Mientras tanto, en casa de Amanda, la periodista le explicaba a Perdomo cómo había obtenido la confesión de Chapman.
– La que me ha telefoneado era mi colega de la cadena de televisión ABC, Denise Cook, desde Nueva York -dijo muy excitada-. La entrevista a Chapman, que es grabada, la emitirán entera el domingo, pero ella ha conseguido el fragmento donde reivindica el asesinato de Winston. Dice que me la acaba de enviar a través de una cosa que se llama FTP a mi ordenador. ¿La vemos ahora o después de cenar?
– ¿Estás de broma? -exclamó el policía estupefacto. Pero comprendió al instante que su anfitriona no hablaba en serio cuando la vio dirigirse como una flecha a su despacho, en busca de su ordenador.
Regresó tres segundos más tarde, con un portátil de última generación, en cuyo escritorio debía de haber más de medio centenar de iconos.
– ¡Vaya caos! -exclamó el policía.
– Ya te dije que mi ordenador es en realidad la Moleskine, con éste me peleo un día sí y al otro también. -Abrió el programa de correo y tardó casi un minuto en encontrar el mensaje de su amiga- ¡Aja, ya lo tengo! Pero ¿dónde está el archivo?
Perdomo comprendió que Amanda podría tardar una semana en hallar el vídeo de marras, e incluso llegar a borrarlo por error, de modo que le rogó que se hiciera a un lado y le dejara a él a los mandos del ordenador. El correo de Nueva York venía, en efecto, con un link que llevaba a una página de descargas rápidas donde la amiga periodista había subido el archivo. Pesaba más de cien megas, pero tardó apenas un minuto y medio en bajarlo del servidor donde estaba alojado. El inspector cliqueó dos veces sobre el vídeo y, mientras éste empezaba a abrirse (con la parsimonia que caracteriza todas las aplicaciones de Windows), Amanda dijo:
– Te veo hecho un auténticohacker, Perdomillo. El policía rió para sus adentros. Él no era ningún genio de la informática, pero comparado con la reportera, debía de parecer el mismísimo Bill Gates.
– Ahí tenemos a la Walters -indicó la periodista en cuanto se vieron las primeras imágenes- y ése del polo rojo es el asesino de Lennon. ¿Quieres que te vaya traduciendo o te las apañas bien con el inglés?
Perdomo negó con la cabeza, al tiempo que le hacía el gesto de silencio con el dedo, ya que Chapman había empezado a decir algo en el vídeo. El asesino convicto y confeso de Lennon -cabeza completamente rasurada- llevaba unas gafas graduadas enormes que le daban un aspecto inquietante, a medio camino entre primero de la clase y personaje de comedia barata de televisión. Hablaba con voz mortecina, hasta el punto de que parecía sedado, y de vez en cuando se humedecía los labios lentamente, con una lengua espesa y viscosa, como de sapo gigantesco.
– Si el papa Juan Pablo II me perdonó en su día -comenzó a decir Chapman- y yo ya he cumplido de sobra los veinte años a los que fui condenado por mi horrible crimen, ¿por qué debo seguir pudriéndome en la cárcel? ¿Qué pretenden conseguir, al mantenerme encerrado de por vida en este correccional? La Constitución de nuestro país lo dice muy claro, en la Octava Enmienda: el gobierno federal no podrá imponer penas crueles ni inhumanas. ¡El propósito de la prisión no es únicamente el castigo, también es la rehabilitación! ¡Y yo llevo ya treinta años en esta pocilga!
– Mark -dijo Walters, en ese tono sentimentaloide que tanto le criticaban sus detractores-, ¿has pensado dirigirte al nuevo Papa para que interceda por ti?
– ¿De qué serviría? -respondió Chapman con voz lastimera-. La decisión de mantenerme aquí hasta que muera ya está tomada. He perdido toda esperanza. Pero esta crueldad, este ensañamiento que están demostrando hacia mi persona, se les va a volver en contra.
– ¿En qué sentido, Mark?
Chapman hizo una pausa melodramática, interminable. Cinco segundos de silencio, en televisión, eran muchos segundos, y Walters estuvo a punto de no resistirlo y de hacerle otra pregunta.
– Las voces han vuelto -musitó por fin el asesino de Lennon, en un tono que a Perdomo y a Amanda les heló la sangre en las venas.
– ¿Las voces? -dijo la periodista, también con un hilo de voz. ¿Estaba realmente asustada o sólo fingía estarlo, para darle mayor dramatismo a la entrevista?
– Las voces que hace treinta años me ordenaron acabar con la vida de Lennon -continuó Chapman-. Pensé que había conseguido acallarlas para siempre, pero han vuelto.
– ¿Las estás oyendo en este momento? -preguntó la entrevistados-. Mark, ¿puedes oírlas?
– Sí, las oigo, las oigo ahora, las oigo a todas horas -dijo el preso-. La esperanza de lograr salir de aquí algún día las mantenía dormidas. Pero ahora que no hay esperanza, ya no soy capaz de pararlas.
– ¿Qué te dicen esas voces, Mark? -preguntó Walters con voz temblorosa. Su olfato de veterana periodista le hacía presentir que estaba a punto de obtener una gran exclusiva.
Chapman sonrió de manera siniestra. Sólo le faltaba pedirle a la periodista que se pusiera de rodillas y le implorara que siguiera hablando.
– ¿Qué te dicen esas voces, Mark? -repitió Walters en el tono suplicante que Chapman parecía estar exigiéndole.
– ¡Me piden… que vuelva a matar!
Hubo un fundido a negro en ese momento, señal inequívoca de que la cadena de televisión había previsto insertar, en ese punto álgido de la entrevista, un bloque de publicidad. Por fortuna, los anuncios aún no estaban incluidos en el programa y el rostro ajado de Walters reapareció a los pocos segundos para realizar otra pregunta.
– ¿Por qué, Mark? ¿Por qué quieren las voces que vuelvas a matar? ¿Y a quién quieren que mates?
– Las voces no quieren que yo muera en el olvido. Las voces quieren que vuelva a ser famoso. Por eso yo… el Instituto Monroe me ayuda, ¿sabe? Los viajes astrales…
– ¿A quién vas a matar, Mark? ¿A quién, por Dios bendito? -bramó Walters, perdiendo la paciencia.
– Ya lo he matado -afirmó Chapman impertérrito-. Y con el mismo revólver con el que liquidé a Lennon. He matado a… John Winston.