60 Money for something

Anita había citado al inspector Perdomo a la caída de la tarde, en el hotel ME donde se alojaba, y le había rogado que subiera hasta su suite, pues se encontraba algo indispuesta. Cuando aventuró ante Perdomo que tal vez su malestar podría deberse a que había bebido agua del grifo, éste la tranquilizó, asegurándole que al agua de Madrid no le ocurría absolutamente nada. Al revés, era una de las pocas cosas (junto al Museo del Prado y a la estatua del Ángel Caído) de la que los madrileños podían sentirse orgullosos. Hacía mucho tiempo que el inspector había dejado de sentir cariño hacia la ciudad que le había visto nacer, tal vez desde que Joaquín Sabina había empezado a cantar aquello de:

Los pájaros visitan al psiquiatra,

las estrellas se olvidan de salir,

la muerte viaja en ambulancias blancas,

pongamos que hablo de Madrid.

La plaza de Santa Ana era, a aquella hora de la tarde, un hervidero de gente (joven, en su mayor parte) dispuesta a dejar atrás, durante un par de horas, las preocupaciones del día. Hasta los oídos de Perdomo y Anita llegaba, desde la terraza de la suite, un auténtico guirigay de conversaciones, copas entrechocandóse, perros ladrando, saxofonistas callejeros ganándose la vida yskaters haciendo exhibiciones sobre su tabla. Tal vez porque había ido allí a pedirle dinero, Perdomo se sintió obligado a ejercer, durante algunos minutos, de guía turístico de la viuda, a la que mostró desde aquella privilegiada atalaya dónde estaban ubicadas las estatuas de Calderón de la Barca y García Lorca. Tras informarle de que el poeta granadino era el autor español más conocido y traducido en todo el mundo, el inspector decidió que ya era el momento de abordar el espinoso tema que le había llevado a reunirse con ella. Mostró a la viuda el otograma encontrado por Guerrero en la puerta de la suite real del Ritz y una ampliación de la oreja de O'Rahilly.

– Hay un ochenta por ciento de posibilidades de que el asesino de su marido sea el irlandés -le aseguró Perdomo-. Si el otograma estuviera completo, no necesitaríamos el ADN, pero aun así, quiero mostrarle una serie de extraordinarias coincidencias que convierten a O'Rahilly en el sospechoso número uno. ¿Ve las similitudes? -dijo colocando ambos documentos gráficos uno junto a otro-. El hélix y el antehélix son exactos, lo mismo que el trago, la fosa triangular y la concha. Lo único de lo que no disponemos es del lóbulo, que no se marcó en la puerta.

Anita observó las pruebas durante un rato y admitió que las coincidencias eran asombrosas.

– ¿Qué necesita de mí? -preguntó, entre temerosa y consternada-. ¿Es que estas pruebas no son suficientes?

– Me temo que no -confesó impotente Perdomo-. Para que constituyera una prueba irrefutable, tendríamos que disponer del cien por cien de la huella de oreja, cosa que ya nunca será posible. Es preciso hacernos con el ADN de O'Rahilly. Pero ese sujeto navega por aguas internacionales. ¿Qué juez sería competente para autorizar una orden de entrada y registro en su casa, que es su barco? Podrían transcurrir años hasta dar con una solución jurídica que no invalidase todo el proceso.

– Entiendo -dijo Anita, cada vez más ansiosa-. Pero sigo sin comprender en qué puedo ayudarle.

– O'Rahilly -respondió Perdomo, armándose de valor- es un jugador compulsivo de póquer, y la mejor manera de entrar en su barco es que él mismo nos invite a subir a bordo… como jugadores.

– Yo no sé jugar al póquer -la aclaró la mujer-. Lo único que manejo un poco es el truco, que es muy popular en Argentina.

Perdomo tragó saliva antes de lanzarle la propuesta.

– No he venido aquí a pedirle que juegue -dijo-, sino a que nos facilite el dinero para que podamos entrar en la partida.

– ¿Dinero? ¿De cuánto estamos hablando?

– De doscientos mil euros.

La viuda se quedó helada. Se dio la vuelta y, sin mirar a los ojos a Perdomo, dijo:

– Eso es mucho dinero. Incluso para mí. ¿Por qué no lo pone la policía? Si es para una investigación oficial…

– No es una investigación oficial -puntualizó el inspector-, es una corazonada personal. Una apuesta basada en la probabilidad y en los años que llevo como detective de homicidios. No le oculto que su dinero corre peligro y que puede perderlo todo, pero tenga presente una cosa: si conseguimos el ADN del irlandés y logramos relacionarle con la escena del crimen, más allá de cualquier duda razonable, como exigen los tribunales, no habrá rincón del mundo donde ese canalla pueda esconderse. Hasta las aguas internacionales tienen sus límites.

Perdomo vio, por la expresión de Anita, que ésta estaba indignada con la petición de fondos.

– ¡Esto es abusivo! -vociferó-. Mi marido ha sido asesinado… ¿y encima tengo que poner yo dinero, para que la policía atrape al culpable? ¿Qué es esto, una especie de broma? ¡Pues se parece mucho a un intento de soborno! Quiere unamordida, ¿no, inspector Perdomo?

– Lamento que lo vea de ese modo -dijo Perdomo, tratando de no perder la calma.

– ¿De qué otro modo quiere que lo vea? -continuó la otra, sin bajar la voz-. ¡Me está diciendo que si no le entrego doscientos mil euros no atrapará al culpable! ¿Quién me dice que ese dinero no irá directo a su cuenta corriente?

– Si me permite hablar -dijo Perdomo en su tono más neutro-, trataré de…

– ¿Quién es su superior? -Anita ya no le escuchaba-. ¡Quiero hablar con él, inmediatamente!

– Mi superior -Perdomo siguió respondiendo lo más educadamente posible- es el comisario Galdón, de la Unidad de Delincuencia Especializada y Violenta. Pero antes de que le llame para dar parte de mí (cosa a la que tiene perfecto derecho) le ruego que me escuche. ¿Está dispuesta a hacerlo?

– ¡Diga lo que sea, pero no le servirá de nada! -le espetó la mujer.

– En primer lugar -dijo Perdomo, con una sonrisa de agradecimiento en los labios-, quiero llamar su atención sobre la infalibilidad de la prueba de ADN. Es aún más precisa que una huella dactilar, y lo admiten todos los tribunales de justicia del mundo. Si entro en ese barco, puedo hacerme con una muestra muy fácilmente: un palillo de dientes, una colilla, una botella o un vaso que contenga restos de saliva, una uña, una prenda de vestir con restos de sudor, un resto de sangre o de tejido epitelial extraído de la maquinilla de afeitar, cualquier cosa me vale.

Anita no dijo nada, aunque era evidente por su expresión de interés, que estaba impresionada por la enorme cantidad de fuentes de las que era posible extraer una huella genética.

– En segundo lugar -prosiguió el inspector-, quiero aclararle que la persona que iría conmigo es una extraordinaria jugadora. El póquer Texas no es un juego tan azaroso como la ruleta; lo que cuenta en el Texas es, sobre todo, la habilidad y la sangre fría. Eso quiere decir que yo y mi compañera tenemos muchas posibilidades de multiplicar por siete la cifra que usted nos adelante. Si ganamos, usted no sólo recupera el dinero, sino que obtiene casi un millón de euros.

– ¿Quién es esa persona? -preguntó Anita, cada vez más intrigada por los detalles de la operación. El tono tranquilo y confiado en que Perdomo le estaba exponiendo el plan comenzaba a surtir efecto.

– Una periodista del diarioLa Nación -le explicó Perdomo-. Se llama Amanda Torres.

– ¿Es jugadora profesional?

– No, pero podría serlo. Como muchos periodistas, juega al póquer desde la adolescencia.

Anita empezó a pasear arriba y abajo de la terraza de la suite, como si estuviera hablando con Perdomo por el móvil.

– ¿Por qué necesitan exactamente doscientos mil euros? -mientras procesaba la información que le estaba suministrando el policía-. ¿Por qué no seis mil, o un millón?

– Las partidas que organiza O'Rahilly son torneos -le explicó Perdomo-. A cada jugador se le exige unbuy-in mínimo para sentarse a jugar, es decir, una especie de cuota de inscripción. El irlandés empezó montando partidas relativamente modestas, pero ahora nadie puede entrar a jugar con él por menos de cien mil euros. El éxito de sus timbas de póquer le ha obligado a establecer un filtro económico.

Anita sacudió la cabeza con incredulidad.

– ¡Ese hombre es un pirata, un delincuente informático! -exclamó-. ¿Por qué la gente quiere jugar con él?

– O'Rahilly -respondió el inspector- es una especie de abanderado de la lucha contra los derechos de autor y en los países nórdicos, el Partido Pirata tiene cada vez más auge. Aunque es un bandido, la gente le ve como un bandido simpático, como un Amanda Hood. Eso ha hecho que la lista de aspirantes a sentarse a su mesa haya crecido exponencialmente en los últimos meses. Lo cual me lleva al tercer punto, sobre el que quisiera hacer hincapié antes de que haga esa llamada a mi superior. Desde que comenzó la investigación del asesinato de su marido, sólo hemos tenido un golpe de fortuna, y es que la señora Torres conociera a un miembro de la tripulación delRevenge. Creo que si no aprovechamos esa inesperada puerta que se acaba de abrir ante nosotros, jamás nos lo perdonaríamos.

– ¿Un miembro de la tripulación? ¿De quién se trata? -preguntó Anita, llena de curiosidad.

– Del cocinero del barco, un viejo amigo y colaborador de la señora Torres. Está haciendo gestiones para meternos en la partida, saltándose una lista de espera kilométrica.

– ¿De modo que aún no están dentro? ¿Por qué no espera hasta entonces, para pedirme el dinero?

– Para ganar tiempo. Estamos convencidos -dijo Perdomo- de que el cocinero logrará meternos en la partida, señora. O'Rahilly le tiene en muy alta estima, y hará cualquier cosa por complacerle.

La viuda empezaba a ver el plan de Perdomo con más simpatía, pero se resistía al hecho de tener que arriesgar una suma tan elevada. Sorprendió a Perdomo al iniciar una especie de regateo.

– ¿Por qué tienen que ir dos jugadores? Cien mil euros sería una cifra mucho más sensata, ¿no le parece?

El inspector se mostró inflexible en este punto.

– Tenemos que ir los dos, obligatoriamente -sentenció-. El Texas Hold'em es un juego endemoniado y la única que sabe jugarlo es la señora Torres. Yo seré el encargado de obtener el ADN, cuyas muestras son muy delicadas de manipular, mientras que ella se ocupará de que usted multiplique por siete su inversión.

– Supongamos que no consigue lo que quiere -objetó Anita-. O peor aún, que lo consigue y el ADN de O'Rahilly no coincide con el de la puerta de la suite del Ritz.

– Eso nos permitiría descartar definitivamente a nuestro principal sospechoso, y en ningún caso podríamos calificar la expedición como un fracaso.

– Pero ¿y si además de todo eso, la señora Torres pierde la partida? -insistió Anita.

– El riesgo es grande, lo admito -concedió el policía-, pero también pueden llegar a serlo los dividendos. Debe ser usted quien valore si la apuesta le compensa o no. ¿Cuánto suponen doscientos mil euros para una mujer que maneja una fortuna como la suya? Y sobre todo, ¿qué está comprando con ese dinero? Ésas son las preguntas a las que debe responderse. Yo he venido hasta aquí sólo para hacerle saber que existe la posibilidad de realizar esa apuesta. Ahora, si quiere, haga esa llamada a mi superior.

La viuda emitió un profundo suspiro y permaneció largo rato en silencio. Perdomo pensó que estaba evaluando la propuesta económica, pero se equivocó. Había sido seducida por una hipnótica melodía de saxo que, como una voluta de humo, se elevaba hasta ellos desde la plaza de Santa Ana.

– Esa canción le encantaba a mi marido -musitó la viuda, como en trance.

– A mí también me ha llamado la atención -mintió el inspector, para mostrarse lo más empático posible-. ¿Qué es?

– My love and I, el tema de amor de la película Apache -le aclaró la mujer-. John siempre decía que, en los temas lentos, intentaba que la guitarra le sonase como el saxo de Coleman Hawkins.

Anita se frotó los brazos y Perdomo vio que tenía la carne de gallina.

– Estoy destemplada -dijo la mujer-. Es mejor que rematemos dentro esta conversación.

Ambos pasaron al interior de la habitación y la mirada del inspector fue a posarse sobre la urna que contenía los restos mortales de John Winston.

– ¿Ha pensado ya en lo que va a hacer con las cenizas? -preguntó.

– De momento -respondió la viuda-, pasarlas a otra urna. Me olvidé de advertir en el crematorio que la urna tenía que poder viajar en avión y me entregaron las cenizas en una de material opaco. La legislación internacional especifica que, incluso las urnas fúnebres, tienen que ser escaneables a través de rayos X, así que me han aconsejado que encargue una provisional (de plástico o madera) para poder transportar los restos de John hasta Escocia. Es una pena, porque ésta me gustaba mucho -añadió, mientras animaba a Perdomo a que la examinara más de cerca.

El inspector observó que, en lugar de las fechas de nacimiento y muerte, la urna llevaba grabada esta inscripción:

John W. Hammond

27 años, 9 meses, 27 días

Anita le explicó que, por expreso deseo de su marido, se había hecho constar sólo el tiempo que éste había disfrutado de la vida. Ambos se habían conocido en la Ciudad Eterna, ciudad en la que habían aprendido que los antiguos romanos -ya fueran paganos o cristianos- valoraban tanto la vida terrenal que, en sus tumbas, sólo figuraba el tiempo que habían permanecido entre los vivos. A Perdomo no se le pasó por alto que el número 27 se repetía dos veces en la inscripción, y que 9 no sólo era un submúltiplo de 27 sino la suma de 2 + 7.

– John no quería creer en la maldición del club, pero al final el 27 fue el número que marcó su vida, de la misma manera que el 9 marcó la de Lennon.

La viuda tomó en sus manos la urna con las cenizas de su marido y acarició su nombre, con el dedo pulgar.

– Ahora que le veo aquí, reducido a polvo, recuerdo que John tuvo pesadillas terribles con su propia muerte durante un tiempo. Soñaba que los miembros del Club 27 le perseguían para convertirlo en lo que es ahora. Tuvo que tomar ansiolíticos durante meses, porque estaba convencido de que no sobreviviría a la edad fatídica. Pero en cuanto cumplió los veintisiete, que es cuando su angustia debía haber alcanzado el paroxismo, se lo empezó a tomar con mucha más calma, incluso con humor, y escribió una canción muy hermosa, basada en un poema de Cari Sandburg. «El pasado es un cubo lleno de cenizas» es una especie de aceptación de John de su propia mortalidad.

A Perdomo no le importó reconocer que no sólo no conocía la canción, sino que ni siquiera había oído hablar nunca de Cari Sandburg.

– Es un poeta estadounidense-le ilustró la viuda-, falleció en los sesenta. Tiene una definición de la poesía que a John y a mí nos encantaba: «La poesía es el abrir y el cerrar de una puerta, que deja a los que miran pensando en lo que se ve durante un momento».

– Es una buena metáfora -concedió el inspector-. ¿Y dice usted que en la canción su marido habla de su propia muerte? ¿En qué términos?

– «Sé que voy a morir», dice al comienzo, «y ya no me preocupa. La muerte es mi amiga, si no fuera por ella, no habría hecho ni la mitad de las cosas que me había propuesto». Es la conciencia de nuestra propia mortalidad, como algo que nos incita a la acción. También hay un pasaje muy hermoso sobre lo inútil que resulta tratar de escapar de la muerte, en el que alude al famoso cuento del amo y el criado deLas mil y una noches. ¿Lo conoce?

– No, pero me encantará saber de qué trata -respondió Perdomo.

– Un criado de un rico mercader de Bagdad se encuentra, una mañana, con la Muerte en el mercado. Observa que ésta le hace un gesto y, aterrado, huye a la casa de su amo. «¡Amo, amo!», grita. «¡Prestadme el caballo más veloz de vuestra cuadra!» «¿Por qué habría de desprenderme de mi caballo favorito?», pregunta sorprendido el mercader. «Esta mañana me he cruzado con la Muerte en el mercado y me ha hecho un gesto de amenaza», le explica el criado. «Pero antes de que anochezca, me habré puesto a salvo en la lejana ciudad de Ispahán.» El mercader se compadece de su criado y accede a dejarle la montura. Tras ver cómo se aleja al galope, acude él mismo al mercado y también se tropieza con la Muerte. «Muerte», le pregunta. «¿Por qué has hecho un gesto de amenaza esta mañana a mi criado?» «No ha sido un gesto de amenaza», le responde la Muerte. «Ha sido un gesto de sorpresa. ¡Según mis libros debía encontrarme con él esta noche en Ispahán!»

La viuda de Winston volvió a dejar la urna con las cenizas sobre la mesa. Luego preguntó:

– ¿Cuánto tiempo tengo para reflexionar sobre su propuesta?

– No demasiado. El cocinero dijo que…

El teléfono móvil de Perdomo vibró con la llegada de un mensaje de texto. Era de Amanda y decía escuetamente: «Estamos dentro». En cuanto Perdomo le contó a Anita que Rami había logrado sentarles a la mesa de póquer del presunto asesino de su marido, la mujer fue en busca de su bolso y le extendió un talón por importe de doscientos cinco mil euros.

– ¿Por qué doscientos cinco mil? -preguntó extrañado Perdomo-. ¿Por qué no doscientos diez mil… o un millón?

– Para los pasajes de avión, naturalmente -respondió la mujer con una sonrisa-. ¿O acaso tenían previsto llegar a Copenhague en autostop?

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