17 My eyes have seen you

Al llegar al hotel de la place Vendóme donde estaban alojados, lo primero que hizo Winston, antes siquiera de subir a la habitación, fue enterarse por el conserje de si alguien conocía la historia del fantasma de la tumba de Jim Morrison. El hombre se limitó a poner caradeje suis desolé y a prometerle que intentaría averiguar el dato. John le preguntó entonces si tenía a mano algún periódico británico y el empleado le facilitó un par de ellos. El Times no hacía mención alguna a su entrada en la edad fatídica pero The Independent, en sus páginas de cultura, reproducía su fotografía al lado de los otros cinco grandes. «Will he die?», se preguntaba el diario, al más puro estilo de los tabloides sensacionalistas.

Una hora más tarde, cuando la pareja bajó a la terraza del hotel para tomar el aperitivo, una señorita rubia de estatura inverosímil -debía de rondar el metro ochenta y cinco- enfundada en un traje sastre de rayas y que portaba un MacBook Air en la mano se presentó ante ellos como la relaciones públicas del hotel.

– Mi nombre es Janis -dijo con una sonrisa encantadora-. Creo que están interesados en esa leyenda del Pére-Lachaise, ¿no? Díganme cuándo es un buen momento para ustedes y yo, con mucho gusto, me encargaré de aclararles todas las preguntas que tengan al respecto.

John y Anita le comunicaron que aquél era un momento tan bueno como otro cualquiera para hablar del tema e invitaron a la relaciones públicas a que les acompañara a tomar el aperitivo.

– Lo primero que tienen que saber -comenzó a aclararles aquella kilométrica mujer- es que los relatos de fantasmas atraen a los turistas. El Pére-Lachaise no los necesita (me refiero a los fantasmas, no a los turistas) porque ya habrán visto que es un lugar maravilloso para pasear y tan lleno de celebridades como el Paseo de la Fama de Hollywood. ¿Pudieron ver la tumba de Edith Piaf?

– No nos dio tiempo -se lamentó Anita-. Tardamos casi media hora en localizar la de Morrison y luego tuvimos que irnos, porque aquello empezó a llenarse de turistas. Con mi marido es imposible moverse a gusto por sitios con gente, porque siempre le confunden con ese actor de moda -añadió, casi en tono de reproche.

– Bueno, ya la verán otro día -les consoló la relaciones públicas-. El Pére-Lachaise merece más de una visita. ¿No les resultó encantadora esa sensación que se vive allí dentro de que el tiempo se ha detenido por completo?

Los recién casados asintieron con la cabeza.

– Y desde la parte más alta del cementerio hay unas vistas preciosas de la ciudad -añadió la chica. Luego la sonrisa se borró de su cara-. ¿Quién les habló del fantasma?

– Un tipo extraño que apareció de repente y dijo ser compositor -respondió John.

La mujer asintió, dando a entender que conocía al personaje.

– Ah, debe de tratarse de Leo -dijo-, un tipo pintoresco que deambula a veces por el cementerio. Está algo trastornado, pero es inofensivo. En ocasiones se hace pasar por el compositor Erik Satie y ya casi se ha convertido en otra atracción más del Pére-Lachaise. Pero sabe mucho del lugar, seguro que les tuvo un rato entretenidos, ¿me equivoco?

– Le invitamos a que se hiciera una foto con nosotros ante la tumba de Morrison -dijo Winston- y le entró una especie de ataque de pánico. Se marchó a toda prisa, diciendo que no le gustaban los fantasmas.

La relaciones públicas volvió a ponerse seria y comenzó a relatarles los hechos.

– La cosa se remonta a 1997, cuando un periodista musical llamado Brett Meisner se hizo una foto ante la tumba de Morrison, nada fuera de lo corriente, si tenemos en cuenta que ese lugar recibe de media a unos mil visitantes al día. Meisner no prestó mucha atención a su autorretrato hasta algunos años más tarde, cuando con motivo de un artículo que estaba preparando sobre los Doors, volvió a examinar la foto. En ella aparece el periodista en vaqueros y forro polar, y detrás de él…

La relaciones públicas hizo una pausa melodramática tan eficaz que la mano de Anita se clavó, como una garra, sobre el antebrazo de John.

– … se puede ver claramente la imagen de un hombre con el torso desnudo y los brazos extendidos, como un crucificado. Muchos aseguran que es el fantasma de Morrison.

La mujer volvió a callar, como para sopesar desde el silencio el efecto que sus palabras habían causado en sus interlocutores.

– He traído mi ordenador -dijo al cabo-. ¿Quieren ver la fotografía?

– Sí -dijo John.

– ¡Yo no quiero! -protestó Anita-. ¡Creo que ninguno de los dos deberíamos verla!

– ¿Por qué? -inquirió John-. ¿Crees que me voy a sugestionar?

– No es por eso. La foto seguramente es unfake, pero precisamente por eso, creo que dará más miedo. Es lo mismo que pasa con las psicofonías que lleva la gente a los programas de esoterismo. Sabes que son falsas, pero luego te pasas toda la noche escuchándolas en tu cabeza, porque están muy bien hechas, y se convierten en más reales que si fueran verdaderas.

La relaciones públicas cerró la tapa del ordenador ante el gesto resignado de John, que por un lado ardía en deseos de contemplar aquel supuesto montaje, pero, por otro, no quería hacer enfadar a su mujer en plena luna de miel.

– Lo cierto es que Meisner -continuó la empleada del hotel-, que era completamente escéptico, hizo que un especialista analizara la foto y éste aseguró que no se trataba ni de una doble exposición ni de un efecto de iluminación.

– ¿Pues qué explicación dio entonces? -preguntó John, intuyendo que la respuesta iba a ser inquietante.

– Ninguna en absoluto. Afirmó que la foto era inexplicable.

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