Nada más regresar a España, y antes siquiera de reunirse con la viuda de Winston para comunicarle las buenas y las malas noticias, Perdomo fue a visitar al agente Charley al hospital. No lo encontró en su habitación, sino en un pequeño jardín trasero, haciendo prácticas con el ReWalk, el exoesqueleto para parapléjicos que le iba a permitir decir adiós a la silla de ruedas a la que le había condenado su lesión. Una muchacha israelí, perteneciente a la compañía que comercializaba el invento, caminaba junto a él y vigilaba cada uno de sus movimientos, por si el policía tropezaba. Charley estuvo a punto de perder el equilibrio cuando intentó soltar una de las muletas para estrecharle la mano a Perdomo, pero la chica, que además de atractiva era joven y despierta, le sujetó al instante y le evitó la costalada. Cuando se recuperó del susto, Charley le dijo al inspector: -¡Jefe, cómo me alegro de verle!
– Y yo a ti, Charley. Además de a comprobar cómo estás, he venido a darte las gracias: sin el ADN que le arrancaste a Ivo, no habríamos podido resolver el asesinato de John Winston.
El agente sacudió la cabeza en un gesto de incredulidad.
– ¡Aún no puedo creer que me rompiera la crisma en el estadio del Real Madrid! ¡Y luego me preguntan que por qué soy del Atleti!
Perdomo soltó una carcajada. Le encantó comprobar que, a pesar del formidable varapalo que le acababa de infligir la vida, el agente conservaba su sentido del humor.
– Pero sobre todo -añadió el inspector, dándole una cariñosa palmada en la espalda- he venido a anunciarte que te van a dar la Medalla del Mérito Policial. La de oro.
– ¿Un trozo de hojalata a cambio de dos piernas? ¡Vaya estafa! -se lamentó el agente, sonriendo con amargura-. Pero mira, ya que me ha tocado la china, es una auténtica satisfacción saber que mi sacrificio va a servir para que ese búlgaro hijo de puta se pudra en la cárcel de por vida.
«Si es que logramos atraparle», pensó Perdomo.
– ¿Por qué lo habrá hecho, jefe? ¿Qué interés tendría Ivo en asesinar a una megaestrella del rock?
– No tengo ni la menor idea -reconoció el inspector-. Pero las pruebas de ADN no dejan lugar a dudas y ahora se explica su presencia en el estadio. No tenía nada que ver con la reventa ilegal de entradas, pensaba acabar con Winston durante el concierto, y aprovechar el gentío para escapar más fácilmente.
– Pero se topó con nosotros, gracias a que alguien nos dio el chivatazo.
– Ese alguien era Malin Stefanev -le informó Perdomo-, el marido de su hermana pequeña. Llevaba unos meses proporcionándonos información sobre las actividades de las mafias del Este en España. Ivo se enteró de que su cuñado le había traicionado y el otro día le abrió la cabeza de un hachazo.
– ¡Ya ha cometido dos asesinatos y un intento de homicidio en la misma ciudad en pocas semanas! ¿Cree que seguirá en Madrid, jefe?
– Imposible -afirmó Perdomo-. Si permaneció aquí sabiendo que le buscábamos, fue sólo porque su deseo de venganza era tan fuerte que no le importaba arriesgar su propia vida. Pero ahora que se ha cargado a su delator, tendría que tener un motivo muy poderoso para aplazar su huida.
La muchacha israelí anunció que iba en busca de refrescos y desapareció en dirección a la cafetería. El inspector vio que Charley la miraba embelesado mientras se alejaba.
– ¿Simpática? -preguntó Perdomo, con complicidad masculina.
– Bastante más que simpática -respondió el agente-. Se llama Yasmina, y no tiene novio, ya se lo he preguntado. Pero no me hago ilusiones, ¿quién querría tener de pareja a esta especie de Terminator con tacata?
La descripción no podía ser más ajustada, ya que a pesar de que el armazón metálico de las piernas era digno de un androide, los andares que permitía el ReWalk recordaban a los de un jubilado.
– Muéstrame cómo funciona -le dijo Perdomo, y Charley dedicó los minutos siguientes a enseñarle al inspector las características técnicas de su exoesqueleto. El invento permitía a su usuario subir y bajar escaleras, sentarse y volver a levantarse, y era relativamente fácil de colocar.
– En cierta forma, soy afortunado -reconoció el agente-. Las chicas, en la calle, jamás se habían fijado en mí, y ahora, con esto, me van a mirar más que si fuera un modelo de pasarela.
En ese momento llegó Villanueva, acompañado de una mujer cuyo rostro a Perdomo le resultó vagamente familiar. El subinspector también había acudido a visitar al agente Charley y se mostró algo cohibido al encontrarse con su jefe.
– Os presento a Guadalupe -dijo, momento en el cual Perdomo recordó dónde había visto antes la cara de la muchacha. Era la mesera del restaurante mexicano que había puesto en su sitio, de manera admirable, a un cliente maleducado y xénofobo, el día en que tuvo su primer encuentro con Amanda.
Cuando Perdomo le recordó el incidente, la chica contó que el restaurante era de su madre y que ella (que en realidad se ganaba la vida con una pequeña tienda de telefonía móvil) echaba una mano de pascuas a ramos, cuando alguna de las camareras tenía que ausentarse por causa de fuerza mayor. Tras unos instantes de charla intrascendente, Perdomo hizo un aparte con el subinspector.
– Voy a acercarme a ver a la viuda -le dijo a su ayudante-, para informarle de que tenemos identificado al hombre que mató a su marido. No estaría mal que, ya que estás aquí, vinieras conmigo.
Villanueva hizo un gesto con la cabeza, en dirección a su novia, y preguntó:
– ¿Te importa que la dejemos de camino?
– En absoluto. Perdona un segundo. -Perdomo se disculpó al ver que le llamaban por el móvil. Era la viuda del músico asesinado y estaba tan alterada que le costó casi un minuto comprender lo que trataba de decirle por teléfono.
– ¡No están! -exclamaba una y otra vez entre sollozos-. ¡Alguien se las ha llevado!
– Cálmese, señora -dijo Perdomo-. ¿Qué es lo que se han llevado?
– ¡Las cenizas de mi marido! ¡Han robado la urna con los restos de John!