Capítulo 21

A la mañana siguiente, de camino al trabajo, fui por Santa Teresa Street hasta Aurelia, doblé a la izquierda y entré en el aparcamiento de una farmacia. La Botica Jones era una farmacia a la antigua usanza. Sus estantes exhibían un amplio surtido de vitaminas, material de primeros auxilios, suplementos alimenticios, suministros para ostomías, panaceas, productos para la piel, el pelo y las uñas y demás sustancias destinadas al alivio de los pequeños males humanos. Allí podían comprarse medicamentos con receta, pero no muebles para el jardín, a diferencia de lo que ocurre en los drugstores, la versión moderna de las farmacias; era posible alquilar muletas y adquirir plantillas para los pies planos, pero no revelar fotos. Sí ofrecían un control de la tensión arterial gratuito, y mientras esperaba a que me atendiesen, me senté y me ceñí el brazalete del tensiómetro. Después de mucho resoplar, apretar y aflojar, dio una lectura de 118/68, por lo que deduje que no estaba muerta.

En cuanto quedó libre la ventanilla, me acerqué al mostrador y capté la atención del farmacéutico, Joe Brooks, que ya me había sido útil en el pasado. Era un hombre de más de setenta años, con el pelo blanco como la nieve y arremolinado en medio de la frente.

– Dígame, señora. ¿Qué tal? Hacía tiempo que no la veía por aquí.

– Voy tirando, y procuro no meterme en líos en la medida de lo posible -contesté-. Ahora mismo necesito cierta información y he pensado que quizás usted podría ayudarme. Un amigo mío toma una serie de medicamentos y estoy preocupada por él. Creo que duerme demasiado y, cuando está despierto, lo noto confuso.

He pensado que tal vez sea por los efectos secundarios de las pastillas que le han recetado. He hecho una lista con todo, pero no le vendieron los medicamentos aquí.

– Eso da igual. La mayoría de los farmacéuticos responden a las consultas de los pacientes igual que nosotros. Nos aseguramos de que el paciente entiende para qué sirve el medicamento, cuál es la dosis y cómo y cuándo debe tomarlo. También le explicamos cualquier posible incompatibilidad con alimentos u otros fármacos y les aconsejamos que llamen al médico si experimentan reacciones fuera de lo común.

– Eso suponía, pero quería asegurarme. Si le enseño la lista, ¿podría decirme para qué sirven?

– No creo que haya ningún problema. ¿Quién es el médico?

– Medford. ¿Lo conoce?

– Sí, y es un buen profesional.

Tomé mi libreta y la abrí por la hoja correspondiente. Él sacó del bolsillo de la chaqueta unas gafas para leer y se colocó las varillas sobre las orejas. Lo observé mientras seguía las líneas escritas con los ojos, haciendo comentarios a medida que bajaba.

– Son medicamentos corrientes. La indapamida es un diurético recetado para disminuir la tensión arterial. El metaprolol es un bloqueador beta, también recetado para la hipertensión. Klorvess es un sustituto de potasio con sabor a cereza que se vende con receta porque los suplementos de potasio pueden afectar el ritmo cardiaco y dañar el tracto gastrointestinal. La butazolidina es un antiinflamatorio, probablemente para el tratamiento de la osteoartritis. ¿Se lo ha mencionado alguna vez?

– Sé que se queja de dolores. Tiene osteoporosis, eso seguro. Está prácticamente doblado por la pérdida de masa ósea. -Mirando por encima de su hombro, leí la lista-. ¿Y esto qué es?

– El clofibrato se receta para reducir el índice de colesterol; y este último, el Tagamet, sirve para el reflujo de ácidos. Lo único que considero que habría que comprobar es su nivel de potasio. Un nivel bajo de potasio en sangre podría causarle confusión, debilidad o sueño. ¿Qué edad tiene?

– Ochenta y nueve.

Asintió y ladeó la cabeza mientras analizaba las implicaciones.

– La edad tiene que ver. De eso no cabe duda. Los enfermos geriátricos no eliminan los fármacos tan deprisa como los jóvenes, más sanos. Las funciones renales y hepáticas también se reducen de forma sustancial. El rendimiento coronario empieza a declinar a partir de los treinta años, y a los noventa se ha reducido a un máximo de entre un treinta y un cuarenta por ciento. Lo que usted describe podría ser un trastorno clínico que no se ha diagnosticado. Probablemente no le vendría mal un reconocimiento por un especialista geriátrico si no lo ha visto ninguno.

– Está bajo atención médica. Se dislocó un hombro en una caída hace un mes y estuvo ingresado para un chequeo. Yo esperaba una recuperación más rápida, pero no parece haber mejorado.

– Eso puede ser. Los músculos estriados también declinan con la edad y, por tanto, es muy posible que la recuperación del hombro se haya visto obstaculizada por la musculatura desgarrada, la osteoporosis, una diabetes sin diagnosticar o un sistema inmune mermado. ¿Ha hablado usted con su médico?

– No, y dudo que sirva de algo, teniendo en cuenta las leyes de protección de datos. La consulta no reconocería siquiera que es paciente suyo, y menos aún pasaría mi llamada a su médico para hablar con una desconocida sobre su tratamiento. Ni siquiera soy de la familia; es sólo un vecino. Doy por supuesto que su cuidadora ha dado toda la información al médico, pero no tengo manera de saberlo.

Joe Brooks se quedó pensativo, sopesando las posibilidades.

– Si le recetaron analgésicos para el hombro, podría ser que estuviese excediéndose con la medicación. No veo aquí mención de nada por el estilo, pero podría tener una buena provisión a mano. El consumo de alcohol es otra posibilidad.

– Eso no lo había pensado. Supongo que también podría ser. Nunca lo he visto beber, pero ¿quién sabe?

– Le propongo lo siguiente: si quiere, con mucho gusto llamaré a su médico y le transmitiré su preocupación. Lo conozco personalmente y creo que me escucharía.

– Dejémoslo de momento. Su cuidadora vive en la misma casa y ya está muy susceptible. Prefiero no pisarle el terreno a menos que sea del todo necesario.

– Lo entiendo -dijo él.

Ese día me marché de la oficina a eso de las doce, pensando en prepararme algo rápido para comer en casa. Cuando rodeé el estudio y llegué al patio trasero, vi a Solana llamar desesperadamente a la puerta de la cocina de Henry. Llevaba un abrigo sobre los hombros a modo de chal y estaba muy alterada.

Me detuve ante la puerta de mi casa.

– ¿Ocurre algo?

– ¿Sabe cuándo volverá el señor Pitts? He llamado una y otra vez, pero parece que no está.

– No sé adónde ha ido. ¿Puedo ayudarla en algo?

Percibí el conflicto en su semblante. Es muy probable que yo fuera la última persona en el mundo a quien recurriría, pero su problema debía de ser acuciante, porque se agarró las solapas del abrigo con la mano y cruzó el patio.

– Necesito que alguien me ayude con el señor Vronsky. Lo he metido en la ducha y no puedo sacarlo. Ayer se cayó y se hizo daño otra vez, y ahora le da miedo resbalar en las baldosas.

– ¿Podremos moverlo entre las dos?

– Eso espero. Si es tan amable.

Caminamos con paso presuroso hacia la puerta de la casa de Gus, que estaba entornada. Entré detrás de ella y dejé el bolso en el sofá del salón al pasar.

– No sabía qué hacer -dijo ella, hablando por encima del hombro-. Estaba duchándolo antes de la cena. Ha tenido problemas de equilibrio, pero creía que yo podría con él. Está aquí dentro.

Atravesamos la habitación para llegar al cuarto de baño, que olía a jabón y vapor. El suelo parecía resbaladizo y comprendí lo difícil que sería maniobrar. Vi a Gus encogido sobre un taburete de plástico en un rincón de la ducha. El grifo estaba cerrado y aparentemente Solana había intentado secarlo antes de marcharse. Gus tiritaba pese a la bata que ella le había echado por encima para que no se enfriara. Tenía el pelo mojado y un hilo de agua le corría aún por la mejilla. Nunca lo había visto desnudo y me horrorizó lo delgado que estaba. Las fosas de los hombros parecían enormes y los brazos eran puro hueso. Se había magullado la cadera izquierda y lloraba con un gimoteo que delataba su desvalimiento.

Solana se inclinó a su lado.

– Está bien. Ya ha pasado. He encontrado a alguien para que nos ayude. No se preocupe.

Lo secó y luego lo agarró por el brazo derecho mientras yo lo sostenía por el izquierdo, proporcionándole apoyo mientras lo poníamos en pie. Temblaba y sin duda estaba aturdido, capaz sólo de dar pasos cortos y vacilantes. Solana se colocó ante él y, tomándolo de las manos, caminó hacia atrás para ayudarlo a conservar el equilibrio mientras avanzaba. Yo lo sujetaba por el codo cuando entró en el dormitorio. Tan débil estaba que no resultaba fácil mantenerlo erguido y en movimiento.

Cuando llegamos a la cama, Solana lo colocó al lado, apoyándolo en el colchón. Él se agarró a mí con las dos manos mientras ella le metía primero un brazo y luego el otro en las mangas del pijama de franela. En la mitad inferior del cuerpo le colgaba la piel de los muslos y los huesos pélvicos parecían afilados. Lo sentamos en el borde de la cama e introdujo los pies en las perneras del pantalón. Entre las dos lo levantamos por un momento para que ella pudiera subirle el pantalón hasta la cintura. Lo depositamos de nuevo en el borde de la cama. Cuando Solana le levantó los pies y le desplazó las piernas para meterlo entre las sábanas, él gritó de dolor. Había una pila de edredones viejos al lado y Solana lo tapó con tres de ellos para que entrara en calor. Temblaba de manera incontrolable y oí que le castañeteaban los dientes.

– ¿Qué le parece si preparo un té?

Solana asintió, afanándose para que él estuviera cómodo.

Me alejé por el pasillo hacia la cocina. El hervidor estaba en el fogón. Abrí el grifo hasta que salió agua caliente, llené el hervidor y luego lo puse al fuego. Sin pérdida de tiempo, examiné los bien aprovisionados armarios en busca de las bolsas de té. ¿Una botella nueva de vodka? No. ¿Cereales, pasta y arroz? Tampoco. Encontré la caja de Lipton a la tercera. Alcancé una taza y un platillo y los dejé en la encimera. Me acerqué a la puerta y asomé la cabeza por la esquina. Oí a Solana en el dormitorio, hablándole a Gus en susurros. No me atreví a pararme a pensar en el riesgo que corría.

Crucé con sigilo el pasillo en dirección a la sala de estar y fui derecha al buró. El casillero seguía prácticamente igual que la vez anterior. Aunque no había facturas ni recibos a la vista, sí estaban los extractos bancarios, el talonario y las dos libretas de ahorros, sujetos con una gomita. Retiré la gomita y eché una rápida mirada a los saldos de las libretas. La cuenta que en principio tenía quince mil dólares parecía intacta. La segunda libreta reflejaba varias retiradas de efectivo, así que me la guardé en el bolso. Cogí el talonario, lo saqué de la funda y coloqué ésta junto con la otra libreta en el casillero.

Me acerqué al sofá y los escondí en el fondo del bolso. Con cuatro zancadas más estaba de vuelta en la cocina y echaba el agua hirviendo sobre una bolsa de té Lipton. El corazón me latía con tal fuerza que cuando recorrí el pasillo para llevar la taza y el plato de porcelana al cuarto de Gus, traqueteaban como castañuelas. Antes de entrar, tuve que echar en la taza el té derramado en el plato.

Encontré a Solana sentada en el borde de la cama, dando palmadas a Gus en la mano. Dejé la taza en la mesilla. Las dos arreglamos las almohadas que tenía a la espalda y lo colocamos en posición erguida.

– Lo dejaremos enfriar un poco y luego podrá tomarse un buen trago de té -dijo ella.

La mirada de Gus se cruzó con la mía y habría jurado que vi una súplica muda.

Consulté el reloj.

– ¿No ha dicho que hoy tenía hora con el médico?

– Con el internista, sí. El señor Vronsky está tan débil que me preocupa.

– ¿Tendrá fuerzas para ir?

– No le pasará nada. En cuanto entre en calor, lo vestiré.

– ¿A qué hora es?

– Dentro de una hora. La consulta está a sólo diez minutos de aquí.

– ¿A la una y media?

– A las dos.

– Espero que todo vaya bien. Puedo quedarme y ayudarla a llevarlo al coche, si quiere.

– No, no, ahora ya me las arreglo yo sola. Gracias por su ayuda.

– Me alegro de haber estado aquí. Y ahora, a menos que me necesite para algo más, me marcho -dije.

Me sentía dividida entre el deseo de quedarme y la necesidad de escapar. Sentí un hilo de sudor nervioso en la rabadilla. No esperé palabras de agradecimiento, que en cualquier caso, como bien sabía, serían escasas.

Atravesé el salón, me hice con mi bolso y me fui directa al coche. Eché una ojeada al reloj, arranqué y me aparté del bordillo. Si jugaba bien mis cartas, podía hacer fotocopias de los datos económicos de Gus y devolver el talonario y la libreta de ahorros al buró mientras Solana lo llevaba al médico.

Cuando llegué al despacho, abrí la puerta, dejé el bolso en la mesa y encendí la fotocopiadora. Durante el laborioso proceso de calentamiento del aparato, desplacé el peso del cuerpo de un pie al otro, gimiendo por lo que tardaba. En cuanto apareció en el indicador la señal de que la máquina estaba lista, empecé a fotocopiar el estado de cuentas del talonario, además de los ingresos y las retiradas de efectivo registrados en la libreta. Estudiaría las cifras después. Mientras tanto, si no me demoraba, podía regresar a casa y mantenerme a la espera. En cuanto viera a Solana marcharse con Gus para ir al médico, podía volver a entrar por la puerta de atrás y dejar en su sitio el talonario y la libreta, sin que ella se enterase. Un plan genial. Si bien el tiempo era esencial, estaba en una situación idónea para llevarlo a cabo, eso en el supuesto de que el gorila no se encontrara allí.

Mi fotocopiadora era de una lentitud insufrible. El carro de luz candente se desplazaba de un lado al otro de la placa. Yo levantaba la tapa, abría la libreta por las dos páginas siguientes, bajaba la tapa y pulsaba el botón. El papel fotocopiado salía todavía caliente de la máquina. Cuando acabé, apagué la fotocopiadora y agarré el bolso. En ese momento fijé la mirada en la agenda de mi mesa. Para el viernes, 15 de enero, tenía anotado: «Millard Fredrickson, 14 horas». Rodeé la mesa y miré la anotación del derecho.

– ¡Mierda!

Tardé medio minuto en encontrar el número de teléfono de los Fredrickson. Con la esperanza de cambiar la hora de la cita, sujeté el auricular y marqué los números. La línea estaba ocupada. Consulté la hora. La una y cuarto. Solana me había dicho que la consulta del médico estaba a diez minutos, lo que significaba que se marcharía alrededor de la una y media para darse tiempo de aparcar y llevar a Gus al edificio. Él caminaría a paso de tortuga, dolorido como debía de estar después de la reciente caída. Probablemente Solana lo dejaría en la entrada, aparcaría y volvería para acompañarlo al otro lado de las puertas automáticas de cristal y llevarlo hasta el ascensor. Si iba temprano a casa de los Fredrickson, podía llevar a cabo una entrevista rápida y volver de inmediato a mi casa antes de que ella regresase. Si me dejaba algo en el tintero, podía interrogar a Millard más tarde por teléfono.

Los Fredrickson no vivían muy lejos de mi casa, y él probablemente se alegraría de que mi visita no se alargara más de los escasos quince minutos de que disponía. Recogí mi sujetapapeles con las notas que había tomado durante mi conversación con su mujer. La ansiedad me dominaba, pero debía concentrarme en la labor que tenía por delante.

El recorrido desde mi oficina hasta la casa de los Fredrickson implicó lógicamente parar en numerosos semáforos. En los cruces con la señal de stop, echaba un rápido vistazo de comprobación, asegurándome de que no había coches de policía a la vista, y luego seguía adelante sin molestarme en parar. Doblé en la calle de los Fredrickson, aparqué frente a la casa y me acerqué a la puerta.

Estuve a punto de resbalar en la rampa de madera impregnada de algas para la silla de ruedas, pero recuperé el equilibrio antes de caer de culo. Tuve la clara sensación de que había forzado la espalda y lo pagaría más tarde.

Llamé al timbre y aguardé, esperando que acudiera Gladys a la puerta como en mi visita anterior. Sin embargo, abrió el señor Fredrickson en su silla de ruedas, con una servilleta de papel remetida en el cuello de la camisa.

– Hola, señor Fredrickson. He pensado acercarme unos minutos antes, pero si le interrumpo durante la comida, siempre puedo volver dentro de una hora o así. ¿Lo prefiere? -Pensaba «por favor, por favor, por favor», pero no llegué al extremo de juntar las manos en actitud de oración.

Se miró la servilleta y se la quitó de un tirón.

– No, no. Ya he acabado. Aprovechando que está aquí, podemos empezar. -Se impulsó hacia atrás en la silla de ruedas, maniobró para darse la vuelta y siguió adelante hacia la mesita de centro-. Coja una silla. Gladys se ha ido a rehabilitación, así que dispongo de un par de horas libres.

Ante la idea de pasar dos horas con aquel hombre, el pánico me asaltó de nuevo.

– No será necesario tanto tiempo. Una cuantas preguntas rápidas y lo dejaré tranquilo. ¿Puedo sentarme aquí?

Amontoné a un lado las revistas y el correo para sentarme en el mismo sofá que había ocupado la vez anterior. Oí un ladrido ahogado en una habitación del fondo, pero no se veía ni rastro del pájaro, así que quizás el perro también se había dado su festín. Saqué la grabadora, con la esperanza de que aún quedaran pilas.

– Voy a grabar esta entrevista como hice con su mujer. Espero que no tenga inconveniente -dije mientras pulsaba los botones para ponerla en marcha.

– No, no hay problema. Como usted quiera.

Recité mi nombre, el suyo, la fecha, la hora, el asunto y otros detalles, hablando tan deprisa que daba la impresión de que la cinta avanzaba al doble de velocidad de lo normal.

Cruzó las manos en el regazo.

– Más vale que empiece por el principio. Sé que ustedes son… -Pasé las páginas de mi libreta de papel pautado-. Ya tengo casi toda la información, así que sólo necesito llenar algunos huecos. Enseguida acabo.

– Por mí no corra. No tenemos nada que esconder. Mi mujer y yo hemos sostenido una larga conversación sobre esto y tenemos la intención de colaborar. Nos parece lo más justo.

Bajé la mirada hacia la bobina que giraba en la grabadora y sentí que me ponía tensa.

– Se lo agradecemos -dije.

La frase «no tenemos nada que esconder» retumbó en mi interior. Lo primero que me vino a la cabeza fue el viejo dicho: «Cuanto más alto proclama su honradez, más nos conviene contar nuestras monedas». Fue como cuando alguien empieza una frase diciendo «para serte totalmente sincero», prueba inequívoca de que lo que viene a continuación estará a medio camino entre la falsedad y la mentira descarada.

– Cuando usted quiera -dije sin mirarlo.

Contó su versión del accidente con un nivel de detalle tedioso. El tono era tan estudiado y repetía tan fielmente el relato de su mujer que no me quedó la menor duda de que habían tratado el asunto largo y tendido. Las condiciones meteorológicas, el cinturón de seguridad, la repentina aparición de Lisa Ray por su carril, el frenazo, que él realizó con el freno de mano. Gladys no podía acordarse de todo lo que me había dicho, pero sabía que si volvía a hablar con ella, corregiría su versión hasta que fuera una réplica de la de su marido. Yo iba tomando notas mientras él hablaba, asegurándome de que incluía todo lo que decía. No hay nada peor que encontrarse con una respuesta inaudible cuando se transcribe una cinta.

En un recoveco de mi mente, sufría por Gus. No tenía idea de cómo volvería a dejar la libreta y el talonario en su sitio, pero no era el momento para preocuparme por eso. Mientras el señor Fredrickson hablaba y hablaba, yo asentía con la cabeza. Emitía interjecciones de solidaridad y simulaba interés y preocupación. Él fue entrando en calor conforme avanzaba en su relato. Al cabo de treinta y dos minutos, cuando empezó a repetirse, dije:

– Bien, gracias. Creo que con esto ya está todo. ¿Le gustaría añadir algo para dejar constancia?

– Creo que ya está -contestó-. Sólo quería añadir hacia dónde íbamos cuando esa tal Lisa Ray chocó con nosotros. Creo que se lo preguntó usted a mi mujer y ella no se acordaba.

– Así es -respondí.

Vaciló un poco y le cambió la voz, por lo que supe que una trola estaba a punto de salir de sus labios. Me incliné hacia él en actitud atenta, con el bolígrafo a punto sobre el papel.

– Al supermercado.

– Ah, el supermercado. Ya, eso encaja. ¿A cuál?

– El que está en la esquina al pie de la cuesta.

Tomando nota, asentí.

– ¿Y qué iban a comprar?

– Un billete de lotería para el sorteo del sábado. Lamento decir que no ganamos.

– Lástima.

Apagué la grabadora y prendí el bolígrafo de lo alto del sujetapapeles.

– Ha sido de gran ayuda. Pasaré otra vez por aquí con la transcripción en cuanto la tenga.

Volví a casa sin grandes esperanzas. Eran las tres menos cuarto y Solana y Gus probablemente habrían regresado ya de la consulta del médico. Si Solana entraba en el salón y veía las casillas vacías, se daría cuenta de lo que yo había hecho. Aparqué delante de casa y miré los coches a ambos lados de la calle. Ni rastro del de Solana. Sentí que se me aceleraba el corazón. ¿Cabía la posibilidad de que aún tuviera tiempo? Sólo necesitaba entrar un instante, dejarlo todo en el buró y salir corriendo.

Metí las llaves del coche en el bolso y crucé el jardín de Gus, siguiendo el sendero hasta la puerta de atrás. El talonario y la libreta estaban en el fondo de mi bolso. Los tenía ya en la mano mientras subía por los peldaños del porche. Vi la nota para la voluntaria de Meals on Wheels todavía pegada al cristal. Miré por la ventana. La cocina estaba a oscuras.

Necesitaba sólo diez o quince segundos, en el supuesto de que el gorila no estuviera esperándome en el salón. Saqué la llave, la introduje en la cerradura y la giré. Nada. Sujetando el picaporte, forcejeé pacientemente con la llave. Desconcertada, bajé la vista, pensando que Henry se había equivocado de llave. No era eso.

Habían cambiado la cerradura.

Gemí para mis adentros mientras bajaba los peldaños de dos en dos, preocupada de que me sorprendieran cuando en realidad no había conseguido lo que me proponía. Atravesé el seto que separaba los jardines de Gus y Henry, y entré en mi estudio. Cerré la puerta con llave y me senté ante mi escritorio; el pánico me subía a la garganta como la bilis. Si Solana se daba cuenta de que el talonario y la libreta habían desaparecido, sabría que me los había llevado yo, ¿quién si no? Era la única que había entrado en la casa, además del individuo que estaba en la cama. Henry había estado allí un par de días antes, así que la sospecha recaería también en él. Sentía el miedo en el vientre como una bomba a punto de estallar, pero no había nada que hacer. Me senté en silencio por unos segundos hasta recobrar el aliento. Ahora ya daba igual. Lo hecho, hecho estaba, y puesto que ya tenía la soga al cuello, bien podía ver cuál era el fruto de mi hurto.

Dediqué los siguientes diez minutos a examinar las cifras de las cuentas bancarias de Gus. No hacía falta un contable para ver lo que ocurría. La cuenta que inicialmente tenía un saldo de veintidós mil dólares se había reducido a la mitad, y eso en el transcurso de un mes. Eché un vistazo a las hojas anteriores de la libreta. Por lo visto, Gus, en la etapa anterior a Solana, hacía ingresos de entre dos y tres mil dólares a intervalos regulares. El estado de cuentas del talonario revelaba que, desde el 4 de enero, se había traspasado dinero de una de las cuentas de ahorros a la cuenta corriente y después se habían extendido varios cheques al portador. Ninguno de los cheques cobrados estaba disponible para su inspección, pero habría apostado cualquier cosa a que la firma era falsa. Al final de la libreta se hallaba el certificado de propiedad del coche de Gus, que de algún modo había ido a parar allí en lugar de estar en su sitio. De momento, Solana no había puesto el coche a su nombre. Revisé las cifras cabeceando. Había llegado el momento de dejarse de contemplaciones.

Saqué la guía telefónica y busqué la lista de instituciones del condado. Me encontré con la línea directa de Malos Tratos a la Tercera Edad, cuyo número, no pude por menos de advertir, se correspondía con la palabra muerte. Finalmente había caído en la cuenta de que no necesitaba demostrar que Solana tenía una conducta abusiva o ilegal. Era ella quien tenía que demostrar que no era así.

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