Madrid, junio de 2010
– Tengo un candidato para el Midas -anunció con su voz aflautada el subinspector Villanueva por el walkie-talkie.
Era una noche calurosa de junio y amenazaba tormenta en los alrededores del Estadio Santiago Bernabéu, donde los hombres de la Sección de Homicidios de la UDEV -la unidad de élite de la Policía Judicial- habían montado una operación especial. Un confidente a sueldo les había hecho saber que aquella noche podría reaparecer Rafi Stefan, alias Ivo, un peligroso delincuente perteneciente a la mafia búlgara, especializado en falsificación de entradas, que el año anterior había asesinado a un hincha del Real Madrid de un solo hachazo en la cabeza.
Ni siquiera a los socios del F. C. Barcelona les había parecido aquélla una buena noticia.
Los hechos habían tenido lugar a plena luz del día, en las cercanías del estadio, mientras Ivo practicaba la reventa a bordo de una desvencijada furgoneta blanca, y la brutal agresión la habían presenciado al menos dos docenas de testigos, que hacían cola ante él para comprar entradas para la Final de la Champions League. A dos de ellos, los sesos de la víctima les habían salpicado en plena cara.
Tras descender del vehículo para partirle la cabeza en dos a un jubilado (que se negaba a abonarle el abusivo importe de las localidades), Ivo había vuelto a subir a su cochambrosa furgoneta y se había alejado del lugar del crimen a uña de caballo. Ninguno de los testigos había osado detenerle ni perseguirle, e Ivo había permanecido oculto, en paradero desconocido, durante casi un año. Ahora, tal vez acuciado por las necesidades económicas, había resuelto volver a las andadas.
– Dame la descripción del sospechoso, antes de someterlo al Midas -ordenó a su ayudante el inspector Perdomo, al frente de todo el operativo policial-. No quiero que mañana nos saquen en primera página de los periódicos, por haber dado el coñazo al personal en vano.
Villanueva tardó un rato en responder, seguramente porque estaba elaborando una lista mental de todos los rasgos físicos del sujeto. Perdomo, impaciente, le presionó con una pregunta antes de que Villanueva hubiera atendido su petición.
– ¿Ha sonreído?
Una de las claves para reconocer a Ivo eran sus dientes de oro. Con toda probabilidad, el búlgaro se habría ocupado de alterar su aspecto físico con motivo de su reaparición estelar, el día del concierto de The Walrus, que había despertado una enorme expectación. Resultaba fácil dejarse barba o bigote o cambiar de estatura mediante zapatos con alza -los célebres Sarkozys, como empezaba a llamarlos mucha gente-, pero arrancarse todas las fundas de oro de los dientes delanteros era algo que sin duda se le habría hecho muy cuesta arriba. Ivo estaba más orgulloso de su dentadura que David Beckham de sus tatuajes.
– ¡No hay forma de que sonría, el cabronazo! -respondió contrariado el subinspector Villanueva-. Y eso que motivos tiene, porque la zona en la que me encuentro está infestada de tenderetes, en los que se venden los objetos más delirantes. Hay un chino que vende perros mecánicos, que levantan la patita y expulsan un líquido amarillo…
– ¿Perros que hacen qué? -interrumpió Perdomo, estupefacto.
– Perros que mean, jefe, sólo me estaba haciendo el fino. ¡Pero es como te lo estoy contando! Y sin necesidad de árboles, ni de farolas. El chino les da cuerda, los pone en el suelo y los chuchos dan cuatro pasos y sueltan una meada que llega hasta el paseo de la Castellana.
– ¡No te quedes conmigo!
– No es coña, ¿a que no, Charley?
El agente interpelado, en línea con Perdomo y Villanueva, tardó en responder.
– Charley, ¿estás ahí? -le preguntó de nuevo el subinspector.
– Sí, jefe, estoy aquí-dijo el otro, al fin-. Estaba hablando con mi chica por el móvil. Tiene un globo de narices porque hoy es mi cumpleaños y quería estar conmigo.
– ¡A tu chica que le den, nosotros estamos primero! -intervino Villanueva-. En cuanto trinquemos al búlgaro, nos vamos de cañas, que tienes toda la vida para estar con ella y a nosotros quién sabe cuándo volverás a vernos. Además, estoy deseando darte tu regalo: el DVD de The WalrusLive in Buenos Aires! Se lo acabo de comprar a otro chino, al módico precio de cinco euros.
– ¡Un subinspector de policía trapicheando con música pirata estando de servicio! -exclamó Perdomo-. ¿Qué me falta ya por ver?
– Si estuviera editado, lo hubiera comprado por lo legal, jefe. Pero esto es material inédito. ¡El concierto fue la semana pasada, y ya lo tenemos en España, con carátula y todo!
– Happy Birthday to you!, querido Charley -dijo Perdomo, que ignoraba que el agente estaba de fiesta.
– ¡Gracias, jefe! -dijo el agente-. Y gracias también a usted, subinspector. ¡Dicen que el concierto de Buenos Aires fue la leche!
– ¡Se terminó la conversación sobre el DVD pirata de los cojones! -zanjó Perdomo-. ¡Me vais a obligar a llevaros a Jefatura, a ti, a Villanueva y al chino que los vende! ¿Qué pasa con el búlgaro?
– Esto está mal iluminado -se justificó Villanueva-, pero por lo que he podido ver, se ha dejado el pelo largo, lleva unas Ray Ban oscuras y va embutido en un traje, para mí que de Armani, con chaleco incluido. Y hace un rato ha sacado un iPod y se ha puesto a escuchar música.
– ¿Dónde está ahora? -Perdomo empezaba a salivar, presintiendo una captura inmediata.
– Lo tengo a treinta metros, jefe -dijo el subinspector-. Debe de estar esperando algo, porque no hace nada. Es como una estatua, plantado en la acera frente a la torre A, la que hace esquina con Padre Damián y Concha Espina. Si yo estuviera al mando, pasaba del Midas y me lo llevaba detenido a la UDEV en este mismo instante. Tiene una pinta de búlgaro que no puede con ella.
Perdomo ni siquiera perdió el tiempo en preguntarle en qué consistía tener «pinta de búlgaro» y dio una orden tajante a Villanueva.
– Negativo. Hacedle el Midas. Si resulta que no es el que buscamos, podemos seguir con la batida dentro de diez minutos.
Midas era el acrónimo deMobile Identification At Scene y servía para designar un novedoso dispositivo ideado por los británicos, similar a una BlackBerry, con el que se podían tomar in situ las huellas dactilares de un sospechoso y enviarlas inmediatamente por línea de datos a la central para su identificación. Era tan polémico que los periodistas españoles habían hecho equivaler sus siglas a las de Mecanismo Ilegal de Detención Arbitraria y Suspicaz.
– ¡No le veo! -gritó alarmado Villanueva por el intercomunicador de radio.
Perdomo no daba crédito a lo que acababa de suceder.
– ¿Cómo que no le ves? ¿No decías que era una estatua?
– ¡Pues ya no está, el hijo de puta! -exclamó el subinspector-. He desviado la mirada unos segundos para resetear el Midas y cuando he vuelto a subirla, ¡Ivo había desaparecido!
– ¡Eso no puede ser! -vociferó Perdomo-. ¿Cuántos hombres tienes en la torre A?
– Uno, sin contar con Charley, pero me había pedido permiso para ir al servicio y se lo he dado. ¡Los putos perros del chino dan unas ganas de mear que no te imaginas! ¡Espera, ya le veo! Va derecho a la puerta 58, se va a meter en el estadio. ¡El tío se mueve a una velocidad increíble, parece que en vez de piernas estuviera usando un carrito de golf!
– ¡Trincadle! -ordenó Perdomo-. No esperemos más. Y cuando le tengáis, ni Midas, ni Modas. Me lo esposáis bien esposadito y me lo lleváis a la UDEV echando leches.
– ¿Y tú? ¿No vienes?
– No, si te parece me quedo aquí hasta que encuentre perros que hacen caca, ¡no te fastidia! ¡Joder! Para una vez que podía haber visto gratis un partido de Copa de Europa y resulta que lo que me voy a tragar esta noche es un puto concierto de rock. ¡Me encanta!