En circunstancias normales, esa noche, para cenar, habría recorrido a pie la media manzana hasta el bar de Rosie. Rosie es húngara y cocina en consonancia, centrándose en la crema agria, las bolas de masa rellenas, los strudels, las cremas de verdura, los tallarines con queso, las guarniciones de col preparada de distintas maneras, además de los dados de carne -vaca o cerdo a elegir- guisados durante horas y servidos con salsa de rábanos picantes. Confiaba en que ella supiera si Gus Vronsky tenía familia en la zona y, en tal caso, cómo ponerse en contacto con ellos. Dado mi reciente propósito de iniciar una alimentación más sana y equilibrada, decidí aplazar la conversación hasta después de cenar.
Mi colación vespertina consistió en un bocadillo de mantequilla de cacahuete y pepinillos con pan integral de trigo, acompañado de un puñado de fritos de maíz, que estoy casi segura de que podrían considerarse un cereal. Admito que la mantequilla de cacahuete contiene casi un ciento por ciento de grasa; aun así, es una buena fuente de proteínas. Y por fuerza debe de existir alguna cultura en la que los pepinillos con pan y mantequilla se consideren verdura. De postre me obsequié con un puñado de uvas. Éstas me las comí en el sofá mientras pensaba en Cheney Phillips, con quien había salido durante dos meses. La longevidad nunca ha sido mi fuerte.
Cheney era adorable, pero el encanto no basta para mantener una relación. Soy una mujer complicada. Lo sé. Me crió una tía solterona que, para fomentar mi independencia, me daba un dólar todos los sábados y domingos por la mañana y me mandaba a la calle sola. Gracias a ella aprendí a cruzar la ciudad en autobús y a ver, con cierta picardía, dos películas al precio de una en el cine; pero no era precisamente una buena compañía, y de ahí que la «intimidad» me provoque sudores y sensación de ahogo.
Había caído en la cuenta de que, cuanto más se prolongaba la relación con Cheney, más fantasías albergaba sobre Robert Dietz, un hombre del que no sabía nada desde hacía dos años. La conclusión era que prefería establecer lazos afectivos con hombres que se pasaban la vida fuera de la ciudad. Cheney era policía. Le gustaba la acción, el ritmo rápido y la compañía de las personas, en tanto que yo prefiero la soledad. Para mí, la charla superficial representa un esfuerzo y los grupos de cualquier tamaño me agotan.
Cheney era un hombre que comenzaba muchos proyectos y no acababa ninguno. Durante el tiempo que estuvimos juntos, los suelos de su casa permanecieron cubiertos con láminas protectoras y, a pesar de que nunca lo vi coger un pincel, el aire olía siempre a pintura reciente. Había retirado los herrajes de todas las puertas interiores, con lo cual era necesario meter el dedo en el agujero y tirar para pasar de una habitación a otra. Detrás de su garaje de dos plazas tenía una furgoneta colocada sobre bloques. Y aunque quedaba oculta a la vista y ningún vecino se había quejado, en el suelo del camino de acceso había quedado dibujada en óxido la silueta de una llave inglesa de tantas veces como había llovido sobre ella.
A mí me gusta poner el punto final. Me saca de quicio ver la puerta de un armario entreabierta. Me gusta planificar. Lo preparo todo por adelantado y no dejo nada al azar, en tanto que Cheney se considera un espíritu libre, que se toma la vida tal como viene. Sin embargo, yo compro a locas, y Cheney, en cambio, se pasa semanas haciendo investigaciones de mercado. Le gusta pensar en voz alta, en tanto que a mí me aburre debatir sobre ternas en los que no tengo un interés personal. No es que lo suyo fuera mejor ni peor que lo mío. Sencillamente éramos distintos en terrenos innegociables. Al final fui franca con él en una conversación tan dolorosa que no merece la pena repetirla. Todavía no creo que él se sintiera tan dolido como me indujo a pensar. En cierto sentido, debió de experimentar alivio, porque no podía ser que él disfrutara de los roces más que yo. Para mí, lo más satisfactorio a partir de la ruptura fue el súbito silencio en la cabeza, la sensación de autonomía, la libertad de cualquier obligación social. Y sobre todo el placer de darme la vuelta en la cama sin chocar con nadie.
A las siete y cuarto me obligué a abandonar el sofá y tiré la servilleta que había utilizado como plato. Alcancé el bolso y la chaqueta, cerré con llave y recorrí la media manzana hasta el local de Rosie, que es una fea mezcla de restaurante, taberna y bar de barrio. Digo «fea» por la exigua decoración del laberíntico espacio. La barra es como cualquier otra barra: un reposapiés de latón a lo largo y botellas de distintos licores en estantes con espejos por detrás. En esa misma pared hay un pez espada disecado de cuyo pico cuelga un suspensorio. Esa desagradable prenda la lanzó allí un alborotador durante un juego de azar cuya práctica ha desalentado Rosie desde entonces.
A lo largo de dos de las paredes se suceden unos toscos reservados, hechos a base de láminas de contrachapado unidas con clavos y ahora de un tono oscuro y pegajoso a causa de la suciedad. El resto de las mesas y sillas son la clase de objetos que pueden encontrarse en un mercadillo, piezas disparejas de formica y cromo con alguna que otra pata demasiado corta. Por suerte, la iluminación es mala, así que muchos de los defectos pasan inadvertidos. El ambiente huele a cerveza, cebolla salteada y ciertas especias húngaras sin identificar. Ha desaparecido ya el humo del tabaco, que Rosie prohibió hace un año.
Como estábamos a principios de semana, eran pocos los parroquianos. Por encima de la barra, el televisor emitía, sin sonido, La rueda de ¡afortuna. En lugar de ocupar mi habitual reservado al fondo, me encaramé a un taburete y esperé a que Rosie saliera de la cocina. Su marido, William, me sirvió una copa de Chardonnay y la dejó delante de mí. Al igual que su hermano Henry, es alto, pero de indumentaria mucho más formal, prefiere los zapatos de cordones, muy lustrosos, mientras que Henry siente predilección por las chancletas.
William se había quitado la americana y se habían puesto toallitas de papel en los puños, sujetas con gomas elásticas, para protegerse las mangas de la camisa, blancas como la nieve.
– Hola, William -saludé-. Hace una eternidad que no hablamos. ¿Cómo te va?
– Tengo una leve congestión de pecho. No obstante, espero que no acabe en una infección de las vías respiratorias superiores en toda regla -contestó. Sacó una cajetilla del bolsillo del pantalón y, tras echarse un comprimido a la boca, explicó-: Cinc.
– Vaya, vaya.
William era un heraldo de enfermedades menores, que él se tomaba muy en serio por miedo a que se lo llevaran a la tumba. Aunque se había moderado y ya no llegaba a los límites de antes, permanecía atento a cualquier defunción inminente.
– He oído que Gus anda mal -comentó.
– Magullado y maltrecho; aparte de eso, se encuentra bien.
– No estés tan segura -dijo él-. Una caída como ésa puede traer complicaciones. Parece que uno se encuentra bien, pero en cuanto tiene que guardar cama pilla una neumonía. Otro riesgo son los trombos, y ya no hablemos de las infecciones por estafilococos, que pueden llevárselo a uno al otro barrio en un periquete.
Con un chasquido de dedos, William puso fin a cualquier infundado optimismo que yo pudiese haber concebido. Por lo que a él se refería, Gus ya estaba prácticamente bajo tierra. En lo tocante a la muerte, William se mantenía siempre alerta. En gran medida, Rosie lo había curado de su hipocondría, puesto que su fervor culinario generaba las suficientes indigestiones para mantener a raya las enfermedades imaginarias de William. Aun así, él todavía era propenso a la depresión y consideraba que no había nada como un funeral para proporcionar un pasajero estímulo anímico. ¿Quién podía echárselo en cara? A su edad, habría sido un alma de cántaro si ver a un amigo recién fallecido no le levantase un poco la moral.
– Más me preocupa lo que le pase a Gus cuando vuelva a casa. Estará fuera de combate durante un par de semanas.
– Si no más.
– Exacto. Teníamos la esperanza de que Rosie conociera a algún pariente dispuesto a cuidar de él.
– Yo no contaría con la familia. Ese hombre tiene ochenta y nueve años.
– La misma edad que tú, y tú tienes cuatro hermanos vivos, tres de los cuales pasan de los noventa.
– Pero nosotros estamos hechos de una pasta más resistente. Gus Vronsky ha fumado la mayor parte de su vida. Por lo que sabemos, aún fuma. Lo mejor es un servicio de asistencia sanitaria a domicilio, como por ejemplo la Asociación de Enfermeras Visitadoras.
– ¿Crees que tiene algún seguro de salud?
– Lo dudo. Probablemente ni siquiera imaginaba que viviría tanto como para beneficiarse de él, pero sí debe de tener seguridad social.
– Sí, supongo.
Rosie salió de la cocina por la puerta de vaivén caminando de costado. Llevaba un plato en cada mano, uno lleno a rebosar de lomo frito y rollos de col rellenos y el otro con estofado húngaro y tallarines al huevo. Se los sirvió al par de bebedores diurnos sentados ante el extremo opuesto de la barra. Estaba segura de que los dos llevaban allí desde el mediodía, y bien podía ser que ella los invitase a la cena con la esperanza de que se les pasara la borrachera antes de marcharse a casa.
Se reunió con nosotros en la barra y la puse al corriente brevemente de nuestras preocupaciones por Gus.
– Hay una sobrina nieta -dijo ella de inmediato-. Como no lo ve desde hace años, le tiene mucho cariño.
– ¿No me digas? ¡Qué bien! ¿Y vive aquí?
– En Nueva York.
– A Gus eso va a servirle de poco. El médico no le dará el alta a menos que tenga a alguien que lo cuide.
Rosie descartó la idea.
– Metedlo en una residencia. Eso hice yo con mi hermana.
William se inclinó hacia mí y aclaró:
– … que murió poco después.
Rosie no le prestó la menor atención.
– Es un lugar agradable. En la esquina de Chapel y Missile.
– ¿Y qué hay de su sobrina? ¿Sabes cómo podríamos ponernos en contacto con ella?
– Gus tiene una agenda en su escritorio, allí seguro que aparece el nombre.
– Algo es algo -dije.
Cuando sonó el despertador el martes a las seis de la mañana, salí a rastras de la cama y me puse las zapatillas Saucony. Había dormido en chándal, lo que me ahorraba un paso en mi recién inaugurado ritual matutino. Mientras me lavaba los dientes, me miré en el espejo con desesperación. Durante la noche, mi pelo rebelde había formado un cono en lo alto de la cabeza, que tuve que humedecer con agua y alisar con la palma de la mano.
Cerré la puerta y me até la llave del estudio en el cordón de una de las zapatillas. Al cruzar la verja me detuve y, por si a alguien le interesaba, estiré los ligamentos de las rodillas con gran alarde. Luego me dirigí hacia el bulevar Cabana, donde troté por el carril bici hasta la siguiente travesía, con la playa a mi derecha. Amanecía más tarde que la última vez que corrí, hacía varias semanas, por lo que a esas horas de la madrugada reinaba aún más la oscuridad. El mar ofrecía un aspecto negro y hosco, y las olas, a juzgar por el ruido al romper contra la arena, parecían frías. Unos kilómetros mar adentro, las islas del canal, recortadas contra el horizonte, formaban una hilera oscura e irregular.
Normalmente no me habría planteado siquiera la ruta, pero cuando llegué al cruce de Cabana y State Street, eché un vistazo a la izquierda y comprendí que las dos hileras de luces situadas a los lados tenían algo de tranquilizador. A esa hora no había allí ni un alma y los escaparates estaban a oscuras, pero, guiándome por la intuición, dejé la playa atrás y me encaminé hacia el centro de Santa Teresa, a diez manzanas al norte.
En Lower State se encuentran la estación de ferrocarril, un centro de alquiler de bicicletas y un establecimiento de Sea & Surf, donde venden tablas, bikinis y equipo de submarinismo. A media manzana había una tienda de camisetas y un par de hoteluchos. El mejor de los dos, el Paramount, había sido el alojamiento preferido de mucha gente en los años cuarenta, cuando los niños mimados de Hollywood viajaban a Santa Teresa en tren. Estaba a un paso de la estación y tenía una piscina que se alimentaba de unas fuentes termales. La piscina fue clausurada cuando unos trabajadores descubrieron que las filtraciones de una gasolinera contaminaban el acuífero. El hotel había cambiado de manos y el nuevo propietario estaba rehabilitando el establecimiento, en otro tiempo suntuoso. Las obras interiores habían concluido y ahora estaba construyéndose una nueva piscina. Los agujeros de la valla provisional plantada para proteger la obra invitaban al público a curiosear. Yo misma me había parado a mirar una mañana, pero sólo vi montones de basura y fragmentos de azulejos antiguos.
Seguí corriendo otras diez manzanas y luego di media vuelta, iba contemplando el paisaje alrededor para no pensar en que respiraba muy agitada. El aire frío previo al amanecer me tonificaba. El cielo había pasado de color carbón a gris ceniza. Casi al final de mi carrera oí cómo el tren de mercancías de primera hora de la mañana cruzaba lentamente la ciudad haciendo sonar un silbato en sordina. Con un alegre campanilleo descendieron las barreras del paso a nivel. Aguardé a que pasara el tren. Conté seis vagones cerrados, un vagón cisterna, un vagón de ganado vacío, un vagón frigorífico, nueve contenedores de coches, tres bateas, un vagón plataforma y, por último, el furgón de cola. Cuando el tren se perdió de vista, seguí a pie para enfriar mientras recorría las últimas manzanas. En esencia, me alegraba de haberme quitado ya de encima el jogging.
Me salté la ducha pensando que bien podía quedarme sudorosa para la sesión de tareas domésticas que me esperaba. Reuní guantes de goma, estropajos y varios artículos de limpieza y lo eché todo en un cubo de plástico. Añadí un rollo de papel de cocina, trapos, detergente para ropa y bolsas de basura. Así provista salí al jardín, donde aguardé a Henry. No hay nada como los peligros y el glamour de la vida de un detective.
Cuando apareció Henry, fuimos al domicilio de Gus. Él recorrió la casa para evaluar la situación y regresó a la sala de estar, donde recogió los periódicos de varias semanas esparcidos por el suelo. Por mi parte, me quedé examinando el mobiliario. Las cortinas eran exiguas y las cuatro piezas tapizadas (un sofá y tres sillones) estaban cubiertas con fundas elásticas de color marrón oscuro, todas de un mismo tamaño adaptable. La mesa era de un laminado imitación caoba. El mero hecho de estar allí resultaba desalentador.
La primera tarea que me asigné fue registrar el buró de persiana de Gus en busca de la agenda, que estaba en el cajón de los lápices, junto con una llave de la casa en un llavero blanco y redondo donde se leía pitts.
La saqué.
– ¿Qué es esto? No sabía que Gus tenía una llave de tu casa.
– Claro. Por eso yo tengo una llave de la suya. Lo creas o no, hubo un tiempo en que no era tan cascarrabias. Me recogía el correo y me regaba las plantas cuando yo me iba a Michigan a visitar a mis hermanos.
– Ver para creer -dije, y reanudé mi tarea mientras Henry llevaba la pila de periódicos a la cocina y los metía en el cubo de la basura.
Gus tenía el aspecto económico de su vida bien organizado: facturas pagadas en una casilla, las pendientes de pago en otra. En una tercera encontré el talonario, dos libretas de ahorro y hojas de saldo sujetas con gomas elásticas. No pude evitar fijarme en la cantidad de dinero acumulado en sus cuentas. Bueno, sí, lo admito, repasé los números con detenimiento, pero no tomé notas. Tenía cerca de dos mil dólares en la cuenta corriente, quince mil en una libreta de ahorros y veintidós mil en la otra. Quizás eso no fuera todo. Me parecía la clase de persona que guardaba billetes de cien dólares entre las páginas de los libros y mantenía cuentas intactas en varios bancos. Los ingresos regulares que hacía eran probablemente cheques de la seguridad social o de la pensión.
– Oye, Henry, ¿a qué se dedicaba Gus antes de jubilarse?
Henry asomó la cabeza desde el pasillo.
– Trabajaba en los ferrocarriles, allá en el Este. Es posible que fuera en la compañía L &N, pero no sé qué cargo ocupaba exactamente. ¿Por qué lo preguntas?
– Tiene bastante dinero. O sea, no es rico, pero dispone de recursos para vivir mucho mejor de lo que vive.
– No creo que el dinero y la higiene estén relacionados. ¿Has encontrado la agenda?
– Aquí está. La única persona que vive en Nueva York es una tal Melanie Oberlin, que tiene que ser su sobrina.
– ¿Por qué no la llamas?
– ¿Tú crees?
– ¿Por qué no? Así paga él la llamada. Mientras tanto, empezaré por la cocina. Tú puedes ocuparte de su dormitorio y el baño en cuanto hayas acabado.
Marqué el número, pero como suele suceder últimamente, no hablé con un ser humano vivo. La mujer del contestador se identificó como Melanie, sin dar el apellido, y no podía atender la llamada. La noté muy alegre para estar diciéndome al mismo tiempo lo mucho que lamentaba no poder atenderme. Hice un breve resumen de la caída de su tío Gus y después dejé mi nombre y los números de teléfono de mi casa y mi oficina y le pedí que me devolviera la llamada. Me guardé la agenda en un bolsillo, con la intención de intentarlo de nuevo más tarde si no tenía noticias suyas.
Di una vuelta por la casa de Gus como había hecho antes Henry. En el pasillo percibí un tufo a excrementos de ratón o quizás a ratón muerto en fecha reciente atrapado en una pared cercana. En la segunda habitación se amontonaban cajas de cartón sin etiquetar y muebles antiguos, algunos de buena calidad. La tercera habitación estaba dedicada a objetos de los que obviamente el viejo era incapaz de deshacerse. Había pilas de periódicos atados con cordel y que llegaban a la altura de la cabeza, y entre las filas había dejado pasillos para acceder fácilmente en caso de que alguien necesitara entrar y coger las tiras cómicas de los dominicales desde diciembre de 1964. Contenía asimismo botellas vacías de vodka, cajas de comida en lata y agua embotellada suficientes para resistir un asedio, cuadros de bicicleta, dos cortacéspedes oxidados, una caja de zapatos de mujer y tres televisores de aspecto barato con antenas portátiles y pantallas del tamaño de las ventanillas de un avión. Además, Gus había llenado de herramientas una caja de embalaje. Un viejo sofá cama asomaba bajo una montaña de ropa revuelta. Sobre una mesita de centro se alzaban columnas de vajilla de cristal verde de los tiempos de la Depresión.
Conté quince cuadros apoyados contra una pared, todos con recargados marcos. Fui pasándolos de uno en uno mientras examinaba los lienzos, pero no supe qué pensar. Los temas eran variados: paisajes, retratos, una pintura de un ramo exuberante pero mustio, otra de una mesa adornada con fruta cortada, una jarra de plata y un pato muerto con la cabeza colgando del borde. El óleo de la mayoría se había oscurecido tanto que era como mirar a través de un cristal tintado. No sé nada de arte, de modo que no podía opinar sobre su colección, salvo por el pato muerto, que me pareció de un gusto dudoso.
Me puse manos a la obra en el cuarto de baño, decidida a empezar por lo peor. Desconecté mis engranajes emocionales, poco más o menos como hago en el escenario de un homicidio. La repulsión no sirve de nada cuando tienes trabajo que hacer. Durante las siguientes dos horas frotamos y restregamos, quitamos el polvo y pasamos el aspirador. Henry vació el frigorífico y llenó dos bolsas de basura grandes de alimentos descompuestos sin identificar. Los estantes de los armarios contenían latas con la base abombada, indicio de explosión inminente. Puso el lavavajillas mientras yo metía una pila de ropa sucia en la lavadora y la encendía también. Dejé la ropa de cama amontonada en el suelo del lavadero hasta tener lista la primera colada.
A mediodía habíamos avanzado lo máximo posible. Ahora que se había restablecido un mínimo de orden, vi lo deprimente que era la casa. Podríamos haber trabajado otros dos días enteros y el resultado habría sido el mismo: desgaste, abandono, una nube de viejos sueños suspendida en el aire. Cerramos la casa, y Henry llevó dos cubos de basura a rastras hasta la acera. Me dijo que quería adecentarse y que luego iría al supermercado para reabastecer los estantes de Gus. Después de eso pensaba telefonear al hospital para preguntar cuándo le darían el alta. Yo me marché a casa, me duché y me puse los habituales vaqueros para irme a trabajar.
Decidí que intentaría por segunda vez entregar la orden de comparecencia a mi amigo Bob Vest. En esta ocasión, cuando aparqué y cruce la calle para llamar a su puerta, me fijé en los dos periódicos tirados en el porche. Eso no era buena señal. Esperé, por si lo había pillado en el retrete con los calzoncillos a la altura de las rodillas. Mientras estaba allí, vi un rascador para gatos en un extremo del porche. La superficie tapizada permanecía intacta, ya que por lo visto el gato prefería afilarse las uñas haciendo trizas el felpudo. Había también un cajón de gato, sucio de hollín y lleno de pelos, caspa y huevos de pulga, pero no se veía gato alguno.
Me acerqué al buzón y examiné el contenido: correo comercial, catálogos, unas cuantas facturas y un puñado de revistas. Me puse todo bajo el brazo y crucé el jardín hasta la casa contigua. Toqué el timbre. Me abrió la puerta una mujer de más de sesenta años, con un cigarrillo en la mano. A su alrededor olía a beicon frito y sirope de arce. Llevaba una camiseta sin mangas y un pantalón pirata. Tenía los brazos flácidos y la cintura del pantalón le quedaba holgada en torno a la cadera.
– Hola. ¿Sabe cuándo volverá Bob? -pregunté-. Me pidió que le entrara el correo. Creí que volvería a casa anoche, pero veo que no ha recogido los periódicos.
La mujer abrió la mosquitera y miró por encima de mí hacia el camino de acceso de su vecino.
– ¿Cómo ha conseguido liarte? A mí me pidió que le cuidara el gato, pero no dijo nada del correo.
– Tal vez prefirió no molestarla con eso.
– No sé por qué no. No le importa molestarme con todo lo demás. Ese gato ya se cree que vive aquí de tanto como lo cuido. Pobre bicho. Me da pena.
La escasa atención que Bob prestaba a su gato me pareció lamentable. Vergüenza debería darle.
– ¿Dijo cuándo volvería a casa?
– Esta tarde, pero fíate de su palabra. A veces me asegura que estará fuera dos días cuando él sabe de sobra que no volverá antes de una semana. Piensa que es más probable que acceda si su ausencia es corta.
– En fin, ya conoce a Bob -dije, y le enseñé el correo-. De todos modos, dejaré esto en la puerta de su casa.
– Puedo quedármelo yo si quiere.
– Gracias. Muy amable.
Me examinó.
– No es asunto mío, pero ¿tú no serás la chica nueva de la que no para de hablar?
– Ni mucho menos. Ya tengo problemas más que suficientes sin cargar con él.
– Bueno, me alegro. No pareces su tipo.
– ¿Y cuál es su tipo?
– El tipo de mujer que veo salir de su casa casi todas las mañanas a las seis.
Cuando llegué a la oficina, telefoneé a Henry, que me puso al corriente. Al final, el médico había decidido retener a Gus un día más porque tenía la tensión alta y el recuento de glóbulos rojos bajo. Como Gus estaba grogui por efecto de los analgésicos, Henry tuvo que hablar con la sección que tramitaba las altas del departamento de servicios sociales del hospital, para ver en qué medida era posible satisfacer las necesidades médicas de Gus en cuanto lo pusieran en la calle. Henry se ofreció a explicarme los entresijos de la cobertura de Medicare, pero, la verdad, era demasiado aburrido para asimilarlo. Más allá de la Parte A y la Parte B, todo era un baile de siglas: CMN, SNF, PPS, PRO, DRG, etcétera, etcétera. Como yo no iba a tener que sortear esos rápidos hasta pasados otros treinta años, la información sencillamente me resultaba tediosa. Las directrices generales eran de un retorcimiento diabólico, concebidas para confundir a los mismísimos pacientes a los que en teoría debían aleccionar.
Por lo visto existía una fórmula que determinaba cuánto dinero podía ganar el hospital reteniéndolo durante un número específico de días y cuánto podía perder reteniéndolo un solo día más. El hombro dislocado de Gus, aunque doloroso, hinchado y causante de una incapacidad temporal, no se consideraba tan grave como para garantizarle una estancia de más de dos noches. Distaba mucho de agotar los días que tenía asignados, pero el hospital no quería correr riesgos. El miércoles Gus salió del St. Terry para quedar en manos de un centro de convalecencia.