Capítulo 11

El lunes siguiente pasé por casa a la hora del almuerzo con la esperanza de evitar la tentación de la comida rápida. Me calenté una lata de sopa, de esas que no requieren agua, y que, como yo bien sabía, contenía una cantidad de sodio equivalente a la ingesta de una cucharada de sal. Mientras fregaba los platos después de comer, Melanie llamó a la puerta. Llevaba un abrigo de cachemira negro entallado, tan largo que le caía hasta la mitad de la caña de las botas de piel negras. Lucía sobre los hombros un amplio chal negro y rojo con dibujo de turquesas, doblado en forma de voluminoso triángulo. ¿Cómo podía tener el aplomo para llevar una cosa así? Si lo intentara yo, la gente pensaría que, sin darme cuenta, había tropezado con un tendedero y se me había quedado una sábana enredada.

Abrí la puerta y me hice a un lado para dejarla pasar.

– Hola. ¿Qué tal?

Entró con entera confianza y, tras sentarse en el sofá, estiró las piernas en un gesto de agotamiento.

– Mejor que no te cuente. Ese hombre me está volviendo loca. Te he visto aparcar y he pensado en acercarme antes de que vuelvas a salir. ¿Llego en mal momento? Por favor, dime que no te importa o tendré que suicidarme.

– No me importa. ¿Qué pasa?

– Nada, exageraciones mías. No está ni mejor ni peor que de costumbre. En todo caso, no puedo quedarme mucho rato. Esta mañana ha empezado a trabajar una mujer, y de eso quería hablarte.

– Pues tú dirás.

– Esa mujer…, ese ángel…, que se llama Solana Rojas, vino el viernes por la mañana para una entrevista. Charlamos de esto y lo otro y lo de más allá: el tío Gus, su lesión, la clase de ayuda que necesita. Esas cosas. Dijo que aquello era lo suyo y que con mucho gusto aceptaba el empleo. Incluso acabó quedándose toda la tarde sin cobrar. Temía exponerla al verdadero tío Gus por miedo a que se fuera, pero sentí que no podía engañarla. Pensé que debía saber en qué se metía, y no parece importarle.

– ¿Y cuál es el problema?

– Mañana cojo un vuelo para Nueva York y no tengo tiempo de verificar las referencias.

– Me sorprende que te hayas quedado tanto tiempo.

– No eres la única sorprendida -contestó-. Tenía previsto volver el viernes pasado, pero Gus, como bien sabes, se ha convertido en un verdadero tormento. Y también mi jefa. Entiéndeme, es muy buena persona y le pareció bien que viniera, pero esta mañana me ha telefoneado, ya histérica. Han surgido problemas en el trabajo y quiere que vuelva. «O si no…», es como me lo ha planteado.

– Vaya por Dios.

– Debería haber previsto que esto acabaría así. Es una mujer generosa hasta que se presenta el primer problema -dijo Melanie-. Supongo que debería estar agradecida con cualquier cosa que me saque de aquí. Y eso me lleva al motivo de mi visita. Me ha dicho Henry que eres detective privado. ¿Es verdad?

– Pensaba que ya lo sabías.

– Es increíble que no te lo haya preguntado. Muy mal por mi parte -se reprochó-. Me gustaría que comprobaras por encima los antecedentes de Solana y me dijeras si es de fiar. Naturalmente, te pagaría por tu tiempo.

– ¿Tienes prisa en saberlo?

– Bastante. Ha accedido a trabajar un turno de ocho horas durante los próximos cinco días. Después, si todo va bien, iremos ajustando el horario hasta que veamos qué es lo mejor. De momento empezará a las tres y se marchará a las once; así acompañará a Gus a la hora de la cena, le dará la medicación y lo ayudará a acostarse. Con lo delicado que está, sé que necesita más que eso, pero es lo máximo que he podido hacer. Antes de irse por la noche, le preparará el desayuno para el día siguiente. He llamado a Meals on Wheels, el servicio de voluntarios, para que le traigan una comida caliente al mediodía y algo sencillo para la cena. Ella se ofreció a cocinar, pero pensé que era pedir demasiado. No quería abusar.

– Parece que ya lo tienes todo resuelto, pues.

– Esperemos que así sea. Me preocupa un poco irme tan precipitadamente. Se la ve honrada y responsable, pero la conocí el viernes y quizá no debería dar las cosas por sentadas.

– No creo que tengas por qué preocuparte. Si la ha enviado una agencia, será de fiar. Cualquier servicio de asistencia sanitaria a domicilio comprobaría sus referencias. Sólo la propondrían para un puesto si tiene titulación y ha firmado un contrato de garantía con la agencia.

– Ése es el problema. Trabaja con una agencia, pero respondió al anuncio por cuenta propia. De hecho, fue la única que contestó, así que en ese sentido debo considerarme afortunada.

– ¿Qué agencia es?

– Tengo aquí la tarjeta. Asistencia Sanitaria para la Tercera Edad. No sale en el listín, y cuando intenté llamar, descubrí que el número ya no existía.

– ¿Te dio esa mujer alguna explicación?

– Cuando se lo pregunté, se deshizo en disculpas. Dijo que el número de la tarjeta era antiguo. La empresa se ha trasladado y no ha tenido ocasión de encargar tarjetas nuevas. Me dio el número nuevo, pero siempre sale un contestador automático. He dejado dos mensajes y espero que alguien me devuelva la llamada.

– ¿Ha rellenado la solicitud?

– Aquí la tengo. -Abrió el bolso y sacó las hojas, que había doblado en tres partes-. Es un formulario estándar que encontré en un manual de documentos jurídicos. En mi trabajo contrato a mucha gente, pero por lo general el jefe de personal los investiga antes. Sé juzgar a las personas en mi ámbito, pero el mundo de la enfermería me es ajeno. Tiene el título de enfermera de grado medio, no el de grado superior, pero ha trabajado con pacientes geriátricos, y eso no representa el menor problema para ella. Naturalmente, el tío Gus ha estado de mal humor e insoportable, pero ella se lo ha tomado todo con calma. Es mejor persona que yo. El tío Gus se comportó tan mal que estuve tentada de soltarle un sopapo.

Eché una hojeada al papel, rellenado a mano con bolígrafo. La información constaba en pulcras letras de imprenta, todas mayúsculas, sin tachaduras. Comprobé la declaración al pie de la hoja donde la mujer firmaba y daba fe de que toda la información facilitada era exacta y veraz. Se incluía en el párrafo un descargo, autorizando a la posible parte contratante a comprobar su titulación e historial profesional. «Entiendo y acepto que, en caso de falsedad u omisión de datos materiales, perderé todo derecho de empleo.»

– Con esto debería bastar. Lo resolveré en parte por teléfono, pero la mayoría de las entrevistas es mejor hacerlas en persona, sobre todo cuando se trata de cuestiones de carácter. En general, los antiguos jefes son reacios a poner por escrito observaciones despectivas por miedo a posibles demandas. Cara a cara, es más probable que ofrezcan los detalles dignos de mención. ¿Hasta cuándo quieres que me remonte?

– Pues, la verdad, me parece suficiente con una comprobación por encima: el título, el último puesto de trabajo y un par de referencias. Espero que no pienses que es pura paranoia por mi parte.

– Oye, yo me gano la vida con esto. No tienes que justificar mi propio trabajo.

– Lo que quiero, más que nada, es saber que no se trata de una asesina que anda suelta por ahí -dijo con pesar-. Aunque ni siquiera eso sería un problema si consigue llevarse bien con él.

Volví a doblar la solicitud.

– Mañana por la mañana la fotocopiaré en la oficina y te la devolveré.

– Gracias. Me iré a Los Ángeles a las nueve para coger el avión a las doce. Te telefonearé el miércoles.

– Quizá sea mejor que te llame yo cuando tenga algo que decir.

Saqué un contrato modelo del cajón de mi escritorio y tardé unos minutos en rellenar los espacios en blanco, explicando la naturaleza y el contenido de nuestro acuerdo. Apunté el número de teléfono de mi casa y el de mi despacho en lo alto de la página. Después de firmar las dos, sacó su billetero y me dio una tarjeta de visita y quinientos dólares en efectivo.

– ¿Con esto bastará?

– Sí. Cuando te envíe el informe, adjuntaré una explicación detallada -dije-. ¿Ella sabe algo de esto?

– No, y prefiero que quede entre nosotras. No quiero que piense que no confío en ella, y menos después de insistir tanto en contratarla de inmediato. No tengo inconveniente en que se lo digas a Henry.

– Seré de lo más discreta.

Había planeado una visita al campus del City College, donde se había producido el accidente de Lisa Ray, para dedicar un tiempo a rastrear la zona y ver si localizaba al testigo desaparecido. Eran cerca de las tres y cuarto cuando llegué a la salida de Castle y doblé a la derecha para tomar por Palisade Drive, que subía en diagonal por la pendiente. Hacía un día gris y el cielo encapotado parecía anunciar lluvia, pero en California el tiempo puede ser engañoso. En el este, unos densos nubarrones augurarían precipitaciones; aquí, en cambio, estamos sometidos a la niebla marina, que en realidad no permite ningún pronóstico.

El City College de Santa Teresa se alza en un promontorio con vistas al Pacífico, y es uno de los 107 centros de enseñanza superior del sistema universitario californiano. El recinto abarca una superficie considerable, y el campus este y el campus oeste se hallan separados por una calle llamada High Ridge Road, que baja en suave pendiente hacia Cabana Boulevard y la playa. Al pasar en coche por delante, vi aparcamientos y varios edificios universitarios.

No había ninguna tienda en las inmediaciones, pero a dos kilómetros al oeste, en el cruce de Palisade y Capillo, se sucedían unos cuantos comercios: una cafetería, un zapatero, un supermercado, una papelería y una farmacia que suministraba al barrio. Más cerca del campus, una gasolinera y un híper de una gran cadena compartían aparcamiento con dos restaurantes de comida rápida. El viejo tal vez vivía cerca de la universidad o tenía algo que hacer en esa zona. Por lo que contó Lisa, no quedaba claro si iba a pie o si acababa de dejar su coche o regresaba a él. Existía también la posibilidad de que fuera profesor o miembro del personal no docente. En algún momento tendría que empezar a llamar a las puertas, partiendo del lugar del accidente y aumentando el radio de búsqueda.

Dejé atrás el campus, lo rodeé y finalmente me detuve junto a la acera frente a la entrada donde había parado el coche de Lisa Ray antes de girar a la izquierda. En otros tiempos, un detective privado se encargaba de gran parte de la investigación en una demanda de este tipo. Conocí a uno cuya especialidad consistía en dibujar diagramas a escala de los accidentes tras tomar las medidas del ancho de la calle y los puntos de referencia pertinentes en la colisión. También sacaba fotografías de las huellas de los neumáticos, los ángulos de visibilidad, las señales de frenazos y cualquier otra prueba física presente en el lugar de los hechos. Hoy día estos datos los reunían los expertos en reconstrucción de accidentes, cuyos cálculos, fórmulas y modelos informáticos eliminaban casi toda especulación. Si la demanda llegaba al juzgado, el testimonio pericial podía ser la clave para el desenlace del juicio.

Sentada en mi coche, releí el expediente empezando por el informe policial. No conocía al agente, Steve Sorensen. En las casillas referentes a las condiciones generales, éste había marcado: buen tiempo, mediodía, calzada seca y ninguna circunstancia fuera de lo común. En el apartado «movimiento previo a la colisión», indicaba que la furgoneta Ford de los Fredrickson (vehículo 1) avanzaba en línea recta, en tanto que el Dodge Dart de 1973 de Lisa (vehículo 2) realizaba un giro a la izquierda. Había incluido un bosquejo aproximado con la advertencia «no a escala». En su opinión, el vehículo 2 era culpable, y Lisa constaba como responsable de la infracción I 218004, contra propiedad pública o privada, al existir la obligación de ceder el paso a vehículos que se acercan, y de la 22107, por giro peligroso y/o sin señalizar. Lowell Effinger contrató a un especialista en reconstrucción de accidentes de Valencia, el cual había reunido los datos y elaboraba ya su informe. Hacía también las veces de experto biomecánico y utilizaría la información para determinar si las lesiones de Gladys estaban en consonancia con la dinámica de la colisión. En cuanto al testigo desaparecido, el trabajo de campo normal y corriente parecía ser mi mejor opción, sobre todo habida cuenta de que no se me ocurría ningún otro plan.

Las pocas fotografías en blanco y negro que había tomado el agente de tráfico en su momento no eran de gran ayuda. En lugar de eso, recurrí al juego de fotos, en color y en blanco negro, que Mary Bellflower había sacado del lugar del accidente y de los dos vehículos. Las hizo un día después del choque, y en sus imágenes se veían los fragmentos de vidrio y metal en la calzada. Examiné la calle en los dos sentidos, preguntándome quién era el testigo y cómo encontrarlo.

Regresé a la oficina, volví a consultar el expediente y encontré el número de teléfono de Millard Fredrickson.

Su esposa, Gladys, contestó al sonar el timbre por tercera vez.

– ¿Qué hay?

Al fondo, un perro ladraba incesantemente en una gama de frecuencias que inducía a pensar en un perro de una raza pequeña y temblorosa.

– Hola, señora Fredrickson. Me llamo…

– Un momento -dijo. Tapó el micrófono con la palma de la mano-. Millard, ¿puedes hacer callar a ese perro, por favor? Estoy intentando hablar por teléfono. ¡He dicho que hagas callar a ese perro! -Retiró la palma y reanudó la conversación-. ¿Con quién hablo?

– Señora Fredrickson, soy Kinsey Millhone…

– ¿Quién?

– Soy investigadora y estoy estudiando el accidente que sufrieron usted y su marido el pasado mes de mayo. Quería saber si me permitirían mantener una charla con ustedes.

– ¿Tiene que ver con el seguro?

– Está relacionado con el juicio. Me interesa escuchar su versión de lo ocurrido, si son tan amables.

– Mire, ahora mismo no puedo hablar. Tengo un juanete que me está matando y el perro se ha vuelto loco porque mi marido ha comprado un pájaro sin consultarlo conmigo. Le dije que no pensaba andar limpiando la mugre de un bicho que vive en una jaula, y me importa un comino si está forrada con papel o no. Los pájaros son asquerosos. Están llenos de piojos. Todo el mundo lo sabe.

– Claro, me hago cargo -dije-. Yo esperaba quedar con ustedes mañana a primera hora. ¿Qué tal a las nueve?

– ¿Qué día es mañana, martes? Déjeme ver el calendario. Es posible que tenga hora con el quiropráctico para un reajuste. Voy dos veces por semana, y para lo que me ha servido… Con tanta pastilla y demás porquería, ya debería estar bien. Un momento. -La oí pasar las páginas hacia atrás y hacia delante-. A las nueve estoy ocupada. Parece que estaré aquí a las dos, pero no mucho rato. Tengo fisioterapia y no puedo permitirme llegar tarde. Estoy haciéndome un tratamiento con ultrasonidos, para ver si me alivian el dolor lumbar.

– ¿Y su marido? También querría verlo.

– No puedo hablar por él. Tendrá que proponérselo usted misma cuando venga a verme.

– Bien. Seré lo más breve posible.

– ¿Le gustan los pájaros?

– No mucho.

– Bien, estupendo.

Oí un gañido de sorpresa muy agudo, y Gladys colgó bruscamente, tal vez para salvarle la vida al perro.

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