Capítulo 13

Mientras recorríamos el pasillo de camino a la sala de personal, le hice un par de preguntas, intentando adivinar qué clase de persona era. Me dijo que había nacido y crecido en Santa Teresa, que llevaba tres años en la Casa del Amanecer y que aquello no le desagradaba. Yo no la habría calificado de «efusiva». Era una mujer de cabello oscuro y ralo, que le colgaba en bucles de aspecto mustio. Lo primero que pensé fue que debía despedir de inmediato a su «estilista» y probar con otro. Tenía los ojos castaños e inyectados en sangre, como si estuviese probándose sus primeras lentillas y el resultado no fuese muy satisfactorio.

La sala de personal, aunque reducida, estaba decorada con buen gusto. Había una mesa con sillas alrededor, un sofá moderno y dos confidentes tapizados dispuestos junto a una mesita de centro. Un microondas, una tostadora, un gratinador y una cafetera ocupaban el aparador. Adornaban la nevera severas advertencias acerca de la inviolabilidad de la comida de los compañeros de trabajo. Me senté a la mesa mientras Lana servía café en un tazón y añadía dos tarrinas de leche descremada y dos sobres de sacarina.

– ¿Le apetece un café?

– No, gracias. Estoy bien.

Alcanzó una bandeja y fue a la máquina expendedora, donde introdujo varias monedas en la ranura. Pulsó un botón y vi cómo el objeto seleccionado caía en el cajón inferior. Acercó la bandeja y dejó en la mesa el tazón, la cucharilla y un paquete de dónuts de chocolate en miniatura.

Antes de proseguir, esperé a que se sentara.

– ¿Cuánto hace que conoce a Solana?

Partió el primer dónut y se llevó la mitad a la boca.

– ¿En qué consiste el trabajo? -dijo.

Pese a la brusquedad de su pregunta, la informé, pensando que me convenía sembrar para después cosechar.

– Un vecino mío se cayó y se dislocó el hombro -expliqué-. Tiene ochenta y nueve años y necesita atención a domicilio mientras se recupera.

– ¿Y cuánto se saca ella?

El dónut tenía un aspecto amazacotado y reseco y el baño de chocolate negro brillaba como la cera. Aun así, por diez centavos la habría derribado de un golpe y me habría comido uno. Supe en ese momento que la gran cantidad de fruta y verdura ingerida en los últimos días sólo me había servido para volverme agresiva, lo cual, en mi trabajo, no es bueno.

Por un instante había perdido el hilo de la conversación.

– ¿Cómo dice?

– ¿Cuánto le pagan a Solana?

– No lo sé. Mi función es hablar con gente que haya trabajado antes con ella. Busco referencias sobre su carácter.

– Una idea aproximada.

– Cuanto más exacta, mejor. Si no hay más remedio, incluso hablaré con los vecinos.

– Me refería al salario -corrigió-. Aproximadamente, ¿cuánto cobra por hora?

– No me lo han dicho. ¿Está pensando en cambiar de empleo?

– Podría ser.

El segundo dónut había volado casi sin darme cuenta, distraída por el resquicio que empezaba a ver.

– Si Solana no es aceptada, con mucho gusto la propondré a usted.

– Me lo pensaría -dijo ella-. Recuérdemelo antes de irse y le daré mi curriculum. Llevo una copia en el bolso.

– Estupendo. Lo pasaré -contesté, y enseguida cambié de tema-. ¿Solana y usted eran amigas?

– Yo no diría tanto, pero trabajamos juntas durante casi un año y nos llevamos bien.

– ¿Qué tal es como persona?

Se encogió de hombros.

– Así así.

– ¿Así así? -pregunté.

– No está mal, supongo, si a uno le gusta la gente así.

– La gente ¿cómo?

– Quisquillosa. Si alguien llegaba aunque sólo fuera dos minutos tarde, la armaba -explicó.

– Era muy puntual, pues -comenté.

– Bueno, sí, es una manera de decirlo.

– ¿Y qué me dice de sus rasgos de personalidad?

– ¿Como por ejemplo? -preguntó.

– ¿Era paciente, compasiva? ¿Sincera? ¿De buen carácter? Ésas son las cosas que me interesan. Usted debió de tener muchas oportunidades de observarla directamente.

Revolvió el café y chupó la cuchara antes de dejarla en la bandeja. Se llevó el siguiente dónut a la boca entero y lo masticó mientras pensaba la respuesta.

– ¿Quiere que le sea sincera?

– Se lo agradecería.

– No me malinterprete. No tengo nada contra ella, pero le faltaba sentido del humor, y tampoco era buena conversadora. O sea, le decías algo, y a veces contestaba y a veces no, según del talante que estuviera. Siempre la encontrabas absorta en un historial o iba de un lado a otro de la planta vigilando a los pacientes. Cuando ni siquiera eran responsabilidades suyas. Las asumía por propia iniciativa.

– Vaya. No tenía ni idea -dije-. Sobre el papel, la impresión es buena.

– Eso no siempre refleja toda la verdad.

– Por eso estoy aquí, para llenar los huecos. ¿Se veían ustedes fuera del trabajo?

– Rara vez. Las demás salíamos a veces los viernes por la noche.

Digamos que nos desmelenábamos un poco al acabar la semana. Solana se iba derecha a casa. Al cabo de un tiempo, ni siquiera le pedíamos que nos acompañara, suponiendo ya que diría que no.

– ¿No bebía?

– ¡Qué va! Nada más lejos. Era una mujer muy estricta. Además, siempre andaba controlando el peso. Y en los descansos leía. Cualquier cosa con tal de hacernos quedar mal a las demás. ¿Le he servido de algo?

– Mucho.

– ¿Cree que la contratarán?

– Eso no es cosa mía, pero desde luego pasaré nota de lo que me ha dicho.

Me marché del centro a la una con el curriculum de Lana Sherman en la mano. De regreso a mi oficina pasé por delante de una sándwichería y caí en la cuenta de que no había comido. Con los agobios del trabajo, a veces me salto una comida, pero casi nunca cuando tengo tanta hambre como en ese momento. Había llegado a la conclusión de que una dieta equilibrada era la antítesis de la saciedad. Una hamburguesa de cuarto de libra con queso y una buena ración de patatas fritas la dejan a una prácticamente comatosa. La súbita acometida de hidratos de carbono y grasas inducen a dormir una siesta, lo que deja un hueco de diez o quince minutos antes de pensar en la siguiente comida. Di media vuelta y entré en la sándwichería. Lo que pedí no es asunto de nadie más que mío, pero no estaba nada mal. Comí sentada a mi mesa mientras revisaba el expediente de los Fredrickson.

A las dos, sujetapapeles en mano, llegué a mi cita con Gladys Fredrickson. Su marido y ella ocupaban una casa modesta cerca de la playa, en una calle parcialmente invadida por viviendas mucho más suntuosas. Dados los exagerados precios del suelo en la zona, tenía sentido adquirir cualquier casa en venta y realizar amplias reformas o derribar la estructura entera y partir de cero.

La casa de madera de los Fredrickson, de una sola planta, encajaba en esta última categoría, pues, más que una rehabilitación, merecía que la demolieran, amontonaran los escombros y los quemaran. El decrépito estado reflejaba años de mantenimiento postergado. En una fachada lateral, vi que un tramo del canalón de aluminio se había desprendido. Debajo de la brecha, las hojas podridas, arrastradas por el agua, formaban un improvisado montón de abono orgánico. Sospeché que la moqueta olería a humedad y el cemento blanco entre los azulejos de la ducha estaría negro de moho.

En el porche, además de la escalera, había una larga rampa de madera que ascendía desde el camino para dar acceso a una silla de ruedas. La propia rampa estaba salpicada de algas de color verde oscuro y sin duda era tan resbaladiza como el hielo cuando llovía. Me detuve en el porche a mirar los arriates de hiedra mezclada con acederas amarillas. Dentro, el perro ladraba con tal intensidad que probablemente acabaría llevándose una patada en el trasero. Al otro lado del patio lateral, a través de una alambrada, vi a una vecina de avanzada edad colocando en el jardín lo que debían de ser los adornos navideños. Consistían en siete pajes de Papá Noel de plástico, huecos e iluminados por dentro, más nueve ciervos, también de plástico, uno de los cuales tenía una enorme nariz roja. Se interrumpió para mirarme y respondió a mi breve saludo con una sonrisa colmada de dulzura y pesar. En otro tiempo hubo niños en su vida -hijos o nietos-, cuyo recuerdo celebraba con esa inquebrantable exhibición de esperanza.

Ya había llamado dos veces y estaba a punto de llamar de nuevo cuando Gladys abrió la puerta. Apoyaba todo el peso del cuerpo en un andador y llevaba un collarín de gomaespuma de quince centímetros de ancho. Alta y gruesa, vestía una blusa a cuadros con los botones a punto de reventar debido a la presión del amplio pecho. El elástico de la cintura de su pantalón acrílico había dado de sí y dos imperdibles lo mantenían sujeto a la blusa, evitando que se le cayera hasta los pies. Calzaba unas zapatillas de deporte de marca desconocida, aunque era evidente que no iba a echarse a correr en fecha próxima. En la del pie izquierdo había recortado una porción de piel en forma de media luna para alivio del juanete.

– ¿Sí?

– Soy Kinsey Millhone, señora Fredrickson. Tenemos una cita para hablar del accidente.

– ¿Es usted de la compañía de seguros?

– No de la suya. Trabajo para La Fidelidad de California. Me ha contratado el abogado de Lisa Ray.

– El accidente fue culpa de ella.

– Eso me han dicho. He venido a verificar la información que ella nos dio.

– Ah. Bueno, entonces será mejor que pase -dijo, y le dio la vuelta al andador para encaminarse hacia la butaca reclinable donde se sentaba.

Al cerrar la puerta me fijé en una silla de ruedas plegable apoyada en la pared. Me había equivocado respecto a la moqueta. La habían quitado y dejado a la vista los suelos de estrechos tablones de madera noble. Las grapas que antes sujetaban la moqueta seguían incrustadas en la madera y vi una hilera de orificios oscuros donde en su día estuvieron clavados los listones de fijación.

Dentro de la casa, el calor era tan sofocante que el aire olía a chamusquina. Un pajarillo de vivos colores revoloteaba como una mariposa nocturna de una barra de cortina a otra mientras el perro brincaba sobre los cojines del sofá y derribaba las pilas de revistas, correo comercial, facturas y periódicos colocadas encima. El perro tenía la cara pequeña, los ojos negros y brillantes, y un esponjoso triángulo de pelo en el pecho. El pájaro había dejado dos cagadas del tamaño de pequeñas monedas en el suelo, entre la mesa y la silla.

– ¿Millard? -vociferó Gladys-. Te he dicho que saques de aquí al perro. Dixie se ha subido al sofá y no me responsabilizo de lo que haga.

– Maldita sea. Ya voy. Deja de gritar -contestó Millard a pleno pulmón desde alguna de las habitaciones que daban al estrecho pasillo transversal.

Dixie aún ladraba, bailando sobre las patas traseras mientras arañaba remilgadamente el aire con las delanteras, y mantenía la mirada fija en el periquito con la esperanza de comérselo en recompensa por sus habilidades.

Al cabo de un momento apareció Millard, impulsando su silla de ruedas. Como a Gladys, le calculé poco más de sesenta años, aunque los llevaba mejor que ella. Era un hombre fornido, de rostro rubicundo, poblado bigote negro y una mata de pelo rizado y canoso. Llamó al perro con un penetrante silbido y el animal saltó del sofá, cruzó raudo la sala y subió a su regazo de un brinco. Millard giró en redondo y, hablando entre dientes, desapareció por el pasillo.

– ¿Desde cuándo va en silla de ruedas su marido?

– Desde hace ocho años. Tuvimos que quitar la moqueta para que pudiera desplazarse por la casa.

– Ya que estoy aquí, espero que él también pueda dedicarme un rato.

– No, ha dicho que hoy no le venía bien. Tendrá que volver en otro momento si quiere hablar con él. -Gladys apartó un montón de papeles-. Si le apetece sentarse, despéjese el sitio usted misma.

Ocupé con cuidado el hueco que ella me había hecho. Dejé el bolso en el suelo y saqué la grabadora, que coloqué en la mesita de centro delante de mí. Una montaña de sobres marrones, en su mayoría de un servicio de mensajería llamado Fleet Feat, se desmoronó contra mi muslo. Esperé mientras ella maniobraba para colocarse en posición ante la butaca y por fin se acomodaba con un gruñido. En ese breve intervalo, sin más intención que prevenir la posible avalancha de facturas, dispersé los primeros cinco o seis sobres. Dos tenían una orla roja y la proverbial advertencia: ¡urgente! ¡último aviso! Una era de una tarjeta de crédito para el consumo de gasolina, la otra de una cadena de grandes almacenes.

En cuanto Gladys se instaló, recurrí a mi voz de enfermera visitante.

– Con su permiso, grabaré la conversación. ¿Está usted de acuerdo?

– Supongo.

Después de pulsar el botón de grabación, recité mi nombre, su nombre, la fecha y el número del caso.

– Sólo para que conste, aclararemos que ofrece usted la información de forma voluntaria, sin amenazas ni coacciones. ¿Es así?

– Ya he dicho que sí.

– Gracias. Se lo agradezco. Cuando conteste a mis preguntas, le ruego que facilite sólo la información que conoce, sin dar opiniones, juicios o conclusiones.

– En fin, tengo mis opiniones como todo el mundo.

– Lógicamente, señora Fredrickson, pero debo limitar mi informe a datos de la mayor precisión posible. Si le pregunto algo y usted no lo sabe o no lo recuerda, dígalo. Por favor, evite toda conjetura y especulación. ¿Está lista para empezar?

– Estoy lista desde que me he sentado. Es usted quien lo alarga. No me esperaba tantas paparruchas.

– Le agradezco su paciencia.

Asintió en señal de respuesta, pero antes de que yo pudiera plantear la primera pregunta, se lanzó a hablar por propia iniciativa.

– Ay, cariño, estoy para el arrastre, y no es broma. Sin el andador, apenas puedo moverme. En este pie siento un hormigueo. Es como si lo tuviera dormido, como si lo hubiera apoyado mal…

Siguió describiendo los dolores de la pierna mientras yo tomaba notas, como se suponía que debía hacer.

– ¿Algo más? -pregunté.

– Bueno, dolores de cabeza, claro, y tengo el cuello rígido. Fíjese, apenas puedo volver la cabeza. Por eso llevo este collarín, para más sostén.

– ¿Algún otro dolor?

– Cariño, no tengo más que dolores.

– ¿Podría decirme qué medicamentos toma?

– Tengo una pastilla para cada cosa. -Alargó la mano hacia la mesa, donde había varios frascos junto a un vaso de agua. Me los mostró uno por uno, sosteniéndolos en alto para que yo anotara los nombres-. Estos dos son analgésicos. Éste es un relajante muscular, y esto otro es para la depresión…

Aunque continuaba escribiendo, levanté la vista con interés.

– ¿Depresión?

– Sufro una depresión crónica. No recuerdo haberme sentido tan mal de ánimo en la vida. El doctor Goldfarb, el ortopeda, me envió a un psiquiatra, que me recetó estas pastillas. Supongo que las otras no hacen mucho efecto cuando llevas tomándolas un tiempo.

Anoté el nombre, Elavil, cuando me enseñó la receta.

– ¿Y antes qué tomaba?

– Litio.

– ¿Ha tenido algún otro problema desde el accidente?

– Duermo mal y apenas puedo trabajar. Me han dicho que es posible que no pueda volver a trabajar. Ni siquiera a tiempo parcial.

– Según tengo entendido, lleva la contabilidad de varias empresas pequeñas.

– Desde hace cuarenta y dos años. A eso lo llamo yo aguantar en un trabajo. Ya empiezo a estar harta.

– ¿Trabaja en casa?

Señaló hacia el pasillo.

– Allí al fondo, el despacho es la segunda habitación. El problema es que no puedo pasar mucho tiempo sentada por los dolores de cadera. Tendría que haber visto usted el moretón que me salió, enorme, por todo este lado. Violeta como una berenjena. Todavía tengo una mancha amarilla, grande como la luna. ¿Y quiere saber si duele? Veo las estrellas. Tuvieron que vendarme las costillas y, como le he dicho, está además el problema del cuello. Traumatismo cervical y conmoción cerebral. Yo lo llamo «contusiones de la confusión» -dijo, y soltó una risotada.

Sonreí educadamente.

– ¿Qué coche conduce?

– Una furgoneta Ford del noventa y seis. Verde oscuro, por si iba a preguntármelo.

– Gracias -respondí, y lo anoté-. Volvamos al accidente. ¿Podría contarme qué pasó?

– Con mucho gusto, aunque para mí fue terrible, terrible, como podrá imaginarse. -Entornó los ojos y se tocó los labios con un dedo, fijando la mirada en la media distancia como si recitara un poema. Cuando iba por la segunda frase, quedó claro que había contado la historia tan a menudo que los detalles no variarían-. Millard y yo circulábamos por Palisade Drive a la altura del City College. Era el jueves antes del puente de los Caídos. ¿Cuánto hará de eso? ¿Seis, ocho meses?

– Algo así. ¿Qué hora del día era?

– Media tarde.

– ¿Y cuáles eran las condiciones meteorológicas?

Al verse obligada a pensar la respuesta en lugar de recitar de memoria, arrugó un poco la frente.

– Si no recuerdo mal, hacía buen tiempo. La primavera pasada llovió de forma intermitente, pero cesó durante unos días y, según los periódicos, ese fin de semana haría bueno.

– ¿Y en qué dirección iban?

– Hacia el centro. Mi marido no debía de circular a más de diez o quince kilómetros por hora. O un poco más, puede, pero desde luego iba muy por debajo del límite de velocidad. De eso estoy segura.

– ¿Y eso es cuarenta kilómetros por hora?

– Algo así.

– ¿Recuerda a qué distancia estaba el vehículo de la señorita Ray cuando lo vio? -pregunté.

– Recuerdo que lo vi a mi derecha, en la salida del aparcamiento del City College. Millard se disponía a pasar cuando ella apareció como una flecha delante de mí. ¡Y pumba! Mi marido pisó el freno, pero ya era tarde. No me había llevado semejante sorpresa en toda mi vida, se lo aseguro.

– ¿Llevaba ella el intermitente puesto?

– No lo creo. Seguro que no.

– ¿Y ustedes?

– No, señora. Millard no tenía previsto girar. La intención era seguir hasta Castle.

– Según tengo entendido, se planteó la duda de si usted llevaba puesto el cinturón de seguridad o no.

Ella movió la cabeza en un rotundo gesto de negación.

– Jamás viajo en coche sin ponerme el cinturón. Tal vez se soltara por el impacto, pero desde luego lo llevaba.

Me tomé un momento para repasar las notas, buscando la manera de pillarla desprevenida. Los datos repetidos una y otra vez empezaban a resultar trillados.

– ¿Adónde iban?

Eso la pilló a contrapié. Parpadeando, preguntó:

– ¿Cómo dice?

– Querría saber adónde se dirigían cuando se produjo el accidente. Intento llenar las lagunas. -Sostuve en alto el sujetapapeles como si eso lo explicara todo.

– Ya no me acuerdo.

– ¿No recuerda adónde iban?

– Pues no, como lo oye. Usted misma me ha pedido que si no recordaba algo, lo dijera claramente, y eso no lo recuerdo.

– Bien. Eso he dicho, sí. -Fijé la mirada en el papel e hice una marca-. Veamos si consigo refrescarle la memoria: ¿podría ser que fueran hacia la autovía? Desde Castle, hay acceso en ambas direcciones, al norte y al sur.

Gladys negó con la cabeza.

– Desde el accidente tengo problemas de memoria -dijo.

– ¿Iban a hacer algún recado? ¿A comprar comida? Algo para la cena, quizá.

– Debía de ser algún recado, sí. Yo diría que era eso. Es posible que tenga amnesia, ¿sabe? Según el médico, no es raro en accidentes de este tipo. Me cuesta mucho concentrarme. Por eso no puedo trabajar. No puedo estar mucho rato sentada, y tampoco pensar. Y en eso consiste mi trabajo, no hay más: sumo y resto y pego sellos a los sobres.

Consulté mis notas.

– Ha mencionado una conmoción cerebral.

– Ah, sí, me di un buen golpe en la cabeza.

– ¿Contra qué?

– El parabrisas, supongo. Puede que fuera el parabrisas. Todavía tengo el bulto -dijo, y se llevó la mano brevemente a un lado de la cabeza.

Yo me llevé también la mano a la cabeza como ella.

– ¿En el lado izquierdo o por detrás?

– En los dos sitios. Me golpeé por todas partes. Mire, toque aquí.

Alargué el brazo. Ella me tomó la mano y me la apretó contra un bulto duro del tamaño de un puño.

– Dios mío.

– Más vale que lo anote -indicó señalando el sujetapapeles.

– Por supuesto -convine a la vez que escribía-. ¿Y después qué pasó?

– Como podrá imaginar, Millard estaba alteradísimo. Enseguida se dio cuenta de que no se había hecho daño, pero vio que yo estaba fuera de este mundo, del todo inconsciente. En cuanto recuperé el conocimiento me ayudó a salir de la furgoneta. No le resultó nada fácil, ya que tuvo que sentarse en la silla y bajarse a la calle. Yo apenas sabía dónde me encontraba. De tan aturdida y desencajada, temblaba como una hoja.

– Debió de llevarse un buen susto.

– ¿Cómo no iba a llevármelo, si esa mujer salió de pronto ante nosotros?

– Claro. Y ahora veamos. -Me interrumpí por un momento para comprobar mis anotaciones-. Aparte de su marido y usted y la señorita Ray, ¿había alguien más en el lugar del accidente?

– Ah, sí. Alguien avisó a la policía y vinieron enseguida junto con la ambulancia.

– Me refiero a antes de que llegaran. ¿Alguien se paró para ayudar?

Negó con la cabeza.

– No, no lo creo. Al menos no que yo recuerde.

– Tengo entendido que un caballero prestó ayuda antes de que llegara el agente de tráfico -comenté.

Me miró fijamente, parpadeando.

– Ah, pues ahora que lo dice, sí, es verdad. Lo había olvidado. Mientras Millard echaba un vistazo a la furgoneta, ese tipo me ayudó a ir a la acera. Me dejó en el suelo y me rodeó los hombros con el brazo. Le preocupaba que pudiera entrar en estado de shock. Se me había borrado por completo de la memoria hasta ahora.

– ¿Era otro conductor?

– Creo que era un peatón.

– ¿Puede describirlo?

Pareció vacilar.

– ¿Para qué quiere saberlo? -preguntó.

– La señorita Ray tiene la esperanza de localizarlo para mandarle una nota de agradecimiento.

– Bueno… -Guardó silencio durante quince largos segundos. Vi que calculaba mentalmente las distintas posibilidades. Sin duda poseía astucia de sobra para darse cuenta de que si ese hombre había aparecido tan pronto, con toda probabilidad había presenciado el accidente.

– ¿Señora Fredrickson?

– ¿Qué?

– ¿No recuerda ningún detalle sobre ese hombre?

– Difícilmente podría acordarme de algo a ese respecto. Puede que Millard sepa algo más que yo. Para entonces me dolía tanto la cadera derecha que lo raro es que aguantase en pie. Si tuviera la radiografía aquí, le señalaría las costillas rotas. Según dijo el doctor Goldfarb, aún tuve suerte, porque si la fisura de la cadera hubiese sido más grave, me habría quedado inmovilizada para siempre.

– ¿De qué raza es?

– Blanco. Jamás iría a un médico de otra raza.

– Me refiero al hombre que la ayudó.

Negó con la cabeza en un gesto de pasajera irritación.

– Me alegré tanto de no haberme roto la pierna que no me fijé en nada más. También usted se habría alegrado en mi lugar.

– ¿Qué edad calcula que tendría?

– No puedo contestar a esa clase de preguntas. Me estoy alterando, y dice el doctor Goldfarb que eso no es bueno para mí, nada bueno.

Seguí mirándola y advertí que desviaba la vista por un momento y volvía a fijarla en mí. Me concentré de nuevo en la lista de preguntas y elegí unas cuantas que se me antojaron neutrales e inofensivas. En general cooperó, pero me di cuenta de que se le agotaba la paciencia. Guardé el bolígrafo en la pinza del sujetapapeles y alcancé el bolso a la vez que me ponía en pie.

– Bien, creo que de momento eso es todo. Gracias por su tiempo. En cuanto pase a máquina mis anotaciones, me acercaré por aquí para que lea su declaración y la corrobore. Podrá hacer las correcciones necesarias, y cuando considere que es una versión fiel, puede firmarla y ya no la molestaré más.

Cuando apagué la grabadora, dijo:

– No tengo inconveniente en ayudar. Lo único que queremos es justicia, puesto que ella tiene toda la culpa.

– Eso mismo quiere la señorita Ray.

Al salir de la casa de los Fredrickson, fui por Palisade Drive y doblé a la derecha, repitiendo la ruta que había seguido Gladys el día del accidente. Al pasar por delante del City College, lancé una mirada a la entrada del aparcamiento. Más allá la calle iniciaba una curva descendente. En el cruce de Palisade y Castle giré a la izquierda y seguí hasta Capillo, donde torcí a la derecha. El tráfico era fluido y tardé menos de cinco minutos en llegar a la oficina. El cielo estaba encapotado y se hablaba de tormentas aisladas, cosa que me parecía improbable. Por razones que nunca he entendido del todo, Santa Teresa tiene una temporada lluviosa, pero muy rara vez cae una tormenta. Los relámpagos son un fenómeno que he visto básicamente en fotografías en blanco y negro, mostrando hebras blancas sobre el cielo nocturno como grietas irregulares en un cristal.

Ya en la oficina, abrí un expediente y mecanografié de inmediato mis anotaciones. Metí el curriculum de Lana Sherman en la carpeta junto con la solicitud de Solana Rojas. Podría haberlo tirado, pero, ya que lo tenía, ¿por qué no guardarlo?

El miércoles por la mañana, cuando me telefoneó Melanie, le di la versión resumida de mis hallazgos, tras lo cual dijo:

– Así que es de fiar.

– Eso parece -confirmé-. Aunque no se puede decir que haya mirado hasta debajo de las piedras, claro.

– No te preocupes. No tiene sentido obsesionarse.

– Eso es todo, pues. Al parecer, las cosas van saliendo como estaba previsto. Le pediré a Henry que esté atento, y si surge algo, te avisaré.

– Gracias -contestó Melanie-. Te agradezco tu ayuda.

Colgué, satisfecha con el trabajo realizado. Lo que no podía saber era que, sin darme cuenta, acababa de ponerle la soga al cuello a Gus Vronsky.

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