A última hora de la tarde del sábado, me reuní con Henry y Charlotte para celebrar con ellos la colocación de los adornos en el árbol. Rechacé el ponche, que, como sabía, contenía una asombrosa cantidad de calorías, por no hablar de las grasas y el colesterol. La receta de Henry incluía una taza de azúcar refinado, un litro de leche, una docena de huevos grandes y dos tazas de nata montada. Había preparado una versión sin alcohol, lo que permitía a los invitados añadir bourbon o coñac a su gusto. Cuando llegué, las luces navideñas ya estaban hilvanadas entre las ramas, y Rosie ya había pasado por allí y se había marchado. Tras aceptar una taza de ponche, había vuelto al restaurante, puesto que su presencia dictatorial se requería en la cocina.
Henry, William, Charlotte y yo desenvolvimos y admiramos los adornos, la mayoría de los cuales pertenecían a la familia de Henry desde hacía años. En cuanto el árbol estuvo engalanado, William y Henry se enzarzaron en su discusión anual sobre cómo colocar el espumillón. William era partidario del método de «una tira por vez»; Henry, en cambio, consideraba que el efecto era más natural si se lanzaba el espumillón a fin de crear formas pintorescas. Al final, acordaron una combinación de ambos.
A las ocho recorrimos a pie la media manzana hasta el restaurante de Rosie. Como William ocupó su puesto detrás de la barra, nos sentamos a la mesa Henry, Charlotte y yo.
No había prestado atención a cuánto habían bebido ellos dos, lo cual puede explicar o no lo que ocurrió a continuación. Esa noche la carta se componía del extraño surtido de platos húngaros habitual, muchos de los cuales, según Rosie había decidido de antemano, eran los que nosotros elegiríamos libremente para la ocasión.
Mientras esperábamos los primeros, me volví hacia Henry.
– He visto luz en casa de Gus. Imagino, pues, que esta mañana has conocido a Melanie después de irme yo a la oficina.
– Sí, así es, y me ha parecido de lo más enérgica y eficiente. Acostumbrada como está a los agobios de la vida en Nueva York, sabe hacer frente a los problemas. A las nueve y cuarto llegábamos ya a Colinas Ondulantes. Naturalmente, no había ni rastro del médico ni manera de conseguir el alta de Gus sin su autorización. Melanie lo ha localizado, no sé cómo, y le ha hecho firmar el impreso. Lo ha organizado todo con tal eficacia que a las once y diez teníamos a Gus en su casa.
– ¿Y ella ha encontrado alojamiento?
– Ha tomado una habitación en el Wharfside de Cabana. También ha hecho la compra y alquilado una silla de ruedas. Ya se la han entregado, y esta tarde paseaba a Gus por el barrio. Tantas atenciones han obrado maravillas. Él estaba francamente amable.
Cuando me disponía a introducir un comentario como respuesta, Charlotte tomó la palabra.
– ¿Quién construyó esa hilera de casas en tu manzana? Son todas muy parecidas.
Henry se volvió y la miró, un tanto desconcertado por el cambio de tema.
– No tanto. Mi casa y la de Gus son casi idénticas, pero la que está más allá del solar vacío y la de Moza Lowenstein, que es la siguiente, causan una impresión muy distinta. Es posible que se construyeran por la misma época, pero con las reformas incorporadas desde entonces resulta difícil saber cómo eran los planos originales.
Henry y yo cruzamos una breve mirada que a Charlotte le pasó inadvertida. Una vez más había encauzado la conversación hacia la propiedad inmobiliaria. Yo esperaba que fuese una pregunta ociosa, pero por lo visto tenía una intención.
– Ninguna de ellas fue diseñada por un arquitecto de renombre, supongo.
– No que yo sepa. A lo largo de los años, sucesivos contratistas fueron comprando las parcelas y construyendo lo más rápido y barato posible. ¿Por qué lo preguntas?
– Pensaba en las restricciones para edificios de más de cincuenta años. Si una casa no tiene valor histórico, el comprador está autorizado a derribar la estructura y construir otra nueva. De lo contrario, te ves más o menos condicionado por el plano original, que reduce las posibilidades.
– ¿Y eso a qué viene? Ningún vecino ha manifestado interés en vender.
Ella arrugó la frente.
– Entiendo que no haya habido mucha movilidad, pero dada la avanzada edad de los propietarios en la zona, algunas de estas casas por fuerza acabarán poniéndose en venta. El caso de Gus es un ejemplo.
– ¿Y?
– ¿Qué pasará cuando muera? Melanie no tendrá ni idea de cómo vender la casa.
Lancé otra mirada a Henry, que ahora mantenía el semblante cuidadosamente inexpresivo. En los siete años desde que lo conocía, lo había visto perder los estribos unas cuantas veces, y en todos los casos había conservado una actitud de impecable comedimiento.
– ¿Qué propones? -preguntó, sin llegar a mirarla.
– No propongo nada. Sólo digo que alguien de fuera del estado podría equivocarse y fijar un precio por debajo del valor del mercado.
– Si Gus o Melanie se lo plantean, les daré tu tarjeta y podrás meter la cuchara.
Charlotte lo miró.
– ¿Cómo dices?
– No me había dado cuenta de que estabas aquí en busca de clientes. ¿Acaso planeas cultivar la zona? -preguntó. Se refería a la práctica del sector inmobiliario de trabajar una zona repartiendo folletos, visitando a los vecinos, sembrando con la esperanza de cosechar una venta.
– Claro que no. Ya hemos hablado de eso, y dejaste claro que te parecía mal. Si te he ofendido de alguna manera, no era mi intención.
– Seguro que no, pero me parece una falta de delicadeza por tu parte calcular el precio de las casas contando ya con la muerte de personas a las que conozco desde hace años.
– Por Dios, Henry, no puede ser que hables en serio. Esto no tiene nada de personal. La gente muere todos los días. Yo misma tengo setenta y ocho años y creo que la planificación patrimonial es importante.
– Sin duda.
– No hace falta que me hables así. Al fin y al cabo, hay que pensar en los impuestos. ¿Y qué hay de los herederos? Para la mayoría de la gente, una casa es su bien más valioso, y desde luego lo es para mí. Si desconozco el valor de la propiedad, ¿cómo voy a establecer un reparto justo entre mis herederos?
– Estoy seguro de que lo tienes calculado hasta el último centavo.
– No hablaba literalmente. Me refiero a una persona normal y corriente.
– Gus no es tan normal y corriente como, por lo visto, tú crees.
– ¿A qué viene tanta hostilidad?
– Eres tú quien ha sacado el tema. Kinsey y yo hablábamos de otra cosa muy distinta.
– Pues lamento haberos interrumpido. Es evidente que te has ofendido, pero yo no he hecho más que expresar una opinión. No entiendo qué es lo que temes.
– No quiero que mis vecinos piensen que apoyo a agentes inmobiliarios.
Charlotte abrió la carta con el menú que tenía ante sí.
– Veo que éste es un tema sobre el que no nos pondremos de acuerdo. Será mejor dejarlo.
Henry también alcanzó la carta y la abrió.
– Sería de agradecer. Y ya puestos, quizá podríamos hablar de otra cosa.
Sentí que me ruborizaba. Aquello era como una discusión conyugal, sólo que ellos dos apenas se conocían. Pensé que a Charlotte la abochornaría el tono de Henry, pero ni pestañeó. El momento de tensión quedó atrás. El resto de la conversación durante la cena transcurrió sin nada digno de mención y la velada concluyó en aparente armonía.
Henry la acompañó a su coche, y mientras los dos se despedían, dudé si mencionar o no el enfrentamiento, pero decidí que no era de mi incumbencia. Sabía a qué se debía la suspicacia de Henry al respecto. A los ochenta y siete años, seguro que pensaba en el lado económico de su propio fallecimiento.
Cuando Charlotte se marchó, nos encaminamos juntos hacia casa.
– Debes de pensar que me he sobrepasado -comentó él.
– Bueno, no creo que sea una persona tan interesada como has insinuado. Sé que está obsesionada con su trabajo, pero no es insensible.
– Me ha irritado.
– Vamos, Henry. No iba con malas intenciones. Cree que la gente debe estar informada sobre el valor de la propiedad, ¿y por qué no?
– Supongo que tienes razón.
– No se trata de quién tiene la razón. Aquí la cuestión es que si vais a pasar un tiempo juntos, debes aceptarla tal como es. Y si no piensas volver a verla, ¿para qué provocar una pelea?
– ¿Crees que debo disculparme?
– Eso depende de ti, pero no haría ningún daño.
A última hora de la tarde del lunes tenía concertada una cita con Lisa Ray para que me contara lo que recordaba del accidente por el que pesaba una demanda contra ella. Las señas que me había dado eran de una urbanización en Colgate, una serie de viviendas unifamiliares adosadas en grupos de cuatro. Las fachadas eran de seis estilos distintos y empleaban cuatro tipos de material de construcción: ladrillo, madera, piedra y estuco. Supuse que existían seis planos diferentes con elementos combinables de manera que cada vivienda era única. Las unidades presentaban sus propias características externas: algunas tenían persianas, otras balcones, otras patios delanteros. Cada grupo de cuatro casas se alzaba en un recuadro de césped bien cuidado. Había arbustos y arriates y prometedores árboles que tardarían cuarenta años en desarrollarse. En lugar de tener garajes, los residentes aparcaban sus vehículos bajo largos sotechados que se extendían entre las casas en filas horizontales. La mayor parte del espacio de aparcamiento estaba vacío, lo que indicaba que los ocupantes se habían ido a trabajar. No vi el menor rastro de niños.
Encontré el número correspondiente a la casa de Lisa y aparqué en la calle, justo delante. Mientras esperaba a que me abriera, olfateé el aire sin percibir olor a guiso. Probablemente aún era pronto. Supuse que los vecinos empezarían a llegar a casa entre las cinco y media y las seis. Las cenas llegarían en vehículos de reparto que tenían letreros en el techo, o saldrían de los congeladores en cajas con llamativas fotos de platos de comida y las instrucciones para el horno o el microondas impresas en una letra tan pequeña que, para leerlas, sería necesario ponerse gafas.
Lisa Ray abrió la puerta. Tenía el pelo oscuro y lo llevaba corto en atención a sus rizos naturales, una aureola de bucles perfectos. Era una mujer de rostro lozano y ojos azules, con el puente de la nariz salpicado de pequeñas pecas semejantes a motas de color beige. Vestía un jersey de algodón rojo de manga corta y una falda plisada a juego y calzaba zapatos bajos con medias.
– Vaya, ha llegado a la hora. ¿Es usted Kinsey Millhone?
– Sí.
Me invitó a pasar.
– No pensaba que fuera tan puntual -dijo-. Acabo de llegar del trabajo y me gustaría cambiarme de ropa.
– No hay inconveniente. Esperaré.
– Vuelvo dentro de un segundo. Siéntese.
Entré en el salón y me acomodé en el sofá mientras ella subía de dos en dos los peldaños de la escalera. Sabía por el expediente que tenía veintiséis años, que era estudiante universitaria a tiempo parcial y que se pagaba los estudios y los gastos trabajando veinte horas semanales en la administración del hospital de St. Terry.
La casa era pequeña. Paredes blancas, moqueta beige que parecía nueva y olía intensamente a productos químicos. Los muebles eran una mezcla de objetos de mercadillo y reliquias que tal vez se hubiera llevado de la casa de su familia. Dos sillas distintas, tapizadas ambas con el mismo estampado de leopardo, flanqueaban un sofá a cuadros escoceses rojos, con una mesita de centro en medio. En el otro extremo de la sala había una pequeña mesa de comedor de madera con cuatro sillas y, a la derecha, una ventanilla que comunicaba con la cocina. Al echar una ojeada a las revistas en la mesita de centro, vi que podía escoger entre los números atrasados de Glamour y Cosmopolitan. Elegí Cosmopolitan y me enfrasqué en un artículo sobre lo que les gusta a los hombres en la cama. ¿Qué hombres? ¿Qué cama? No había tenido un encuentro íntimo con un hombre desde que Cheney salió de mi vida. Estaba a punto de calcular el número exacto de semanas, pero la idea me deprimió antes de empezar siquiera a contar.
Lisa apareció de nuevo al cabo de cinco minutos, bajando al trote por la escalera en vaqueros y una sudadera con el logo de la Universidad de California en Santa Teresa. Se sentó en una de las sillas tapizadas.
Dejé la revista.
– ¿Es ahí donde estudiaste? -pregunté señalando la sudadera.
Bajó la mirada.
– Es de la chica con quien comparto la casa. Trabaja allí de secretaria, en la Facultad de Exactas. Yo estudio a tiempo parcial en el City College; me estoy sacando la diplomatura de técnico radiográfico. La gente del St. Terry se ha portado muy bien conmigo en cuanto al horario: me permiten ajustarlo más o menos a mis necesidades. ¿Ha hablado con la compañía de seguros?
– Brevemente -respondí-. Da la casualidad de que antes colaboraba con La Fidelidad de California, así que conozco a la componedora, Mary Bellflower. Conversé con ella hace unos días y me lo explicó por encima.
– Es muy amable. Me cae bien, aunque no estamos en absoluto de acuerdo por lo que se refiere a la demanda.
– Eso deduje. Sé que ya lo has hecho media docena de veces, pero ¿te importaría explicarme qué ocurrió?
– No, ni mucho menos. Era un jueves, justo antes del fin de semana del día de los Caídos. No tenía clase, pero había ido a la universidad para hacer un trabajo en el laboratorio informático. Cuando acabé, fui a buscar el coche al aparcamiento. Paré en la salida con la intención de doblar a la izquierda por Palisade Drive. Aunque no había mucho tráfico, puse el intermitente y esperé a que pasaran varios coches. Vi acercarse la furgoneta de los Fredrickson, a unos doscientos metros. Conducía él. Llevaba puesto el intermitente de la derecha y aminoró la velocidad, así que pensé que iba a doblar para entrar en el mismo aparcamiento del que yo salía. Antes de arrancar, miré a la derecha para asegurarme de que no venía nadie en ese sentido. Ya a medio giro, me di cuenta de que él iba más deprisa de lo que yo pensaba. Intenté acelerar, con la esperanza de esquivarlo, pero me embistió en el costado. Es un milagro que no esté muerta. La puerta del acompañante quedó hundida y el poste central del bastidor se torció. Con el impacto, el coche se desplazó de lado unos cinco metros. A causa de la sacudida, me golpeé la cabeza tan fuerte contra la ventanilla que se rompió el cristal. Todavía voy al quiropráctico por eso.
– Según el expediente, rechazó la atención médica.
– Bueno, sí. Por raro que parezca, en ese momento me encontraba bien. Puede que tuviera una conmoción. Estaba alterada, claro, pero no había sufrido lesiones. No tenía ningún hueso roto, ni sangraba. Sabía que me saldría una magulladura enorme en la cabeza. Los auxiliares médicos opinaron que debían examinarme en urgencias, pero lo dejaron en mis manos. Me sometieron a un par de pruebas para asegurarse de que no padecía pérdida de memoria ni visión doble, o cualquiera de los síntomas que les preocupan cuando está en juego el cerebro. Me instaron a visitar a mi propio médico si surgía alguna complicación. El cuello no se me agarrotó hasta el día siguiente. Me pasé todo el día tirada en casa de mi madre, poniéndome hielo en el cuello y tomando analgésicos caducados que ella guardaba desde una intervención dental de hacía un par de años.
– ¿Y Gladys?
– Estaba histérica. Para cuando conseguí abrir la puerta de mi coche, su marido ya había salido de la furgoneta en su silla de ruedas y me gritaba. Ella chillaba y lloraba como si estuviera al borde de la muerte. A mí me pareció que era puro teatro. Me aparté unos pasos para echar un vistazo a los dos coches y hacerme una idea de los daños, pero empecé a temblar de tal forma que temí desmayarme. Volví a mi coche y me senté con la cabeza entre las rodillas. Fue entonces cuando apareció ese viejo y se acercó a mí para ver cómo estaba. Era amable. No paró de darme palmadas en el brazo y de decirme que todo iría bien y que no me preocupara, que no había sido culpa mía, y cosas así. Estoy segura de que Gladys lo oyó, porque de pronto montó la gran escena, gimiendo y llorando a lágrima viva. Vi que iba entrando en calor ella sola, como mi sobrina de tres años, que vomita a voluntad cuando las cosas no son como ella quiere. El viejo se acercó a Gladys y la ayudó a subirse a la acera. Para entonces ella había entrado ya en pleno ataque de histeria. No lo digo literalmente, claro, pero sé que fingía.
– No según el informe del servicio de urgencias.
– Vamos, por favor. No dudo que quedó magullada, pero está sacando todo el provecho posible a la situación. ¿Ha hablado con ella?
– Todavía no. La llamaré para ver si accede a verme. No tiene la obligación de hacerlo.
– Por eso no se preocupe. No dejará pasar la oportunidad de contar su versión. Tendría que haberla oído hablar con el policía.
– Retrocedamos un momento. ¿Quién avisó a la policía?
– No lo sé. Supongo que alguien oyó el accidente y telefoneó al 911. La policía y la ambulancia se presentaron más o menos al mismo tiempo. Para entonces se habían detenido un par de conductores y, en la acera de enfrente, una mujer había salido de su casa. Gladys gemía como si se muriera de dolor, así que los auxiliares médicos la atendieron primero a ella; comprobaron sus constantes vitales y demás, ya sabe, para intentar tranquilizarla. El policía vino a preguntarme qué había pasado. Descubrí entonces que el viejo que me había ayudado ya no estaba. Poco después vi que subían a Gladys a la ambulancia en una camilla, con la cabeza inmovilizada. En ese momento debería haberme dado cuenta del lío en el que me había metido. Me sentía fatal con todo aquello, porque no le desearía dolor ni sufrimiento a nadie. Al mismo tiempo, pensaba que el comportamiento de esa mujer era totalmente falso, puro teatro.
– Según el informe de la policía, usted tuvo la culpa.
– Ya sé que dice eso, pero es ridículo. Si se aplica la ley al pie de la letra, ellos tenían preferencia de paso y, en rigor, la culpable soy yo. La furgoneta iba despacio cuando la vi acercarse. Juro que no iba a más de diez kilómetros por hora. Ese Fredrickson debió de pisar a fondo el acelerador al darse cuenta de que podía alcanzarme antes de completar yo el giro.
– ¿Está diciéndome que la embistió intencionadamente?
– ¿Por qué no? Tenía delante la gran oportunidad de su vida.
Negué con la cabeza.
– No lo entiendo.
– Para embolsarse el dinero del seguro -dijo ella con impaciencia-. Compruébelo usted misma. Gladys trabaja por cuenta propia. Como autónoma, no debe de tener cobertura médica a largo plazo ni seguro por incapacidad. Ponerme a mí un pleito para desangrarme es una manera estupenda de asegurarse el sustento en sus años de jubilación.
– ¿Eso le consta?
– ¿Qué? ¿Que no tenga seguro por incapacidad? No me consta, pero me apuesto lo que sea.
– No acabo de verlo claro. ¿Cómo podía Millard estar seguro de que ella sobreviviría al accidente?
– Ya, bueno, tampoco iba a tanta velocidad. En términos relativos. Es decir, no iba a cien kilómetros por hora. Debía de saber que ninguno de nosotros moriría.
– Aun así, me parece arriesgado -comenté.
– Quizás eso dependa de lo que hay en juego.
– Cierto, pero el fraude a las compañías aseguradoras de automóviles, por lo general, está muy organizado e interviene más de una persona. El «incauto» puede verse inducido a dar un topetazo a otro vehículo por detrás, pero es todo un montaje. La «víctima», el abogado y el médico están todos confabulados en la demanda. Me cuesta creer que Gladys o Millard formen parte de algo así.
– No tienen por qué -contestó Lisa-. Podría ser que él lo leyera en un libro. No haría falta ser un genio para saber cómo montarlo. Vio una ocasión para embolsarse dinero fácil y no se lo pensó dos veces.
– ¿Cómo vamos a demostrarlo?
– Encuentre al viejo y él lo confirmará.
– ¿Cómo está tan segura de que presenció el accidente?
– Porque recuerdo que lo vi al acercarme a la salida del aparcamiento. Como estaba atenta al tráfico, no me fijé mucho en él.
– ¿Dónde lo vio?
– Al otro lado de Palisade.
– ¿Y qué hacía? -pregunté.
– No lo sé. Supongo que esperaba para cruzar la calle, así que debió de ver la furgoneta al mismo tiempo que yo.
– ¿Qué edad le calcula?
– ¿Qué sé yo de viejos? Tenía el pelo blanco y llevaba una cazadora marrón de cuero, como reseca y agrietada.
– ¿Algún otro detalle? ¿Llevaba gafas?
– No me acuerdo.
– ¿Y la forma de la cara?
– Un poco alargada.
– ¿Tenía barba?
– No, barba no, pero es posible que llevara bigote.
– ¿Algún lunar o cicatriz?
– No sabría decirle. Estaba muy alterada y no presté atención.
– ¿Y en cuanto a la estatura y el peso?
– Me pareció más alto que yo, y mido un metro sesenta y cinco, pero no era ni muy gordo ni muy flaco. Siento no poder darle datos más concretos.
– ¿Y algún detalle de las manos?
– No, pero recuerdo los zapatos. Eran de esos antiguos: negros, de piel, con cordones, como los que se ponía mi abuelo para ir a trabajar. ¿Sabe esos que tienen agujeros en la puntera?
– Wing-tip, creo que se llaman. ¿Ésos?
– Sí, ésos -confirmó Lisa-. Los llevaba sucios, y el derecho tenía la suela suelta.
– ¿Le notó algún acento?
– No.
– ¿Y los dientes?
– Un desastre. Amarillentos, como si fumara. Me había olvidado de eso.
– ¿Algo más?
Negó con la cabeza.
– ¿Y qué hay de sus lesiones, aparte del traumatismo cervical?
– Al principio tuve dolores de cabeza, pero ya no. Aún me duele el cuello y supongo que por eso se me está desviando la columna. Perdí dos días de trabajo, pero nada más. Si paso mucho tiempo sentada, tengo que levantarme y caminar un poco. Supongo que es una suerte no haber acabado peor.
– En eso tiene toda la razón -corroboré.
La semana siguiente no se me presentó la ocasión de hablar con Melanie, pero Henry me mantuvo al corriente de sus complicaciones con Gus, cuyo mal genio había vuelto a aflorar. La vi llegar del motel a primera hora de la mañana dos veces. Sabía que se quedaba hasta tarde cuidando de su tío. Yo habría podido invitarla a mi casa a tomar una copa de vino o recordarle su ofrecimiento de ir a cenar. Más aún, habría podido improvisar un nutritivo guiso, proporcionándoles así una comida a los dos como haría una buena vecina. Pero ¿es eso propio de mí? No me obligué a hacerlo por las siguientes razones:
(1) No sé cocinar.
(2) Yo nunca había tenido una relación cercana con Gus, y no quería verme atrapada en la turbulencia que lo rodeaba.
En mi experiencia, el impulso de rescatar a los demás genera trastornos a la pobre aspirante a heroína sin que haya efecto discernible en la persona necesitada de ayuda. Es imposible salvar a los otros de sí mismos, porque aquellos que se complican la vida sin cesar no agradecen que los demás se entrometan en el drama creado por ellos. Quieren una compasión sensiblera, pero no quieren cambiar. He aquí una verdad que por lo visto nunca aprenderé. En este caso, el conflicto estaba en que Gus no se había buscado sus propios problemas. Había abierto una puerta, y éstos se habían colado solos.
Según me contó Henry, el primer fin de semana que Gus pasó en su casa contó con los servicios de una enfermera privada, recomendada por la jefa de enfermeras de Colinas Ondulantes, que no tuvo inconveniente en trabajar ocho horas el sábado y repetir el domingo. Esto descargó a Melanie de las responsabilidades más molestas en relación con la atención médica y la higiene personal y, a la vez, proporcionó a Gus otra persona a quien maltratar cuando se le agriaba el humor, cosa que ocurría a todas horas.
Asimismo, Henry me dijo que Melanie no había recibido respuesta al anuncio. Al final se había puesto en contacto con una agencia y había estado entrevistando a acompañantes domésticos con la esperanza de encontrar a alguien que llenara el hueco.
– ¿Ha tenido suerte? -pregunté.
– Yo no lo llamaría suerte precisamente. De momento ya ha contratado a tres, y dos no han llegado a terminar la jornada. A la tercera le fue mejor, pero no por mucho. Lo he oído despotricar contra ella desde el otro lado del seto.
– Supongo que debería haberme ofrecido a ayudarla, pero decidí que me irían mejor las cosas si aprendía a afrontar mi culpabilidad.
– ¿Y qué tal lo llevas?
– Bastante bien.