Capítulo 16

Mi visita a Gus se prolongó durante otro cuarto de hora, hasta que su energía pareció flaquear, y la mía también. La charla a altos decibelios con aquel viejo cascarrabias me superó.

– Tengo que irme, pero no quiero dejarte aquí. ¿No prefieres ir a la sala?

– Pues sí, pero coge la bolsa con la comida y déjala en el sofá. Si me entra hambre, no puedo estar yendo y viniendo.

– Creía que ibas a comer el estofado de pollo.

– No llego a ese artilugio. ¿Cómo voy a llegar, estando tan al fondo de la encimera? Necesitaría unos brazos el doble de largos.

– ¿Quieres que te acerque el microondas?

– Yo no he dicho eso. Me gusta comer el almuerzo a la hora del almuerzo y la cena cuando es de noche.

Lo ayudé a levantarse de la silla de la cocina y, una vez de pie, lo sujeté para que no se cayera. Tendió las manos hacia el andador y desplazó su peso de mis manos a la estructura de aluminio. Caminé a su lado mientras se dirigía hacia la sala. No pude por menos de sorprenderme por las grandes disparidades que se daban en el proceso de envejecimiento. La diferencia entre Gus, por un lado, y Henry y sus hermanos, por otro, era notable, a pesar de que todos tenían poco más o menos la misma edad. El recorrido de la cocina a la sala de estar había agotado a Gus. Henry no corría maratones, pero era un hombre vigoroso y activo. Gus había perdido masa muscular. Al sujetarle el brazo con delicadeza, sentí la estructura ósea casi desprovista de carne. Hasta su piel parecía frágil.

Después de sentarse en el sofá, volví a la cocina y saqué su almuerzo del frigorífico.

– ¿Quieres que te lo deje en la mesa?

Me miró con irritación.

– Me da igual lo que hagas. Ponlo donde te venga en gana.

Dejé la bolsa en el sofá, a su alcance. Esperaba que Gus no se desplomara de lado y aplastara lo que había dentro.

Me pidió que le buscara su programa de televisión favorito, los episodios de Te quiero Lucy, emitidos por una cadena local probablemente veinticuatro horas al día. El aparato en sí era viejo y la imagen de aquel canal en cuestión se veía enturbiada por ciertas interferencias, que a mí me parecían un tanto molestas. Cuando se lo mencioné a Gus, dijo que así veía él antes de operarse de cataratas seis años antes. Le preparé un té y luego eché un rápido vistazo al baño, donde tenía el pastillero en el borde del lavabo. La caja de plástico era del tamaño de un plumier y disponía de sucesivos compartimentos, cada uno marcado con una letra mayúscula correspondiente al día de la semana. La del miércoles estaba vacía, así que por lo visto sí se había tomado la medicación. De camino a casa, dejé la llave de Gus debajo del felpudo de Henry y me encaminé hacia la oficina.

A esa mañana le saqué mucho provecho en el despacho, me dediqué a ordenar los archivos. Tenía cuatro cajas de cartón, las llené de carpetas de 1987 y dejé sitio para el siguiente año. Guardé las cajas en el armario al fondo de la oficina, entre la cocina y el cuarto de baño. Hice una rápida visita a la tienda de material de oficina y compré nuevos archivadores colgantes, carpetas, una docena de mis rotuladores Pivot preferidos, cuadernos de papel pautado y Post-its. Vi un calendario de 1988 y también lo metí en el cesto.

Mientras volvía a la oficina, reflexioné acerca del testigo desaparecido. Esperar en la parada de autobús por si aparecía se me antojaba una pérdida de tiempo, aun cuando lo hiciera sólo durante una hora cada día de la semana. Mejor ir derecha a la fuente.

De nuevo ante mi escritorio, telefoneé a la compañía de autobuses y pregunté por el supervisor de turnos. Había decidido hablar con el conductor asignado a la ruta que cubría la zona del City College. Ofrecí al supervisor una versión abreviada del accidente entre los dos coches y le dije que me interesaba hablar con el conductor que hacía ese trayecto.

Me explicó que había dos líneas, la 16 y la 17, pero lo más probable era que Jeff Weber fuera el hombre que yo buscaba. Salía a las siete de la mañana de la cochera del cruce de las calles Chapel y Capillo y hacía un itinerario circular por la ciudad, subiendo por Palisade y volviendo al centro cada cuarenta y cinco minutos. Solía acabar el turno a las tres y cuarto.

Pasé otro par de horas en el papel de buena secretaria de mi propia oficina, mecanografiando, archivando y ordenando el escritorio. A las tres menos cuarto cerré el despacho con llave y me dirigí a la cochera de la compañía de autobuses, situada junto a la estación de la Greyhound. Dejé el coche en el aparcamiento de pago y me senté en la cochera con una novela de bolsillo.

El expendedor de billetes me señaló a Jeff Weber cuando éste salió del vestuario con una chaqueta doblada sobre un brazo. Pasaba de los cincuenta años y aún llevaba la placa con el nombre prendida del bolsillo del uniforme. Era alto, de pelo rubio entrecano, cortado al cepillo, y pequeños ojos azules bajo unas cejas blanquecinas. Tenía la nariz grande, quemada por el sol, y las mangas de la camisa le quedaban muy cortas, dejando a la vista unas muñecas huesudas. Si hubiese sido golfista, habría necesitado palos a medida para su estatura y la longitud de sus brazos.

Lo abordé en el aparcamiento y me presenté entregándole mi tarjeta. Aunque apenas la miró, me escuchó cortésmente mientras le describía al hombre que buscaba.

Cuando terminé, dijo:

– Ah, sí, ya sé a quién se refiere.

– ¿Sí?

– Habla usted de Melvin Downs. ¿Qué ha hecho?

– Nada.

Una vez más, expliqué los detalles del accidente.

– Ya me acuerdo, aunque no vi el accidente en sí -dijo Weber-. Cuando llegué a esa parada, ya estaban allí la policía y la ambulancia y el tráfico avanzaba muy despacio. El agente hacía lo que podía para obligar a los coches a circular. El retraso fue sólo de diez minutos, pero molesto de todos modos. A esa hora ninguno de mis pasajeros se quejó, pero me doy cuenta cuando se enfadan. Muchos han salido del trabajo y están impacientes por llegar a casa, sobre todo al principio de un largo puente.

– ¿Y el señor Downs? ¿Subió al autobús ese día?

– Es probable. Por lo general lo veo dos días por semana, los martes y los jueves.

– Pues debía de estar allí, porque las dos víctimas recuerdan haberlo visto.

– No lo dudo. Sólo digo que no recuerdo con seguridad si se subió al autobús.

– ¿Sabe algo de él?

– Sólo lo que he podido observar. Es un buen hombre, bastante amable pero no tan hablador como otros. Se sienta al fondo del autobús y no tenemos muchas ocasiones de charlar. Con el autobús lleno, lo he visto ceder el asiento a minusválidos o a los ancianos. Me entero de muchas cosas por el espejo retrovisor, y ha llegado a impresionarme lo cortés que es. No es algo que uno vea muy a menudo. Hoy día la gente no aprende los mismos modales que nos enseñaron cuando yo era pequeño.

– ¿Cree usted que trabaja en ese barrio?

– Supongo que sí, aunque no sabría decirle dónde.

– Alguien me dijo que quizá se dedicaba a hacer chapuzas a domicilio o a trabajos de jardinería, cosas así.

– Es posible. En la zona viven muchas mujeres de cierta edad, viudas y profesionales jubiladas, a las que seguramente no les viene mal tener a un manitas disponible.

– ¿Dónde se baja?

– Viene hasta aquí. Es uno de los pasajeros que llegan al final del trayecto.

– ¿Tiene idea de dónde vive?

– Pues da la casualidad de que sí. Hay un hostal residencia en Dave Levine Street, cerca de Floresta o Vía Madrina. Un edificio grande, de madera amarilla, con porche en los cuatro lados. Cuando hace buen tiempo, a veces lo veo allí sentado. -Se interrumpió para consultar el reloj-. Siento no poder serle de más ayuda, pero he quedado con mi mujer. -Sostuvo en alto mi tarjeta de visita-. ¿Qué le parece si me quedo con esto y la próxima vez que vea a Melvin le transmito su mensaje?

– Gracias. Si quiere, puede decirle por qué necesito hablar con él.

– Ah, bueno. Sí, mejor. Lo haré, no lo dude. Le deseo suerte.

Ya en el coche di la vuelta a la manzana, subiendo por Chapel y bajando por Dave Levine, que era una calle de un solo sentido. Avancé despacio, buscando el hostal residencia pintado de amarillo. El barrio, al igual que el mío, era una curiosa combinación de viviendas unifamiliares y pequeñas empresas. Muchas de las propiedades situadas en las esquinas, sobre todo las más cercanas al centro, se habían convertido en negocios familiares: un pequeño supermercado, una tienda de ropa antigua, dos anticuarios y una librería de viejo. Cuando por fin localicé el hostal, se había formado una cola de coches detrás de mí, y vi por el retrovisor que el conductor del primero de ellos me dirigía gestos obscenos. Doblé a la derecha en la primera travesía y recorrí otra manzana hasta encontrar aparcamiento.

Volví atrás a pie, pasando ante un concesionario de coches de segunda mano que ofrecía furgonetas y camionetas corrientes. Precios y eslóganes aparecían escritos con témpera en grandes letras sobre los parabrisas: ¡véalo! $2499 ¡no se lo pierda! súper precio.

$1799. TAL CUAL. ¡¡UN PRECIO QUE SE VENDE SOLOÜ $1999,99. Este último era una vieja camioneta de repartidor de leche convertida en caravana. Tenía las puertas traseras abiertas y vi una cocina minúscula, armarios empotrados y un par de asientos abatibles que, desplegados, formaban una cama. El vendedor, cruzado de brazos, exponía sus numerosas ventajas a un hombre canoso con gafas de sol y un sombrero de copa achatada y ala corta. Estuve a punto de detenerme a inspeccionar el vehículo yo misma.

Me encantan los espacios pequeños y, por menos de dos mil dólares -bueno, por un centavo menos-, podía imaginarme hecha un ovillo en una caravana con una novela y una lamparilla de lectura a pilas. Naturalmente, aparcaría delante de mi estudio y no en medio de la naturaleza, que, en mi opinión, no podría ser más traicionera. Una mujer sola en el bosque no es más que cebo para osos y arañas.

El hostal era una estructura victoriana que había ido sufriendo diversos cambios sin orden ni concierto. Daba la impresión de que se le había añadido un porche trasero y luego se había vuelto a cerrar. Un pasadizo cubierto comunicaba la casa con una construcción independiente que podía ser una vivienda en alquiler adicional. Los parterres de flores estaban impecables y los arbustos bien podados. La pintura exterior parecía reciente. Las ventanas en voladizo de los ángulos opuestos del edificio debían de ser de la obra original, a juzgar por la perfecta alineación de la del primer piso con la de la planta baja y las molduras en forma de corona que sobresalían a la altura del tejado. El recargado alero de medio metro se sostenía en barrocas ménsulas de madera con círculos y medias lunas grabados en él. Debajo, los pájaros habían construido sus nidos, y las enmarañadas acumulaciones de ramitas desentonaban tanto como la imagen de unas axilas sin depilar en una mujer elegante.

La puerta, de cristal en su mitad superior, estaba abierta y encima del timbre un letrero escrito a mano rezaba: timbre averiado.

NO OIGO SI LLAMAN CON LA MANO. OFICINA AL FONDO DEL PASILLO. Lo interpreté como una invitación a pasar.

Al final del pasillo había tres puertas abiertas. A través de una de ellas vi una cocina de aspecto amplio y antiguo, con el linóleo tan desvaído que apenas tenía color. Los electrodomésticos eran como los de una atracción que yo había visto en un parque temático, donde se representaba la vida familiar en Estados Unidos en todas las décadas desde 1880. En la pared opuesta ascendía una escalera hasta perderse de vista, y deduje que no muy lejos había una puerta trasera, pese a que no la veía desde donde me hallaba.

La segunda puerta daba a lo que en su día debió de ser un salón, empleado ahora como comedor en virtud de, simplemente, la colocación de una mesa de roble macizo y diez sillas disparejas. El aire olía a cera de muebles, humo de tabaco antiguo y el guiso de cerdo de la noche anterior. Un tapete de ganchillo cubría la superficie de un sólido aparador de roble.

Una tercera puerta abierta reveló el comedor original, a juzgar por sus elegantes proporciones. Unos archivadores grises de metal bloqueaban dos puertas y un enorme buró de tapa corrediza quedaba encajonado contra las ventanas. Por lo demás, el despacho estaba vacío. Llamé al marco de la puerta y salió una mujer de una habitación más pequeña que podía ser un cuarto ropero convertido en tocador. Era robusta. Canosa, tenía el pelo crespo y ralo, recogido de cualquier manera, por lo que la mayor parte del cabello ya se le había escapado de su sitio. Llevaba unas gafas pequeñas de montura metálica y sus dientes se superponían como secciones de una acera levantada por las raíces de los árboles.

– Busco a Melvin Downs -dije-. ¿Puede decirme cuál es su habitación?

– No doy ningún dato sobre mis huéspedes. Debo pensar en su seguridad y su privacidad.

– ¿Puede avisarle de que tiene visita?

Parpadeó, sin inmutarse.

– Podría, pero sería absurdo, porque no está. -Cerró la boca, prefiriendo por lo visto no agobiarme con más información de la que yo había solicitado.

– ¿Tiene idea de cuándo volverá?

– Lo sé tan poco como usted, cariño. El señor Downs no me mantiene al corriente de sus idas y venidas. Soy su casera, no su mujer.

– ¿Le importa si espero?

– Yo que usted no lo haría -respondió-. Los miércoles vuelve tarde.

– ¿A eso de las seis, por ejemplo?

– Yo diría que más cerca de las diez, a juzgar por lo que ha hecho otras veces. ¿Es usted su hija?

– No. ¿Tiene una hija?

– Ha hablado de una hija. De hecho, no permito que mujeres solteras visiten a los huéspedes a partir de las nueve de la noche. Se presta a malas interpretaciones entre los demás residentes.

– Quizá sea mejor que vuelva a probarlo otro día.

– Eso.

Cuando llegué a mi estudio fui directa a casa de Henry y llamé a su puerta. No habíamos tenido ocasión de vernos desde hacía días. Lo encontré en su cocina sacando un gran cuenco de uno de los armarios inferiores. Golpeteé el cristal, y cuando me vio, dejó el cuenco en la encimera y me abrió.

– ¿Interrumpo?

– No, no. Pasa. Estoy haciendo pepinillos en vinagre. Puedes echarme una mano.

Vi en el fregadero un gran colador lleno de pepinos. Un colador pequeño contenía cebollas blancas. En la encimera tenía dispuestos en una hilera pequeños frascos de cúrcuma, semillas de mostaza, semillas de apio y pimienta de cayena.

– ¿Esos pepinos son tuyos?

– Mucho me temo que sí. Ésta es la tercera tanda de pepinillos en vinagre que hago este mes y todavía me quedan para dar y vender.

– Creía que sólo habías comprado una planta.

– Bueno, dos. La primera me pareció muy pequeña y pensé que debía añadir una segunda para hacerle compañía. Ahora las enredaderas ocupan medio jardín.

– Creía que eso era kuzu.

– Muy graciosa -dijo él.

– No me puedo creer que aún den fruto en enero.

– Yo tampoco. Coge un cuchillo y te sacaré una tabla de cortar.

Henry me sirvió media copa de vino y se preparó un Black Jack con hielo. De pie uno al lado del otro ante la encimera, cortamos pepinos y cebollas durante los diez minutos siguientes, intercalando algún que otro sorbo de nuestras bebidas. Cuando terminamos, Henry echó las verduras mezcladas con sal kosher en dos grandes cuencos de cerámica. Sacó una bolsa de hielo picado del congelador y amontonó el hielo encima de la combinación de pepino y cebolla. Por último cubrió cada cuenco con una tapa y puso un peso encima.

– Mi tía hacía los pepinillos en vinagre de la misma manera -comenté-. Hay que dejarlos tres horas, ¿verdad? Luego se hierven los demás ingredientes y se añaden los pepinos y las cebollas.

– Exacto. Te daré seis tarros. También voy a darle a Rosie. En el restaurante, los sirve con pan de centeno y queso fresco. A uno se le saltan las lágrimas al probarlos.

Llenó una gran olla de agua y la puso sobre el fogón para esterilizar los tarros que tenía al lado en una caja.

– ¿Cómo le ha ido la Navidad a Charlotte?

– Ha dicho que bien. Los cuatro chicos se reunieron en casa de su hija en Phoenix. Pero en Nochebuena hubo un apagón, así que la familia entera cogió el coche, se fue a Scottsdale y tomó habitaciones en el Phoenician. Dijo que era la manera ideal de pasar el día de Navidad. Por la noche volvió la luz y regresaron a casa de su hija, y vuelta a empezar. Espera un momento, te enseñaré lo que me regaló.

– ¿Te ha hecho un regalo de Navidad? Creía que no ibais a haceros regalos.

– Dijo que no era de Navidad. Es el del cumpleaños, por adelantado.

Henry se secó las manos y salió un momento de la cocina. Regresó con una caja de zapatos. La abrió y sacó una zapatilla de deporte.

– ¿Zapatillas de deporte?

– Para caminar. Hace años que camina y quiere que yo también me aficione. Es posible que William nos acompañe.

– Vaya, qué buen plan -dije-. Me alegro de que aún ronde por aquí. Últimamente no la he visto mucho.

– Yo tampoco. Tiene un cliente que ha venido de Baltimore y la está volviendo loca. Se pasa el día llevándolo de un lado a otro para ver propiedades que por una u otra razón no le convencen. Quiere construir un cuadruplex o algo por el estilo, y todo lo que ha visto es demasiado caro o no está en la zona adecuada. Ella intenta enseñarle cómo es el sector inmobiliario californiano y él no para de decirle que debe ser creativa. No sé de dónde saca la paciencia. ¿Y tú qué cuentas? ¿Cómo te trata la vida?

– Bien. Estoy organizándome para este año que empieza -contesté-. Tuve un extraño roce con Solana. Es de lo más quisquillosa. -Le describí el encuentro y la susceptibilidad de ella cuando se dio cuenta de que había hablado por teléfono con la sobrina de Gus-. Solana ni siquiera fue el motivo de la llamada. Melanie pensó que Gus estaba confuso y quiso saber si yo había notado algo. Dije que iría a verlo, pero no pretendía entrometerme en los asuntos de Solana. Yo no sé nada de cuidados geriátricos.

– Quizá sea una de esas personas que ve conspiraciones en todas partes.

– No lo sé… Tengo el presentimiento de que está ocurriendo algo más.

– Por lo que he visto de ella, no me entusiasma.

– A mí tampoco. Tiene algo que pone la carne de gallina.

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