París, nueve meses antes
– ¿Se encuentra mal el caballero? -preguntó el maitre del restaurante al observar que Winston se había quedado completamente pálido y sin poder terminar su postre.
El líder de The Walrus le hizo un gesto con la mano, como para pedirle que se alejara y le permitiera respirar, y a continuación se levantó tambaleante de la silla para ir a sentarse junto a su mujer, que tenía un asiento más cómodo, tipo sofá, al otro lado de la mesa. Una vez allí, reclinó hacia atrás la cabeza, cerró los ojos y comenzó a respirar despacio y muy profundamente, esperando a que se le pasara el sobresalto.
– John -le dijo su mujer con gesto grave-, no es Jim Morrison el que aparece en la foto del Pére-Lachaise, eres tú. Lo acabo de comprobar.
Anita intentó que su marido le echase un nuevo vistazo a la pantalla de la cámara, pero éste volvió la cabeza hacia otro lado, como un niño rechazando un plato que no le gusta. Ella suspiró de impotencia: nunca le había visto tan asustado. Cuando John se obcecaba en algo, era imposible hacerle desistir de sus obsesiones. Esto suponía una ventaja cuando le daba la vena creativa, ya que le hacía perseguir sus ideas musicales hasta el final, pero se convertía en un verdadero fastidio cuando algún pensamiento paranoide se alojaba en su cabeza. En vez de tratar de hacerle entrar en razón, la mujer intentó la vía del humor.
– De acuerdo, John, a ti no se te puede engañar. El de la foto es Jim Morrison. Como sé lo mucho que le admiras, le telefoneé para que viniera a felicitarte en tu vigésimo séptimo cumpleaños. Lo que nunca me imaginé es que se pondría delante de ti en el momento de hacernos la instantánea.
El músico la miró muy serio. La vena de su sien derecha se le hinchó, hasta el punto de que parecía a punto de estallar. Y lo hizo, sólo que en vez de ser una explosión de ira, fue de risa.
– ¿Soy un gilipollas, no? -preguntó carcajeándose, con los ojos anegados en lágrimas-. Vamos, dímelo a las claras, me lo tengo merecido.
– No eres un gilipollas, John, eres un ser humano -le respondió su mujer, muy seria-. ¡Hoy es un día especialísimo en tu vida, la prensa te ha estado machacando con el Club 27 desde hace meses! Es normal que estés alterado. Por si fuera poco, venimos de una visita muy emotiva al cementerio de Pére-Lachaise (tanto, que incluso te ha inspirado una canción) y luego hemos tenido esa conversación tanfreaky con la relaciones públicas del hotel, que a mí personalmente me ha parecido una majadera. ¡Es tan evidente que la foto es un montaje!
Al salir del restaurante, John, que no se había separado ni un solo minuto de Anita desde que llegaron a París, sorprendió a su mujer con una propuesta.
– Se me han acabado las púas para la guitarra -dijo-. Voy a acercarme a Total Music a comprar unas cuantas y a echar un vistazo a la tienda. Dicen que es una de las más grandes de Europa. ¿Podrás vivir sin mí durante un par de horas?.
– Si es sólo para comprar púas, puedes enviar a alguien del hotel -sugirió su mujer-. Nos están cobrando un dineral por noche, ¿no? Que se lo ganen.
– Necesito pasear -dijo John en un tono que no admitía réplica-. Tú espérame en el hotel o trata de visitar alguna exposición. Te llamo en cuanto haya terminado.
Anita se quedó mirando fijamente a su marido, como tratando de adivinar lo que de verdad pasaba por su cabeza.
– No irás a encontrarte con ninguna de tus ex novias parisinas, ¿verdad?
– ¿De qué hablas? -respondió Winston, con una inocencia afectada.
– Una vez me contaste algo de una tal Chou-Chou. Prométeme que no vas a llamarla, ni te irás derecho a verla en cuanto yo desaparezca por esa esquina.
Winston cogió las manos de su esposa entre las suyas y las besó.
– ¿Por quién me has tomado? Hace años que le perdí la pista a esa putita -dijo John, sonriendo.
– En ese caso -replicó la mujer- no hay razón por la que no pueda ir contigo.
– No.
– ¡Aja! ¿Por qué?
– Porque ahora suena a control policial. Si no tienes la suficiente confianza en mí como para dejarme solo en París durante dos horas, es mejor que nos replanteemos toda nuestra relación de pareja.
– ¿No intentarás nada? ¿Ni Chou-Chous, ni Miou-Mious?
– Ríen de ríen, mon amour.
– ¿Y tampoco Amélies?
– Te lo juro. Sólo música.
– Te creo. Pero vete preparando, porque te espera una noche movidita,mon petit John-John.
Por el tono en que lo dijo, cualquier hombre hubiera pensado que Anita estaba hablando de sexo. Winston también lo entendió en ese sentido y le hizo un gesto picaro a su mujer, pero ésta le sacó inmediatamente de su error.
– No es esa clase de movimiento, mi amor. Ya te lo explicaré cuando vuelvas al hotel.