Capítulo 14

Navidad y Año Nuevo quedaron atrás sin dejar apenas una arruga en el tejido de la vida cotidiana. Charlotte se había ido a Phoenix para celebrar las fiestas con sus hijos y nietos. Henry y yo pasamos juntos la mañana de Navidad e intercambiamos regalos. Me obsequió un podómetro y unos auriculares Sony para escuchar la radio cuando salía a correr por las mañanas. Para él, yo había encontrado un reloj de arena antiguo de quince centímetros de altura, un ingenioso artefacto de vidrio y latón con arena rosa dentro. Se activaba dándole la vuelta de manera que arriba quedase la ampolla llena de arena, inmovilizada por un tope. Pasados tres minutos, cuando la arena acababa de caer de la ampolla superior a la inferior, el conjunto se invertía por sí solo y sonaba una campanilla. Le regalé también un ejemplar de El nuevo recetario completo de panes de Bernard Clayton. A las dos, Rosie y William vinieron a compartir con nosotros la comida de Navidad, tras lo cual regresé a mi casa e hice una larga siesta, como acostumbro en los días festivos.

En Noche Vieja me quedé en casa a leer, feliz de no tener que salir a la calle a arriesgar mi integridad física y hasta la vida con el sinfín de borrachos que debía de haber al volante. Confieso que el día de Año Nuevo abandoné mi determinación con respecto a la comida basura y me deleité con una orgía de hamburguesas de cuarto de libra con queso (dos) y una ración grande de patatas fritas bañadas en ketchup. No obstante, me dejé el podómetro puesto mientras comía, y me aseguré de que ese día daba diez mil pasos, con la esperanza de que contasen en mi favor.

Inicié la primera semana de 1988 con la obligada carrera de cinco kilómetros; después, me duché y desayuné. En la oficina destapé la Smith-Corona y redacté un anuncio para la sección de «Personales» del Santa Teresa Dispatch, donde expresaba mi interés en el testigo de una colisión entre dos vehículos ocurrida el 28 de mayo de 1987, aproximadamente a las tres y cuarto de la tarde. Incluí los escasos detalles que conocía, mencionando que el hombre debía de tener más de cincuenta y cinco años, lo cual era sólo una suposición. Estatura y peso medio y el pelo «blanco y tupido». También mencioné la cazadora marrón de cuero y los zapatos de punta negros con la puntera perforada formando un dibujo. No di mi nombre pero añadí un número de contacto y una petición de ayuda.

Ya puestos, telefoneé a los Fredrickson por si era posible quedar con Millard para hablar del accidente. El timbre sonó incontables veces, y cuando me disponía a dejar el auricular en la horquilla, él descolgó.

– ¡Señor Fredrickson! ¡Cuánto me alegro de encontrarlo! Soy Kinsey Millhone. Hace un par de semanas pasé por su casa para hablar con su esposa, y me dijo que lo llamara si quería verlo también a usted.

– No puedo perder el tiempo con esto. Ya ha hablado usted con Gladys.

– Sí, y fue de gran ayuda -contesté-. Pero hay un par de cuestiones que me gustaría tratar con usted.

– ¿Qué cuestiones?

– Ahora no tengo las notas delante, pero puedo llevarlas cuando lo visite. ¿Le iría bien el miércoles de esta semana?

– Estoy ocupado…

– ¿Y por qué no el lunes que viene, dentro de una semana? Puedo estar allí a las dos.

– El lunes tengo un compromiso.

– ¿Y si elige usted el día?

– El viernes es el día que mejor me va.

– Estupendo. El viernes de la semana entrante, o sea, el día quince. Me lo apunto en la agenda y pasaré a verlo a las dos. Muchas gracias.

Anoté la hora y la fecha en la agenda, y me alegré de no tener que preocuparme más por eso hasta pasados diez días.

A las nueve y media llamé al Santa Teresa Dispatch con el texto y me dijeron que el anuncio aparecería durante una semana a partir del miércoles. Poco después del accidente Mary Bellflower había publicado una petición parecida, sin resultados, pero consideré que merecía la pena intentarlo de nuevo. A continuación me acerqué a la copistería junto al juzgado y encargué cien octavillas con una descripción del hombre y donde se explicaba que acaso tuviera información relativa al accidente entre dos vehículos el día tal. Grapé una tarjeta de visita a cada octavilla pensando que quizá conseguía de paso algún que otro cliente. Aparte de eso, me dije que confería un aire de seriedad a mi petición.

Me pasé casi toda la tarde recorriendo las casas de Palisade situadas frente a la entrada del City College de Santa Teresa. Aparqué en una calle adyacente, cerca de un edificio de dos plantas, y seguí a pie. Debí de llamar a cincuenta puertas. Cuando tenía la suerte de encontrar a alguien en casa, explicaba la situación y mi necesidad de localizar a un testigo del accidente. Apenas mencionaba que tal vez tendría que prestar declaración a favor de la parte demandada. Hasta los ciudadanos con mayor sentido cívico son a veces reacios a comparecer en un juicio. Debido a los caprichos del sistema judicial, un testigo puede pasarse horas sentado en un frío corredor, y todo para que al final lo eximan porque las partes enfrentadas llegan a un acuerdo previo al juicio.

Al cabo de dos horas no había descubierto absolutamente nada. La mayoría de los vecinos con quienes hablé ni siquiera sabían nada del accidente, y ninguno de ellos había visto a un hombre que coincidiera con la descripción del testigo. Si no me abrían cuando llamaba, dejaba una octavilla en la puerta. También puse octavillas en numerosos postes de teléfono. Me planteé colocarlas además bajo las varillas de los limpiaparabrisas de los coches junto a los que pasaba, pero es una práctica molesta, y yo personalmente siempre las tiro. Lo que sí hice fue pegar una con celo en el banco de madera de la parada de autobús. Tal vez era ilegal utilizar una propiedad municipal con tales fines, pero pensé que si no les gustaba, siempre podían darme caza y matarme.

A las dos y diez, después de cubrir toda la zona, regresé al coche, atravesé el cruce y entré en el aparcamiento de la universidad. Me puse la chaqueta que había dejado en el asiento trasero, cerré el Mustang y me encaminé hacia el lugar donde la vía de acceso iba a dar a la avenida de cuatro carriles de Palisade, separados los sentidos de la marcha por una valla de tela metálica. A mi derecha, la calle iniciaba una suave curva en pendiente y se perdía de vista. No había un carril de giro destinado a los vehículos que se proponían entrar en el aparcamiento, ni en un sentido ni en otro, pero vi que, desde la perspectiva de Lisa Ray, cualquier vehículo que se acercara sería visible a unos quinientos metros, circunstancia que no había observado en mi visita anterior.

Me encaramé a una tapia baja de piedra y me quedé mirando cómo pasaban los coches. Unos pocos peatones entraban y salían del campus, en su mayoría estudiantes o madres trabajadoras que iban a recoger a sus hijos a una guardería dependiente de la propia universidad, situada en la esquina más alejada, cerca de la parada de autobús. Deduje que la guardería no disponía de plazas de estacionamiento propias y, por lo tanto, las madres aprovechaban el aparcamiento universitario cuando recogían a sus hijos. A la menor posibilidad entablaba conversación con esas desafortunadas transeúntes y les explicaba para qué necesitaba a ese hombre de pelo blanco. Las madres eran corteses, pero, abstraídas, apenas respondían a mis preguntas debido a las prisas, preocupadas por que les cobraran horas de permanencia. A lo largo de la tarde desfiló por allí un flujo constante de madres con criaturas a rastras.

De los primeros cuatro estudiantes a los que abordé, dos eran nuevos y otros dos se habían ido afuera el puente de los Caídos. La quinta ni siquiera era estudiante, sino sólo una mujer que andaba buscando a su perro. Ninguno pudo aportar un solo dato útil, pero aprendí mucho sobre la inteligencia y superioridad del caniche corriente. El vigilante del campus se detuvo a charlar conmigo, pensando quizá que era una sin techo y estaba allí reconociendo el terreno o trapicheando con drogas de diseño.

Mientras él me interrogaba, yo me dediqué a interrogarlo a él. Recordaba vagamente al hombre de pelo blanco, pero no cuándo lo había visto por última vez. Su respuesta, aunque imprecisa, me dio al menos un rayo de esperanza. Le entregué una octavilla y le pedí que se pusiera en contacto conmigo si volvía a ver a ese hombre.

Así seguí hasta las cinco y cuarto, dos horas después del momento en que se produjo el accidente. En mayo, debía de haber luz hasta las ocho. Ahora el sol se ponía a las cinco. En el fondo esperaba que el testigo tuviese alguna actividad cotidiana que lo llevara al barrio a la misma hora todos los días. Pensé en regresar el sábado y peinar de nuevo la zona. Tal vez durante el fin de semana me fuera más fácil encontrar a la gente en casa. Si no contestaba nadie al anuncio del periódico, volvería el jueves de la semana siguiente. Abandoné el proyecto por ese día y me fui a casa, cansada y cabizbaja. Por mi experiencia, andar deambulando sin objetivo fijo le pone a uno los nervios de punta.

Entré en mi calle y, como de costumbre, fui derecha a las plazas de aparcamiento más cercanas a mi estudio. Me desconcertó ver un contenedor de intenso color rojo junto al bordillo. Debía de medir cuatro metros de ancho y dos metros y medio de fondo y habría podido alojar a una familia de cinco miembros. Me vi obligada a aparcar a la vuelta de la esquina y desandar el camino a pie. Al pasar junto al contenedor miré por encima del borde, a un metro y medio de altura, y vi el interior vacío. ¿Qué hacía allí?

Saqué el correo del buzón, crucé la verja y doblé hacia mi estudio, que en su día fue un garaje de una sola plaza. Siete años atrás, Henry cambió de sitio el camino de acceso, construyó un garaje nuevo de dos plazas y convirtió el garaje original en un estudio de alquiler, donde me instalé yo. Tres años más tarde, un desafortunado incidente con una bomba arrasó la estructura. Henry aprovechó la demolición gratuita y reconstruyó el estudio, añadiendo un altillo que contenía un dormitorio y un baño. El último contenedor que yo había visto en nuestra manzana era el que alquiló él para echar los escombros de la obra.

Me desprendí del bolso en la entrada del apartamento y, dejando la puerta entreabierta, crucé el patio hasta la casa de Henry. Llamé a la puerta de la cocina y él apareció poco después, procedente del salón, donde veía las noticias. Charlamos un momento de temas intrascendentes y luego pregunté:

– ¿Qué hace ahí ese contenedor? ¿Es nuestro?

– Lo ha pedido la enfermera de Gus.

– ¿Solana? ¡Vaya un atrevimiento por su parte!

– Eso mismo he pensado yo. Ha venido esta mañana para informarme de que lo traían. Va a deshacerse de los trastos viejos de Gus.

– ¿No lo dirá en serio?

– Pues sí. Le ha pedido permiso a Melanie, y ella ha dado el visto bueno.

– ¿Y Gus está de acuerdo?

– Eso parece. Yo mismo he llamado a Melanie para asegurarme de que todo estaba en orden. Me ha dicho que Gus ha pasado unos días malos y Solana se ha quedado a dormir dos noches, pues pensaba que no debía estar solo. Ha tenido que dormir en el sofá, que no sólo es demasiado corto, sino que además huele a tabaco. Le ha preguntado a Melanie si podía traer un camastro, pero no cabía. Las otras dos habitaciones están hasta los topes de trastos, y eso es lo que ella se propone tirar.

– Me sorprende que Gus haya accedido.

– No le quedaba más remedio. No puede pretender que esa mujer duerma en el suelo.

– ¿Quién va a sacar todo eso a la calle? En una sola de esas habitaciones debe de haber media tonelada de diarios.

– Lo hará casi todo ella sola, al menos en la medida de sus posibilidades. Para los objetos más pesados contratará a alguien, supongo. Gus y ella lo han examinado todo y decidido qué se podía tirar. Se ha quedado con lo bueno, los cuadros y unas cuantas antigüedades, lo demás pasará a la historia.

– Ya que está, esperemos que quite esa moqueta tan asquerosa -observé.

– Pues sí.

Henry me invitó a una copa de vino, y habría aceptado, pero en ese momento sonó mi teléfono.

– Tengo que ir a contestar -dije, y me alejé al trote.

Descolgué justo antes de que saltara el contestador. Era Melanie Oberlin.

– ¡Ah, menos mal! -dijo-. Me alegro de encontrarte. Temía que no estuvieras en casa. Estoy a punto de salir, pero quiero hacerte una pregunta.

– Adelante.

– He telefoneado al tío Gus hace un rato y creo que no sabía quién era. Ha sido una conversación muy extraña. Estaba como atontado, ¿sabes? Parecía borracho o confuso, o quizá las dos cosas.

– Eso no es propio de él. Todos sabemos que es un cascarrabias, pero siempre tiene claro dónde está y qué ocurre a su alrededor.

– Ahora ya no.

– Tal vez sea la medicación. Deben de estar dándole analgésicos.

– ¿Todavía? No me encaja. Sé que tomó Percocet, pero se lo retiraron en cuanto pudieron. ¿Has hablado con él últimamente?

– No desde que te fuiste, pero Henry ha ido a verlo un par o tres de veces. Si hubiera algún problema, seguro que me lo habría comentado. ¿Quieres que vaya a echarle un vistazo?

– Si no te importa -dijo-. Después de colgar, he vuelto a llamar y he hablado con Solana para que me diera su opinión. Según ella, puede que el tío Gus esté empezando a manifestar síntomas de demencia.

– Pues eso es preocupante -comenté-. Me acercaré en algún momento en los próximos días y charlaré con él.

– Muchas gracias. ¿Y podrías preguntarle a Henry si ha notado algo?

– Claro. Te llamaré en cuanto tenga algo que contar.

El martes por la mañana destiné una hora a entregar una orden de desahucio al inquilino de un bloque de apartamentos de Colgate, que tenía un plazo de tres días para desalojar su vivienda. En circunstancias normales Richard Compton, el dueño del edificio, habría entregado el apercibimiento él mismo con la esperanza de convencer al inquilino de que se pusiera al día en los pagos. Compton era propietario de la finca desde hacía menos de seis meses y se había dedicado a echar a los morosos. La gente que se niega a pagar el alquiler a veces tiene muy mal carácter, y dos de ellos se habían ofrecido a sacudirle el polvo. Compton decidió, por tanto, que lo más prudente era mandar a alguien en su lugar, concretamente a mí. En mi opinión, era una cobardía por su parte, pero iba a pagarme veinticinco pavos por entregarle a alguien una hoja de papel, y me pareció una recompensa más que suficiente por un trabajo de dos segundos. El tráfico era fluido y recorrí la distancia en quince minutos con la radio sintonizada en uno de esos programas de entrevistas cuyos oyentes llaman para pedir consejo sobre desgracias conyugales y sociales. Yo admiraba a la locutora y me divertía comparar mis reacciones con las de ella.

Encontré el número del edificio que buscaba y aparqué junto a la acera. Doblé el aviso de desahucio y me lo guardé en el bolsillo de la americana. Por regla general, cuando entrego documentos, sean del tipo que sean, prefiero no presentarme exhibiendo papeles de aspecto oficial. Me parece mejor tantear el terreno antes de dar a conocer mis intenciones. Tomé el bolso del asiento del acompañante al salir y cerré el coche.

Tardé un minuto en examinar el lugar, que semejaba la versión cinematográfica de una cárcel. Me hallaba ante cuatro edificios de tres plantas, dispuestos en forma de cuadrado con los ángulos abiertos y pasadizos en medio. Eran bloques de estuco sin el menor adorno y cada uno contenía veinticuatro apartamentos. Al pie, en la acera, habían plantado enebros, quizás en un intento de atenuar la austeridad de la fachada. Por desgracia, pese a ser arbustos de hoja perenne, habían sufrido una plaga y las ramas estaban tan deshojadas como las de árboles de Navidad secos, con las escasas agujas restantes de color óxido.

Delante del edificio más cercano vi una pequeña hilera de porches con el suelo enlosado, a un peldaño de altura, y con alguna que otra tumbona de aluminio dentro. El triste tejadillo a dos aguas en lo alto de cada puerta no bastaba para ofrecer protección contra los elementos. Seguramente los días lluviosos uno se plantaba ante la puerta, llave en mano, y acababa empapado cuando por fin conseguía abrir tras algún que otro torpe intento. En verano, el sol debía caer a plomo y convertir las habitaciones delanteras en pequeños hornos. Cualquiera que subiese a la tercera planta sufriría palpitaciones y problemas respiratorios.

No había jardín propiamente dicho, pero sospeché que, si entraba en el patio interior, vería barbacoas en las galerías del segundo y tercer piso, y tendederos y columpios en las franjas de césped de la planta baja. Los cubos de basura formaban una hilera irregular en un extremo del sotechado que, a falta de garajes, hacía la función de aparcamiento, en ese momento vacío. El complejo ofrecía un extraño aspecto de deshabitado, como si se tratara de viviendas abandonadas después de un cataclismo.

Compton no tenía más que quejas de sus inquilinos, que eran «unos hijos de puta patéticos» (en palabras suyas, no mías). Según él, en el momento en que compró la propiedad, los pisos presentaban ya hacinamiento e indicios de utilización indebida. Él había llevado a cabo algunas obras, dado una mano de pintura a la fachada y subido los alquileres. Como consecuencia, se habían marchado los ocupantes menos deseables. Los que se quedaron enseguida empezaron a quejarse y a demorarse en el pago.

Los inquilinos en cuestión eran los Guffey, marido y mujer, Grant y Jackie respectivamente. El mes anterior, Compton les había escrito una desagradable carta sobre su impago, que los Guffey pasaron por alto. Ya llevaban dos meses de retraso y quizá pretendían disfrutar de otro mes sin pagar el alquiler antes de responder a sus amenazas. Crucé la franja de césped seco, doblé la esquina del edificio y subí por una escalera exterior. El apartamento 18 estaba en la primera planta, entre otros dos.

Llamé a la puerta. Al cabo de un momento, una mujer abrió lo que daba de sí la cadena de seguridad y se asomó.

– ¿Sí?

– ¿Es usted Jackie?

Un silencio.

– Jackie no está.

Le vi el ojo izquierdo, azul, y el pelo rubio oscuro enrollado en torno a rulos del tamaño de latas de zumo de naranja congelado. También le vi la oreja izquierda, con el cartílago traspasado por pequeños aros de oro en cantidad suficiente para emular la espiral de un cuaderno. Compton me había mencionado los piercings al describirla, así que con eso tenía la relativa certeza de que era Jackie y mentía descaradamente.

– ¿Sabe cuándo volverá?

– ¿Por qué lo pregunta?

Esta vez fui yo quien vaciló, buscando el modo de abordar la cuestión.

– Su casero me ha pedido que me pase por aquí.

– ¿Para qué?

– No estoy autorizada a hablar del asunto con nadie más. ¿Es usted pariente suya?

Una pausa.

– Soy su hermana. Soy de Minneapolis.

Lo mejor de las mentiras son las fiorituras, pensé. Yo misma soy una especialista de talla mundial.

– ¿Y usted se llama…?

– Patty.

– ¿Le importa si lo anoto?

– Este es un país libre. Puede hacer lo que le venga en gana.

Metí la mano en el bolso y saqué un bolígrafo y un pequeño cuaderno. Escribí «Patty» en la primera hoja.

– ¿Apellido?

– No tengo por qué decírselo.

– ¿Está usted enterada de que Jackie y su marido no pagan el alquiler desde hace dos meses?

– ¿Y a mí qué? Estoy de visita. Eso no tiene nada que ver conmigo.

– Bien, pues quizá pueda transmitirle un mensaje de parte del dueño de la vivienda.

Le entregué el apercibimiento de desahucio, que ella aceptó sin darse cuenta de lo que era.

– Eso es una orden de desahucio. Tienen un plazo de tres días para pagar la totalidad de la deuda o desalojar el inmueble. Dígales que elijan.

– Usted no puede hacer eso.

– No soy yo. Es el dueño, y ya los ha avisado. Recuérdeselo a su «hermana» cuando vuelva.

– ¿Y por qué no cumple él con su parte del trato?

– ¿Qué parte?

– ¿Por qué habrían ellos de ser puntuales en el pago si ese hijo de puta tarda tanto en hacer las reparaciones? Eso en el supuesto de que las haga. Hay ventanas que no abren, desagües atascados. Mi hermana ni siquiera puede usar el fregadero. Tiene que lavar los platos en el baño. Mire alrededor. Este sitio es un vertedero, ¿y sabe usted a cuánto sube el alquiler? Seiscientos pavos al mes. Hubo que arreglar el tendido eléctrico, que costó ciento veinte dólares, o si no el edificio habría quedado reducido a cenizas. Por eso no han pagado, porque él no les reembolsa todo el dinero que gastaron.

– Lo entiendo, pero yo no podría darle asesoría legal aun cuando supiera qué aconsejarle. El señor Compton actúa conforme a sus derechos y ustedes tendrán que hacer lo mismo.

– Derechos, y una mierda. ¿Qué derechos? Me quedo aquí y aguanto esta mierda o me marcho. ¿Qué clase de trato es ése?

– El trato que firmó cuando se vino a vivir aquí -contesté-. Si quiere que se escuche su versión, puede unirse a una asociación de arrendatarios.

– Zorra.

Me cerró la puerta en las narices con toda su fuerza, o al menos con toda la que le permitió la cadena de seguridad.

Volví al coche y me encaminé hacia la notaría, donde tenía que rematar la faena.

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