París, nueve meses antes del asesinato
A la mañana siguiente de su pesadilla de cumpleaños, John Winston puso al corriente a su mujer del contenido de su terrorífico sueño y ésta guardó silencio durante unos segundos.
– ¿No estás abusando deLucy?-dijo al cabo.
Era una conversación que ya habían mantenido en otras ocasiones y que siempre provocaba tensiones entre ambos. Lucy era uno de los nombres con los que se conocía en la calle al ácido lisérgico o LSD. El apodo provenía de una famosa canción de los Beatles,Lucy in the Sky with Diamonds, que supuestamente estaba dedicada a la droga más revolucionaria de los años sesenta. Anita había probado en un par de ocasiones el LSD, una de ellas en compañía de su marido, y después de la última experiencia había jurado no volver a ingerirlo. No es que el viaje hubiera sido particularmente malo, sino que John le había administrado la droga sin su consentimiento, hecho que provocó que ella estuviera más de un mes sin dirigirle la palabra. «No quería viajar solo», fue todo lo que acertó a argüir John, para tratar de justificar su inexcusable comportamiento.
– Todo el mundo tiene pesadillas, mi amor -se exculpó John, a quien los reproches de su mujer ponían siempre a la defensiva.
– Lo sé -respondió Anita con gesto serio-, pero es que tú, a veces, las tienes estando despierto.
– ¿De qué estás hablando?
La mujer de Winston presentía que la conversación iba a ser muy delicada, pero estaba resuelta a que su marido la escuchara, al precio que fuera.
– Ayer en el restaurante -dijo-, ¿ya no te acuerdas? Estabas convencido de que era Jim Morrison el que aparecía en la foto, y no tú.
John soltó una carcajada, demasiado estruendosa para ser sincera.
– Me divertía la idea de que Morrison nos hubiera gastado una especie de jugarreta -respondió el cantante-. No había tomado nada, te lo juro.
– ¿Te divertía? -replicó Anita-. ¡Yo te vi bastante asustado! Y acabo de descubrir dos libros en nuestra habitación que sospecho que compraste después del almuerzo. ¡Estás empezando a obsesionarte!
John no quería desatar una discusión con Anita en plena luna de miel, pero lo cierto es que no estaba dispuesto a consentir que fuera ella la que le dijera lo que podía o no podía consumir. Su dependencia del ácido lisérgico no era física -la droga, a diferencia de los opiáceos, no provocaba adicción y no era tóxica-, sino psicológica. Las alucinaciones con ojos abiertos o cerrados, las sinestesias y otros efectos que el LSD era capaz de provocar en el cerebro humano, incluso en dosis muy pequeñas, resultaban fascinantes para Winston y una fuente inagotable de ideas para sus canciones.The music of your tears, una de sus primeras baladas, en la que John había jugado con la mezcolanza de los sentidos, se había originado a partir de una alucinación en la que el compositor había podido asignar el sonido de una nota musical a cada lágrima vertida por la chica con la que mantenía relaciones por aquel entonces. En Strawherry Wind, un homenaje a Bob Dylan, John había imaginado que el aire sabía a fresas y que traía consigo la famosa respuesta anunciada en Blowin' in the wind. Pero no se trataba de un artificio literario para tratar de darle un tono más poético a su canción: el día en que tuvo la inspiración para Strawberry Wind, John se encontraba bajo los efectos del LSD y había podido paladear realmente un aire frío de montaña con ese sabor.
– John -dijo Anita abandonando el tono de reproche y adoptando una actitud de refuerzo positivo-, eres una persona con una sensibilidad extraordinaria, casi enfermiza, en el buen sentido de la expresión. Tu capacidad para crear metáforas e imágenes de todo tipo con las palabras está más que demostrada. Tu talento para inventar melodías fascinantes a partir de progresiones de acordes aparentemente banales es algo que todo el mundo te reconoce. ¿O es que me vas a decir queOcean Child la escribiste bajo la influencia del ácido? Y es una de tus mejores canciones. No necesitas el LSD para nada, y te evitarías exponerte a los peligros que trae aparejada la droga.
– Ana -dijo Winston adoptando su tono de voz más trascendental (siempre abandonaba el diminutivo cuando quería que su mujer lo tomara en serio)-, cualquier actividad, por más lúdica o inofensiva que parezca, puede acarrear efectos secundarios desagradables e indeseados. Mírate a ti: te encanta patinar, y sin embargo, cada dos por tres, te haces un esguince o un derrame en la rodilla. ¿Acaso te he rogado yo que dejes de patinar?
Aquella réplica irritó a la mujer, que subió el tono de voz.
– ¡Estás llevando las cosas a tu terreno, porque no quieres escucharme! -exclamó-. ¡Lo único que te importa es tener razón! ¡Me adjudicas un papel de represora que no me corresponde! ¡No me molestaría que tomaras LSD, si lo hicieras por una razón que me resultara convincente!
– ¿Por ejemplo? -preguntó John, con un gesto de burla en la mirada.
– Para saber lo que se siente -respondió Anita-. Mi amiga Graciela, la psiquiatra que conociste el año pasado en Mar del Plata, me dijo que trataba con algunos pacientes psicóticos y que no le parecía ético no probar al menos una vez en la vida el LSD. Por eso la invité a casa y le dije que tú eras la persona perfecta para iniciarla en la droga.
– ¿Fue por razones profesionales? -continuó John, con el mismo tono zumbón que había empleado en la respuesta anterior-. ¡Yo pensé que tu amiga quería llevarme a la cama!
Anita había comprendido que lo que pretendía su marido era sacarla de sus casillas, para que se hartara de la conversación y le dejara tranquilo. Pero el asunto de las drogas era demasiado importante para ella, así que hizo un esfuerzo para no responder a las provocaciones de John y rebajó el tono de voz.
– Graciela no tenía intención alguna de llevarte a la cama -aclaró-. ¿Crees que si hubiera sido así, habría yo permitido que os tirarais tres días seguidos tumbados bajo una palmera, cantando tangos?
– ¿Cuáles son, según tú, las razones malas para tomar LSD? -preguntó John con sorna.
Anita decidió pasar por alto el aire de petulante superioridad que había adoptado su marido.
– No soporto que tomes ácido pensando que lo necesitas para estimular tu creatividad -manifestó su mujer-. Me parece tan ridículo como si tomaras Viagra con veintisiete años.
Las tripas de Anita llenaron el aire de borborigmos, lo que hizo sonreír a la pareja. La mujer no había probado bocado desde el día anterior a mediodía, un método infalible, según ella, para encontrarse guapa y animosa a la mañana siguiente. John descolgó el teléfono y pidió al servicio de habitaciones dospetit-déjeuner anglais. Luego preguntó a su mujer:
– ¿Cómo has llegado a la ridicula conclusión de que estoy enganchado a Lucy?
– No he dicho que estés enganchado -protestó ella. Una de las habilidades de John, durante las discusiones matrimoniales, era la de poner en su boca palabras que ella no había pronunciado-. Pero no puedes negar que, de un tiempo a esta parte, lo estás tomando con cierta frecuencia, y por eso he empezado a leer cosas sobre él. Uno de los efectos secundarios me ha parecido especialmente siniestro.
– ¿De qué estás hablando? -dijo John, molesto-. ¿Efectos secundarios? ¿Ahora eres médico?
– Hablo de losflashbacks, John. Es así como los llaman, ¿no? Me refiero a recurrencias alucinatorias de viajes anteriores. Tú ya no necesitas tomar LSD para vivir una alucinación. El ácido puede jugarte malas pasadas incluso meses después de haberte tomado el último. He hablado con un par de médicos y…
– ¿Qué? -exclamó John, incapaz ya de disimular su irritación-. ¿Le vas contando a la gente lo que tomo y lo que dejo de tomar?
– A la gente, no -intentó tranquilizarle Anita-. Te acabo de decir que son médicos, y están obligados por el secreto profesional. Además, sólo a uno de ellos le he mencionado tu nombre.
John logró dominarse, aunque por dentro se lo llevaban los demonios.
– Ana -dijo-, el LSD es una sustancia ilegal en la mayoría de los países. No sé con qué médicos has hablado, pero no me hace ninguna gracia que sepan ciertas cosas sobre mí. Imagínate que uno de ellos comete una indiscreción y la cosa salta a la prensa. A John Lennon casi lo crucificaron en Estados Unidos por haber consumido marihuana en Inglaterra.
– Eran otros tiempos -respondió ella-. Y además, los médicos son personas de toda confianza. A uno de ellos incluso lo conoces.
– ¿Kesselman? -preguntó John, ya a punto de estallar. El silencio asertivo de su mujer hizo revolverse en su silla al músico.
– ¡Cojonudo! -John tronaba, paseando por la habitación a grandes zancadas.
En ese momento, el camarero del servicio de habitaciones, que les traía el desayuno, llamó a la puerta y el músico lo recibió con cajas destempladas.
– ¡Deje el carrito en el pasillo y no incordie! ¿No ve que nos estamos drogando? -le espetó, cerrándole luego la puerta en las narices.
La extemporánea reacción de John hizo que su mujer se avergonzara de él y se tapara incluso la cara con las manos. -John, por favor -le suplicó.
– ¡Por favor, una mierda! -vociferó él-. ¡Le has contado a uno de tus ex que soy consumidor de LSD! Y naturalmente, él habrá aprovechado para recordarte lo mal que hiciste al dejarle, para unirte a un pobre yonqui como yo.
– A Kesselman no le dejé yo -le recordó su mujer-, y lo sabes. Se fue a vivir a los Cayos de Florida con una paciente.
– Bien, ¿y qué te contó ese psiquiatra de las estrellas? ¡Soy todo oídos!
– Nada que tú no sepas ya -dijo Anita-. Que losflash-backs que provoca el LSD llegan sin avisar y pueden desencadenarse hasta un año después de haber ingerido la droga. Y que, en algunos casos, esas alucinaciones pueden instalarse en la mente de una persona de forma permanente.
– ¡No digas tonterías! -protestó John.
– No son tonterías, los dos médicos con los que hablé me dijeron lo mismo. Se llama «trastorno perceptivo persistente». Eso significa que si un día se te va la mano con la dosis, tu viaje de ácido puede convertirse en un viaje sin retorno.
El tono melodramático empleado por Anita hizo reír al músico.
– Ya te gustaría a ti, librarte de tu maridito de manera tan contundente y expeditiva y quedarte con la poca pasta que tengo.
– ¡No te burles de mí! -protestó la mujer-. El LSD provoca tolerancia. Eso significa que tendrás que ir aumentando la dosis y llegará un día en que… ¡Dios mío, no quiero ni pensarlo!
– ¿Me quedaré como Syd Barret? ¿Es eso lo que temes? -dijo John, recuperando el tono burlón.
Tanto Anita como John habían hablado muchas veces del primer líder de Pink Floyd. Barret era un músico genial, que además de servir en bandeja a la banda sus primeros éxitos, había definido su personalidad sonora, extravagante y psicodélica. Lamentablemente, sus experimentos con las drogas consideradas contraculturales en los años sesenta, como el LSD, el peyote y la mescalina, habían provocado daños irreversibles en su cerebro y le habían reducido a la condición de esquizofrénico irrecuperable, de piltrafa mental. Pero su contribución al despegue musical de la banda fue tan crucial durante los primeros años que sus compañeros no le olvidaron jamás y le dedicaron temas tan célebres comoBrain Damage o Shine on you crazy diamond.
– Lo único que trato de decirte -continuó Anita- es que no te tomes tan a la ligera el LSD. Lucy puede ser muy peligrosa. Casi tanto como yo -añadió en un vano intento de hacer sonreír a su pareja.
– ¿Qué te hace suponer que me la tomo a la ligera?
– ¡Me hiciste ingerir un ácido, sin decirme nada! -estalló la mujer-. ¡Y apenas me conocías por entonces!
– Precisamente, Ana -se defendió su marido-. Consideré que la mejor manera de que nos conociéramos era compartir un viaje.
– Aquello fue un acto tan…
– ¿Romántico? -trató de anticipar John.
– No, fascista. ¡Fascista, John, no hay otra palabra! ¡Kesselman me contó que la CIA, en los años cincuenta, se dedicaba a administrar LSD en secreto a cobayas humanos para observar sus reacciones y desarrollar sus técnicas de control de la voluntad humana! ¡Igual que hiciste tú!
– ¡Ana, por favor, estás llevando las cosas a un punto que…
– ¡Déjame terminar! -gritó la mujer-. Lo llamaron proyecto MK-Ultra, y experimentaban con soldados rasos del ejército y con presidiarios. Después empezaron con agentes de la propia CIA (uno de ellos tuvo un viaje tan espeluznante que se suicidó), y terminaron administrándole la droga a proxenetas, prostitutas e indigentes.
John trató de cambiar de táctica.
– De acuerdo -dijo-, te colé un ácido en el café, como si fuera un terrón de azúcar. ¿Cuántas veces te he pedido perdón por aquello? En cambio tú jamás has reconocido que esa experiencia fue una de las más fecundas e inolvidables de nuestra vida.
Se produjo un largo silencio por ambas partes. La evocación de aquella mágica noche lisérgica trajo tal cantidad de recuerdos y emociones a la pareja que, durante más de un minuto, ninguno de los dos fue capaz de articular palabra. John se dio cuenta de pronto de que su mujer estaba llorando. Pero sus lágrimas no eran ni de felicidad ni de pesadumbre; se trataba más bien de una reacción nerviosa, de un desahogo emocional debido a la intensidad de los recuerdos que acababa de revivir. John se acercó entonces a Anita y la abrazó durante largo rato. Los sollozos fueron remitiendo y a los diez minutos de comunicación silenciosa empezaron a brotar las primeras palabras de diálogo entre ellos. Poco a poco, las frases breves y espaciadas se hicieron más frecuentes y prolijas, hasta que la conversación cobró la fuerza de un torrente. John y Anita se encontraron de repente recordando los mejores momentos de la noche de su primer ácido, como si fueran dos buenos aficionados al cine comentando una película que les hubiera marcado de por vida.
– ¿Te acuerdas de cuando las paredes de la habitación en la que estábamos empezaron a agitarse, como si fueran arenas movedizas, y a respirar? -preguntó Anita.
– Sí, y de que al principio te asustaste tanto que querías salir a la calle y pedir a gritos una ambulancia. Y yo te convencí de que no lo hicieras, aunque te tuve que dar dos Orfidales.
– A partir de ahí, la cosa cambió completamente -prosiguió ella-. El calmante me ayudó a disfrutar de las visiones, a perderles el miedo. Y lo que fue fundamental para mí fue la música.Lucy in the Sky with Diamonds hizo que se me saltaran las lágrimas. ¡Veía salir de los altavoces una serie de anillos blanquecinos de energía espiritual, que llegaban hasta mis oídos y me purificaban!
– Eso era el humo de la barrita de incienso que habíamos encendido, tonta -le aclaró John.
– No, te juro que era la música. Yo creo que es el recuerdo de ese momento lo que ha hecho que ahora se me saltaran las lágrimas.
– En cambio yo no recuerdo la música -dijo él-, pero sí la televisión. Aquella noche había un especial sobre las elecciones y nos partimos de risa durante un buen rato.
– ¡Y eso que las visiones que tuvimos eran potencialmente terroríficas!
– Ya lo creo -afirmó John-. Había un locutor mayor, no recuerdo su nombre, que hacía cosas horribles con los ojos. Varias veces aparecieron grietas en su cara, e incluso pude ver su calavera.
Anita estalló en una carcajada al recordar aquel momento.
– A mí me dio tal ataque de risa -continuó la mujer-, que te contagié mi estado de ánimo y lo empezaste a ver todo como una secuela deScary Movie, ¿te acuerdas?
– Sí -dijo John-. Todo se convirtió en una mezcla de película de terror de serie B y cuadro de Salvador de Dalí. ¿Y qué me dices de la chica que presentaba junto al locutor mayor? ¡Pasaba de tener treinta años a tener sesenta en cuestión de segundos! ¡Después volvía a rejuvenecer y envejecía más todavía!
¡Y nos hacía gracia! Luego a ti te dio por llamar a Graciela y la tuviste hora y media al teléfono.
– Fue el único momento en que te perdí la pista -recordó Anita-. ¿Qué hiciste durante aquel rato?
– Me tumbé en la cama y nada más cerrar los ojos empecé a ver criaturas asombrosas (parecían salidas deEl señor de los anillos), que me dieron la bienvenida a su civilización. Era un universo extraño, gobernado por el LSD, en el que yo ejercía las funciones de guía espiritual. Me pedían consejo sobre algunas cuestiones, pero también me asesoraban a mí sobre cómo tenía que comportarme en mi mundo. De vez en cuando, trataban de asustarme, y cuando yo les suplicaba que no lo hicieran, me explicaban que todo era una broma y que debía aceptar que también existía humor en su universo. Tres niños similares a los de La flauta mágica de Mozart me informaron luego de que en el país del LSD, todos los inventos y hallazgos que nosotros nos afanamos por descubrir, ellos ya los conocían desde tiempo inmemorial; pero que aunque yo los hubiera invitado a hacerlos realidad en mi mundo, tal cosa no hubiera sido posible debido a la codicia y la ruindad moral en la que vivíamos. Por último, el más pequeño de los tres me dio una especie de consigna, mitad orden, mitad consejo.
»"John -me dijo-, ama a Anita y al resto del mundo." Fue un momento tan sublime que no había podido ponerlo en palabras hasta ahora. Aquello me cambió por dentro.
– ¿En qué sentido? -preguntó su mujer.
– No sé explicarlo -respondió John-. Es como si desde aquel día tuviera otra visión del mundo. Todas las cosas, hasta las más horribles, tienen para mí desde entonces su belleza intrínseca y eso es algo que ya nada ni nadie podrá cambiar. ¿De verdad quieres que renuncie al LSD?