Poker face
– ¡Un as puede salvarme! -exclamó Amanda. Sus palabras sonaron más como una plegaria que como la expresión de un deseo.
– Un as la salvaría, en efecto -reconoció el irlandés-. Desgraciadamente para usted, sólo hay cuatro en la baraja, y quedan 44 cartas. Eso le otorga menos de un diez por ciento de probabilidades de salvar el pellejo. Menos de un diez por ciento, ¡ja, ja, ja! -se carcajeó como un villano de película de serie B-. ¿Se imaginan lo que sería realizar una inversión bancária después de que su asesor financiero les hubiera advertido de que tienen más de un noventa por ciento de posibilidades de perder su dinero? -se burló el pirata-. O mejor aún, ¿se imaginan entrando a un quirófano, sabiendo que la probabilidad de salir con vida es de uno a nueve? Así quiero que se sientan en este momento. Y cuando el agua del mar Báltico les esté encharcando los pulmones, recuerden que el mejor jugador de póquer es aquel que es capaz de provocar errores en su adversario. Al renunciar a apostar en elflop, señora Torres, le hice creer que mi jugada era más débil que la suya y eso la animó a poner en riesgo todas sus fichas. Así que, dígame ahora, ¿quién es mejor jugador de los dos?
O'Rahilly hizo un gesto con la mano a la crupier para que destapara la quinta carta y ésta se quedó adherida al tapete, como si simpatizara con la pareja perdedora y estuviera negándose a mostrarle el destino que le aguardaba.
– ¡Descubra ya esa carta, por el amor de Dios! -gritó el padre Hughes, desde el fondo de la sala.
La crupier hundió las uñas por debajo del naipe y éste se dio por fin la vuelta -¡flap!- con un ligero brinco. No era un as. Era el rey de picas. Había póquer de reyes en la mesa.
O'Rahilly había ligado un póquer, pero también Amanda, porque la jugada más alta estaba en las cartas comunitarias, que pueden emplear ambos jugadores. La probabilidad de un póquer en la mesa era tan remota que la mente de O'Rahilly no estaba preparada todavía para asimilar lo que acababa de suceder. Al ver que el as no había salido, se dio por ganador y exclamó:
– ¡Póquer de reyes con Q!
Amanda tardó también unos segundos en darse cuenta de que había ganado, porque sukicker era el más alto. Fue la crupier la que cogió sus cartas y las colocó debajo de las comunitarias, para mostrar a todos la combinación ganadora.
– Póquer de reyes con as. Gana la señora.
– ¡Síiiiiiii! -gritaron al unísono Amanda y Perdomo.
O'Rahilly no dijo nada, pero se desmoronó en décimas de segundo. A tientas, como si el hecho de perder le hubiera dejado ciego, rebuscó en el bolsillo del pantalón una pitillera de plata de la que no había hecho uso en toda la noche y extrajo de ella un cigarrillo de color oscuro, que se llevó a los labios con dedos temblorosos. Por la manera en que les miró a continuación, Perdomo tuvo la certeza de que, en ese preciso instante, el irlandés estaba decidiendo si mantendría su palabra y los dejaría sanos y salvos en tierra firme.
– Acompañe a estas dos personas al lugar en que embarcaron -le ordenó por fin a la crupier, tras un silencio interminable. Luego hizo un gesto a Carol, para que desatara a Perdomo, y sin dignarse mirar a la pareja, se despidió diciendo-: No hay nada que impida más el progreso de un jugador que el hecho de apuntarse tantos con malas jugadas. Sólo un injusto e increíble golpe de suerte ha permitido que la señora Torres se llevara una partida que me pertenecía por derecho propio. Mi consuelo es la certeza de que soy el vencedor moral de la velada y que la señora Torres nunca llegará a ser una jugadora de primera clase. Si se les ocurre presentar cualquier tipo de denuncia contra mí, le haré llegar al juez esta bonita ganzúa eléctrica y este sobre de pruebas, ambos con las huellas dactilares del señor Perdomo, y contaré a la prensa de todo el mundo que allanaron mi barco sin mandamiento judicial. Y ahora, desaparezcan de mi vista. No quiero volver a verles nunca más.
Mientras iniciaban el viaje de vuelta en lancha hasta Elsinor, Perdomo y Amanda contemplaron por última vez la imponente silueta del puente de Oresund, recortándose contra el cielo rojizo del amanecer. La mañana era fría, casi otoñal, y al mirar las oscuras aguas del estrecho, ambos comprendieron la lenta agonía que hubieran tenido que sufrir si el azar no hubiera hecho aparecer aquel providencial cuarto rey sobre el tapete. No cruzaron palabra alguna hasta llegar a puerto, porque a pesar de haber salvado la vida, ambos se odiaban a sí mismos por embarcarse en aquella temeraria expedición. Regresaban a Madrid después de haber perdido (en vano) los doscientos mil euros que les había confiado la viuda de John Winston. Regresaban a Madrid sin muestra alguna de ADN que poder cotejar con la que había obtenido el laboratorio de genética. Regresaban, en fin, a Madrid después de haber expuesto de manera estúpida sus vidas. Mientras la crupier-piloto efectuaba la maniobra de amarre para permitirles poner pie a tierra, Perdomo se aproximó a Amanda para darle las gracias por haberles salvado la vida.
– No las merezco -dijo la mujer con amargura-. O'Rahilly tenía razón, el proyecto de color no justificaba un envite de esa envergadura. Las gracias debes dárselas a la diosa fortuna, que decidió in extremis que aún no había llegado nuestro momento.
Dos horas más tarde, desde un teléfono público -su móvil yacía, desde hacía rato, en el fondo del estrecho de Oresund-, Perdomo lograba ponerse con contacto en el subinspector Villanueva.
– ¿No has visto mi mensaje? -le dijo muy excitado su ayudante, asombrado de que hubiera tardado tanto en devolverle la llamada-. ¡Los restos de piel que había entre las uñas de Charley coinciden con el ADN de la puerta de la suite del Ritz! ¡El asesino de John Winston no es Alex O'Rahilly! ¡Es Ivo, el búlgaro!