77 Feelings

El lugar señalado por Ivo para realizar la entrega de las cenizas de Winston era un terreno sin urbanizar situado en el noroeste de Madrid y conocido por los vecinos de la zona con los variopintos nombres de «La charca de la rana», «Las montañas», o simplemente, «El descampado». La gente del barrio lo utilizaba durante el día para hacerjogging o pasear a los perros, pero a las cuatro de la mañana aquella zona se convertía en un páramo solitario y oscuro, en el que ni los más bragados se atrevían a adentrarse. Para evitar que el búlgaro detectase movimientos sospechosos a la hora de la entrega, Perdomo había ordenado que sus hombres se emboscasen, desde la caída de la tarde, a los cuatro lados del perímetro del descampado, que tenía forma de rombo. Él y Villanueva ocuparon un piso vacío en uno de los edificios colindantes y se prepararon para dirigir desde las alturas -pertrechados de potentes prismáticos y radiotransmisores de largo alcance- la captura del asesino de John Winston. Perdomo se había convertido en un auténtico manojo de nervios, ya desde la medianoche, y para calmarse, decidió escuchar música en un MP3, que había tenido la precaución de llevar consigo para afrontar aquella espera interminable. Con el don de la oportunidad que le caracterizaba, Villanueva le hacía comentarios cada dos por tres, lo que obligaba al inspector a retirarse los auriculares de las orejas con irritante frecuencia. A veces cerraba los ojos para hacerle ver al subinspector que no debía hablarle, pero éste entonces se acercaba a Perdomo y tras sacudirle el brazo reclamaba su atención.

– ¿Sabes cuánto piden por este piso, jefe? Me lo ha dicho el portero esta tarde, cuando nos ha facilitado las llaves.

– No tengo ni idea, Villanueva -dijo Perdomo tratando de contener su mal humor-. ¿Un millón de euros?

– ¡Hala! ¡Si son sólo noventa metros cuadrados y no tiene plaza de garaje! Piden cuatrocientos cincuenta mil. ¿No te parece una pasada?

– Sí, una pasada -respondió maquinalmente el inspector, mientras volvía a colocarse los auriculares.

Villanueva reclamó de nuevo su atención, con otro pequeño zarandeo del brazo.

– ¿Cuánto va a durar este tormento? -estalló por fin Perdomo-. ¡Dímelo, para que me vaya haciendo a la idea!

– ¿Qué tormento? -preguntó Villanueva. Y lo preguntó honestamente, como si no tuviera conciencia de que estaba molestando.

Aquella ingenuidad, que le recordó a la de su hijo Gregorio cuando era más pequeño, acabó por desarmarle. Perdomo guardó el reproductor de MP3 en el bolsillo de la americana y se entregó a la conversación aparentemente banal de su subordinado.

– ¿Quieres hablar del mercado inmobiliario? ¡Hablemos del mercado inmobiliario! -exclamó Perdomo, irónico-. ¡Venga, vamos zona por zona, a comentar los precios! Ático de doscientos metros cuadrados con terraza en el barrio de Salamanca. ¿Cuánto puede costar?

– ¿Qué te pasa, jefe? -A Villanueva se le veía dolido-. Sólo te he comentado lo de este piso porque Guadalupe y yo tenemos pensado irnos a vivir juntos.

Perdomo le miró estupefacto.

– ¿Tú y la del Pilates? ¿Estás seguro? -Seguro no, acojonado. Pero en estas cosas, si uno no se lanza…

– Desde luego que la chica lo vale -le animó Perdomo-. Pero ¿no es un poco precipitado? ¿Desde cuándo sales con ella?

– Desde el tiempo suficiente como para saber que, por mucho que lo intente, no voy a encontrar otra como ella -afirmó muy convencido Villanueva.

– Siendo así, adelante -dijo Perdomo-. Te doy mi bendición y la de toda la UDEV. -Y trazó en el aire la señal de la cruz.

– ¿Y tú qué, jefe? -preguntó el otro-. ¿Cómo te van las cosas en el terreno sentimental?

Perdomo no tenía la menor intención de hablar de su situación afectiva, y menos con Villanueva, pero no quería ser descortés.

– Ahí estamos -respondió, pensando que con eso se libraría de más preguntas. Pero el subinspector insistió.

– ¿Dónde estamos? Quiero detalles, jefe.

– ¡Es una historia complicada, Villanueva! ¡No me hagas hablarte de ella a estas horas de la noche! ¡Joder!

El subinspector remató su batería de preguntas preguntándole a su jefe si era feliz. A Perdomo le hizo gracia la ingenuidad del planteamiento y decidió contestar.

– Soy todo lo feliz que se puede ser cuando quieres dos cosas al mismo tiempo y sólo puedes tener una de ellas. Y no pienso responder a ninguna otra pregunta sobre mis relaciones personales, ¿te queda claro?

Villanueva decidió cambiar de tema.

– ¿Crees que le atraparemos? -preguntó.

– ¿A Ivo? No lo sé -dijo el inspector-. Tenemos un buenflop, pero hay que esperar hasta el river.

– ¿Perdón? -Villanueva no tenía ni la más remota idea de a qué se refería su jefe.

– Es jerga de póquer -aclaró Perdomo-. Me he aficionado a él últimamente.

– Si ese asesino comete la locura de adentrarse en el descampado -afirmó el subinspector-, es nuestro seguro. ¿Por dónde va a escapar? Tenemos el terreno totalmente cercado.

– Olvidas que puede coger a la viuda de Winston de rehén -dijo Perdomo-. O liquidarla allí abajo, en el descampado. Es posible que la obligue a acompañarla hasta su coche y que no la suelte hasta que no se sienta a salvo. Pero nosotros le seguiremos a distancia, en vehículos camuflados.

– ¿Sabe realmente Anita lo que puede llegar a ocurrirle? ¿Conoce la verdadera dimensión del peligro al que se está exponiendo?

Perdomo miró a su subordinado y luego le confesó su convicción más íntima.

– No sólo lo sabe, sino que creo que una parte de ella lo desea, se lo noté en la voz. Una parte de esa mujer desea encontrar la muerte esta noche, para poder reunirse para siempre con su marido, donde quiera que esté. Hay que estar preparados, porque dentro de pocas horas puede suceder cualquier cosa.

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