Capítulo 5

Como despacho, uso un pequeño bungaló de dos habitaciones con baño y cocina americana situado en una calle estrecha en pleno centro de Santa Teresa. Está a un paso del juzgado, pero, más importante aún, el alquiler es muy asequible. El que yo ocupo se encuentra entre otros dos iguales, dispuestos los tres en fila como las cabañas de los Tres Cerditos. La propiedad está siempre en venta, lo que significa que podrían desahuciarme si apareciera un comprador.

Tras la ruptura con Cheney, no diré que me deprimiera, pero sí es cierto que no me apetecía realizar grandes esfuerzos. Me pasé semanas sin salir a correr. Quizá «correr» sea una palabra demasiado benévola para describir lo que yo hago, pues correr es, por definición, desplazarse a una velocidad de diez kilómetros por hora; y lo que yo hago es trotar, que equivale a andar con paso brioso, no mucho más.

Tengo treinta y siete años, y muchas mujeres que conozco se quejan del aumento de peso como efecto secundario de la edad; un fenómeno que yo esperaba evitar. Debo admitir que mis hábitos alimentarios dejan mucho que desear. Devoro gran cantidad de comida rápida, en concreto las hamburguesas de cuarto de libra con queso de McDonald's, y consumo menos de nueve raciones de verdura y fruta frescas al día (en realidad, menos de una, a no ser que contemos las patatas fritas). Tras la marcha de Cheney, visitaba con más frecuencia de la que me convenía la ventanilla de comida para llevar. Había llegado el momento de sacudirme el muermo y recuperar el control. Como cada mañana, juré salir a correr al día siguiente.

Entre llamadas de teléfono y trabajo administrativo llegó por fin el mediodía. Para el almuerzo tenía una tarrina de requesón desnatado con una porción de salsa tan picante que se me saltaron las lágrimas. Desde el momento en que la destapé hasta que tiré el envase vacío a la papelera tardé menos de dos minutos: el doble de lo que me llevaría consumir una hamburguesa con queso.

A la una me acerqué en el Mustang al bufete de Kingman and Ives. Lonnie Kingman es mi abogado, el cual también me alquiló un despacho cuando La Fidelidad de California prescindió de mis servicios después de siete años. No entraré en los humillantes detalles del despido. En cuanto me quedé en la calle, Lonnie me ofreció una sala de reuniones vacía y me proporcionó un refugio provisional en el que lamerme las heridas y reorganizarme. Treinta y ocho meses más tarde abrí mi propia oficina.

Lonnie me había contratado para que entregara una orden de alejamiento ex parte a un hombre de Perdido, un tal Vinnie Mohr, cuya mujer lo acusaba de acoso, amenazas y violencia física. Lonnie creyó que tal vez su hostilidad disminuiría si el mandato judicial lo entregaba yo en lugar de un agente uniformado de la oficina del sheriff del condado.

– ¿Es muy peligroso el tipo ese?

– Sólo cuando bebe. Entonces se descontrola a la más mínima. Haz lo que puedas, pero si te da mala espina probaremos con otro sistema. A su extraña manera, es caballeroso…, o al menos tiene debilidad por las chicas monas.

– Yo no soy mona, y hace tiempo que dejé de ser una «chica», pero te lo agradezco de todos modos.

Comprobé la dirección en los documentos. De vuelta en el coche, consulté mi callejero de Santa Teresa y San Luis Obispo, pasando las hojas hasta localizar mi destino. Recorrí unas cuantas calles hasta la entrada de la autovía más cercana y me dirigí hacia el sur por la 101. El tráfico era muy fluido y tardé en llegar a Perdido diecinueve minutos en lugar de los habituales veintiséis. No se me ocurre ninguna razón agradable por la que uno pueda ser emplazado en un juzgado, pero, por ley, todo demandado en una causa penal o civil debe recibir la correspondiente notificación. Yo entregaba citaciones, órdenes de comparecencia, órdenes de embargo y toda clase de mandatos judiciales, preferiblemente en mano, si bien había otras maneras de realizar el trabajo, siendo dos de ellas por contacto y por rechazo.

Buscaba una dirección de Calcutta Street, en el centro de Perdido. La casa, revestida de un estuco verde de aspecto lúgubre, tenía tapiada con un tablero de contrachapado la ventana panorámica de la parte delantera. Además de romper la ventana, alguien (sin duda Vinnie) había abierto un enorme agujero en la puerta hueca a la altura de la rodilla y luego la había arrancado de los goznes. Varios tablones clavados estratégicamente de un lado al otro del marco impedían el acceso a través de la puerta. Llamé y luego me agaché para mirar por el agujero, lo que me permitió ver acercarse a un hombre. Vestía vaqueros y tenía las rodillas delgadas. Cuando se inclinó hacia el agujero desde el otro lado de la puerta, sólo vi el mentón hendido con barba de varios días, la boca y la hilera de dientes inferiores, que tenía torcidos.

– ¿Sí?

– ¿Es usted Vinnie Mohr?

Se retiró. Siguió un breve silencio y luego una respuesta ahogada.

– Depende de quién lo pregunte.

– Me llamo Millhone. Tengo unos papeles para usted.

– ¿Qué clase de papeles? -Hablaba con un tono apagado pero no hostil. Por el irregular agujero me llegaban ya ciertos efluvios: bourbon, tabaco y chicle Juicy Fruit.

– Es una orden de alejamiento. No debe maltratar, molestar, amenazar, acosar o importunar a su mujer de ninguna manera.

– No debo ¿qué?

– Tiene que mantenerse alejado de ella. No puede ponerse en contacto ni por teléfono ni por correo. El próximo viernes se celebrará una vista y está usted obligado a comparecer.

– Ah.

– ¿Podría identificarse? -pregunté.

– ¿Cómo?

– Me bastaría con un carnet de conducir.

– Lo tengo caducado.

– Con tal de que consten el nombre, la dirección y la foto, me basta -dije.

– De acuerdo.

Se produjo un silencio y al cabo de un momento acercó su carnet al agujero. Reconocí el mentón hendido, pero me sorprendió el resto de la cara. No era feo, sólo un poco bizco, pero no podía juzgarlo con severidad teniendo en cuenta que yo, en la foto del carnet de conducir, salgo como si encabezara la lista de los delincuentes más buscados del FBI.

– ¿Quiere abrir la puerta o paso los papeles por el agujero? -pregunté.

– Por el agujero, supongo. Joder, no sé qué habrá contado esa mujer, pero es una embustera. En cualquier caso, ella me provocó, así que debería demandarla yo.

– Podrá darle su versión al juez. Quizás él le dé la razón -dije. Enrollé el mandato y se lo pasé por el agujero. Oí cómo crujía el papel al otro lado mientras él desplegaba el documento.

– ¡Pero bueno! ¡Maldita sea! Yo no he hecho nada de lo que pone aquí. ¿De dónde ha sacado esto? Fue ella quien me pegó a mí, y no a la inversa. -Vinnie adoptaba el papel de «víctima», una táctica muy habitual en quienes aspiran a imponer su voluntad.

– Sintiéndolo mucho, yo no puedo ayudarlo, señor Mohr, pero cuídese.

– Ya. Usted también. Parece encantadora.

– Soy adorable. Gracias por su colaboración.

De vuelta en el coche, anoté el tiempo que había dedicado y el kilometraje.

Regresé al centro de Santa Teresa y dejé el Mustang en un aparcamiento cerca de una notaría. Tardé unos minutos en rellenar la declaración jurada por el servicio prestado; después entré en la oficina, donde firmé la declaración y dieron fe pública. Pedí prestado el fax del notario e hice dos copias; luego pasé por el juzgado. Me sellaron los documentos y le dejé el original al funcionario. Me quedé con una copia, a Lennie le entregaría la otra para sus archivos.

Tras regresar a mi despacho encontré una llamada de Henry en el contestador. El mensaje era breve y no requería respuesta. «Hola, Kinsey. Es poco más de la una, y acabo de llegar a casa. El médico ya le ha encajado el hombro a Gus, pero han decidido ingresarlo igualmente, al menos por esta noche. No tiene ningún hueso roto, pero aún le duele mucho. Pasaré por su casa mañana a primera hora y limpiaré un poco para que no esté tan asqueroso cuando él vuelva. Si quieres echar una mano, estupendo. Si no, no hay problema. No te olvides del cóctel hoy después del trabajo. Ya hablaremos entonces.»

Consulté mi agenda, pero sin necesidad de mirar sabía que tenía libre el martes por la mañana. Maté el tiempo en mi escritorio el resto de la tarde. A las cinco y diez, di por concluida la jornada y me marché a casa.

Un lustroso Cadillac negro de 1987 ocupaba mi plaza habitual delante de casa, así que me vi obligada a recorrer la zona hasta encontrar un espacio de acera vacío a media manzana de allí. Cerré el Mustang con llave y me encaminé hacia mi casa. Al pasar junto al Cadillac me fijé en la matrícula, que era I sell 4 u, o sea: «Vendo para ti». Tenía que ser el coche de Charlotte Snyder, la mujer con la que salía Henry esporádicamente desde hacía dos meses. Su éxito en bienes raíces fue lo primero que él mencionó al decidirse a continuar con la relación.

Rodeé la casa hacia el patio trasero y entré en mi estudio. No tenía mensajes en el contestador ni correo que mereciera la pena abrir. Dediqué un momento a refrescarme y después crucé el patio en dirección a casa de Henry para conocer a la última mujer de su vida. Aunque en realidad no había habido muchas. Eso de salir con mujeres era un comportamiento nuevo en él.

La primavera anterior, durante un crucero por el Caribe, se había encaprichado de la responsable de actividades artísticas del barco. Su relación con Mattie Halstead no prosperó, pero Henry lo superó enseguida, dándose cuenta al mismo tiempo de que la compañía femenina, incluso a esa edad, no era tan mala idea. Durante el crucero, otras mujeres se interesaron por Henry, y él decidió ponerse en contacto con dos que vivían a una distancia razonable. La primera, Isabelle Hammond, tenía ochenta años. Había sido profesora de lengua y literatura en el instituto de Santa Teresa, y aún era una leyenda en el centro cuando yo estudié allí, unos veinte años después de su jubilación. Le encantaba bailar y era una lectora voraz. Henry e Isabelle salieron juntos varias veces, pero al poco tiempo ella llegó a la conclusión de que la química se había acabado. Isabelle buscaba chispas, y Henry, aunque duro como el pedernal, no consiguió encender su llama. Así se lo dijo ella a las claras, y lo ofendió profundamente. Él opinaba que el cortejo correspondía a los hombres y, además, que debía desarrollarse con cortesía y comedimiento. Isabelle era una persona desenfadada y dinámica, y pronto se puso de manifiesto que no estaban hechos el uno para el otro. A mi juicio, esa mujer era una mema.

Ahora había entrado en escena Charlotte Snyder. Vivía en la comunidad costera de Olvidado, a cuarenta kilómetros al sur, poco más allá de Perdido. A sus setenta y ocho años trabajaba aún activamente y, por lo visto, no tenía la menor intención de jubilarse. Henry la había invitado a una copa en su casa y luego a cenar en un encantador restaurante del barrio llamado Emile's-at-the-Beach. Me había pedido que me acercara a tomar algo con ellos para darle mi parecer. Si yo consideraba que Charlotte no era adecuada para él, quería saberlo. A mi modo de ver, la valoración era cosa suya, pero había pedido mi opinión, y allí estaría yo para dársela.

Henry tenía la puerta de la cocina abierta, pero con la mosquitera cerrada, así que al acercarme los oí reír y charlar. Me llegó un olor a levadura, canela y azúcar caliente, y deduje, acertadamente como se vio después, que Henry había combatido los nervios previos a la cita preparando unos bollos dulces. En su vida laboral había sido panadero de oficio, y su habilidad nunca ha dejado de asombrarme desde que lo conozco. Tamborileé en la mosquitera y me abrió. Se había vestido para la ocasión, abandonando sus habituales chancletas y pantalón corto en favor de unos mocasines, pantalón de color tostado y una camisa azul celeste de manga corta que hacía juego con sus ojos.

A simple vista, otorgué a Charlotte una alta puntuación. Al igual que Henry, se conservaba esbelta y vestía con buen gusto, dentro de una línea clásica: falda de tweed, jersey amarillo de escote redondo y, debajo, blusa de seda blanca. Tenía el pelo de color caoba, corto, bien teñido y peinado hacia atrás. Advertí que se había hecho la cirugía estética en los ojos, pero no lo atribuí a la vanidad. Trabajaba en ventas, y en ese medio el aspecto personal era un valor tan importante como la experiencia. Parecía una mujer capaz de negociarte una hipoteca como si nada. Si yo hubiese estado buscando una casa, se la habría comprado a ella.

Estaba apoyada en la encimera. Henry le había preparado un vodka con tónica mientras él tomaba su habitual Jack Daniel's con hielo. Había abierto una botella de Chardonnay para mí y me sirvió una copa tan pronto como terminó con las presentaciones. Había sacado un cuenco de frutos secos y una bandeja de queso y galletas saladas con racimos de uva colocados aquí y allá.

– Ahora que me acuerdo, Henry -dije-, mañana con mucho gusto te ayudaré a limpiar si podemos acabar antes del mediodía.

– Perfecto. Ya le he contado a Charlotte lo de Gus.

– Pobre viejo -dijo Charlotte-. ¿Cómo se las arreglará cuando vuelva a casa?

– Eso mismo ha preguntado el médico. No le dará el alta a menos que disponga de ayuda -contestó él.

– ¿No tiene familia? -pregunté.

– No que yo sepa. Tal vez Rosie pueda decirnos algo. Gus habla con ella cada dos semanas o así, sobre todo para quejarse de todos nosotros.

– Se lo preguntaré cuando la vea -me ofrecí.

Charlotte y yo iniciamos el habitual intercambio de trivialidades, y cuando la conversación se desvió hacia el sector inmobiliario, ella se animó.

– Le contaba a Henry lo mucho que se han revalorizado estas casas antiguas en los últimos años. Antes de salir de la oficina, por pura curiosidad, he consultado la base de datos de la asociación de agencias de la propiedad inmobiliaria, y el precio medio, repito, el precio medio, era de seiscientos mil. Una vivienda unifamiliar como ésta se vendería probablemente por cerca de ochocientos mil, más que nada porque tiene adosado un apartamento en alquiler.

Henry sonrió.

– Dice que estoy sentado en una mina de oro. Pagué quince mil por esta casa en 1945, convencido de que los gastos me llevarían a una residencia de mendigos.

– Henry se ha ofrecido a enseñarme la casa. Espero que no te importe si nos dedicamos un momento a eso.

– Adelante. Por mí no hay problema.

Salieron de la cocina, cruzaron el comedor y fueron a la sala de estar. Los oí recorrer la casa mientras Henry se la enseñaba, y la conversación pasó a ser casi inaudible cuando llegaron a la habitación que él utilizaba como leonera. Tenía otros dos dormitorios, uno que daba a la calle y otro al jardín de atrás. Había dos baños completos y, junto a la entrada, un aseo. Me dio la impresión de que ella se deshacía en elogios, emitiendo exclamaciones que probablemente llevaban unido el signo del dólar.

Cuando regresaron a la cocina, pasaron del sector inmobiliario a los índices de construcción de nuevas viviendas y las tendencias económicas. Charlotte podía hablar de las caídas de la Bolsa, el rendimiento de los bonos del Estado y la confianza de los consumidores como el que más. A mí me intimidó un poco su aplomo, pero eso era problema mío, no de Henry.

Apuramos las copas y Henry dejó los vasos vacíos en el fregadero mientras Charlotte se disculpaba para retirarse al baño más cercano.

– ¿Qué te parece? -preguntó él.

– Me cae bien. Es lista.

– Bien. Parece agradable y está bien informada, cualidades que valoro.

– Yo también -coincidí.

Cuando Charlotte volvió, se había retocado los labios y espolvoreado las mejillas. Cogió el bolso, salimos las dos por la puerta seguidas de Henry y le dejamos un momento para que cerrara con llave.

– ¿Podríamos echar un vistazo rápido al estudio? Me ha dicho Henry que lo diseñó él mismo y me encantaría verlo.

Hice una mueca.

– Antes debería adecentarlo un poco. Soy una fanática del orden, pero he estado fuera todo el día.

En realidad, no quería que ella entrara a reconocer el terreno y calcular cuánto añadiría el estudio al precio de mercado si lo convencía para que vendiera.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes alquilado?

– Siete años. Me encanta la zona, y Henry es el casero perfecto. La playa está a media manzana en esa dirección y tengo el despacho en el centro, a sólo diez minutos de aquí.

– Pero piensa en el patrimonio que habrías acumulado a estas alturas si vivieras en una casa en propiedad.

– Soy muy consciente de las ventajas, pero mis ingresos van oscilando y no estoy dispuesta a cargar con una hipoteca. A mí ya me va bien que sea Henry quien se preocupe de los impuestos y el mantenimiento.

Demasiado cortés para expresar su escepticismo ante mi estrechez de miras, Charlotte se limitó a dirigirme una mirada.

Cuando los dejé, Henry y ella habían reanudado su conversación. Hablando del alquiler de propiedades, Charlotte le sugirió la posibilidad de usar el valor patrimonial de la casa como apalanca miento para adquirir un tríplex que acababa de salir a la venta en Olvidado, donde la vivienda no era tan cara. Dijo que las unidades necesitaban reformas, pero si él realizaba las mejoras necesarias y vendía la propiedad en poco tiempo, obtendría un buen beneficio, que entonces podría reinvertir. Intenté ahogar un grito de alarma, pero tenía la sincera esperanza de que ella no lo convenciera de algo tan absurdo.

Tal vez ya no me caía tan bien como pensaba.

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