Cuando volví a mi oficina después de comer, la luz del contestador parpadeaba anunciando que tenía mensajes. Pulsé el botón para escucharlos.
Una mujer dijo: «Hola. Ah, espero no haberme equivocado de número. Soy Dewel Greathouse. Llamo por una octavilla que encontré ayer en mi puerta. La cuestión es que estoy casi segura de haber visto a ese hombre. ¿Podría llamarme cuando oiga este mensaje? Gracias. Ah, me encontrará en el…». Recitó el número.
Me hice con un bolígrafo y un bloc y anoté lo que recordaba; luego volví a reproducir el mensaje para corroborar la información. Marqué el número, y el timbre sonó media docena de veces.
La mujer que por fin atendió estaba sin aliento.
– ¿Diga?
– ¿Señora Greathouse? ¿Es Dewel, o he entendido mal el nombre?
– Exacto. Dewel con D. Espere un momento. Acabo de subir corriendo la escalera. Perdone.
– No se preocupe. Tómese su tiempo.
– ¡Puf! -dijo por fin-. Cuando he oído el teléfono, venía del lavadero. ¿Con quién hablo?
– Soy Kinsey Millhone. Le devuelvo la llamada. Me ha dejado usted un mensaje en el contestador en respuesta a unas octavillas que repartí ayer en su barrio.
– Sí, así es. Ahora me acuerdo, pero creo que no daba usted su nombre.
– Disculpe por eso; en todo caso, le agradezco que haya llamado.
– No se moleste si se lo pregunto, pero ¿por qué busca a ese hombre? No me gustaría meter a nadie en un lío. La octavilla mencionaba un accidente. ¿Atropelló a alguien?
Repetí mi explicación dejando claro que el hombre no había causado ni contribuido al accidente.
– Fue más bien el Buen Samaritano. Trabajo para un abogado que espera que ese hombre pueda aportar información sobre lo ocurrido.
– Ah, ya entiendo. Siendo así, no hay problema. No sé si puedo ser de gran ayuda, pero, al leer la descripción, he sabido exactamente a quién se refería.
– ¿Vive en la zona?
– No lo creo. Lo he visto sentado en la parada de autobús de Vista del Mar y Palisade. ¿Sabe dónde digo?
– ¿En el City College?
– Allí mismo, sólo que en la acera de enfrente.
– Ya. Bien.
– Me he fijado en él porque ésa es mi calle y lo veo cuando paso por delante en coche de camino a casa. Tengo que aminorar la marcha para girar y miro en esa dirección.
– ¿Cada cuánto lo ve?
– Un par de tardes por semana desde el año pasado, diría yo.
– ¿Y eso incluye el mes de mayo?
– Sí, sí.
– ¿Podría decirme qué días de la semana?
– Así a bote pronto, no. Me mudé a mi apartamento en junio del ochenta y seis, después de entrar a trabajar en una empresa a tiempo parcial.
– ¿A qué se dedica?
– Trabajo en el departamento de atención al cliente de Dutton Motors. Lo bueno es que estoy a diez minutos de la oficina, y por eso arrendé este apartamento.
– ¿A qué hora del día, diría usted?
– A primera hora de la tarde. Casi siempre llego a casa a eso de las tres menos diez. Como estoy a sólo un kilómetro de aquí, en cuanto salgo a la carretera no tardo mucho.
– ¿Sabe algo de él?
– La verdad es que no. Básicamente lo que he leído en la octavilla. Tiene el pelo blanco y tupido y lleva una cazadora marrón de cuero. Sólo lo veo de pasada, así que no puedo decirle ni la edad, ni el color de ojos, ni nada por el estilo.
– ¿Cree que trabaja en el barrio?
– Eso supongo. Quizás hace reparaciones o cosas así.
– ¿Podría ser un empleado del City College?
– Es posible -contestó con escepticismo-. Se ve demasiado mayor para ser un estudiante. Sé que muchas personas mayores vuelven a la universidad, pero nunca lo he visto con una mochila o una cartera. Todos los universitarios que veo llevan algo así. Al menos libros. Si quiere hablar con él, podría localizarlo en la parada de autobús.
– Lo intentaré. Entretanto, si vuelve a verlo, ¿podría avisarme?
– Cómo no -respondió, y colgó con un chasquido.
Dibujé un círculo en torno a su nombre y número de teléfono en el bloc y lo guardé en la carpeta. Me alegró tener una confirmación de la existencia de aquel hombre, por exigua que fuera. Como cuando alguien dice haber visto al monstruo del lago Ness o al abominable hombre de las nieves, la noticia me dio esperanza.
Ese día trabajé hasta tarde, pagando facturas y poniendo orden en mi vida. Cuando llegué a casa, eran las siete menos cuarto y ya había oscurecido. La temperatura había caído por debajo de los diez grados después de llegar a los diecisiete durante el día, y el jersey de cuello cisne y la americana no me protegían del viento que empezaba a levantarse. La bruma húmeda procedente de la playa intensificaba la sensación de frío. Sabía que en cuanto me hallase en casa a resguardo, no me apetecería volver a salir. Vi luces en casa de Gus y decidí que era tan buen momento como cualquier otro para hacer una visita. Esperaba que él ya hubiese cenado para no interrumpirlo.
Al pasar por delante del contenedor, observé que estaba medio lleno. Era evidente que Solana hacía avances en su proyecto de eliminación de basura. Llamé a la puerta de Gus, con los brazos firmemente cruzados y encogida de frío. Desplazaba el peso de mi cuerpo de un pie al otro en un vano intento de entrar en calor. Sentía curiosidad por conocer a Solana Rojas, cuyos antecedentes profesionales había investigado hacía tres semanas.
La vi acercarse a través del cristal de la puerta de entrada. Encendió la luz del porche y miró, preguntando a través del cristal:
– ¿Sí?
– ¿Es usted Solana?
– Sí.
Llevaba gafas de montura negra. El pelo oscuro era del color castaño uniforme de un tinte casero. Si se lo hubiese teñido en una peluquería, algún «artista» habría añadido unos cuantos reflejos de aspecto poco natural. Sabía por la solicitud que tenía sesenta y cuatro años, pero aparentaba menos edad.
Sonreí y levanté la voz, señalando con el pulgar en dirección a la casa de Henry.
– Soy Kinsey Millhone. Vivo al lado. He pensado en acercarme a ver cómo le va a Gus.
Abrió la puerta y del interior escapó un soplo de aire caliente.
– ¿Le importaría repetirme el nombre?
– Millhone. Soy Kinsey.
– Encantada de conocerla, señorita Millhone. Pase, por favor. El señor Vronsky se alegrará de recibir visita. Ha estado un poco deprimido. -Retrocedió para dejarme entrar.
Era delgada pero tenía una abultada barriga que revelaba algún que otro parto. Las madres jóvenes a menudo pierden deprisa el peso adquirido en el embarazo, pero éste vuelve en la mediana edad para formar una bolsa permanente, como la de un canguro. Al pasar por su lado, calculé automáticamente su estatura, que sería de un metro cincuenta y cinco frente a mi metro sesenta y siete. Llevaba un práctico blusón verde pastel con pantalón a juego: no se trataba exactamente de un uniforme, pero eran prendas sin necesidad de plancha, adquiridas por su comodidad y fácil lavado. Las manchas de la sangre o demás fluidos corporales del paciente serían fáciles de eliminar.
Me sorprendió ver la sala de estar. Habían desaparecido las mesas desportilladas con sus adornos chabacanos. Las fundas elásticas de color marrón oscuro ya no cubrían el sofá y las tres butacas. La tapicería original resultó ser de una agraciada mezcla de estampados florales en tonos crema, rosa, coral y verde, elegidos probablemente por la difunta señora Vronsky. Habían desaparecido las ajadas cortinas, dejando las ventanas desnudas y limpias. Todo sin polvo ni trastos. La moqueta de color marrón seguía allí, pero ahora un ramo de rosas adornaba la mesita de centro, y tardé un momento en darme cuenta de que eran artificiales. Incluso los olores de la casa habían cambiado y dejado atrás décadas de nicotina a favor de un producto de limpieza que probablemente se llamaba «Lluvia de primavera» o «Flores silvestres».
– Vaya. Magnífico. Esta casa nunca ha estado tan bien.
Pareció complacida.
– Aún queda trabajo por hacer, pero al menos esta parte ha mejorado. El señor Vronsky está leyendo en su habitación. Si quiere usted acompañarme…
Seguí a Solana por el pasillo. Sus zapatos de suela de crepé no emitían sonido alguno, lo que producía un efecto extraño, casi como si fuese un aerodeslizador flotando ante mí. Cuando llegamos a la habitación de Gus, se asomó al interior y luego, mirándome, se llevó un dedo a los labios.
– Se ha quedado dormido -susurró.
Miré por encima de ella y vi a Gus reclinado en la cama, contra un montón de almohadas, con un libro sobre el pecho. Tenía la boca abierta y los párpados tan transparentes como los de un polluelo. La habitación estaba en orden y las sábanas parecían nuevas. Había una manta bien doblada al pie de la cama. Los audífonos estaban en la mesilla de noche. En voz baja, dije:
– No quiero molestarlo. ¿Y si vuelvo mañana por la mañana?
– Usted misma. Puedo despertarlo, si quiere.
– No. No hay prisa -insistí-. Salgo a trabajar a las ocho y media. Si está despierto, puedo visitarlo entonces.
– Se levanta a las seis. Se acuesta temprano y madruga.
– ¿Cómo se encuentra?
– Deberíamos hablar en la cocina -contestó señalando en esa dirección.
– Sí, claro.
Volvió sobre sus pasos y giró a la izquierda para entrar en la cocina. La seguí, procurando caminar con el mismo sigilo que ella. La cocina, como la sala de estar y el dormitorio, había experimentado una transformación. Continuaban allí los mismos electrodomésticos, amarillentos por el paso del tiempo, pero ahora se había añadido un microondas nuevo, colocado sobre la encimera, que por lo demás se hallaba vacía. Todo estaba limpio, y las cortinas parecían lavadas y planchadas.
En una tardía respuesta a mi pregunta, dijo:
– Tiene días buenos y días malos. A esa edad, no se recuperan deprisa. Ha hecho progresos, pero son dos pasos adelante y tres pasos atrás.
– Ya lo imaginaba. Sé que a su sobrina le preocupa su estado mental.
La animación abandonó su rostro como si se desprendiera un velo.
– ¿Ha hablado con ella?
– Me llamó ayer. Me dijo que al hablar con su tío por teléfono lo notó confuso. Me preguntó si había notado algún cambio en él. Como hacía semanas que no lo veía, la verdad es que no pude decir nada, pero le prometí que pasaría a verlo.
– Su memoria ya no es lo que era, como le expliqué a su sobrina. Si tiene alguna duda sobre los cuidados que necesita su tío, debería planteármela a mí. -Empleó un tono un tanto irritado, y sus mejillas se habían sonrojado ligeramente.
– No está preocupada por la atención que recibe. Sólo quería saber si yo había notado algo. Me comentó que usted sospecha de una posible demencia…
– Yo jamás he dicho tal cosa.
– ¿Ah, no? Puede que me equivoque, pero creía haberle oído decir que mencionó usted los primeros síntomas de demencia.
– Me entendió mal. Dije que la demencia era una de varias posibilidades. Podría ser hipotiroidismo o carencia de vitamina B, trastornos ambos reversibles con el tratamiento adecuado. No pretendo hacer un diagnóstico. Eso no me corresponde a mí.
– Melanie no dijo que usted hubiera afirmado algo en particular. Sólo pretendía ponerme sobre aviso acerca del problema.
– «El problema.» -Me miraba fijamente, y me di cuenta de que, por alguna razón, se había ofendido.
– Lo siento. Me temo que no me he expresado bien. Melanie me contó que el señor Vronsky parecía confuso por teléfono y pensó que tal vez fuera la medicación o algo así. Añadió que la llamó a usted justo después y las dos hablaron del tema.
– Y ahora la ha enviado para controlarme.
– A usted no, a él.
Puntillosa y envarada, desvió la vista.
– Es triste que haya tenido la necesidad de mantener una conversación con usted a mis espaldas. Por lo visto, no quedó satisfecha con mi versión.
– Créame, no llamó para hablar de usted. Me preguntó si yo había notado algún cambio en él.
De pronto clavó en mí una mirada intensa e inescrutable.
– ¿Conque ahora el médico es usted? Tal vez quiera ver mis anotaciones. Llevo un registro de todo, como me enseñaron a hacer. Medicación, tensión, deposiciones. Con mucho gusto le mandaré a la señorita Oberlin una copia si duda de mis aptitudes o mi dedicación a los cuidados de su tío.
Aunque no llegué a mirarla con los ojos entornados, tomé plena conciencia del cariz que había tomado la conversación. ¿Acaso estaba chiflada, esa mujer? Me era imposible aclarar el malentendido. Temía que si pronunciaba otro par de frases, abandonaría el empleo, indignada, y Melanie se vería en un apuro. Era como encontrarse ante una serpiente, que primero anunciaba su presencia con un silbido y luego se enrollaba presta a atacar. No me atreví a darle la espalda ni a apartar de ella la mirada. Me quedé inmóvil. Renuncié a mi defensa a ultranza y decidí hacerme la muerta. Si uno huye de un oso, éste lo persigue: es la reacción natural de la bestia. Lo mismo ocurre con la serpiente. Al menor movimiento, atacaría.
Me sostuvo la mirada. En ese breve instante, advertí que se contenía. Había bajado una especie de barrera y, detrás, yo había avistado un aspecto de ella que no quería que viese, un destello de ira que enseguida había vuelto a ocultar. Era como ver a alguien en medio de un ataque epiléptico: en el transcurso de tres segundos había perdido el control y vuelto en sí. Prefiriendo que se diera cuenta de hasta qué punto se había revelado ante mí, pasé a otro tema, como si no hubiera ocurrido nada.
– Ah, antes de que se me olvide, quería preguntarle si la caldera va bien.
Volvió a centrarse.
– ¿Cómo dice?
– El año pasado Gus tuvo complicaciones con la caldera. Con el frío que está haciendo, quería asegurarme de que la calefacción funciona bien. ¿No han tenido ningún problema?
– Va perfectamente.
– Bien, pero si empieza a hacer cosas raras, no dude en avisar. Henry tiene los datos de la empresa que la reparó.
– Gracias. Eso haré, por supuesto.
– Ahora tengo que irme. Aún no he cenado y ya es tarde.
Me acerqué a la puerta y noté que me seguía de cerca. Miré hacia atrás y sonreí.
– Me pasaré por la mañana cuando salga para ir al trabajo.
No esperé su respuesta. Con toda naturalidad hice un gesto de despedida y salí. Al bajar por los peldaños del porche, percibí su presencia en la puerta a mis espaldas, mirando a través del cristal. Me resistí al impulso de comprobarlo. Doblé a la izquierda por el camino, y cuando ella ya no me veía, me permití uno de esos escalofríos que te sacuden de la cabeza a los pies. Abrí la puerta de mi estudio y dediqué unos minutos a encender todas las luces para disipar las sombras en la casa.
Por la mañana, antes de marcharme a la oficina me presenté por segunda vez en la casa de al lado, decidida a hablar con Gus. Me extrañó encontrarlo dormido tan temprano la tarde anterior, pero quizás era lo normal a esas edades. Había reproducido en mi mente una y otra vez la reacción de Solana a mi pregunta sobre el estado psíquico de Gus. Yo no había previsto tal arranque de paranoia, y de hecho ignoraba cuál era la causa y qué significaba. En cualquier caso, me había comprometido con Melanie a ir a ver cómo estaba su tío y no permitiría que esa mujer me ahuyentara. Sabía que Solana no empezaba a trabajar hasta primera hora de la tarde, y me alegraba la perspectiva de eludirla.
Subí por los peldaños del porche y llamé a la puerta. Como no recibí respuesta inmediata, ahuequé las manos contra el cristal y escudriñé el interior. No había ninguna luz encendida en la sala de estar, pero sí aparentemente en la cocina. Golpeé el cristal con los nudillos y esperé, pero no advertí la menor señal de presencia humana. Me había llevado la llave que Gus le había dado a Henry, pero pensaba que no debía tomarme la libertad de usarla.
Fui a la puerta trasera, con cristal en la mitad superior. Vi una nota pegada con celo por dentro:
«Voluntaria de Meals on Wheels: La puerta no está cerrada con llave. Pase usted misma. El señor Vronsky es duro de oído y puede que no abra».
Probé el picaporte y, en efecto, la puerta no estaba cerrada. La abrí lo suficiente para asomar la cabeza.
– ¿Señor Vronsky?
Eché un vistazo a las encimeras y los fogones de la cocina. No parecía que hubiera desayunado. Vi una caja de cereales colocada al lado de un cuenco y una cuchara. No había platos en el fregadero.
– ¿Señor Vronsky? ¿Está en casa?
Oí un ahogado golpeteo en el pasillo.
– ¡Maldita sea! ¿Quieres acabar ya con ese griterío? Hago lo que puedo.
Al cabo de unos segundos Gus Vronsky, quejumbroso como siempre, apareció en la puerta ayudándose de un andador, y entró en la cocina. Aún iba en bata, casi doblado por la cintura a causa de la osteoporosis, que lo obligaba a mirar al suelo.
– Espero no haberte despertado. No sabía si me habías oído.
Ladeó la cabeza y me miró de soslayo. Tenía puestos los audífonos, pero llevaba el izquierdo torcido.
– ¿Con semejante jaleo? He ido a la puerta de la calle, pero no había nadie en el porche. Pensaba que era una broma, niños dando guerra. Yo, cuando era pequeño, siempre lo hacía, eso de llamar a una puerta y echar a correr. Iba a volver a la cama cuando he oído el alboroto aquí atrás. ¿Qué diantres quieres?
– Soy Kinsey, la inquilina de Henry…
– ¡Ya sé quién eres! No soy imbécil. Y te digo ya de entrada que no sé quién es el presidente, así que no te pienses que vas a pillarme por ahí. Harry Truman fue el último hombre decente en el cargo, y tiró aquellas bombas. Acabó con la segunda guerra mundial, eso sí puedo decírtelo en el acto.
– Quería asegurarme de que estás bien. ¿Necesitas algo?
– ¿Que si necesito algo? Necesito recuperar el oído. Necesito una salud mejor. Necesito alivio para el dolor. Me caí y tengo el hombro fuera de servicio…
– Ya lo sé. Yo vine con Henry cuando él te encontró. Anoche pasé por aquí y estabas profundamente dormido.
– Ésa es la única intimidad que me queda. Ahora viene esa mujer que me hace la vida imposible. A lo mejor la conoces. Solana no sé cuántos. Dice que es enfermera, pero como tal deja mucho que desear, si quieres saber mi opinión. Aunque no puede decirse que eso cuente mucho hoy día. No sé dónde se habrá metido ahora. Hace un rato estaba aquí.
– Pensaba que venía a las tres.
– ¿Y qué hora es?
– Las ocho y treinta y cinco.
– ¿De la mañana o de la tarde?
– De la mañana. Si fuera de la tarde, sería de noche.
– Entonces no sé quién era. He oído trastear a alguien y he supuesto que era ella. La puerta está abierta, así que puede haber sido cualquiera. Es una suerte que no me hayan asesinado en la cama. -Desvió la mirada-. ¿Quién hay ahí?
Gus miraba por encima de mí hacia la puerta de la cocina, y me sobresalté al ver a alguien en el porche. Era una mujer robusta con un abrigo de visón; sostenía una bolsa de papel. Tendió la mano hacia el picaporte. Me acerqué y le abrí.
– Gracias, cariño. Esta mañana vengo muy cargada y no quería dejar esto en el suelo. ¿Qué tal?
– Bien. -Le expliqué quién era y ella hizo lo propio, presentándose como la señora Dell, la voluntaria de Meals on Wheels.
– ¿Cómo se encuentra, señor Vronsky? -Dejó la bolsa en la mesa de la cocina y, mientras la vaciaba, habló con Gus-. Hace un frío tremendo. ¡Qué suerte tener unos vecinos que se preocupan por usted! ¿Ha estado bien?
Gus no se molestó en contestar, ni ella parecía esperar respuesta. Él hizo un gesto de irritación y acercó el andador a la silla.
La señora Dell guardó unas cajas en la nevera y metió tres envases en el microondas. A continuación, pulsó unos números.
– Esto es estofado de pollo. Una sola ración. Puede comerlo con las verduras de los dos recipientes más pequeños. Basta con apretar el botón de inicio. Ya he marcado el tiempo. Pero tenga cuidado al sacarlo. No quiero que se queme como la última vez. -Hablaba con voz más alta de lo normal, pero yo no tenía muy claro que él la oyese.
Gus mantenía la mirada fija en el suelo.
– No quiero remolacha. -Lo dijo como si ella lo hubiera acusado de algo y él tuviera que poner los puntos sobre las íes.
– No hay remolacha. Ya le dije a la señora Carrigan que a usted no le gusta, así que le ha puesto judías verdes. ¿Le parece bien? Dijo usted que las judías verdes eran su verdura preferida.
– Me gustan las judías verdes, pero no duras. Las crujientes no son buenas. No me gustan cuando saben a crudo.
– Éstas están bien. Y hay medio boniato. Le he dejado la cena en la bolsa de papel en la nevera. La señora Rojas dijo que ya le avisaría cuando fuese la hora de comer.
– ¡Yo ya me acuerdo de que tengo que comer! ¿O acaso se piensa que soy idiota? ¿Qué hay en la bolsa?
– Un bocadillo de ensalada de atún, col, una manzana y unas cuantas galletas. De avena y pasas. ¿Se ha acordado de tomar las pastillas?
Él la miró con rostro inexpresivo.
– ¿Cómo dice?
– ¿Se ha tomado las pastillas esta mañana?
– Creo que sí.
– Bueno, bien. Me voy, pues. Que aproveche. Encantada de conocerte, querida.
Plegó la bolsa de papel y se la metió bajo el brazo antes de salir.
– ¡Vaya entrometida! -comentó Gus, pero dudo que lo pensara de verdad. Sencillamente le gustaba quejarse. Por una vez, me tranquilizó su malhumorada reacción.