El miércoles por la mañana, al salir para ir a trabajar, encontré a Solana y Gus en la acera delante de casa. No lo veía desde hacía semanas y tuve que reconocer que, con una garbosa gorra de lana calada hasta las orejas, ofrecía buen aspecto. Sentado en su silla de ruedas, iba envuelto en un grueso chándal que formaba pliegues en los hombros y le colgaba desde las rodillas. Solana le había remetido una manta en el regazo. Debían de regresar de un paseo. Ella había dado la vuelta a la silla de ruedas para poder subir los peldaños.
Crucé la franja de hierba.
– ¿Puedo ayudarla?
– Ya me arreglo yo sola -contestó.
Cuando hubo rebasado el último escalón, apoyé una mano en la silla y me incliné.
– Hola, Gus. ¿Cómo estás?
Solana intentó interponerse entre nosotros para impedir que me acercara. Levanté la mano a fin de detenerla y se le ensombreció el rostro.
– ¿Qué hace? -preguntó.
– Le doy a Gus la oportunidad de hablar conmigo, si no tiene usted inconveniente.
– No quiere hablar con usted, ni yo tampoco. Le ruego que abandone su propiedad.
Advertí que Gus no llevaba los audífonos y pensé que era una buena manera de desconectarlo del mundo. ¿Cómo podía interactuar si no oía nada? Acerqué los labios a su oído.
– ¿Puedo hacer algo por ti?
Me dirigió una mirada lastimera. Le tembló la boca y gimió como una mujer en las primeras etapas de un parto, antes de entender hasta qué punto iba a pasarlo mal. Miró a Solana, que permanecía allí cruzada de manos. Con sus robustos zapatos marrones y su grueso abrigo, también marrón, parecía la celadora de una cárcel.
– Adelante, señor Vronsky. Dígale lo que quiere.
Gus se llevó un dedo al oído y negó con la cabeza, fingiendo sordera pese a que yo sabía que me había oído. Levanté la voz.
– ¿Te gustaría venir a casa de Henry a tomar un té? Él estará encantado de verte.
– Ya ha tomado su té -intervino Solana.
– Ya no puedo andar. Me fallan las piernas -dijo Gus.
Solana me miró a los ojos.
– Usted no es bien recibida aquí. Lo está alterando.
Sin hacerle el menor caso, me acuclillé para quedar a la altura de sus ojos. Incluso sentado, tenía la columna vertebral tan torcida que se vio obligado a volver la cabeza de lado para devolverme la mirada. Le sonreí con la esperanza de animarlo, cosa nada fácil ante la amenazadora presencia de Solana.
– Hace siglos que no te vemos. Seguro que Henry tiene unos deliciosos bollos caseros. Puedo llevarte en la silla y volver a traerte aquí en un santiamén. ¿No te apetece?
– No me encuentro bien.
– Lo sé, Gus. ¿Puedo ayudarte en algo?
Negó con la cabeza, acariciándose las nudosas manos en el regazo.
– Sabes que nos preocupamos por ti. Todos nosotros.
– Os doy las gracias por eso y por todo lo demás.
– Siempre y cuando estés bien.
Cabeceó.
– No estoy bien. Estoy viejo.
Pasé una mañana tranquila en el despacho, ordenando mi escritorio y pagando facturas. Me dediqué a tareas sencillas: tirar papeles, archivar, sacar la basura. Seguía preocupada por Gus, pero sabía que no tenía sentido continuar dándole vueltas. Debía concentrarme en otra cosa. En Melvin Downs, por ejemplo. Algo en torno a ese hombre me inquietaba, más allá del problema de localizarlo, que me sentía perfectamente capaz de resolver.
En cuanto tuve la mesa en orden, dediqué una hora a transcribir la entrevista a Gladys Fredrickson, adelantando y rebobinando la cinta una y otra vez. Es asombroso hasta qué punto los ruidos de fondo reducen la audibilidad: el crujido de papel, los ladridos del perro, el resuello de ella al hablar. Necesitaría más de una sesión para mecanografiarla entera, pero al menos me daba algo que hacer.
Cuando me cansé, abrí el cajón de los lápices y saqué un paquete de fichas. En el mismo cajón vi el juguete que había encontrado en el fondo de un estante del cuarto ropero en la habitación de Melvin Downs. Junté los dos palos y vi cómo un payaso de madera con dos articulaciones ejecutaba sucesivos movimientos en la barra fija: molino gigante, vertical, tres cuartos de molino gigante. Me resultaba imposible saber si el juguete era de Melvin o del inquilino anterior. Lo dejé y cogí el paquete de fichas.
Ficha por ficha, escribiendo una línea en cada una, anoté lo que sabía de él, que no era gran cosa. Probablemente trabajaba en las inmediaciones del City College, donde cogía el autobús. Le gustaban los clásicos del cine, en particular, por lo visto, las historias lacrimógenas sobre niños, crías de animales y situaciones de pérdida. No mantenía trato con su hija, que no le permitía ver a sus nietos por razones desconocidas. Había estado en la cárcel, lo que podía guardar relación con el alejamiento impuesto por su hija. Tenía una amiga imaginaria llamada Tía, que había creado dejándose tatuar unos labios de color carmín en la U formada entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha; dos puntos negros a los lados del nudillo hacían las veces de ojos del títere.
¿Qué más?
Melvin tenía dotes para la mecánica, así como una gran aptitud para las reparaciones que le permitía arreglar objetos diversos, incluido un televisor averiado. Fuera cual fuese su empleo, le pagaban en efectivo. Terminaba su jornada y se sentaba a esperar el autobús los martes y los jueves a primera hora de la tarde. Era amable con los desconocidos, pero no tenía amigos íntimos. Había ahorrado dinero suficiente para comprar una camioneta. Llevaba cinco años en la ciudad, aparentemente para estar cerca de los nietos a quienes le habían prohibido ver. Su habitación del hostal era lúgubre, a menos, claro, que se hubiese llevado innumerables tapetes, cojines bordados y otros objetos ornamentales cuando se marchó. Al ver la octavilla que yo había repartido, tuvo una reacción de pánico, hizo las maletas y se fue.
Cuando agoté la información, barajé las fichas y las coloqué al azar con la esperanza de ver la luz. Las extendí sobre la mesa y, con la cabeza apoyada en la mano, pensé: «¿Cuál de estos datos está fuera de lugar?».
Sólo se me ocurrió una posibilidad. Acerqué dos fichas y las miré. ¿Cómo encajaban el payaso mecánico de Melvin y su amiga imaginaria, Tía, en el conjunto? De todo lo que había averiguado sobre él, no había nada que indujera a pensar en una personalidad lúdica. En realidad, se advertía cierta actitud furtiva en su reticencia a mostrar el tatuaje de los labios pintados. Así que tal vez la función de los juguetes no era su propio entretenimiento. Quizá la finalidad de Tía y el payaso era divertir a otros. ¿A quién, por ejemplo? Los niños, había visto muchos en el colegio cercano y la guardería próxima a la parada de autobús que él frecuentaba.
¿Era un pederasta?
Sabía que muchos pederastas tenían juegos y vídeos a mano y cultivaban la amistad con los niños hasta que se formaba un vínculo entre ellos. Poco a poco introducían el contacto físico. Después del afecto y la confianza venían las caricias, hasta que el toqueteo y los secretos eran la embriagadora sal de esa relación «especial». Si era un delincuente sexual, eso explicaría su temor a que lo localizaran en una zona a menos de mil metros de un colegio, un patio de recreo o una guardería. Explicaría asimismo la negativa de su hija a dejarlo ver a sus nietos.
Alcancé el teléfono y llamé al departamento de libertad condicional del condado. Pregunté por Priscilla Holloway, una asistente social. Pensaba que tendría que dejar un mensaje, pero descolgó y me identifiqué. Tenía una voz sorprendentemente suave para ser, según recordaba, una mujer de gran envergadura física. Era una pelirroja de huesos grandes, de esas que jugaban a deportes duros en el instituto y aún conservaban trofeos de fútbol y softball expuestos en el dormitorio de su casa. La había conocido en julio del año anterior, mientras yo cuidaba de una joven renegada, Reba Lafferty, que había salido en libertad condicional de la Penitenciaría para Mujeres de California.
– Tengo una pregunta que hacerle -dije, una vez zanjados los prolegómenos-. ¿Qué sabe de los delincuentes sexuales que constan oficialmente como residentes en la ciudad?
– Conozco a casi todos de nombre. Todos los conocemos. Muchos están obligados a presentarse aquí para someterse a análisis clínicos con la intención de comprobar que no consumen sustancias prohibidas. También deben comunicar los cambios de dirección o empleo. ¿De quién me habla en particular?
– Busco a un tal Melvin Downs.
Se produjo un silencio y casi la oí negar con la cabeza.
– No, creo que no. El nombre no me suena. ¿Qué ha hecho esta vez?
– No tengo la menor idea, pero sospecho que ha estado en la cárcel por abusos sexuales a menores. Tiene un tosco tatuaje que parece hecho en prisión, unos labios pintados en la membrana entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha. Me han dicho que es ventrílocuo aficionado y me pregunto si emplea su talento para seducir a niños.
– Puedo consultar con otros asistentes sociales destinados a libertad condicional, por si alguno lo conoce. Hábleme del contexto.
– ¿Conoce a un abogado que se llama Lowell Effinger?
– Claro que conozco a Lowell.
– Quiere citar a Downs como testigo en un juicio por daños personales. Downs es un hombre difícil de encontrar, pero al final di con él. Primero tuve la impresión de que estaba dispuesto a cooperar, pero de pronto se echó atrás y desapareció tan deprisa que pensé que tal vez había tenido algún problema con la ley.
– Si lo ha tenido, dudo mucho que haya sido aquí, pero podría ser un fugitivo de otro estado. Si estos individuos quieren esfumarse, les basta con coger la carretera sin avisarnos. Siempre tenemos entre diez y quince en paradero desconocido. Y eso a nivel local. En el estado, la cifra es para echarse a temblar.
– Dios mío, ¿son tantos los delincuentes sexuales que andan sueltos por ahí?
– Lamento decir que sí. Vuelva a darme su número y la llamaré si averiguo algo.
Le di las gracias y dejé el auricular en la horquilla. Mis sospechas no habían sido confirmadas, pero Priscilla tampoco había echado por tierra mi hipótesis. En conjunto, me sentí un poco más animada.
En semejante estado de cosas, el jueves a primera hora de la tarde volví a Capillo Hill, entré en el aparcamiento del supermercado de productos ecológicos y me quedé sentada en el coche, vigilando el cruce donde había visto a Downs dos días antes. Como aparentemente sus días de trabajo eran siempre los martes y jueves, creía tener razonables probabilidades de verlo. Esa búsqueda me mataba de aburrimiento, pero me había llevado una novela y un termo de café caliente. Había un lavabo de mujeres en la gasolinera a un paso de allí. ¿Qué más necesitaba una chica? Leí un rato, lanzando miradas de vez en cuando a través del parabrisas para peinar la zona.
Hice una visita a la gasolinera, y cuando salí del lavabo, vi actividad al otro lado de la calle. Una furgoneta se detuvo junto a la acera delante de la lavandería. Sin especial interés, observé a dos hombres apearse del vehículo y entrar en el local. Minutos después, cuando estaba otra vez sentada al volante de mi coche, salieron con cajas de cartón, que cargaron en la parte de atrás de la furgoneta. Ésta llevaba un rótulo en el costado, pero yo no alcanzaba a leerlo. Alargué el brazo hacia el asiento trasero y me hice con los prismáticos que siempre tenía a mano. Ajusté el enfoque hasta ver nítidamente el rótulo.
EMPEZAR DE CERO,
ORGANIZACIÓN BENÉFICA CRISTIANA.
LO QUE SE LLEVA EL BASURERO PARA NOSOTROS ES DINERO.
ACEPTAMOS HUMILDEMENTE ROPA USADA, MUEBLES,
PEQUEÑOS ELECTRODOMÉSTICOS Y MATERIAL DE OFICINA.
MARTES Y JUEVES, DE 9 A 14 HORAS.
Por lo visto, los dos hombres estaban recogiendo donaciones. ¿De una lavandería? Raro, ¿no? Las palabras «pequeños electrodomésticos» me llamaron la atención. También los días y el horario de trabajo. Era el empleo perfecto para alguien como Downs, aficionado a juguetear con trastos viejos y repararlos. Me lo imaginaba perfectamente con aspiradoras, secadores de pelo y ventiladores averiados, rescatando objetos que, de lo contrario, acabarían en la basura. Además, una organización benéfica cristiana quizá fuese más comprensiva con sus antecedentes penales.
Dejé el libro, salí del coche y lo cerré. Fui derecha hacia el paso de peatones en medio de la manzana. Cuando llegué a la lavandería, pasé por delante de la gran cristalera y atajé entre dos edificios hasta el callejón en la parte de atrás. Había recorrido ese callejón en coche dos veces, observando a los peatones mientras avanzaba con cuidado por el estrecho espacio de poco más de un carril y medio que apenas permitía el paso de dos coches. En una ocasión había tenido que detenerme allí mismo cuando la mujer que me precedía, con el coche lleno de niños, aminoró la marcha para entrar en su garaje.
Ahora que sabía lo que buscaba, la recompensa fue inmediata.
Encima de la puerta trasera de la lavandería se leía el mismo rótulo que había visto en el costado de la furgoneta. El local era un punto de recogida de Empezar de Cero; la organización benéfica debía de tener alquilada la trastienda para recibir y seleccionar las donaciones. El aparcamiento de detrás tenía cabida suficiente para tres coches, más un contenedor con tapa que se dejaba a disposición del público cuando el centro permanecía cerrado. El contenedor con ruedas estaba colocado frente a la salida del pasadizo entre la lavandería y la joyería contigua. Vi la parte de atrás del vehículo aparcado en ese hueco. Lo conocía bien: una vieja camioneta de repartidor de leche, en su día a la venta, «tal cual», por 1999,99 dólares. El concesionario que la vendía estaba a la vuelta de la esquina del hostal residencia donde antes vivía Downs. Incluso es posible que yo presenciara la transacción cuando vi hablar al vendedor con un hombre de pelo cano con gafas de sol y un sombrero de copa achatada y ala pequeña. Por entonces aún no conocía a Melvin, así que no estaba a mi alcance interpretar el hecho. Cuando por fin di con él, ya se había preparado para huir. Saqué la libreta y anoté la matrícula de la camioneta.
La puerta de atrás de la lavandería estaba entreabierta. Me acerqué con cautela y asomé la cabeza. Melvin, de espaldas a mí, plegaba ropa de niño y la colocaba ordenadamente en una caja de cartón. Ahora que ya sabía dónde encontrarlo, notificaría su paradero a Lowell Effinger. Éste fijaría una fecha para la declaración y haría llegar una orden de comparecencia a Downs. Apunté la dirección y el número de contacto rotulados en el contenedor. Luego regresé a mi coche y volví a la oficina, donde telefoneé al bufete del abogado y dije a su secretaria dónde podía entregarse la citación a Downs.
– ¿Te ocuparás tú del servicio?
– No me parece buena idea -contesté-. Él ya me conoce, y tan pronto como yo entrase por la puerta de la calle, él saldría por atrás.
– Pero te lo has ganado a pulso. Te mereces la satisfacción -insistió ella-. Ya te avisaré cuando lo tenga todo listo, y no tardaré. Por cierto, Gladys dijo a Herr Buckwald que se hablaba de un testigo desaparecido, y ahora la Buckwald no para de darnos la lata para sonsacarnos el nombre y la dirección.
Me hizo gracia su imitación del acento alemán, que reflejaba con toda exactitud el talante de Hetty Buckwald.
– Suerte -dije-. Llámame cuando lo hayas acabado.
– Ya estoy en ello.
Al volver a casa esa tarde, tomé conciencia de la tensión en la nuca. Recelaba de Solana y esperaba no encontrarme con ella otra vez. Ella debía de saber que la tenía en la mira y seguramente no agradecía mi intromisión. Al final, nuestros caminos no se cruzaron hasta el sábado por la noche. Así pues, me preocupaba antes de tiempo.
Había ido al cine y llegué a casa cerca de las once. Aparqué en mi calle a media manzana, en el único hueco que encontré a esa hora. Salí y cerré el coche. La calle estaba oscura y vacía. Soplaba un viento racheado que arrastraba las hojas caídas hacia mis pies como si fueran una ondulante avalancha de ratones huyendo de un gato. La luna se veía a intervalos, ocultándose y asomando a causa del movimiento irregular de los árboles. Creí que era la única en la calle, pero, al acercarme a la verja de Henry, vi a Solana de pie entre las sombras. Me reacomodé el bolso en el hombro y hundí las manos en los bolsillos de la parka.
Cuando llegué a su altura, me salió al paso.
– Aléjese de mí -ordené.
– Me ha complicado las cosas con el condado. Ha sido una mala idea por su parte.
– ¿Quién es Cristina Tasinato?
– Ya sabe quién es. La tutora legal del señor Vronsky. Ha dicho que ha ido usted a ver a su abogado. ¿Pensaba que yo no me enteraría?
– Me importa un carajo.
– El vocabulario soez es indecoroso. Esperaba más de usted.
– O quizá no esperaba tanto de mí.
Solana clavó en mí la mirada.
– Estuvo en mi casa. Fisgó entre los frascos de píldoras del señor Vronsky para ver qué medicación tomaba. Como no dejó los frascos exactamente en el mismo sitio, me di cuenta de que los habían tocado. Yo me fijo en esos detalles. Debió de pensar que era imposible descubrirla, pero no es así. También se llevó la libreta y el talonario.
– No sé de qué me habla -dije, pero me pregunté si Solana oía rebotar mi corazón dentro del pecho como una pelota de frontón.
– Ha cometido un grave error. Los que intentan aprovecharse de mí van muy equivocados. Siempre aprenden el significado de la palabra «arrepentimiento», pero para entonces ya es demasiado tarde.
– ¿Acaso está amenazándome?
– Claro que no. Le estoy dando un consejo. Deje en paz al señor Vronsky.
– ¿Quién es ese gorila enorme que tiene viviendo en la casa?
– En la casa no vive nadie aparte de nosotros dos. Es usted muy suspicaz. Algunos a eso lo llamarían paranoia.
– ¿Es el auxiliar que usted contrató?
– A veces viene un auxiliar, si es que es asunto suyo. Está usted alterada. Entiendo su hostilidad. Es una persona testaruda, acostumbrada a hacer lo que se le antoja y a salirse con la suya. Somos muy parecidas, las dos dispuestas a ir a por todas.
Apoyó una mano en mi brazo y se la aparté de una sacudida.
– Déjese de melodramas. Por mí como si se muere.
– Ahora es usted quien me amenaza.
– Más le vale tenerlo en cuenta -dije.
La verja chirrió cuando la abrí y el ruido del pestillo señaló el final de la conversación. Ella seguía en la acera cuando doblé la esquina del estudio y entré en mi casa a oscuras. Eché el cerrojo, me quité la chaqueta y la lancé a la encimera de la cocina al pasar. Las luces seguían apagadas cuando entré en el cuarto de baño de abajo y me metí en la bañera para mirar por la ventana. Cuando me asomé, se había ido.