Capítulo 23

Después de telefonear a la agencia del condado destinada a prevenir los malos tratos a la tercera edad, pensé que me quitaría un peso de encima. El asunto ya no estaba en mis manos y la investigación de Solana Rojas era responsabilidad de otros. En realidad, me inquietaba la perspectiva de encontrármela. Había hecho un gran esfuerzo por congraciarme con ella a fin de acceder a Gus, pero si cortaba todo contacto y aparecía el investigador haciendo determinadas preguntas, la conclusión obvia sería que yo había presentado la denuncia, como efectivamente así era. No sabía siquiera cómo aparentar inocencia. En el fondo, era consciente de que la seguridad de Gus era prioritaria, aun a riesgo de padecer la ira de Solana; sin embargo, me preocupaba. Siendo como era una embustera consumada, de pronto temía que me acusaran de decir la verdad.

Así funciona el sistema: un ciudadano presencia una acción indebida y avisa a las autoridades pertinentes. En lugar de recibir elogios, se ve rodeado de un aura de culpabilidad. Yo había obrado como consideraba correcto y ahora tenía la necesidad de andar escondiéndome, eludiéndola. Por más que me repitiera que esa actitud mía era una estupidez, temía por Gus, me preocupaba que pagara él las consecuencias de mi llamada. Solana no era una persona normal. Tenía algo de cruel, y en cuanto dedujera lo que yo había hecho, se me echaría encima con saña. Para colmo vivía al lado. Me desahogué contándoselo a Henry, sentados ambos en su cocina a la hora del cóctel: él ante un Black Jack con hielo, yo con mi Chardonnay.

– ¿No tienes ningún asunto pendiente que te obligue a salir de la ciudad? -preguntó.

– Ojalá. Aunque si me marchara, las sospechas recaerían sobre ti.

Él le quitó importancia a esa posibilidad.

– Puedo con Solana. Y llegado el caso, tú también. Has hecho lo que debías.

– Eso mismo me digo yo una y otra vez, pero tengo que confesar una pequeña transgresión.

– ¡Vaya por Dios! -exclamó él.

– Tampoco es para tanto. El día que ayudé a Solana con Gus, aproveché las circunstancias para sustraer el talonario y una libreta de ahorros.

– ¿«Sustraer»? O sea, ¿robar?

– Hablando en plata, sí, así es. Eso fue lo que me impulsó a avisar a las autoridades. Fue la primera prueba que vi de que ella lo está desplumando. El problema es que, como ha cambiado la cerradura, no tengo manera de entrar a devolverlos.

– Santo cielo.

– Pues sí, «santo cielo». ¿Y ahora qué? Si me quedo con los documentos, no puedo tenerlos en casa. ¿Y si Solana se da cuenta, llama a la policía y consigue una orden de registro?

– ¿Por qué no los pones en una caja de seguridad?

– Aun así me arriesgaría a que me sorprendieran con ellos. Por otra parte, no puedo destruirlos porque si se presentaran cargos contra Solana, ésa sería una prueba. De hecho, si la procesada soy yo, será una prueba contra mí.

Henry cabeceaba en señal de desacuerdo.

– No lo creo por tres razones. Los documentos no son admisibles como prueba porque son «el fruto del árbol prohibido». ¿No es así como se dice cuando se consigue una prueba por medios ilegales?

– Más o menos -respondí.

– Además, el banco tiene los mismos datos, así que si las cosas se ponen feas, la fiscalía puede requerir la presentación de las pruebas.

– ¿Y cuál es la tercera razón? Me muero de ganas de saberla.

– Mételos en un sobre y mándamelos por correo -propuso Henry.

– No quiero ponerte en peligro. Ya me las arreglaré. Te aseguro que después de esto tengo intención de reformarme -dije-. Ah, y hay otra cosa. La primera vez que entré…

– ¿Has entrado dos veces?

– Eh, la segunda me invitó ella. Fue cuando Gus quedó inmovilizado en la ducha. La primera vez utilicé la llave de su casa y apunté todos los medicamentos que él toma. Pensaba que quizá la causa de su estado de confusión y somnolencia era una combinación de fármacos. El farmacéutico con quien hablé sugirió un posible consumo de analgésicos, o exceso de alcohol, que no es el caso. Y todavía hay más. Cuando me paseaba por la casa, sabiendo que Gus y Solana no estaban, abrí la puerta del tercer dormitorio y encontré a un gorila de ciento cincuenta kilos dormido en la cama. ¿Quién demonios podía ser?

– Quizás era el ayudante que contrató. Me lo mencionó ella misma cuando fui. Viene una vez al día para ayudar a Gus a sentarse y levantarse del váter y cosas así.

– Pero ¿por qué dormía en horas de trabajo?

– Puede que se quedara esa noche allí para que ella se tomara el día de descanso.

– No lo creo. Solana había salido con Gus a hacer algún recado. Ahora que lo pienso, ¿por qué no estaba el ayudante allí cuando ella tuvo que sacar a Gus de la ducha?

– Tal vez ya se había ido. Según me dijo, ese hombre cobra por horas, así que no debe de estar mucho rato.

– Si vuelves a verlo, dímelo. Melanie no me ha comentado que Solana hubiera contratado a alguien.

Cuando volví a casa a las siete, estaba achispada. Una feliz consecuencia de mi angustia era que había perdido el apetito. A falta de comida, estaba dándome a la bebida. Eché un vistazo a mi escritorio y vi que parpadeaba la luz del contestador. Crucé la sala y pulsé el botón para reproducir el mensaje.

«Hola, Kinsey. Soy Richard Compton. ¿Podrías llamarme?»

¿Qué querría? Me había hecho un par de encargos la semana anterior, así que tal vez tenía alguno más. Estaba dispuesta a hacer prácticamente cualquier cosa con tal de salir de mi barrio. Marqué el número que me dejó y, cuando descolgó, me identifiqué.

– Gracias por devolverme la llamada. Verás, siento molestarte un sábado por la tarde, pero necesito que me hagas un favor.

– Claro.

– Salgo mañana para San Francisco. El vuelo es a las seis de la madrugada, y he pensado que era mejor llamarte ahora que desde el aeropuerto.

– Buena idea. ¿Y cuál es el favor?

– He recibido un mensaje del inquilino que vive encima de la casa de los Guffey. Cree que se estaban preparando para levantar el campamento.

– ¿La demanda por retención ilegal surtió efecto, pues?

– Eso parece.

– Estupendo.

– Desde luego. El problema es que estaré fuera hasta el viernes y no podré ir a hacer la inspección final y recoger las llaves.

– Si de todos modos vas a cambiar las cerraduras, ¿por qué te preocupan tanto las llaves?

– Sí, eso es verdad, pero les pedí un depósito de veinte dólares por la llave, más otro de cien por la limpieza. Si no va alguien a comprobarlo, jurarán que dejaron la casa impecable y las llaves a la vista. Luego vendrán a exigir los dos depósitos íntegros. Lógicamente, no tienes que hacerlo ahora mismo. Basta con que pases en cualquier momento antes del mediodía del lunes.

– Puedo ir mañana si quieres.

– No hace falta que te tomes tanta molestia. Los llamaré para decirles que irás el lunes. ¿A alguna hora en particular?

– ¿Qué tal a las once y cuarto? Así puedo ir antes de comer.

– Bien. Se lo diré. Por si necesitas ponerte en contacto conmigo, estaré alojado en el Hyatt de Union Square.

Me dio el número de teléfono del hotel y lo anoté.

– Oye, Richard, es un placer ayudarte, pero yo no me dedico a la gestión inmobiliaria. Deberías contratar a un profesional para cosas como ésta.

– Podría hacerlo, mujer, pero tú me sales mucho más barata. Una agencia se quedaría con el diez por ciento.

Habría podido contestar a eso, pero me colgó.

Cuando salí de casa el lunes por la mañana, no pude evitar escrutar la calle y la casa de Gus, con la esperanza de eludir un posible encuentro con Solana. No me sentía capaz de sostener una conversación civilizada con ella. Puse el motor en marcha y me aparté de la acera apresuradamente, sin poder resistir el impulso de estirar el cuello por si alcanzaba a ver algún indicio de ella. Me pareció advertir un movimiento en la ventana, pero debió de ser un nuevo acceso de paranoia.

Llegué a la oficina y entré. Recogí el correo del sábado, que habían metido por la ranura de la puerta y estaba desparramado sobre la alfombra de la recepción. El contestador parpadeaba alegremente. Aparté el correo comercial y lo tiré a la papelera mientras pulsaba el botón para reproducir el mensaje. Era de Geneva Burt, del bufete de Lowell Effinger. Parecía agobiada, pero así debían de ser los lunes para ella. Marqué el número del bufete mientras abría los sobres de las facturas, sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro para dejar libres las manos. Cuando Geneva descolgó, me identifiqué y dije:

– ¿Qué hay?

– Ah, hola Kinsey. Gracias por devolverme la llamada. Me está costando horrores ponerme en contacto con el señor Downs.

– Tenía que llamarte él a ti. Justo por eso le di tu número. Como no tiene teléfono recibe los mensajes por mediación de su casera. Me pareció más fácil pedirle a él que telefoneara por lo difícil que es localizarlo.

– Lo sé, y he transmitido tu comentario sobre su nerviosismo. El señor Effinger, impaciente por tomarle declaración, me ha pedido que lo llame y quedemos en algo concreto. Esta mañana lo he intentado tres veces, y nadie contesta. Lamento tener que hacerte esto, pero él me presiona a mí, y a mí no me queda más remedio que presionarte a ti.

– Ya veremos qué puedo hacer. No creo que Downs trabaje los lunes; quizá lo encuentre en casa. ¿Tenéis ya previstos día y hora? Si es así, me aseguraré de que él lo anota en su agenda.

– Todavía no. Nos acomodaremos a sus horarios en cuanto sepamos cuándo le va bien.

– De acuerdo. Te llamaré en cuanto haya hablado con él. Por poco que se resista, lo meteré en mi coche y lo llevaré hasta allí yo misma.

– Gracias.

Entré en el coche, cambié de sentido y recorrí ocho manzanas por Santa Teresa Street; finalmente, tras girar dos veces a la izquierda, llegué a Dave Levine. Apareció a la vista el hostal residencia y, por una vez, encontré una plaza de aparcamiento aceptable delante. Dejé el coche junto a la acera y subí de dos en dos los peldaños del porche. Abrí la puerta de un empujón y recorrí el pasillo hasta el despacho de la señora Von en la parte de atrás. En el mostrador había una campanilla antigua. Llamé.

Del comedor salió una joven con un plumero en una mano. Tenía veintitantos años y llevaba el pelo recogido detrás con peinetas de plástico azul. Vestía camiseta y vaqueros, y le colgaba un paño de la presilla del cinturón, como si fuera pinche de cocina.

– ¿En qué puedo ayudarla?

– Busco a la señora Von.

– Ha ido a hacer unos recados.

A sus espaldas, empezó a sonar el teléfono del escritorio. Y sonó. Y sonó. Ella lo miró, prescindiendo de la solución obvia, que era responder.

– ¿Puedo ayudarla en algo? -repitió.

El teléfono dejó de sonar.

– Es posible -contesté-. ¿Sabe si está el señor Downs?

– No está.

– Ese hombre nunca está. ¿Tiene idea de cuándo volverá?

– Se ha marchado. Tengo que limpiar su habitación, pero todavía no me ha dado tiempo. La señora Von va a poner un anuncio en el diario para alquilar la habitación. Es uno de los recados que ha ido a hacer.

– No puede ser. Hablé con él el sábado y no me dijo nada. ¿Cuándo dio aviso?

– No lo dio. Sencillamente hizo las maletas y se largó. No sé qué le dijo usted, pero debió de asustarlo -comentó ella, y soltó una risotada.

Me quedé de una pieza. ¿Y ahora qué demonios iba a decirle a Lowell Effinger? La declaración de Melvin Downs era vital para el caso, y de pronto el testigo se había pirado.

– ¿Puedo echar un vistazo a su habitación?

– A la señora Von no le gustará.

– Sólo diez minutos. Por favor. Sólo pido eso. Ella no tiene por qué enterarse.

Se lo pensó y pareció hacer un gesto de indiferencia.

– La puerta no está cerrada con llave, así que puede entrar si quiere. Tampoco hay nada que ver. He echado una ojeada a primera hora por si había dejado la habitación muy patas arriba. Está limpia como una patena, por lo que yo he visto.

– Gracias.

– No hay de qué. Y yo no sé nada, ¿eh? Estoy ocupada limpiando la cocina. Si la señora Von la pilla, yo no he tenido nada que ver.

Esta vez subí por la escalera de atrás, temiendo encontrarme con la señora Von si por casualidad regresaba en ese momento. Desde abajo oí sonar otra vez el teléfono. Quizá la mujer de la limpieza tenía orden de no contestar. Quizá la norma 409 del Sindicato del Personal de Limpieza prohibía asumir responsabilidades que no se especificaban en el contrato.

Cuando llegué a la segunda planta, para mayor seguridad, llamé a la puerta de Melvin Downs y esperé un momento. Como nadie respondió, miré por el pasillo en ambas direcciones y abrí.

Entré en la habitación con la intensa sensación de peligro que experimento siempre que estoy en un sitio donde en teoría no debería estar, cosa que últimamente me ocurría casi a todas horas. Cerré los ojos y respiré hondo. La habitación olía a aftershave. Los abrí y llevé a cabo una inspección visual. Era un espacio de dimensiones inesperadamente amplias, quizás unos seis por siete metros. En el cuarto ropero cabían una cómoda ancha, dos varillas de madera para colgar ropa y un zapatero acoplado a la parte posterior de la puerta. Por encima de las varillas había estantes de madera vacíos hasta el techo.

El cuarto de baño contiguo, de cuatro metros por cuatro, contenía una bañera antigua de hierro colado con patas en forma de garras y un lavabo de reborde ancho con un estante de cristal encima. El inodoro tenía la tapa de madera y una cisterna colgada de la pared que se accionaba con una cadena. El suelo era de linóleo imitación parquet.

En la habitación principal había una segunda cómoda, una cama de matrimonio con cabezal de hierro pintado de blanco, y dos mesillas de noche disparejas. La única lámpara era funcional: dos bombillas de 75 vatios con una cadena de metal colgada del techo y una sencilla pantalla, quemada en algunos sitios. Cuando tiré de la cadena, sólo se encendió una bombilla. Habían retirado la ropa de la cama y el colchón estaba doblado por la mitad, dejando a la vista los muelles del somier. Melvin había apilado con pulcritud todo aquello que necesitaba lavarse: sábanas, fundas de almohada, la funda del colchón, la colcha y las toallas.

Bajo las ventanas en voladizo de la pared del fondo había una mesa de madera pintada de blanco y dos sillas de madera sin barnizar. Crucé la habitación hasta una encimera de cocina situada bajo unos pocos armarios. Examiné los estantes. Unos cuantos platos, seis vasos de agua, dos cajas de cereales y un surtido de galletas saladas. Conociendo a la señora Von como ya la conocía, sin duda estaban estrictamente prohibidos los calientaplatos y cualquier otro electrodoméstico destinado a guisar.

Empecé a registrar en serio, pese a que no veía muchos posibles escondites. Abrí todos los cajones, miré dentro y detrás, comprobé debajo y luego pasé a otra cosa. Nada en la papelera. Nada debajo de la cómoda. Cogí una de las sillas de cocina y la acerqué al cuarto ropero para subirme y echar un buen vistazo al fondo de los estantes. Tiré del cordel que encendía la única bombilla desnuda. Daba una luz mortecina. Al principio pensé que tampoco esta vez había dado en el clavo, pero vi algo en un rincón contra la pared. Me puse de puntillas y, agachando la cabeza, alargué el brazo por completo mientras buscaba a tientas por el polvoriento estante. Cerré la mano en torno al objeto y me lo acerqué para verlo. Era un juguete, uno de esos pequeños payasos de madera que hacen una voltereta al apretar los dos palos laterales a los que van prendidos. Contemplé el payaso mientras le hacía dar un par de vueltas y a continuación me bajé de la silla, la devolví a su sitio y me guardé el juguete en el bolso antes de entrar en el baño.

No habían limpiado el baño, pero tampoco contenía nada útil a modo de información. Vi el casillero de cartón de una caja de vino, plegado y encajado detrás del lavabo. Melvin Downs acarreaba dos cajas de vino vacías, una dentro de la otra, cuando nos presentaron. Eso significaba que ya entonces había empezado a hacer las maletas. Interesante. Algo había precipitado su marcha, y esperaba no haber sido yo.

Salí de la habitación y cerré la puerta. Cuando me encaminaba hacia la escalera, oí una radio en la habitación de enfrente. Vacilé, pero por fin llamé a la puerta. No tenía nada que perder.

Al hombre que abrió le faltaban los incisivos superiores y tenía barba de dos días.

– Perdone que lo moleste, pero me gustaría saber qué ha sido de Melvin Downs.

– No lo sé. Me da igual. No me caía bien y yo no le caía bien a él. Si se ha ido, tanto mejor.

– ¿Hay alguien más con quien pudiera hablar?

– Veía la tele con el hombre de la habitación número cinco. En el primer piso.

– ¿Está aquí?

Cerró la puerta.

– Gracias -dije.

Regresé a mi coche, me metí y me quedé allí sentada con las manos en el volante mientras contemplaba las distintas opciones. Consulté la hora. Eran cerca de las once. De momento, no podía hacer nada. Tenía que vérmelas con los Guffey, así que hice girar la llave de contacto y me dirigí hacia Colgate. Si no me ponía en marcha, llegaría tarde.


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