Capítulo 17

Solana

Solana abrió los ojos y lanzó una mirada al reloj. Eran las 2:02 de la madrugada. Oyó el susurro del intercomunicador para bebés que había puesto en la habitación del viejo, junto a la cama. Su respiración era tan rítmica como el sonido de las olas. Apartó las sábanas y, descalza, recorrió el pasillo. La casa estaba a oscuras, pero ella tenía una visión nocturna excelente, y entraba suficiente luz de las farolas para revestir las paredes de un resplandor gris. Drogaba al viejo con regularidad triturando los somníferos dispensados sin receta y mezclándolos con la cena. Meals on Wheels entregaba una selección de platos calientes para el almuerzo y una bolsa de papel con la cena, pero él prefería la comida caliente a las cinco de la tarde, que era la hora a la que siempre había cenado. Con una manzana, una galleta y un sándwich, Solana podía hacer bien poco, pero un guiso era excelente para sus propósitos. El viejo, además, tenía por costumbre comerse un helado antes de irse a la cama. Había perdido el sentido del gusto, y si los somníferos tenían un sabor amargo, él nunca se quejó.

Ahora que lo tenía bien encarrilado era más fácil llevarse bien con él. A veces parecía confuso, pero no más que muchos de los ancianos que ella había cuidado. Pronto dependería por entero de ella. Le gustaba que sus pacientes fueran dóciles. Por lo común, los iracundos y conflictivos eran los primeros en aplacarse, como si llevaran toda la vida esperando el régimen apaciguador que ella les imponía. Era una madre y un ángel de bondad, que les prestaba la atención que les habían escatimado en la juventud.

Creía que los viejos problemáticos habían sido problemáticos de pequeños, y que así habían cosechado ira, frustración y rechazo de los padres, que deberían haberles dado amor y aprobación. Criados a base de una hostilidad paterna permanente, estos pobres, estas almas extraviadas, evitaban casi toda interacción social. Despreciados y a la vez llenos de desprecio hacia los demás sentían, oculto bajo la rabia y la soledad, un anhelo que se manifestaba en forma de mal carácter. Gus Vronsky no era ni más ni menos cascarrabias que la señora Sparrow, la vieja bruja de lengua viperina a quien Solana había atendido durante dos años. Cuando por fin envió a la señora Sparrow al otro mundo, se apagó tan silenciosa como un garito, maullando una sola vez mientras los fármacos ejercían su efecto. Según la necrológica, había muerto plácidamente mientras dormía, lo que era más o menos verdad. Solana era una mujer de buen corazón. Se enorgullecía de eso. Acababa con el sufrimiento de los viejos y los liberaba.

Ahora, mientras Gus yacía inmovilizado, registró los cajones de su cómoda valiéndose de una pequeña linterna cuyo haz ocultaba con la palma de la mano. Durante semanas había incrementado de forma gradual la dosis hasta tener una justificación para quedarse a dormir allí. Su médico lo visitaba a menudo y no quería despertar sospechas. Fue él mismo quien comentó que Gus necesitaba supervisión. Solana explicó al médico que a veces se despertaba en plena noche, desorientado, e intentaba levantarse de la cama. Le contó que en dos ocasiones lo había encontrado deambulando por la casa sin saber dónde estaba.

Al ampliarse su horario, había sido necesario vaciar uno de los dormitorios para disponer de un sitio donde instalarse. Ya puestos, había limpiado las dos habitaciones libres, apartando los objetos de posible valor y desechando el resto. Con el contenedor junto a la acera, pudo eliminar la mayor parte de los cachivaches que Gus había guardado durante tantos años. Al principio, él armó tal alboroto que Solana optó por hacerlo mientras dormía. De todos modos, Gus rara vez entraba en esas habitaciones y no pareció darse cuenta de lo que había desaparecido.

Solana ya había registrado su dormitorio antes, pero obviamente había pasado algo por alto. ¿Cómo era posible que tuviera tan pocas cosas de valor? En tono de queja, Gus le contó que había trabajado para el ferrocarril toda su vida. Ella había visto sus cheques de la Seguridad Social y las mensualidades de su pensión, que juntos bastaban para cubrir sus gastos diarios. Pero ¿adónde había ido a parar el resto del dinero? Sabía que la casa estaba pagada, por espantosa que fuera, pero ahora tenía que abonarle el sueldo a ella, y eso no salía barato. Pronto empezaría a pasarle factura a Melanie por las horas extra, aunque dejaría que fuese el médico quien propusiera la cantidad de tiempo añadido.

La primera semana de trabajo encontró las libretas de dos cuentas de ahorro en una de las casillas de su buró. Una contenía unos miserables quince mil dólares y la otra veinte mil. Obviamente Gus quería hacerle creer que ahí acababa la cosa. Estaba burlándose de ella, a sabiendas de que le era imposible echar mano de sus fondos. En su trabajo anterior había ocurrido algo así. Si bien había convencido a la señora Feldcamp para que firmara innumerables cheques al portador, cuando ella murió aparecieron otras cuatro cuentas de ahorro con saldos considerables. Entre las cuatro sumaban unos quinientos mil dólares, cosa que hizo llorar de frustración a Solana. En una última intentona de embolsarse el dinero falsificó la firma de la anciana en cheques con fecha atrasada. Pensó que la maniobra era creíble, pero el banco no lo vio de la misma manera. Incluso se planteó la posibilidad de procesarla, y si ella no se hubiese despojado de esa identidad en particular, todo su esfuerzo podría haber quedado en nada. Por suerte actuó con rapidez y desapareció antes de que el banco descubriera el alcance de su argucia.

En casa de Gus, la semana anterior, después de un diligente registro de los cajones de una de las habitaciones libres, había encontrado unas joyas que debieron de pertenecer a su mujer. En su mayor parte eran baratijas, pero el anillo de compromiso de la señora Vronsky llevaba engastado un diamante de tamaño notable y el reloj era un Cartier. Solana los había trasladado a un escondrijo en su cuarto a la espera de poder llevarlos a un joyero para tasarlos. No quería ir a una casa de empeños, porque sabía que sólo recibiría una pequeña proporción del valor real. Además, era fácil seguir el rastro a los objetos de las casas de empeño, y eso no le convenía. Empezaba a perder la esperanza de descubrir bienes, aparte de los que ya tenía.

Se acercó sigilosamente al armario y, levantando el picaporte, abrió la puerta. Había descubierto por el camino difícil que las bisagras chirriaban con un ruido semejante al gañido de un perro cuando le pisan el rabo. Eso había ocurrido en su segunda noche en la casa. Gus, incorporándose en la cama, le había preguntado qué hacía en su habitación. Ella le había contestado lo primero que le vino a la cabeza: «Lo he oído gritar y he pensado que le ocurría algo. Debe de haber tenido una pesadilla. ¿Quiere que le traiga un poco de leche caliente?».

Mezcló la leche con jarabe para la tos con sabor a cereza y le dijo que era un preparado especial para niños, lleno de vitaminas y minerales. Él se lo bebió de un trago, y ella se planteó seriamente engrasar las bisagras antes de volver a intentarlo. Ahora registró una vez más los bolsillos de su cazadora, probó en su gabardina, su única americana y la bata que había dejado colgada en la puerta del armario. Nada de nada, pensó con irritación. Si el viejo no tenía un centavo, no estaba dispuesta a aguantarlo. Podía seguir renqueando durante años, ¿y qué sentido tenía ayudarlo si a ella no le reportaba ningún beneficio? Era una profesional titulada, no una voluntaria.

Abandonó la búsqueda por esa noche y volvió a la cama, frustrada y deprimida. Allí tendida, insomne, deambuló por la casa con la imaginación tratando de adivinar cómo se las había ingeniado él para ocultar el rastro. Nadie podía vivir tanto tiempo sin acumular una jugosa suma de dinero en algún sitio. Estaba obsesionada con eso desde el primer día de trabajo, segura ya entonces de que se saldría con la suya. Lo había interrogado acerca de sus pólizas de seguros, con el pretexto de que ella no sabía si contratar una para toda la vida o para un plazo determinado. Casi frotándose las manos, Gus le contestó que había dejado expirar sus pólizas. Pese a saber por su experiencia con el señor Ebersole lo difícil que era llegar a constar como beneficiaría, se había llevado una profunda decepción. Con la señora Pret, las cosas le fueron mejor, aunque no estaba del todo segura de si la lección aprendida en ese caso era aplicable a éste. Sin duda Gus tenía testamento, lo que podía representar otra posibilidad. No había encontrado copia, pero sí había descubierto la llave de una caja de seguridad, lo que inducía a pensar que guardaba sus objetos de valor en un banco.

Tanta preocupación era agotadora. A las cuatro de la madrugada se levantó, se vistió y se hizo la cama con esmero. Salió por la puerta delantera y fue hasta su coche, a media manzana de la casa. Estaba oscuro y hacía frío, y no podía sacudirse el malestar que él le había provocado. Se encaminó hacia Colgate. En la autopista, ancha y vacía como un río, recorrió largos trechos sin cruzarse con nadie. Aparcó bajo el sotechado de su complejo de apartamentos y echó una ojeada a la hilera de ventanas para ver si había alguien despierto. Le encantaba la sensación de poder que experimentaba al saber que ella estaba en pie mientras tantos otros permanecían ajenos al mundo.

Entró en su casa y fue a comprobar si Tiny estaba allí. Rara vez salía, pero cuando se iba, podía pasarse días sin verlo. Abrió la puerta de la habitación de su hijo con el mismo sigilo que empleaba para registrar los armarios de Gus. La oscuridad era total y los olores corporales saturaban el ambiente. Tenía corridas las tupidas cortinas, porque le molestaba la luz de la mañana, que lo despertaba horas antes de hallarse en condiciones de levantarse. Por la noche se quedaba hasta tarde viendo la televisión, y, según él, no podía hacer frente a la vida antes del mediodía. La tenue claridad de la luz del día procedente del pasillo reveló su abultado contorno en la cama, con un carnoso brazo sobre el edredón. Solana cerró la puerta.

Se sirvió un dedo de vodka en una copa de postre y se sentó a la mesa del comedor, abarrotada de correo comercial y facturas sin abrir, entre las cuales apareció su carnet de conducir, cosa que le causó una gran alegría. Encima de la pila más cercana vio un sobre con su nombre escrito a mano. Reconoció la letra casi ilegible de su casero. En realidad era sólo el administrador, cargo del que gozaba porque no pagaba alquiler. La nota que encontró dentro era breve e iba al grano, se le informaba de un aumento de doscientos dólares mensuales, aplicable de inmediato. Dos meses antes había llegado a sus oídos que el edificio cambiaba de propietario. Ahora el nuevo dueño subía sistemáticamente los alquileres, lo que de inmediato aumentaba el valor de la propiedad. Al mismo tiempo, el dueño llevaba a cabo ciertas mejoras, por llamarlas de algún modo. Se atribuía el mérito de haber arreglado los buzones cuando en realidad era una normativa impuesta por Correos. El cartero no entregaba nada en una dirección si no encontraba el buzón claramente identificado. Habían arrancado los arbustos secos frente al edificio y los habían dejado en la acera; y, durante semanas, los basureros se habían resistido a retirarlos. También había instalado lavadoras y secadoras que funcionaban con monedas en el lavadero comunitario, abandonado desde hacía años y utilizado para guardar las bicicletas, muchas de las cuales robaban. Solana sabía que la mayoría de los inquilinos prescindiría de las lavadoras.

Detrás del edificio, al otro lado del callejón, había otro complejo, también adquirido por el mismo dueño: veinticuatro unidades en cuatro bloques, cada uno con su propio lavadero, donde disponían de lavadora y secadora sin coste alguno y nunca cerraban con llave. En el edificio de Solana había sólo veinte apartamentos, y muchos de los inquilinos aprovechaban esas otras instalaciones gratuitas. Una máquina expendedora proporcionaba cajitas de detergente, pero era fácil manipular el mecanismo y sacar lo que uno necesitaba. Se preguntaba qué se proponía el nuevo dueño, probablemente apropiarse de inmuebles aquí y allá. La gente codiciosa era así: exprimía hasta el último centavo a las personas como ella, que luchaban por sobrevivir.

Solana no tenía la menor intención de pagar otros doscientos dólares al mes por un apartamento amueblado casi inhabitable. Durante un tiempo Tiny tuvo un gato, un macho blanco, grande y viejo, al que puso su mismo nombre. Como Tiny era demasiado perezoso para dejar entrar y salir al gato, al animal le dio por orinar en la moqueta y usar las rejillas de la calefacción para las deposiciones de mayor importancia. Ella ya se había acostumbrado al olor, pero sabía que si dejaba el piso, el administrador armaría un escándalo. No les habían exigido fianza para animales domésticos porque cuando se mudaron allí no tenían ninguno. Ahora Solana no veía por qué tenía que cargar ella con la responsabilidad si el animal ya se había muerto de viejo. Y no iba a molestarse siquiera en pensar en el botiquín que Tiny había arrancado de la pared del cuarto de baño, ni en la quemadura en el laminado de la encimera donde había dejado una sartén caliente unos meses antes. Decidió dejar de pagar el alquiler mientras contemplaba las diferentes opciones.

Volvió a casa de Gus a las tres de la tarde y lo encontró despierto y enfurruñado. El viejo sabía que Solana se quedaba a dormir en su casa tres o cuatro noches por semana y esperaba que estuviera a su disposición en todo momento. Dijo que llevaba horas aporreando la pared. Sólo de pensarlo, Solana se puso hecha una furia.

– Señor Vronsky, anoche le dije que me iría a las once como siempre. Precisamente entré en su habitación para comunicarle que me iba a casa y a usted le pareció bien.

– Alguien estuvo aquí.

– No fui yo. Si duda de mí, entre en mi habitación y mire la cama. Verá que no dormí en ella.

Solana se mantuvo en sus trece, defendiendo su versión de los hechos. Se dio cuenta de lo desconcertado que estaba él, convencido de una cosa cuando ella sostenía lo contrario.

Tras un rápido parpadeo, el rostro de Gus adquirió la ceñuda expresión de tozudez que Solana tan bien conocía. Ella apoyó una mano en el brazo de Gus.

– No es culpa suya. Tiene las emociones a flor de piel. A su edad es normal. Es posible que esté sufriendo una serie de pequeños derrames cerebrales. El efecto sería poco más o menos el mismo.

– Usted estuvo aquí. Entró en mi habitación. La vi buscar algo en mi armario.

Ella negó con la cabeza esbozando una triste sonrisa.

– Lo ha soñado. Eso mismo le pasó la semana pasada. ¿No se acuerda?

Él le escrutó el rostro. Ella mantuvo una expresión amable y un tono compasivo.

– Ya le dije entonces que eran imaginaciones suyas, pero se negó a creerme. Y ahora vuelta otra vez.

– No.

– Sí. Y no soy yo la única que se ha dado cuenta. Su sobrina me llamó justo después de hablar con usted por teléfono a primeros de semana. Dijo que lo notaba confuso. Se quedó tan preocupada que le pidió a una vecina que viniera a ver cómo estaba. ¿Se acuerda de la señorita Millhone?

– Claro que sí. Es detective privado y tiene la intención de investigarla a usted.

– No diga tonterías. Su sobrina le pidió que viniera a verlo porque le pareció notar en usted síntomas de demencia senil. Por eso vino la señorita Millhone, para verlo con sus propios ojos. No hace falta ser detective privado para darse cuenta de lo perturbado que está. Le dije que podía deberse a distintas razones. Una trastorno tiroideo, por ejemplo, como también le expliqué a su sobrina. En adelante, lo más sensato que puede hacer es mantener la boca cerrada. La gente pensará que está paranoico y que se inventa cosas: otro síntoma de demencia. No se degrade delante de los demás. Lo único que conseguirá es su compasión y su desprecio.

Solana vio cómo se desmoronaba la expresión de su rostro. Sabía que podía someterlo. Por cascarrabias y malhumorado que fuese, no era rival para ella. El viejo empezó a temblar y mover los labios. Volvió a parpadear, esta vez en un esfuerzo por contener las lágrimas. Ella le dio unas palmadas en el brazo y musitó unas palabras de afecto. Sabía por experiencia que para un anciano lo más doloroso era la amabilidad. La oposición la aceptaban bien. Probablemente incluso la agradecían. Pero la compasión (o en este caso el simulacro de amor) les llegaba al alma. Gus se echó a llorar; era el sonido apagado e impotente de alguien que sucumbe al peso de la desesperación.

– ¿Quiere tomar algo para calmarse?

Gus se llevó una mano trémula a los ojos y asintió con la cabeza.

– Bien. Se sentirá mejor. El médico no quiere que se altere. Le traeré también un ginger ale.

En cuanto se tomó el medicamento se sumió en un sueño tan profundo que, cuando Solana le pellizcó la pierna, no reaccionó.

Decidió abandonar el empleo al menor inconveniente. Estaba harta de cuidar de él.

A las siete de la tarde, Gus fue de su dormitorio a la cocina, donde ella estaba sentada. Se valía de su andador, y ese espantoso golpeteo la sacaba de sus casillas.

– No he cenado -dijo él.

– Claro que no. Es de mañana.

Él vaciló, de pronto inseguro. Lanzó una mirada en dirección a la ventana.

– Fuera es de noche.

– Son las cuatro de la mañana y, como es natural, no ha salido el sol. Si quiere, puedo prepararle el desayuno. ¿Le apetecen unos huevos?

– El reloj marca las siete.

– Está estropeado. Tendré que llevarlo a arreglar.

– Si fuera de mañana, usted no estaría aquí. Cuando le he dicho que anoche la vi, me ha contestado que eran imaginaciones mías. No viene a trabajar hasta primera hora de la tarde.

– Normalmente, así es, pero anoche me quedé porque usted estaba alterado y confuso, y me preocupé. Siéntese a la mesa y le prepararé un buen desayuno.

Lo ayudó a sentarse en la silla de la cocina. Solana notó que Gus intentaba desentrañar qué era verdad y qué no. Mientras le preparaba los huevos revueltos, él permaneció inmóvil, callado y cabizbajo. Le puso los huevos delante.

Él miró el plato pero no hizo ademán de comer.

– ¿Y ahora qué pasa?

– No me gustan los huevos muy hechos. Ya se lo dije. Me gustan casi crudos.

– Lo siento. Me he equivocado -contestó ella. Agarró el plato y tiró los huevos a la basura; luego preparó otros dos, dejándolos tan crudos que parecían un amasijo de babas.

– Y ahora coma.

Esta vez, Gus obedeció.

Solana estaba harta de ese juego. Sin nada que ganar, tal vez había llegado el momento de cambiar de tercio. Le gustaban los pacientes un poco rebeldes. Si no, ¿qué valor tenían sus victorias? Para colmo, aquél era un viejo detestable, que despedía un ligero olor a fármacos y apestaba a orina. En ese mismo instante decidió marcharse. Si tan listo se creía, que se las apañara por su cuenta. Ni se molestaría en avisar a la sobrina de que se iba. ¿Para qué malgastar el tiempo o la energía en una conferencia? Le dijo a Gus que era la hora de los analgésicos.

– Ya los he tomado.

– No es verdad. Lo apunto todo para el médico. Véalo usted mismo. Aquí no hay nada escrito.

Se tomó las pastillas y en cuestión de minutos daba cabezadas. Solana lo ayudó a volver a la cama. Por fin paz y silencio. Fue a su propia habitación, recogió sus pertenencias, y metió las joyas de la mujer de Gus en la bolsa de viaje. El día anterior le había llegado por correo la paga por las horas extra, un mísero cheque de la sobrina, que ni siquiera se había molestado en adjuntar una nota de agradecimiento. Se preguntó si podría llevarse prestado el coche que había visto en el garaje. Seguramente Gus no se daría cuenta porque rara vez salía. Dadas las circunstancias, el coche no tenía la menor utilidad para nadie, y el descapotable de segunda mano de Solana estaba que se caía a pedazos.

Cuando acabó de cerrar las bolsas, oyó que llamaban a la puerta. ¿Quién podía ser a esas horas? Esperaba que no fuera el señor Pitts, el vecino de la casa de al lado, para interesarse por el viejo. Se miró en el espejo del tocador. Se atusó el pelo y se arregló el pasador con el que se lo mantenía recogido. Entró en la sala de estar. Encendió la luz del porche y miró afuera. No conocía a aquella mujer, aunque le sonaba de algo. Aparentaba unos setenta años e iba bien arreglada: zapatos de tacón bajo, medias y un traje oscuro con cuello de volantes. Parecía una asistenta social. Con una sonrisa amable, consultaba el papel que tenía en la mano para refrescarse la memoria. Solana entreabrió la puerta.

– ¿Es usted la señora Rojas?

– Sí -contestó Solana con un titubeo.

– ¿Lo he pronunciado bien?

– Sí.

– ¿Puedo pasar?

– ¿Vende usted algo?

– Nada más lejos. Me llamo Charlotte Snyder. Soy agente inmobiliaria. Me gustaría hablar con el señor Vronsky acerca de su casa. Sé que ha sufrido una caída y, si no está de humor, puedo volver en otro momento.

Solana echó una ojeada al reloj con un gesto ostensible, esperando que la mujer captara la indirecta.

– Disculpe por venir a esta hora. Sé que es tarde, pero me he pasado todo el día con un cliente y no he tenido ocasión de visitarlo antes.

– ¿Para qué quiere hablarle de la casa?

Charlotte miró por detrás de ella hacia la sala de estar.

– Preferiría explicárselo a él.

Solana sonrió.

– ¿Por qué no pasa? Iré a ver si está despierto. El médico quiere que descanse lo máximo posible.

– No es mi intención molestarlo.

– No se preocupe.

Dejó entrar a la mujer y, mientras ésta esperaba sentada en el sofá, fue al dormitorio. Encendió la luz del techo y miró a Gus. Estaba profundamente dormido. Esperó un tiempo prudencial, apagó la luz y volvió a la sala.

– No se encuentra del todo bien y no quiere salir de su habitación. Dice que si me explica a mí lo que la trae por aquí, yo le transmitiré la información cuando esté mejor. Si no le importa repetirme su nombre…

– Snyder. Charlotte Snyder.

– Ya sé quién es. Es usted amiga del señor Pitts, el vecino de al lado, ¿no?

– Pues sí, pero no vengo de parte de él.

Solana se sentó y la miró. No le gustaba la gente esquiva a la hora de revelar sus intenciones. Aquella mujer estaba inquieta por algo, pero Solana no imaginaba la razón.

– Señora Snyder, debe usted hacer lo que considere más oportuno, por supuesto, pero el señor Vronsky confía en mí plenamente. Soy su enfermera.

– Es una gran responsabilidad. -Pareció debatirse en la duda, fuera cual fuera. Con la mirada fija en el suelo, parpadeó antes de decidirse a seguir-. No estoy aquí para convencer a nadie en un sentido u otro. Esto es una mera cortesía…

Solana hizo un gesto de impaciencia. Ya bastaba de preámbulos.

– No sé si el señor Vronsky es consciente del valor de esta casa. Da la casualidad de que tengo un cliente que busca una propiedad de estas características.

– ¿Y a qué características se refiere? -El primer impulso de Solana fue menospreciar la casa, pequeña, anticuada y mal conservada. Por otro lado, ¿por qué darle a la agente motivos para ofrecer menos si era eso lo que se proponía?

– ¿Sabía usted que es dueño de dos parcelas? He consultado el registro de la propiedad, y resulta que cuando el señor Vronsky compró este terreno, adquirió también el de al lado.

– Claro que lo sabía -contestó Solana, aunque jamás había sospechado siquiera que el solar contiguo pudiera pertenecer al viejo.

– Según la calificación del terreno, ambas son parcelas aptas para la construcción de bloques de apartamentos.

Solana sabía muy poco de bienes raíces, ya que nunca había sido propietaria de un inmueble.

– ¿Ah, sí?

– Mi cliente es de Baltimore. Le he enseñado todo lo que tenemos ahora en oferta, pero ayer se me ocurrió…

– ¿Cuánto?

– Disculpe, ¿cómo dice?

– Puede darme las cifras. Si el señor Vronsky tiene alguna pregunta, ya se lo haré saber. -Un paso en falso. Solana advirtió que la mujer volvía a dar señales de inquietud.

– Mire, pensándolo mejor, quizá sea preferible que vuelva en otro momento. Debería tratar este asunto con él personalmente.

– ¿Qué le parece mañana a las once?

– Perfecto. Me parece bien. Se lo agradecería.

– Entretanto, no tiene sentido que ambos pierdan el tiempo. Si hay muy poco dinero de por medio, la venta queda descartada, en cuyo caso no será necesario volver a molestarlo. Está muy encariñado con esta casa.

– No me cabe duda, pero seamos realistas: en este momento, el valor del suelo es muy superior al de la casa, lo que significa que estamos hablando de una demolición.

Solana negó con la cabeza.

– Ah, no. A eso se negará. Vivió aquí con su mujer y le partiría el corazón. No aceptará así como así.

– Entiendo. Quizá no sea buena idea que hablemos usted y yo…

– Por suerte, puedo influir en él y convencerlo si el precio es bueno.

– No he hecho los cálculos. Tendría que pensármelo un poco, pero todo depende de su respuesta. Querría sondearlo antes de seguir adelante.

– Debe de tener ya alguna idea, o no habría venido.

– Ya he hablado más de la cuenta. Sería una grave irregularidad mencionar una cifra.

– Como usted vea -dijo Solana, pero con un tono que daba a entender que la puerta se cerraba.

La señora Snyder volvió a guardar silencio para poner en orden sus pensamientos.

– Bueno…

– Por favor, puedo ayudarla.

– Con las dos parcelas, creo que una cantidad razonable sería un nueve seguido de varios ceros.

– ¿Nueve? ¿Quiere decir nueve mil o noventa mil? Porque si son nueve mil, mejor dejarlo aquí mismo. No querría insultarlo.

– Me refería a novecientos mil. Por supuesto, no voy a comprometer a mi cliente con una oferta concreta, pero hemos estado buscando en torno a esa suma. Yo represento ante todo sus intereses, pero si el señor Vronsky deseara poner su propiedad a la venta por mediación mía, con mucho gusto lo asesoraría en el proceso.

Solana se llevó la mano a la mejilla.

La mujer vaciló.

– ¿Está usted bien?

– Perfectamente. ¿Me deja una tarjeta de visita?

– Claro.

Más tarde, Solana, aliviada, tuvo que cerrar los ojos, tras comprender lo cerca que había estado de echarlo todo a perder. En cuanto la mujer se fue, entró en el dormitorio y deshizo las maletas.

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