Capítulo 32

Según la orden de alejamiento, una vez entregada la notificación, disponía de un plazo de veinticuatro horas para entregar o vender toda pistola o arma en mi poder. No soy una fanática de las armas, pero siento apego por las dos que tengo. Una es una Heckler & Koch P7M13 de nueve milímetros; la otra, una pequeña Davis semiautomática del 32. Suelo llevar una de ellas, descargada, dentro de un maletín en el asiento trasero del coche. También guardo a mano munición; de lo contrario, ¿qué sentido tendría? Mi pistola preferida de todos los tiempos, una semiautomática del 32 sin marca, regalo de mi tía Gin, quedó destruida en la explosión de una bomba unos años antes.

A regañadientes, saqué las dos pistolas de la caja fuerte de la oficina. Tenía dos opciones para desprenderme de ellas. Podía ir a entregarlas a la comisaría, donde las anotarían en el registro y me darían un recibo. El problema de esa posibilidad era que yo conocía a unos cuantos agentes e inspectores del Departamento de Policía de Santa Teresa, entre ellos Cheney Phillips. La idea de tropezarme con alguno se me hacía insufrible. Opté por dejar las pistolas en manos de un armero con licencia de State Street, que rellenó los apartados 5 y 6 del formulario que me habían dado, y que yo, a su vez, devolví al secretario del juzgado para que lo archivase. Sólo me devolverían las armas por orden del juez.

Ya de paso, presenté una respuesta a la orden de alejamiento de Solana, donde sostenía que sus afirmaciones eran falsas. Después, pasé por el despacho de Lonnie Kingman y charlé con él. Accedió a acompañarme en mi comparecencia del martes de la semana siguiente.

– Supongo que no hace falta recordarte que si violas las condiciones de la orden de alejamiento, te retirarán la licencia.

– No tengo la menor intención de violar la orden judicial. ¿Cómo voy a ganarme la vida, si no? Ya he hecho bastantes trabajos de mierda en la vida. Le tengo apego a mi ocupación actual. ¿Algo más?

– Quizá deberías reunir a un par de testigos que apoyen tu versión de los hechos.

– Seguro que Henry estará dispuesto. Tendré que pensar si hay alguien más. Solana, astuta como es, se cuidó muy mucho de que nuestros encuentros fueran en privado.

Cuando entré en la oficina tenía en el contestador un mensaje de la secretaria de Lowell Effinger, Geneva, donde me decía que la citación de comparecencia para Melvin Downs estaba lista y podía pasar a recogerla. En cualquier caso, yo, con los nervios a flor de piel, no tenía intención de quedarme allí cruzada de brazos en espera del siguiente golpe. Curiosamente, había empezado a ver a Melvin Downs como a un amigo, y mi relación con él parecía cálida en comparación con mis tratos con Solana, que habían ido de mal en peor.

Me metí en el Mustang, me detuve un momento ante el bufete de Effinger a recoger los papeles y me encaminé hacia Capillo Hill. Doblé a la izquierda por el callejón a un paso de Palisade y aparqué detrás del edificio donde estaba la lavandería y el punto de recogida de Empezar de Cero. La puerta de atrás estaba cerrada, pero probé el picaporte y se abrió.

Encontré a Melvin encaramado en un taburete ante un mostrador que hacía las veces de mesa de trabajo. Había llenado de piruletas un tazón de cerámica, y vi el envoltorio de celofán que había quitado a la que tenía en la boca. Como la trastienda era fría, se había dejado puesta la cazadora de cuero marrón. La brisa húmeda procedente de la lavandería, en la parte delantera, olía a detergente, lejía y ropa de algodón dando vueltas en secadoras industriales. Melvin tenía una tostadora desmontada en la superficie de trabajo. Había retirado la carcasa del bastidor. El aparato desnudo parecía pequeño y vulnerable, como un pollo desplumado. Al verme, reaccionó con un ligero cabeceo.

Me llevé una mano al bolsillo de la chaqueta, más por la tensión que por el frío; en la otra, sostenía la citación.

– Pensaba que trabajaba los martes y los jueves.

– Me da igual el día de la semana. No tengo nada más que hacer.

La piruleta debía de ser de cereza, porque tenía la lengua rosa. Advirtió mi mirada y me tendió el tazón para ofrecerme una. Negué con la cabeza. Sólo había de cereza, y si bien era mi sabor favorito, me pareció impropio aceptar algo de él.

– ¿Qué le pasa a la tostadora?

– La resistencia y la palanca. Estoy arreglando la palanca.

– ¿Recibe muchas tostadoras?

– Sí, y también secadores de pelo. Hoy día, a la que falla una vez la tostadora, la gente la tira. Los electrodomésticos son baratos, y si algo se estropea, se compra uno nuevo. La mayoría de las veces el problema se debe a algo tan sencillo como no molestarse en vaciar la bandeja recogemigas.

– ¿A qué se refiere? ¿A esa pieza que se desliza por debajo?

– Exacto. En ésta habían caído trozos de pan en la base y provocado un cortocircuito en la resistencia. Además, las migas atascaban el mecanismo, y he tenido que limpiar la palanca y engrasarla. En cuanto vuelva a montarla, debería funcionar a la perfección. ¿Y esta vez cómo me ha encontrado?

– Ah, tengo mis métodos.

Aguardé un momento, intentando recordar cuándo había vaciado por última vez la bandeja recogemigas de mi tostadora. Quizá por eso mis tostadas tendían a quemarse por un lado y a quedarse sin hacer por el otro.

Señaló el sobre con el mentón.

– ¿Eso es para mí?

Lo dejé en el mostrador.

– Sí. Han fijado la fecha para su declaración, y ésta es la citación de comparecencia. Si lo desea, puedo venir a recogerlo y volver a traerlo aquí después. Sería un viernes, porque yo les dije qué días trabajaba.

– Muy considerada.

– Es lo máximo que he podido hacer.

– No lo dudo.

Se me fueron los ojos hacia su mano derecha.

– Dígame una cosa: ¿eso es un tatuaje carcelario?

Echó un vistazo al tatuaje. Luego juntó el pulgar y el índice para formar unos labios, que parecían separarse expectantes ante la siguiente pregunta. Los ojos pintados en los nudillos creaban en efecto la ilusión óptica de una cara pequeña.

– Ésta es Tía -dijo.

– Ya me han hablado de ella. Es una monada.

Se acercó la mano a la cara.

– ¿Has oído? -dijo él-. Opina que eres una monada. ¿Quieres hablar con ella?

Melvin dio la vuelta a la mano y Tía pareció estudiarme con vivo interés.

– Vale -contestó ella, sus impasibles ojos negros fijos en los míos. Le preguntó a él-: ¿Qué puedo contarle?

– Decídelo tú.

– Estuvimos encerrados doce años -explicó ella-, y allí nos conocimos.

La voz de falsete me pareció muy real y, sin darme cuenta, le dirigí las preguntas a ella.

– ¿Aquí, en California?

Se volvió y lo miró, y luego me miró a mí otra vez. Pese a parecer una vieja desdentada, conseguía dar una imagen de recatada coquetería.

– Preferiríamos no contestar a eso. Sí le diré lo siguiente: él se portó tan bien que le redujeron la pena. -Tía se ladeó hacia Downs y le dio un gran beso en la mejilla. En respuesta, él sonrió.

– ¿Por qué lo encerraron?

– Ah, por ciertos asuntos. No hablamos de esas cosas con gente que acabamos de conocer.

– Deduje que fue por abusos sexuales a menores, y que por eso su hija no le deja ver a sus nietos.

– Vaya, le cuesta poco condenar -dijo Tía con aspereza.

– Sólo es una suposición.

– Él jamás puso la mano encima a esos niños, eso se lo aseguro -dijo ella, indignada, en nombre de Melvin.

– Tal vez su hija opina que los delincuentes sexuales no son dignos de confianza -comenté.

– Él intentó convencerla para que le permitiera visitarlos bajo supervisión, pero ella no quiso saber nada. Él hizo todo lo posible para reparar los daños, incluido cierto trato bajo mano con unos caballeros muy desagradables.

– ¿A qué se refiere?

Tía ladeó la cabeza y me hizo una seña para que me acercara, indicando que lo que iba a decir era muy personal. Me incliné y le permití susurrarme al oído. Habría jurado que sentí su aliento en mi cuello.

– Hay una casa en San Francisco donde se ocupan de hombres como él. Un lugar de muy mal gusto. No es de nuestro estilo.

– No lo entiendo.

– Castración. -Tía arrugó los labios al pronunciar la palabra. Melvin la observó con interés, sin inmutarse.

– ¿Como un hospital?

– No, no. Es una residencia privada, donde ciertas operaciones se practican bajo mano, por así decirlo. No eran médicos titulados, sino sólo hombres con herramientas y el equipo necesarios que disfrutaban cortando y cosiendo, liberando a otros de sus impulsos.

– ¿Melvin se ofreció de forma voluntaria a eso?

– Era un medio para conseguir un fin. Necesitaba controlar sus impulsos, en lugar de verse controlado por ellos.

– ¿Le sirvió?

– En general, sí. Su libido ha quedado prácticamente en nada, y el poco deseo que aún siente consigue someterlo. No bebe ni se droga porque, si lo hace, es incapaz de prever qué demonios aflorarán. No tiene usted ni idea de lo astutos que pueden llegar a ser. No hay manera de pactar con los Malignos. En cuanto se despiertan, toman las riendas. Sobrio, es un buen hombre. Pero nunca convencerá a su hija de eso.

– Es una chica de corazón duro -comentó Melvin.

Tía se volvió hacia él.

– Calla. Sabes que no es así. Es una madre. Su primera obligación es proteger a sus hijos.

– ¿No está obligado a comunicar su paradero a las autoridades? Llamé al departamento de libertad condicional y no habían oído hablar de usted.

– Ya lo comuniqué en el lugar donde estaba antes.

– Si se muda, debe volver a hacerlo.

– En rigor sí, cariño -intervino Tía-. Pero le contaré lo que pasa. La gente se entera del motivo de su condena. En cuanto lo saben, empiezan los cuchicheos y luego los padres indignados desfilan ante su casa con pancartas de protesta. Y luego vienen las unidades móviles y los periodistas, y él ya no vuelve a tener un momento de paz.

– No se trata de él. Se trata de los niños de quienes él abusó. Nunca se recuperarán de esa maldición.

Melvin se aclaró la garganta.

– Lamento el pasado. Reconozco que hice cosas y que me hicieron cosas…

– Exacto -interrumpió Tía-. Ahora él lo único que quiere es vigilar a los pequeños y protegerlos. ¿Qué tiene eso de malo?

– No debe tener contacto con ellos. No debe estar a menos de mil metros de niños. Nada de colegios, nada de parques infantiles. Él lo sabe.

– Sólo mira. Sabe que está mal tocar y ya no lo hace.

Miré a Melvin.

– ¿Por qué corre el riesgo? Es como un ex alcohólico que trabaja en un bar. La tentación está ahí mismo y llegará el día en que lo venza.

Tía emitió un chasquido de desaprobación.

– Yo misma se lo he dicho mil veces, cariño, pero no puede evitarlo.

No podía seguir escuchando aquello.

– ¿Podemos hablar de la declaración? Tendrá alguna pregunta que hacer.

Melvin mantuvo la atención fija en la tostadora.

– Si accedo, ¿qué impedirá al abogado de la otra parte venir a por mí? ¿No es eso lo que hacen? Prestas testimonio, a ellos no les gusta y le dan la vuelta para utilizarlo contra ti. Demuestran que eres un despreciable ex presidiario y que nadie debe escuchar una sola palabra de lo que digas.

Pensé en Hetty Buckwald.

– Es probable. No le mentiré acerca de eso. Por otro lado, si no aparece, será acusado de desacato.

Tía cabeceó y dijo:

– Vamos, por favor. ¿Cree que eso le importa un carajo?

– ¿No puede usted convencerlo?

– Déle un respiro. Ya ha pagado más que suficiente.

Esperé, pero ninguno de los dos dijo nada más. Sólo podía insistir hasta cierto punto. Dejé la citación en el mostrador y salí.

Para redondear la tarde, cuando llegué a la oficina, recibí una llamada telefónica de Melanie Oberlin, que fue derecha al grano.

– Kinsey, ¿qué demonios está pasando? Me ha dicho Solana que tuvo que solicitar una orden de alejamiento contra ti.

– Gracias, Melanie. Agradezco tu apoyo. Y ahora, ¿quieres oír mi versión?

– No tengo especial interés. Me ha dicho que llamaste a las autoridades del condado para poner una denuncia y la desestimaron.

– ¿Te ha comentado también que una tal Cristina Tasinato ha sido nombrada tutora de Gus?

– ¿Nombrada qué de Gus?

– Supongo que conoces la palabra.

– Claro, pero ¿por qué lo ha hecho?

– La pregunta debería ser, más bien: ¿quién es Cristina Tasinato? -maticé.

– Vale. ¿Quién es?

– Ella y la mujer a la que conocemos como Solana Rojas son la misma persona. Está haciendo todo lo posible para quitarle a Gus hasta el último centavo. Espera un momento y consultaré mis notas para darte las cifras exactas. Vamos allá. A modo de compensación, ha presentado facturas al juzgado por valor de 8.726,73 dólares en concepto de atención domiciliaria a Gus, a nombre de Asistencia Sanitaria para la Tercera Edad, S.A. Eso incluye a su hijo retrasado, el supuesto auxiliar, pese a que no hace más que dormir todo el día. También hay una factura de su abogado, de 6.227,47 dólares, por «servicios profesionales», con fecha del 15 de enero de 1988.

Se produjo un maravilloso momento de silencio.

– ¿Y eso pueden hacerlo?

– Chica, no quiero parecer cínica, pero la intención es «ayudar» a los ancianos con grandes ahorros. ¿Por qué habría uno de nombrarse tutor de alguien que vive de un ingreso fijo? Es absurdo.

– Esto empieza a darme náuseas -dijo.

– Más vale.

– Pero ¿y a qué viene eso de las autoridades del condado?

– Ésa es la pregunta por la que has empezado. Denuncié a Solana a la Agencia de los Tres Condados para la Prevención de Malos Tratos a la Tercera Edad, y enviaron a una chica a investigar. Solana le dijo que te había rogado repetidamente que vinieras en ayuda de Gus, pero tú te habías negado. Dijo que Gus no estaba capacitado para atender sus necesidades básicas y se autodesignó…, o mejor dicho, designó a Cristina Tasinato…, para supervisar sus asuntos.

– Eso es una locura. ¿Desde cuándo?

– Hace una semana, tal vez diez días. Por supuesto, se han dado fechas anteriores para que coincida, casualmente, con la entrada en escena de la falsa Solana.

– ¡No me lo puedo creer!

– Yo tampoco, pero es la verdad.

– Tú sabes que nunca me he negado a ayudarlo. Es una mentira asquerosa.

– Al igual que casi todo lo que dice Solana sobre mí.

– ¿Por qué no me llamaste? No entiendo por qué me entero ahora de esto. Podrías haberme avisado.

Miré el auricular con los ojos entornados, asombrándome a mí misma por lo bien que había pronosticado su reacción. Ya me había cargado a mí con toda la culpa.

– Melanie, ya te dije que Solana tramaba algo, pero te negaste a creerme. ¿Para qué volver a llamarte?

– Fuiste tú quien le dio el visto bueno.

– Sí, y fuiste tú la que me dijo que limitara la investigación al título, el último empleo y un par de referencias.

– ¿Eso dije?

– Sí, guapa. Tengo por costumbre anotar las instrucciones que recibo por si pasa algo así. ¿Y ahora vas a apearte del burro y ayudarme?

– ¿Cómo?

– Para empezar, puedes venir y atestiguar a mi favor cuando comparezca ante el juez.

– ¿Por qué vas a comparecer?

– Por la orden de alejamiento. No puedo acercarme a Gus porque Solana está allí las veinticuatro horas, pero tú aún estás autorizada a verlo a menos que solicite otra orden contra ti. También podrías iniciar los trámites para oponerte a su nombramiento. Eres la única pariente viva y tienes voz y voto. Ah, y ya que te tengo al teléfono, más vale que te avise. En cuanto mecanografíe mi informe, enviaré una copia al fiscal del distrito. Tal vez pueda intervenir y ponerle freno.

– Bien. Hazlo. Me organizaré para ir cuanto antes.

– De acuerdo.

Una vez resuelto eso, llamé a Richard Compton, que dijo que se pondría en contacto con Norman y le pediría que me dejara vía libre para examinar el material archivado en el sótano del edificio. Le dije aproximadamente cuándo iría por allí y me contestó que ya lo arreglaría. Tenía que pasar por dos sitios antes de ir a Colgate, el primero era el drugstore donde había dejado el carrete el día anterior. Con las fotos en la mano, fui a la Casa del Amanecer y entré por la puerta con cierta sensación de familiaridad porque ya había estado antes. Había anunciado mi visita por adelantado y hablado con Lana Sherman, la enfermera diplomada a quien había consultado al verificar los antecedentes de Solana Rojas. Dijo que podía concederme unos minutos siempre y cuando no surgiera ninguna urgencia.

En el vestíbulo, el árbol de Navidad salpicado de blanco había sido desmontado y guardado en su caja hasta las fiestas del año siguiente. En el escritorio antiguo empleado como mesa de recepción habían colocado un jarrón chino rojizo con una rama pintada de blanco de la que colgaban corazones rojos y rosados en celebración del día de San Valentín, para el que faltaban dos semanas.

La recepcionista me envió a Uno Oeste, la planta de postoperatorio. Al recorrer el pasillo, vi a Lana en una sala con cuatro camas administrando medicamentos en vasos blancos de papel estriado. Le hice una seña, indicándole que aguardaría en el mostrador de enfermeras. En un pequeño hueco habilitado como sala de espera encontré una silla de plástico gris y me hice con una manoseada revista que se titulaba Madurez moderna.

Lana apareció al cabo de un momento, acompañada del chirrido de sus zapatos de suela de goma sobre el vinilo.

– Ya me he tomado antes un descanso, así que no tengo mucho tiempo. -Se sentó a mi lado en una silla de plástico idéntica a la mía-. ¿Y qué tal le va a Solana con su trabajo?

– No muy bien -contesté. Me había planteado hasta qué punto debía ser franca con ella, pero no vi ninguna ventaja en retener información. Quería respuestas y no tenía sentido andarse por las ramas-. Me gustaría que echase un vistazo a unas fotografías y me dijese quién es la persona que ve.

– ¿Como en una rueda de reconocimiento?

– No exactamente. -Saqué el sobre amarillo de fotografías de mi bolso y se lo di. Del carrete de treinta y seis fotos había seleccionado diez instantáneas, que ella pasó rápidamente antes de devolvérmelas-. Es Costanza Tasinato, una auxiliar de enfermera. Trabajó aquí en la misma época que Solana.

– ¿Alguna vez la oyó usar el nombre de Cristina?

– No lo usaba, pero sé que era su primer nombre porque lo vi en su carnet de conducir. Costanza era el segundo nombre, y como se hacía llamar. ¿A qué viene esto?

– Ha estado haciéndose pasar por Solana Rojas en los últimos tres meses.

Lana me miró con asombro.

– Eso es ilegal, ¿no?

– Uno puede emplear el nombre que quiera siempre y cuando no intente engañar. En este caso, sostiene que es una enfermera diplomada. Se ha instalado en la casa del paciente, junto con su hijo, que, por lo que deduzco, es un demente. Intento ponerle freno antes de que haga más daño. ¿Está segura que ésta es Costanza y no Solana?

– Mire la pared al lado del mostrador de enfermeras. Allí lo verá por sí misma.

La seguí al pasillo, donde colgaban de la pared fotografías enmarcadas del «Empleado del Mes» de los últimos dos años. Me encontré ante una fotografía en color de la auténtica Solana Rojas, que era mayor y más voluminosa que la otra. Nadie que conociera a la verdadera Solana se habría dejado engañar por la suplantación de identidad, pero debía reconocer el mérito del subterfugio de la señora Tasinato.

– ¿Cree que podría llevarme esto?

– No, pero la mujer del despacho le hará una copia si se lo pide amablemente.

Salí de la Casa del Amanecer y me fui a Colgate, donde aparqué, igual que la otra vez, enfrente del complejo de apartamentos de Franklin Avenue. Cuando llamé al apartamento 1, abrió Princess, que se llevó el dedo a los labios.

– Norman está haciendo una siesta -susurró-. Voy a buscar la llave y la acompañaré abajo.

«Abajo» resultó ser un auténtico sótano, fenómeno poco frecuente en California, donde muchos edificios se construyen directamente sobre cimientos de hormigón. Éste era húmedo, un extenso laberinto de habitaciones con paredes y suelos de cemento, algunas subdivididas en compartimentos cerrados con tela metálica y candados que los inquilinos utilizaban como trasteros. La iluminación consistía en una serie de bombillas que colgaban de un techo bajo donde se entrecruzaban los tubos de la caldera, las cañerías y el cableado. Era la clase de lugar en el cual uno esperaba que las predicciones sísmicas fueran muy lejanas, y no inminentes. Si el edificio se derrumbaba, nunca encontraría el camino de salida, en el supuesto de que aún estuviera viva.

Princess me acompañó a una habitación estrecha con las paredes revestidas de estantes. Casi se podía identificar por la letra a los administradores que habían pasado por allí en los treinta años que el edificio llevaba ocupado. Uno era un obseso del orden, que había guardado todos los papeles en cajas archivadoras idénticas. El siguiente se abandonó más al azar, utilizando una combinación de cajas de botellas, cajas de compresas Kotex y viejas cajas de madera para botellas de leche. Otro parecía haber comprado las cajas a una compañía de mudanzas y cada una presentaba un cuidadoso rótulo con el contenido en el ángulo superior izquierdo. En total, conté seis administradores en los últimos diez años. Norman y Princess me sorprendieron con su elección: cajas de plástico opaco. Cada una tenía delante una casilla donde uno de los dos había colocado un listado impreso, y ordenado por fechas, de las solicitudes de alquiler y diversos documentos, incluidos recibos, suministros, extractos del banco, facturas de reparaciones y copias de las declaraciones de renta del dueño.

Princess, tan deseosa como yo de sol y aire fresco, me dejó para que me las apañara sola. Seguí la hilera de cajas hacia el fondo de la habitación, donde la luz era peor y las grietas en la pared creaban la ilusión de un goteo de agua, aunque no había agua por ningún lado. Naturalmente, como ex policía e investigadora muy bien preparada, me preocupaban los bichos: ciempiés, arañas saltarinas y demás. Seguí las fechas en las cajas empezando por 1976, algo más allá de los parámetros indicados por Norman. Comencé por las cajas archivadoras, que parecían más propicias que las cajas con la palabra kotex estampada por los cuatro costados. La fecha más antigua que vi fue 1953 y supuse que el edificio debió de construirse por entonces.

De una en una, saqué las tres primeras cajas de 1976 del estante y las llevé a la parte de la habitación mejor iluminada. Destapé la primera y me abrí paso con los dedos a través de cinco centímetros de carpetas, intentando deducir el orden. El sistema elegido era el azar, que consistía en una serie de carpetas de cartón marrón, agrupadas por meses, pero sin el menor esfuerzo por ordenar alfabéticamente los nombres de los inquilinos. Cada caja archivadora contenía las solicitudes de tres o cuatro años.

Dirigí mi atención a 1977. Me senté en una caja de plástico volcada, saqué una cuarta parte de las carpetas y me las puse en el regazo. Ya me dolía la espalda, pero seguí tenazmente. El papel olía a moho y vi que alguna que otra caja había absorbido la humedad como una esponja. Los años 1976 y 1977 no me llevaron a ninguna parte, pero en la tercera pila de carpetas, la de 1978, la encontré. Reconocí la pulcra letra de imprenta antes de ver el nombre. Tasinato, Cristina Costanza, y su hijo, Tomasso, que entonces tenía veinticinco años. Me levanté y crucé la habitación hasta quedar justo debajo de la bombilla de cuarenta vatios. Cristina trabajaba limpiando casas, al servicio de una empresa llamada Mighty Maids, que ya había cerrado. Partiendo del supuesto de que mentía por sistema, pasé por alto la mayor parte de la información salvo una línea. En «Referencias» había puesto el nombre de un abogado llamado Dennis Altinova, con una dirección y un número de teléfono que yo ya conocía. En la casilla «Relación» había escrito la palabra hermano.

Aparté la solicitud, cerré las cajas y las devolví al estante. Aunque cansada y con las manos sucias, me sentía eufórica. Había sido un día muy fructífero, y estaba a un paso de empapelar a Cristina Tasinato.

Al salir del sótano y subir por la escalera, vi a una mujer que me esperaba arriba. Vacilé. Tenía algo más de treinta años y vestía una falda corta, medias y zapatos de tacón bajo. Era una mujer atractiva e iba bien arreglada, salvo por las considerables magulladuras en las dos espinillas y el lado derecho de la cara. Las líneas de color rojo oscuro en torno a la órbita del ojo se volverían negras y azules al anochecer.

– ¿Kinsey?

– Sí.

– Princess me ha dicho que estabas aquí. Espero no interrumpir tu trabajo.

– En absoluto. ¿En qué puedo ayudarte?

– Me llamo Peggy Klein. Creo que las dos buscamos a la misma mujer.

– ¿A Cristina Tasinato?

– Cuando la conocí, se hacía llamar Athena Melanagras, pero la dirección que constaba en el carnet de conducir es ésta. -Me tendió el carnet y vi ante mis ojos a Solana Rojas, que ahora tenía otro alias que añadir a la lista.

– ¿De dónde has sacado esto?

– Hemos tenido una buena agarrada en Robinson. Yo salía por la puerta lateral cuando ella entraba. Llevaba gafas y un peinado distinto, pero la he reconocido en el acto. Trabajó para mi abuela hacia el final de su vida, cuando ella necesitaba atención las veinticuatro horas del día. Después de morir mi abuela, mi madre descubrió que esa mujer había falsificado la firma de mi abuela en cheques por valor de miles de dólares.

– ¿Se ha dado cuenta de que la has reconocido?

– Por supuesto. Me ha visto más o menos al mismo tiempo que yo a ella, y ha salido disparada. Tendrías que haberla visto.

– ¿La has perseguido?

– Sí. Sé que ha sido una tontería, pero no he podido evitarlo. Me ha arrastrado por media tienda, pero yo no estaba dispuesta a soltarla. Ya casi la tenía controlada cuando me ha pegado un puñetazo. Me ha arreado con el bolso y me ha dado patadas, pero le he quitado el billetero, y eso es lo que me ha traído hasta aquí.

– Espero que hayas puesto una denuncia en la comisaría.

– Por supuesto. Ya se ha dictado una orden de detención contra ella.

– Bien hecho.

– Hay otra cosa. El médico de mi abuela nos dijo que había muerto de un fallo cardiaco congestivo, pero el forense que hizo la autopsia afirmó que la asfixia y el fallo cardiaco presentan rasgos comunes: edema pulmonar y congestión y lo que se conoce como hemorragias petequiales. Según él, alguien le puso una almohada en la cara y la ahogó. Adivina quién.

– ¿Solana la mató?

– Sí, y la policía sospecha que probablemente ya lo había hecho antes. A diario mueren ancianos y nadie le concede la menor importancia. La policía hizo lo que pudo, pero para entonces ya había desaparecido. O eso pensábamos. Supusimos que se había ido de la ciudad, pero aquí la tenemos otra vez. ¿Cómo ha podido ser tan estúpida?

– «Codiciosa» es la palabra. Ahora se ha cebado en un pobre viejo, mi vecino de la casa de al lado, y lo está desplumando. He intentado ponerle freno, pero actúo con desventaja. Ha solicitado una orden de alejamiento contra mí y sólo con mirarla mal acabaré en la cárcel.

– Pues más vale que encuentres la manera de sortear esa orden. Lo último que hizo antes de desaparecer fue matar a mi abuela.

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