, Perdomo se dio cuenta de que aún no se le habían pasado por completo los efectos desorientadores de la marihuana. Empezó a palparse los bolsillos de la americana, en busca de las llaves del coche, y al no encontrarlas tampoco en el pantalón, tuvo miedo de haberlas dejado olvidadas en casa de la periodista. Cuando estaba a punto de pulsar el portero automático de su anfitriona, se acordó de que no había ido en su propio vehículo, sino que le había traído el subinspector Villanueva. Pero volver a casa a esas horas no iba a resultarle fácil. Por allí no pasaba un taxi ni por asomo. Comenzó a caminar entonces en dirección a una estación de metro y su fino instinto de policía detectó, a los pocos metros, que algo no iba bien. No sabía si había sido una sombra, adivinada a través del rabillo de ojo, o el eco de unos pasos lejanos, replicando la cadencia de los suyos, pero le invadió la certeza de que le estaban siguiendo. Se detuvo en un portal y fingió que se ataba los zapatos, mientras inspeccionaba con disimulo ambas aceras. Las encontró extrañamente desiertas, a pesar de que aquél no era un barrio de oficinas. Una parte de él pensó que estaba siendo presa de la típica paranoia que produce el cannabis. Su otra mitad prefirió no llamarse a engaño: en su ya larga carrera como inspector de homicidios, había enviado a la cárcel a tantos delincuentes, que había perdido la cuenta del monto total de sus «víctimas». Y dado que, en la mayoría de los países, el período máximo de privación de libertad suele ser de veinte años, los criminales siempre acababan volviendo a pisar la calle. «Menos Chapman», pensó. ¿O tal vez él también se las había ingeniado para salir de Attica? Algunos de los asesinos que Perdomo había enviado a prisión habían jurado vengarse de él; incluso en la sala de audiencias, nada más escuchar cómo el tribunal les imponía la pena máxima. Perdomo tenía medios para saber cuándo sus más acérrimos enemigos eran puestos en libertad, pero ¿y los familiares o los compinches de los delincuentes? No hacía ni dos años que su compañero, Manuel Salvador, había volado por los aires, en su propio coche, porque los cómplices de un narcotraficante al que había contribuido a enviar a la sombra no estaban de acuerdo con que su jefe hubiera acabado entre rejas.
El inspector liberó la correa de sujeción que impedía que su Heckler & Koch bailara en la sobaquera, aunque no llegó a extraerla todavía de la funda. Deseó con todas sus fuerzas que pasara un taxi de una vez y evitar así tener que vérselas con quienquiera que le estuviese pisando los talones. En vano: aquella calle parecía un decorado abandonado de película. Volvió la vista atrás y lo único que llamó su atención fue un anuncio retroiluminado, junto a una marquesina de autobús. Acertó a distinguir las letras principales del texto, que decía, como si le estuviera alertando a él personalmente: peligro. Perdomo recordó que aquella publicidad estaba destinada a los adolescentes, advirtiéndoles de que no colgaran sus fotos en internet. Se preguntó si su hijo Gregorio ya se habría sumado al grupo de riesgo y se prometió hablar con él. Cerró los ojos durante un segundo, para concentrarse aún más en los sonidos que le rodeaban. Pudo distinguir el eco del reloj de una iglesia cercana, dando los tres cuartos que pasaban ya de medianoche. También le llegó el ruido del tráfico de la arteria principal, que estaba frente a él, a cincuenta metros de distancia. Se veían pasar coches y autobuses, era como la tierra prometida. De pronto le asaltó un pensamiento que le heló la sangre. Desde que salió del portal de Amanda, había dado por sentado que quienquiera que le estuviese siguiendo se hallaba detrás de él. Pero ¿y si en realidad el peligro le estuviese aguardando delante? Un mido de cartones arrastrados por el viento fue suficiente para hacerle desenfundar el arma y dejarla lista para disparar, tirando hacia atrás de la corredera. A diez metros escasos había un contenedor de vidrio, de tamaño suficiente para ocultar a dos personas. Por muy armado que estuviese, no podía correr el riesgo de pasar junto a él, por lo que decidió cambiar de acera. Su nueva posición le dio ángulo suficiente para comprobar que no había nadie emboscado detrás del contenedor. Sólo estaba ya a treinta metros de la calle principal, y la única fuente de peligro potencial era una Ford Transit capitoné, de color amarillo, en la que hubiera podido ocultarse una familia al completo. Volvió a cambiar de acera. Cuando estuvo a la altura de la furgoneta, decidió asegurarse y apuntó con la semiautomática en dirección al vehículo, empuñándola con las dos manos. Por muy emboscados que estuviesen, los ocupantes de la Ford tendrían las de perder, en caso de que decidieran emerger súbitamente de su escondite. Perdomo superó la furgoneta y vio que sólo le quedaban escasos metros para llegar al bulevar. Se sintió a salvo, ya que el último tramo de la calle se beneficiaba de la iluminación proveniente de las farolas de la vía principal. Cinco metros, eso era todo lo que le quedaba para llegar a su meta. Vio un taxi a lo lejos, con una luz verde tan intensa que casi se podía confundir con un semáforo. «A casita, Perdomo, te lo has ganado», se dijo mientras recorría a la carrera los cinco metros que le faltaban hasta la esquina. Se sintió como un jugador de parchís, metiendo en la casilla de su color la última ficha que le quedaba para ganar la partida… cuatro, tres, dos, uno…
– ¡Taxi! -gritó, al tiempo que levantaba el brazo con el que empuñaba todavía la pistola.
El taxista dio un brusco volantazo y Perdomo temió por un momento que éste hubiera visto el arma y le hubiera tomado por un atracador nocturno. No, falsa alarma. El conductor se había escorado hacia un lado porque venía por el carril contrario. Sólo estaba abriendo el ángulo, para embocar con holgura el cambio de sentido. Perdomo guardó la pistola, no sin antes echar un último vistazo hacia atrás. La oscura calle en la que vivía Amanda no le parecía ya ni tan lúgubre ni tan peligrosa. Tal vez había tenido razón desde el comienzo y todo había sido una fantasía paranoica, desatada por la marihuana. Pero eso era muy fácil decirlo a esas alturas, cuando ya estaba fuera de peligro.
El taxi se detuvo a un metro escaso. Al abrir la puerta, y antes de que pudiera acceder al interior, el taxista giró el torso hacia él y preguntó, en tono desabrido:
– ¿Adonde va?
La pregunta irritó a Perdomo. «¿Adonde va? Y si ese dónde no coincide con el mío, dése por jodido, ¿no? ¿Acaso no llevaba la luz verde encendida?» Echó mano a la placa de identificación y se la mostró al taxista.
– Policía judicial -dijo, como si le estuviera deteniendo-; póngase en marcha y ya le diré adonde vamos. -Y se subió al vehículo.
Mientras le comunicaba el destino al taxista, fue a cerrar la puerta y notó que alguien tiraba de ella hacia fuera. Se giró y vio que quien forcejeaba era una mujer de unos cuarenta y cinco años, atractiva, delgada -más bien un saco de huesos-, vestida de chandal. Perdomo pensó que venía a pelearse por el taxi -pretextando que ella lo había visto primero- o tal vez a proponerle que lo compartieran, dada la escasez de transporte público a esas horas. Estaba equivocado.
La mujer llevaba en la mano derecha un spray de defensa personal con el que, sin mediar palabra, se dispuso a rociar la cara de Perdomo. El arma no era ninguna broma, muy lejos del típico pulverizador para chicas, en forma de barra de labios. Se trataba de un spray de gas pimienta, con chorro balístico, como los que usan los antidisturbios, capaz de dejar fuera de combate a un hipotético agresor durante sesenta minutos. Por fortuna para el policía, el taxista había visto por el retrovisor cómo la mujer se acercaba a ellos, pulverizador en mano, y arrancó el vehículo justo en el momento en que la desconocida accionaba el aerosol. El chorro no alcanzó de lleno a Perdomo, por lo que éste -pese a la horrible sensación de quemazón en el ojo derecho- decidió enfrentarse a su agresora, en vez de salir huyendo.
– ¡Pare! -conminó al taxista, cuando el vehículo no había recorrido aún ni una decena de metros.
El conductor frenó en seco, tanto que Perdomo se golpeó la cabeza contra la mampara de seguridad y se demoró en desenfundar la Heckler. En cuanto vio que el inspector estaba fuera del coche, el taxista pisó a fondo el acelerador para alejarse del peligro y huyó del lugar como alma que lleva el diablo, con la puerta trasera abierta de par en par.
Perdomo se quedó solo frente a su agresora.
El hombre y la mujer se apuntaban ahora mutuamente, como si fueran dos personajes salidos de una película de Tarantino; ella con el spray, que tenía un alcance de cinco metros, y él con la pistola.
– ¡Dispara, cabrón! -le animó la mujer, mientras dilataba las aletas de la nariz y levantaba el labio superior para enseñarle los dientes, en señal de amenaza. Por dos veces emitió una especie de rugido desafiante, ¡WRAAAHHH!, que logró amedrentar a Perdomo. No parecía tenerle miedo al arma, o tal vez intuía que el policía optaría por reducirla en un combate cuerpo a cuerpo, antes que disparar contra ella.
– ¡Suelta el spray o te pego un tiro en la pierna! -le gritó Perdomo.
Por toda respuesta, su adversaria efectuó un par de pulverizaciones intimidatorias con el spray, como diciendo: «Ven a por mí si te atreves». Perdomo pensó en asustarla con un disparo al aire, pero tuvo una idea mejor. Con el pulgar de la mano derecha colocó el seguro a la pistola y acto seguido la empleó de un modo que su agresora no esperaba: se la lanzó a la cara. Aunque la mujer logró esquivarla -la Heckler fue a parar a un montículo de césped cercano-, la iniciativa la distrajo lo suficiente como para que Perdomo lograra acercarse a ella y pudiera agarrarla del brazo con el que sujetaba el spray, que cayó al suelo. Su agresora debía de tener nociones de defensa personal -¿tal vez adquiridas en alguno de esos cursillos para mujeres que se imparten regularmente en los gimnasios?- porque cuando Perdomo intentó derribarla, ella abrió las piernas, flexionó las rodillas y echó todo su peso para atrás, de manera que el policía apenas podía moverla. Incapaz de acceder ya al spray, su agresora se estaba defendiendo con el arma de su peso corporal. El inspector intentó un barrido lateral con la pierna derecha, pero la mujer lo esquivó con agilidad y contraatacó golpeando con la palma abierta de la mano sobre el oído izquierdo del policía. Aquello dejó atontado a Perdomo el tiempo suficiente como para que su contrincante pudiera correr hacia el montículo de hierba, donde había caído la Heckler y hacerse con ella.
En esos momentos era la mujer la que le estaba apuntando con un arma de fuego.
Esta vez fue Perdomo quien llevó a cabo una exhibición de sangre fría. Avanzó con determinación hacia su agresora para quitarle el arma y ésta, sin pensárselo dos veces, apretó el gatillo. Fue en vano. El seguro había convertido la Heckler en un juguete inofensivo y cuando su agresora se quiso dar cuenta de lo que estaba pasando, el inspector ya estaba a su altura.
– Hay que empujar hacia arriba la palanquita que está junto a la corredera -dijo él con chulería, cuando estuvo a medio metro de distancia de la mujer.
Cuando ella apartó la vista durante medio segundo para estudiar el arma, Perdomo le propinó tal puñetazo en la boca del estómago que la mujer salió catapultada a dos metros de distancia, como si le hubieran disparado a quemarropa. Tras aterrizar de culo sobre la acera, se quedó boqueando en el suelo, como un pez moribundo fuera del agua.
– ¿Quién eres? -le preguntó varias veces, mientras la mujer se retorcía de dolor, con los ojos anegados por la rabia.
Perdomo la había golpeado tan fuerte que su agresora tardó casi dos minutos en poder articular palabra. Cuando por fin recobró el resuello dijo, con un hilo de voz:
– Soy… la novia de Amanda.