Tras despedir a su esposa con un beso digno del fotógrafo Roben Doisneau, Winston extrajo su iPhone y en menos de un minuto averiguó dónde se encontraba la librería inglesa más importante de París. Veinte minutos y una carrera de taxi más tarde, se hallaba frente a los jardines de las Tullerías, en la mítica rué de Rivoli. Galignani estaba en el número 224 y una inscripción en piedra situada a la entrada, bajo los soportales, se encargaba de recordar a los visitantes que aquélla era la librería en lengua inglesa más antigua del continente europeo. Al entrar en el establecimiento (llevaba en su sede actual desde 1856) Winston notó que allí los libros eran más que una simple mercancía y eran tratados con una mezcla de devoción y respeto. Las estanterías eran de una madera oscura, que John no supo identificar, y la luz artificial se mezclaba con la diurna, gracias a unos generosos tragaluces que decoraban el techo de aquel venerable establecimiento. La especialidad de Galignani parecían ser los libros de arte, por lo que la primera suposición de John fue que allí no iba a encontrar lo que andaba buscando. Sin embargo, tras deambular un rato largo por la librería, que era inmensa y en la que con mucho gusto hubiera plantado una tienda de campaña para poder quedarse todo el fin de semana, halló por fin lo que quería. La sección de parapsicología y espiritismo -colocada entre filosofía y ciencias sociales- no ocupaba más de tres baldas, pero dos de los libros que halló en ellas le interesaron sobremanera. El primero se titulabaGhosts caught on film (Fantasmas capturados en película) y era un concienzudo estudio sobre las apariciones paranormales, documentadas a través de fotografías. John estaba aún muy confundido respecto a lo acontecido por la mañana en el Pére-Lachaise. Su lado más racional -el que le servía para editarse a sí mismo, una vez que el armazón principal de una canción estaba compuesto- le decía que Anita tenía razón y que la misteriosa luz del cementerio parisino le había llevado a confundir el rostro de Morrison con el suyo propio. Pero su hemisferio derecho, aquel que le proporcionaba el primer impulso para sus creaciones y que parecía estar en contacto directo con su subconsciente, no hacía más que decirle que aquello no era ningún efecto óptico, y que, de algún modo, el fantasma de Jim Morrison se había colado en su fotografía. Pero ¿de qué manera?, ¿y para decirle qué? «¿Tal vez ya estás muerto, John, y no lo sabes?», bromeó consigo mismo, al recordar la famosa película del niño que veía espectros que no estaban en paz con ellos mismos.
El segundo libro que decidió comprar nada más ver su portada se titulaba simplemente27 y sólo en la introducción, ya constaban datos que le helaron la sangre en las venas. Tres de los músicos que habían fallecido a los veintisiete años tenían nombres que empezaban por J, como el suyo: Jim Morrison, Janis Joplin y Jimi Hendrix, y las letras de sus nombres sumaban once. Winston nunca se había parado a pensar cuántas letras había en John Winston, pero descubrió, con profundo malestar, que también eran once. Cerró el libro, para no seguir sugestionándose, pero un nuevo escalofrío volvió a sacudirle. Fue en el momento en que tuvo la convicción de que estaba siendo observado por alguien situado a su espalda. No fue un presentimiento, sino una certeza, ya que podía notar, como una sensación táctil, los ojos de esa presencia clavados en su nuca. Se giró de golpe y respiró aliviado. Tres adolescentes-aún con uniforme de colegio- le habían tomado por el actor al que tanto se parecía y estaban echando a suertes cuál de ellas se acercaría a pedirle un autógrafo. John decidió tomárselo con humor y en vez de aclararles que él era sólo el líder de una banda musical a la que el éxito se negaba a sonreír, les hizo un gesto para que se acercaran, lo que provocó un pandemonio en el local. En menos de un minuto, todos los clientes de la librería (que estaba abarrotada) se persuadieron de que sí había un famoso en el establecimiento y aunque muchos no sabían ni siquiera quién era el personaje en cuestión, se dispusieron también a hacer cola, con tal de obtener la ansiada firma. John se dio cuenta de que su inocente broma a las colegialas se le había ido de las manos, así que se dirigió a toda prisa a la caja, que afortunadamente estaba vacía -la mayoría de los clientes estaban más interesados en obtener su autógrafo que en comprar-, abonó los dos libros y salió por fin a respirar el aire fresco de las Tullerías. Estuvo a punto de sentarse a hojear sus dos nuevas adquisiciones en el café Renard, pero tuvo miedo de que volvieran a confundirle con el actor de moda, que parecía tener un público abundantísimo en Francia, y desechó la idea. Tras desembocar en la plaza de la Concordia tomó un taxi y le dio al conductor la dirección del hotel.
Durante el trayecto, John empezó a hojear el libro sobre fotografías fantasmales. Encontró en él más de media docena de explicaciones del fenómeno, incluyendo, por supuesto, la más difundida de todas ellas: que se trataba de las almas de los muertos, intentando entrar en contacto con los vivos, para reclamar algo de éstos. Cerró los ojos y volvió a evocar la foto del Pére-Lachaise, que se le había quedado grabada en la memoria. John recordó que un segundo antes de que se disparase la cámara, él había gritado el título de una famosa canción de los Doors:Break on through (to tbe other side) (Pásate al otro lado). ¿Podría haber servido aquello como una especie de invocación del fantasma de Jim Morrison? ¿Era ésa la razón por la que su cara había aparecido junto a la de Anita en la fotografía? Trató de recordar la canción que había actuado a modo de conjuro con más detalle. ¿A qué «otro lado» se refería Morrison en su famoso tema? Hizo un esfuerzo de memoria y por fin le vino a la mente el pasaje clave de la canción, censurado durante años por la casa de discos de The Doors:
Everybody loves my baby
She gets high
She gets high
She gets high
She gets high.
La compañía discográfica había decidido que la frase «She gets high» (ella se coloca) era una alusión demasiado directa a las drogas y elhigh final fue sustituido, hasta el año 90, por una especie de gruñido o lamento de Morrison. El otro lado al que invitaba a pasar Jim no era por tanto el más allá, sino la realidad psicodélica que sólo se puede experimentar a través de las drogas. Pero Winston era demasiado inteligente para no darse cuenta de que los dos lados -la muerte y las drogas- estaban conectados entre sí, como dos negras bocas de un largo y siniestro túnel: había sido el abuso de estupefacientes lo que había arrastrado a Morrison -y al resto de los miembros del Club 27- hasta el otro mundo.
Al llegar al hotel, John dejó los libros en recepción, porque no tenía dónde ocultarlos y no deseaba que su mujer empezara a hacerle preguntas sobre ellos. Ya los recogería más tarde, cuando ella estuviera durmiendo o saliera sola de compras.
Anita le estaba esperando en la habitación con una adquisición muy singular, comprada aquella misma tarde. Eran unos patinesdefitness, con cuatro ruedas en línea.
– Feliz cumpleaños, mi amor -le dijo su mujer.
– Muy bonitos -respondió John, fingiendo que su regalo le encantaba-. Pero te has olvidado de un pequeño detalle, y es que no sé patinar.
– No sabes porque nunca has tenido patines. Pero hoy, que es un día tan especial, quiero que conozcas un París también muy especial. Esta noche, la de tu veintisiete cumpleaños, tú y yo vamos a vivir la ciudad de otro modo, participando en la Noche de los Patinadores.
John procuró dominarse, como siempre que su mujer hacía planes para los dos sin consultarle, pero Anita se dio cuenta al momento de que su propuesta no había sido bien recibida.
– ¿Qué te pasa? -dijo la mujer-. ¿Estás de mal humor?
– No. ¿Por qué?
– Vamos, John, conozco tus caras. ¿No te apetece el plan? -Ni siquiera sé de qué se trata. ¿Qué me estás proponiendo en realidad?
– Todos los viernes -comenzó a explicarle ella-, a las diez de la noche, una asociación de patinadores que se llama Parí Roller organiza un recorrido por París que empieza y acaba en Montparnasse.
– ¿Los viernes? Pero hoy es domingo -objetó John.
– Hemos tenido suerte, el viernes llovió y lo han movido a hoy porque con el suelo mojado es demasiado peligroso. Participan cerca de veinte mil personas y dura alrededor de tres horas. El recorrido lo cambian todas las semanas, para que no se haga monótono, y es otra forma de ver la ciudad.
– ¿Y tú pretendes que, después del tute que nos hemos dado hoy por París, ahora estemos tres horas dando vueltas en patines, de noche, por una ciudad que no conocemos? -objetó su marido.
– Tranquilo, hombre, está organizadísimo.
Anita fue en busca de su ordenador portátil, con el que había estado documentándose sobre el acto, y le mostró a su marido la página de Pari Roller y varios vídeos que había colgados en ella.
– ¿Lo ves? -dijo-. Hay motoristas de la policía abriendo paso a los participantes, hay agentes en patines acompañando a los aficionados, hay ambulancias; y están también los propios voluntarios de la organización, que ayudan a los rezagados y a los accidentados. ¿Qué me dices?
– Si te hace feliz…
– ¿Si me hace feliz? Esto lo he montado para ti, John, no para mí. ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal? No tienes buena cara.
– Hacía mucho frío esta mañana en el Pére-Lachaise, y como tuve que prestarte mi cazadora, tal vez cogiera frío y tenga ahora unas décimas de fiebre.
– John, mírame -le dijo Anita, nada convencida-. Júrame que no has tomado nada.
– Tranquila, mujer, estoy de vacaciones. Sabes que sólo necesito alguna ayudita cuando estoy componiendo.
Winston la cogió de las manos y con el tono más amoroso que era capaz de adoptar le dijo a su mujer:
– Tú has patinado desde niña, comprendo que te apetezca el plan. Hemos estado todo el día juntos y yo al menos, doy por suficientemente festejado mi veintisiete cumpleaños. Ve a darte tu paseo nocturno por París y, cuando vuelvas, te prometo que te estaré esperando despierto, para que me cuentes tu aventura de principio a fin.