El comisario jefe de la UDEV, Ángel Luis Galdón, estaba preocupado por la falta de progresos en la investigación del asesinato de John Winston. El Ministro del Interior le había insinuado ya la necesidad de aceptar la colaboración de Scotland Yard, que se había ofrecido para ayudar a esclarecer el crimen desde que éste saltara a las primeras páginas de los periódicos. Galdón le prometió al ministro que evaluaría los pros y contras de esta propuesta, aunque en su fuero interno sabía perfectamente que Perdomo se tomaría como una ofensa personal el hecho de que investigadores de otro país -por mucho prestigio que tuvieran- se dedicaran a meter las narices en sus asuntos. Al fin y al cabo, el índice de crímenes resueltos por el inspector Perdomo en la UDEV era un treinta y cinco por ciento superior a la media de la unidad. El epíteto de superpolicía que la prensa solía emplear con él estaba plenamente justificado.
– ¡El ministro está que echa humo -le dijo Galdón a Perdomo, cuando éste entró en su despacho a darle novedades- porque los asesinatos en España han crecido por vez primera en seis años! Nos hemos colocado en una tasa de tres muertes violentas por cada cien mil habitantes. Si a esto sumamos que, en índice de paro, doblamos la media de la Unión Europea, lo cierto es que empezamos a dar imagen de país tercermundista en la comunidad internacional.
– Recuérdale al ministro de mi parte -respondió muy arrogantemente el inspector- que España es más segura que la inmensa mayoría de los países de su entorno. Ahora mismo sólo Grecia, Portugal e Irlanda tienen índices de criminalidad inferiores a los nuestros. En cambio Suecia, Bélgica, o el propio Reino Unido, doblan las tasas españolas de delincuencia. ¿Qué noticias tenemos del agente Charley?
– Esta misma mañana le han pasado a planta y le hemos podido interrogar. Charley asegura que forcejeó con el búlgaro antes de que éste le arrojara al vacío, por lo que no descartamos que pueda haber ADN de Ivo entre sus uñas.
– ¡Eso sería magnífico -exclamó Perdomo-, por fin tendríamos su huella genética en nuestros archivos, en los que, por no haber, no hay ni siquiera una foto decente! Ese búlgaro cabrón es como un fantasma.
– Tendrías que haberle pegado dos tiros cuando te topaste con él en Santa Ana -dijo el comisario-. ¡Putos inmigrantes! ¡Están convirtiendo nuestro país en una cloaca!
Perdomo conocía de sobra los prejuicios xenófobos de su superior, que entraban en conflicto con los datos reales suministrados por el Instituto Nacional de Estadística. De cada cien veces que se quebrantaba la ley en España, setenta lo hacían los propios españoles, algo que echaba por tierra el tópico que relacionaba a los inmigrantes con la delincuencia. Sin embargo, el inspector sabía que era inútil argumentar con Galdón, un hombre que desconfiaba de las encuestas aún más que de los extranjeros.
– Te he contado las buenas noticias -prosiguió Galdón-. Ahora voy a darte las malas. Al saber que había quedado parapléjico, la novia de Charley ha desaparecido del mapa. El muchacho se ha quedado más solo que la una.
– ¿Cómo te has enterado?
– Me lo han dicho sus padres esta mañana, en el hospital -le explicó el comisario-. Como podrás suponer, están hechos polvo.
Perdomo se puso pálido. La noticia le produjo tal rechazo que trató, por todos los medios, de buscar una justificación para el comportamiento de la joven.
– Tendrían problemas desde hace tiempo -dijo-. Si alguien está verdaderamente enamorado, no desaparece de tu vida de la noche a la mañana, y menos cuando más te necesitan.
Galdón rebuscó un cigarrillo en su paquete de tabaco y al comprobar que estaba vacío lo estrujó con su mano izquierda y lo arrojó con gesto airado al otro lado del despacho. Era el único policía de la UDEV que pasaba por alto sistemáticamente la prohibición de fumar en los edificios públicos.
– Cuidar de un parapléjico no es fácil -musitó con expresión impotente, después de haber comprobado que no le quedaba ni un solo cigarrillo en todo el despacho-. Ni yo mismo sé cómo reaccionaría, en caso de que a mi mujer le ocurriera algo semejante. Bueno -exhibió una sonrisa, que pretendía ser picara-, sí que lo sé.
– ¿Has hablado con los médicos? -preguntó Perdomo-. ¿Te han explicado si Charley podrá funcionar a nivel sexual?
– Parece que sí -respondió el comisario con un mohín de disgusto en la boca, como si le provocara rechazo imaginarse a una mujer teniendo relaciones íntimas con un minusválido. Luego, con el gesto impaciente de quien se ha quedado sin tabaco y sólo piensa en ir a buscar el ansiado cigarrillo, dijo-: Bueno, a ver, ¿qué tenemos?
– He interrogado ya a la viuda, va a heredar quince millones de dólares, pero estaba en Londres la noche del crimen.
– ¿Y eso qué prueba? Si tiene un móvil poderoso, pudo haber contratado a alguien para librarse del marido.
El comisario estaba en lo cierto. El mercado de sicarios estaba cada vez más en auge en todo el mundo, debido a la crisis económica. Cobraban entre cincuenta y cien mil euros por homicidio y los que actuaban en España -generalmente paramilitares latinoamericanos- solían tener pasaporte de Costa Rica, Venezuela, Guatemala o México, países que no requieren visado. En ciudades como Madrid y Bilbao, esos asesinos a sueldo estaban montando auténticas oficinas del crimen, bajo la cobertura de negocios legales, como locutorios o bares.
Perdomo sabía que tema poco tiempo, porque Galdón no tardaría en levantarse de la mesa para apagar su sed de nicotina, de modo que decidió ir al grano.
– No vamos a descartar aún a la viuda, pero por el modus operandi del asesino, yo me inclino por otras dos líneas de investigación. Una es Chapman, el pirado que mató a Lennon. En cuanto el FBI termine de interrogarle, sabremos si está implicado.
– ¿Cuál es la otra línea de investigación? -preguntó Galdón.
– Un pirata informático llamado O'Rahilly -dijo Perdomo-. Uno de los músicos de la banda de Winston nos ha facilitado un vídeo que prueba que O'Railly ha conseguido diseñar clones holográficos de los miembros de la banda para montar conciertos ilegales por todo el mundo.
– ¿De qué cojones me estás hablando? -dijo Galdón, totalmente en la inopia. Era la primera vez en su vida que alguien le hablaba de holografía.
– Te hablo de delincuencia altamente especializada en 3D -aclaró el inspector-. O'Rahilly ha diseñado clones de los cuatro miembros de la banda, en tres dimensiones, y podría haber eliminado a Winston para que la copia sustituya al original. Es la última forma de piratería que nos quedaba por ver, la que suplanta al artista en concierto por un engendro, hecho de luz y sonido.
– Interroguémosle -ordenó de inmediatro el comisario-. ¿Dónde reside ese sujeto?
– Ahí está el problema -dijo Perdomo-. O'Rahilly rara vez sale de su barco pirata, que tiene fondeado en las aguas internacionales del estrecho de Oresund.
El mono de tabaco del comisario Galdón había llegado ya al paroxismo. Incapaz de aguantar ni un segundo más sin cigarrillos, rescató una infecta colilla de uno de los dos ceniceros que tenía sobre la mesa y después de estirarla y alisarla con los dedos, para que ofreciera mejor aspecto, se la llevó a los labios con sus dedos temblorosos y amarillos de nicotina.
– ¡Me da igual que haya sido la viuda, el pirado de Chapman o el pirata Pata de Palo, Perdomo! -bramó-. ¡Este asesinato hay que resolverlo cuanto antes! ¿De qué nos vale tener cien sospechosos si no tenemos ningún imputado? Te doy siete días. Pasado ese plazo, a menos que me entregues a alguien concreto a quien imputarle el delito, me pongo en contacto con Scotland Yard para que manden un equipo de refuerzo. ¡Si alguien se tiene que cubrir de ridículo por no haber resuelto el crimen del año, prefiero que sean los británicos!