Capítulo 7

La residencia de ancianos Colinas Ondulantes era una laberíntica estructura de ladrillo de una planta. Abarcaba una superficie de unos cuatrocientos metros cuadrados y no había a la vista una sola colina, ni ondulante ni de ninguna clase. Se observaba algún que otro intento de dar vida al exterior: habían añadido una pila para pájaros y dos bancos de hierro, de esos que dejan marcas en los fondillos del pantalón. El suelo del aparcamiento era muy negro y olía como si acabaran de asfaltarlo. En el estrecho jardín delantero, una hiedra formaba un espeso tapiz verde que se extendía hasta las fachadas laterales, cubría las ventanas y llegaba al tejado. En un año, el edificio quedaría envuelto por una selva de verdor, un montículo amorfo como una pirámide maya perdida.

Dentro, el vestíbulo estaba pintado de vivos colores primarios. Quizá pensaban que para los ancianos, como para los bebés, la estimulación con tonos intensos era beneficiosa. En el rincón opuesto, alguien había sacado de su caja un árbol de Navidad artificial y había conseguido encajar las «ramas» de aluminio en los agujeros correspondientes. La configuración de las ramas quedaba tan realista como un trasplante de pelo reciente. De momento no tenía adornos ni luces. Con la escasa luz vespertina que se filtraba por los cristales, el efecto general era mortecino. Ocupaban ambos lados de la sala hileras de sillas cromadas con el asiento de plástico amarillo. Por necesidad, las luces estaban encendidas, pero las bombillas eran de una potencia tan exigua como las de los moteles baratos.

La recepcionista estaba oculta detrás de una ventana corredera de cristal esmerilado, semejante a las que uno encuentra en las consultas de los médicos. Un revistero en vertical de cartón sostenía folletos en los que la residencia de ancianos Colinas Ondulantes parecía un establecimiento de los «años dorados». En un montaje fotográfico se veía a un grupo de ancianos atractivos y en apariencia llenos de energía que, sentados en un jardín, conversaban alegremente mientras jugaban a las cartas. Otra imagen mostraba el comedor, donde dos parejas residentes disfrutaban de un exquisito ágape. Pero vista la realidad, el lugar me despertó la esperanza de una muerte repentina y prematura.

De camino hacia allí me detuve en un supermercado, donde me quedé un rato mirando el revistero. ¿Qué clase de lectura entretendría a un viejo cascarrabias? Compré Revista de maquetas de tren, el Playboy y un libro de crucigramas. Añadí una barra de chocolate de tamaño gigante, por si era goloso y tenía un antojo.

No llevaba mucho tiempo esperando en el vestíbulo, pero como nadie había abierto la ventanilla de la recepcionista, llamé a la mampara con los nudillos. La ventanilla se deslizó ocho centímetros y asomó una mujer de unos cincuenta años.

– Ah, perdone. No me he dado cuenta de que había alguien. ¿En qué puedo ayudarle?

– Me gustaría ver a un paciente, Gus Vronsky. Ha ingresado hoy mismo.

La mujer consultó su Rolodex y luego hizo una llamada, cubriendo el auricular con la mano para impedir que le leyera los labios. Cuando colgó, dijo:

– Tome asiento. Enseguida saldrá alguien.

Ocupé una silla que me ofrecía la panorámica de un pasillo con despachos administrativos a ambos lados. En el extremo opuesto, donde un segundo pasillo se cruzaba con el primero, un mostrador con enfermeras dividía el tráfico peatonal como una roca el flujo de agua de un arroyo. Supuse que las habitaciones hospitalarias se distribuían a lo largo de los dos pasillos periféricos. Las zonas comunes y las habitaciones de los residentes activos y saludables debían de estar en otro sitio. Sabía que el comedor no andaba lejos porque olía mucho a comida. Cerré los ojos y descompuse el menú en sus partes integrantes: carne (quizá cerdo), zanahorias, nabos y algo más, probablemente el salmón del día anterior. Imaginé una hilera de lámparas térmicas calentando las bandejas de acero inoxidable de veinticinco por treinta y cinco centímetros: una a rebosar de cuartos de pollo en salsa de crema, otra llena de boniatos glaseados, una tercera con puré de patata amazacotado y un poco reseco en el contorno. Comparativamente, ¿qué podía tener de malo comer una hamburguesa de cuarto de libra con queso? Si eso era lo que me esperaba al final de mi vida, ¿por qué privarme ahora?

Al cabo de un rato vino a buscarme a la recepción una voluntaria de mediana edad vestida con una bata de algodón rosa. Mientras me conducía por el pasillo permaneció en absoluto silencio, pero, eso sí, lo hizo con gran amabilidad.

Gus ocupaba una habitación semiprivada, y estaba sentado con el tronco erguido en la cama más próxima a la ventana. La vista se reducía al lado interior de la enredadera, tupidas filas de raíces blancas que parecían patas de ciempiés. Tenía el brazo en cabestrillo y por las distintas aberturas del camisón asomaban los hematomas de la caída. Medicare no cubría las atenciones de una enfermera privada, ni teléfono ni televisor.

Una cortina que colgaba de un riel formando un semicírculo ocultaba la cama de su compañero de habitación. En el silencio, oí su respiración estertórea, una mezcla de resuello y suspiro que me llevó a contar cada vez que tomaba aire por si dejaba de respirar y me tocaba a mí realizarle la resucitación cardiopulmonar.

Me acerqué de puntillas a la cama de Gus y, sin proponérmelo, empleé la voz que reservo para las bibliotecas públicas.

– Hola, señor Vronsky. Soy Kinsey Millhone, su vecina.

– ¡Ya sé quién es! No me he caído de cabeza. -Gus adoptó su tono de costumbre, que allí se me antojó un grito. Inquieta, miré en dirección a la otra cama preguntándome si las voces despertarían al pobre hombre.

Con la esperanza de aplacar su mal genio dejé lo que le había llevado sobre la mesa rodante junto a la cama.

– Le he traído una barra de chocolate y unas revistas. ¿Cómo está?

– ¿Y a usted qué le parece? Me duele.

– Ya me lo imagino -musité.

– Déjese de susurros y hable como un ser humano normal. Si no levanta la voz, no oigo una sola palabra.

– Lo siento.

– No basta con sentirlo. Antes de que me haga otra pregunta estúpida, le diré que estoy sentado así porque si me tiendo me duele más. Ahora mismo la palpitación es un suplicio y tengo el cuerpo entero molido. Fíjese en este morado: es de la mucha sangre que me sacaron. Debió de ser un litro y medio en cuatro tubos enormes. Según el informe del laboratorio, soy anémico, pero no había tenido el menor problema hasta que caí en sus manos.

Adopté una expresión compasiva, pero se me había agotado la capacidad de consuelo.

Gus dejó escapar un resoplido de indignación.

– Un día en esta cama y ya tengo el trasero en carne viva. Si me quedo otro más acabaré llagado por todas partes.

– Debería comentárselo a su médico o a una enfermera.

– ¿A qué médico? ¿A qué enfermera? Aquí no ha venido nadie en las últimas dos horas. Además, el médico es un idiota. No sabe de qué habla. ¿Qué ha dicho de mi alta? Más le vale firmarla pronto o me marcharé por mi propio pie. Puede que esté enfermo, pero no soy un prisionero, a menos que ser viejo sea un delito, que es lo que piensan en este país.

– No he hablado con la enfermera de planta, pero va a venir Henry y puede preguntárselo. Telefoneé a su sobrina en Nueva York para informarla de lo que ha pasado.

– ¿A Melanie? Es una inútil. Está demasiado ocupada y ensimismada para preocuparse de personas como yo.

– En realidad, no llegué a hablar con ella. Le dejé un mensaje en el contestador y espero que me devuelva la llamada.

– No servirá de nada. No ha venido a visitarme desde hace años. Le dije que la desheredaría. ¿Sabe por qué no lo he hecho?

Porque me saldría demasiado caro. ¿Por qué habría de pagar a un abogado cientos de dólares para que ella no vea un céntimo? ¿Qué sentido tiene? También me he hecho un seguro de vida, pero no me gusta hablar con mi agente porque siempre intenta venderme algo nuevo. Si retiro su nombre como beneficiaría, me veré obligado a pensar a quién pongo para sustituirla. No me queda nadie más y no pienso dejarle nada a una organización benéfica. ¿Por qué iba a hacerlo? He trabajado mucho para ganar ese dinero. Que los demás hagan lo mismo.

– Pues me parece muy bien -solté por decir algo.

Gus miró la cortina en semicírculo.

– ¿Y a ése qué le pasa? Vale ya de tanto jadeo. Me está poniendo los nervios de punta.

– Creo que duerme.

– Pues es muy desconsiderado.

– Si quiere, puede taparle la cara con una almohada -comenté-. Era broma -añadí al ver que no se reía. Eché una ojeada a mi reloj. Llevaba con él casi diez minutos-. Señor Vronsky, ¿le traigo un poco de hielo antes de marcharme?

– No, ya puede marcharse. Me importa un rábano. Piensa que me quejo demasiado, pero no sabe de la misa la media. Usted nunca ha sido vieja.

– Ya, sí, claro. Ya nos veremos.

Negándome a pasar un segundo más en su compañía, huí. Sin duda su irritabilidad era fruto del sufrimiento y el dolor, pero yo no tenía por qué ponerme a tiro. Tan malhumorada como él, fui a buscar mi coche al aparcamiento.

Como en cualquier caso ya estaba de mal talante, decidí intentarlo de nuevo con la citación de Bob Vest. Su desatención al gato bien podía quedar impune, pero más le valía ocuparse de su ex esposa e hijos. Fui a su casa y aparqué otra vez en la acera de enfrente. Volví a probar en vano con mi habitual llamada a la puerta. ¿Dónde demonios se había metido el tipo aquel? Habida cuenta de que ése era mi tercer intento, en rigor podía darme por vencida y zanjarlo con una declaración jurada de imposibilidad de entrega, pero presentía que estaba cada vez más cerca y no deseaba rendirme.

Regresé al coche y comí lo que me había preparado y puesto en una bolsa de papel marrón: un sándwich de queso, pimiento y aceitunas con pan integral y un racimo de uvas, lo que ascendía a dos raciones de uvas en dos días. Me había llevado un libro y alterné la lectura con la radio. A intervalos encendía el motor, ponía la calefacción y dejaba que el interior del Mustang se llenara de un agradable calor. La cosa empezaba a alargarse. Si Vest no llegaba antes de las dos, me marcharía. Siempre podía decidir más tarde si merecía la pena intentarlo de nuevo.

A la una y treinta y cinco se acercó una furgoneta, un modelo antiguo. El conductor se volvió para mirarme al entrar en el camino de acceso y aparcar. El vehículo y el número de la matrícula coincidían con los datos que me habían facilitado. Por la descripción, aquel hombre era el mismísimo Bob al que debía entregar la citación. Antes de que yo pudiera hacer algo, salió, cogió un petate de la caja de la furgoneta y cargó con él camino arriba. Un gato gris de aspecto roñoso apareció de la nada y trotó detrás de él. Bob abrió la puerta delantera apresuradamente y el gato aprovechó de inmediato la oportunidad para colarse. Bob volvió a dirigir la mirada hacia mí antes de entrar y cerrar la puerta. Eso no era buena señal. Si sospechaba que yo pretendía entregarle una citación, podía pasarse de listo y escabullirse por la puerta de atrás para eludirme. Si yo justificaba mi presencia allí, quizás atenuaba su paranoia y lo atraía a mi trampa.

Salí, me acerqué a la parte delantera del coche y levanté el capó. Con cierta exageración, simulé que toqueteaba el motor, luego me puse en jarras y cabeceé. Cielos, desde luego una chica no sabe ni por dónde empezar con un motor sucio, viejo y enorme como ése. Esperé un tiempo prudencial y luego bajé el capó ruidosamente. Crucé la calle y recorrí el camino de acceso hasta el porche de su casa. Llamé a la puerta.

Nada.

Volví a llamar.

– ¡Oiga! Perdone que lo moleste, pero quería saber si puedo usar su teléfono. Creo que me he quedado sin batería.

Habría jurado que estaba al otro lado de la puerta, escuchándome mientras yo intentaba escucharlo a él.

No hubo respuesta.

Llamé otra vez, y al cabo de un minuto regresé a mi coche. Me senté y me quedé con la vista fija en la casa. Para mi sorpresa, Vest abrió la puerta y me miró detenidamente. Me incliné hacia la guantera y simulé que buscaba el manual del usuario. ¿Tendría un Mustang de diecisiete años un manual? Cuando volví a mirar, él había bajado los peldaños del porche y se dirigía hacia mí. Mierda.

Cuarentón, sienes plateadas, ojos azules. Tenía el rostro surcado por finas arrugas: una permanente mueca de descontento. No parecía ir armado, y eso me resultó alentador. En cuanto estuvo a una distancia razonable bajé la ventanilla y dije:

– Hola, ¿qué tal?

– ¿Era usted quien llamaba a mi puerta?

– Ajá. Quería pedirle que me dejara usar su teléfono.

– ¿Qué problema tiene?

– No puedo arrancar el motor.

– ¿Quiere que lo intente yo?

– Claro.

Vi que desviaba la mirada hacia las citaciones en el asiento del acompañante, pero no debió de registrar la referencia al tribunal superior y todas las alusiones a la demandante contra el demandado, porque no ahogó una exclamación ni dio un respingo horrorizado. Plegué el documento y me lo guardé en el bolso al salir del coche.

Ocupó mi sitio en el asiento delantero, pero, en lugar de girar la llave, apoyó las manos en el volante y cabeceó en actitud admirativa.

– Yo tuve una de estas virguerías. Nada menos que el Boss 429, el rey de los supercoches, y lo vendí. Para lo que saqué, podría haberlo regalado. Aún me doy de cabezazos. Ni siquiera recuerdo para qué necesitaba el dinero. ¿Dónde lo ha encontrado?

– En un concesionario de segunda mano de Chapel. Fue un capricho que me di. No llevaba en la tienda ni medio día. El vendedor me contó que no se fabricaron muchos.

– Apenas cuatrocientos noventa y nueve en 1970 -dijo-. Ford creó el motor 429 en 1968 después de empezar Petty a arrasar en el campeonato nacional de stock cars con su 426 Hemi Belvedere. ¿Se acuerda de Bunkie Knudsen?

– Pues la verdad es que no.

– Ya, bueno, pues más o menos por esa época se marchó de GM y asumió la dirección de Ford. Fue él quien los convenció para que equiparan las líneas Mustang y Cougar con el motor 429. El hijo de puta es tan grande que tuvieron que resituar la suspensión y colocar la batería en el maletero. Al final sufrieron pérdidas, pero los Boss 302 y 429 siguen siendo los coches más increíbles que se han fabricado. ¿Cuánto le ha costado?

– Cinco mil.

Pensé que se daría con la cabeza contra el volante, pero se limitó a moverla en uno de esos lentos movimientos que denotan un pesar infinito.

– No tenía que haberlo preguntado. -Dicho esto, giró la llave del contacto y el motor arrancó en el acto-. Debe de haberlo ahogado.

– Tonta de mí. Se lo agradezco.

– No ha sido nada -dijo-. Si alguna vez quiere vender el coche, ya sabe dónde estoy.

Salió y se apartó a un lado para dejarme entrar en el coche.

Saqué los papeles de mi bolso.

– ¿No será usted Bob Vest, por casualidad?

– Lo soy. ¿Nos concemos?

Le entregué la citación, que él cogió automáticamente cuando le toqué el brazo.

– No. Lamento tener que decirlo, pero es una citación -con- testé mientras me sentaba al volante.

– ¿Cómo dice? -Miró los papeles y, cuando vio qué era, exclamó-: Mierda.

– Y por cierto, debería cuidar mejor a su gato.

Cuando regresé a la oficina, llamé por segunda vez a la sobrina de Gus. Con las tres horas de diferencia, esperaba encontrarla ya en casa, de vuelta del trabajo. El teléfono sonó tanto tiempo que me sorprendió cuando por fin descolgó. Repetí el parte original de forma abreviada. Ella estaba en la inopia, como si no supiera de qué le hablaba. Volví a soltarle el discurso en una versión más elaborada, explicándole quién era yo, qué le había pasado a Gus, su traslado a la residencia y la necesidad de que alguien, más concretamente ella, acudiera en su ayuda.

– ¿No hablará en serio? -dijo Melanie.

– No es ésa la respuesta que yo esperaba.

– Estoy a cinco mil kilómetros de allí. ¿De verdad considera que es tan urgente?

– Bueno, no se está muriendo desangrado ni nada por el estilo, pero necesita su ayuda. Alguien tiene que hacerse cargo de la situación. No está en condiciones de valerse por sí solo.

Su silencio inducía a pensar que la idea no le entusiasmaba, ni total ni parcialmente. ¿Qué le pasaba a esa mujer?

– ¿A qué se dedica? -pregunté para instarla a hablar.

– Soy vicepresidenta ejecutiva de una agencia de publicidad.

– ¿No cree que podría hablar con su jefe?

– Jefa.

– Tanto mejor. Estoy segura de que una mujer entenderá la crisis que nos atañe. Gus tiene ochenta y nueve años y usted es su única pariente viva.

El tono de su voz pasó de la oposición a la simple reticencia.

– La verdad es que tengo contactos profesionales en Los Ángeles. No sé cuánto tardaría en organizarlo, pero supongo que podría viajar a finales de esta semana y tal vez ver a Gus el sábado o el domingo. ¿Qué le parece?

– Un día aquí no servirá de nada a menos que tenga la intención de dejarlo donde está.

– ¿En la residencia? No es mala idea.

– Sí, lo es. Para él, aquello es un suplicio.

– ¿Por qué? ¿Qué tiene de malo ese sitio?

– Expongámoslo así: yo a usted no la conozco de nada, pero tengo la razonable certeza de que no se quedaría en un sitio así ni muerta. Está limpio y la atención es excelente, pero su tío quiere estar en su propia casa.

– Pues no va a ser posible. Usted misma ha dicho que no puede valerse por sí mismo con el hombro tal y como lo tiene.

– A eso voy. Tendrá que contratar a alguien para que cuide de él.

– ¿Y eso no podría hacerlo usted? Tendrá una idea más clara de cómo organizarlo. Yo no soy de allí.

– Melanie, es su responsabilidad, no la mía. Yo apenas lo conozco.

– Tal vez pueda echar usted una mano durante un par de días, hasta que encuentre a alguien.

– ¿Yo?

Aparté el auricular y miré atónita el micrófono. No podía ser que pretendiera involucrarme así. Soy la persona con menos vocación de enfermera que conozco y sé de más de uno dispuesto a respaldar mis palabras. En las raras ocasiones en que me he visto obligada a prestar ese servicio he salido del paso a trancas y barrancas, pero nunca me ha gustado mucho. Mi tía Gin veía el dolor y el sufrimiento con malos ojos, pues en su opinión eran simples invenciones para atraer la atención. No soportaba los trastornos de salud y creía que todas las supuestas enfermedades graves eran falsas, eso hasta el mismísimo momento en que le diagnosticaron el cáncer del que murió. Aunque no soy tan insensible como ella, no le voy muy a la zaga. Imaginé de pronto agujas hipodérmicas y me sentí al borde del desmayo, hasta que me di cuenta de que Melanie seguía en la brecha.

– ¿Y la persona que lo encontró y llamó al 911?

– Fui yo.

– Ah. Pensaba que en la casa de al lado vivía un viejo.

– Se refiere usted a Henry Pitts. Es mi casero.

– Exacto. Ahora me acuerdo. Está jubilado. Mi tío ya me había hablado de él antes. ¿No tendría él tiempo para echarle un ojo a Gus?

– Me parece que no lo acaba de entender. Su tío no necesita a alguien que le «eche un ojo». Hablo de las atenciones profesionales de una enfermera.

– ¿Por qué no llama a los servicios sociales? Tiene que haber una agencia que se ocupe de esas cosas.

– Usted es su sobrina.

– Su sobrina nieta. Tal vez incluso bisnieta -aclaró.

– Ajá.

Dejé un silencio en el aire, que ella no aprovechó jubilosamente para ofrecerse a coger el primer avión.

– ¿Oiga? -dijo.

– Sigo aquí. Sólo espero a que me diga qué piensa hacer.

– Bien, iré, pero su actitud no acaba de gustarme.

Colgó ruidosamente para ilustrar la idea.

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