Capítulo 22

La mujer que atendió el teléfono en la Agencia de los Tres Condados para la Prevención de Malos Tratos a la Tercera Edad escuchó la breve explicación del motivo de mi llamada. Me pasaron con una tal Nancy Sullivan, asistenta social, y acabé sosteniendo una conversación de quince minutos con ella mientras tomaba nota de la denuncia. Parecía joven y, por su manera de hablar, deduje que leía las preguntas de un formulario que tenía delante. Le di la información pertinente: nombre de Gus, edad, dirección, nombre de Solana y descripción de ésta.

– ¿Tiene algún problema de salud conocido?

– Muchos. Todo esto empezó con una caída por la que se le dislocó el hombro. Aparte de la lesión, tengo entendido que padece de hipertensión, osteoporosis, y es probable que también tenga osteoartritis y quizás algún trastorno digestivo.

– ¿Algún indicio de demencia?

– No sé bien cómo contestar a eso. Solana Rojas ha hablado de síntomas de demencia, pero yo personalmente no he visto ninguno. Su sobrina de Nueva York habló un día con él por teléfono y lo notó confuso. La primera vez que fui a su casa, estaba dormido, pero cuando pasé por allí a la mañana siguiente, lo encontré bien. Con mal genio, pero no desorientado ni nada por el estilo.

Proseguí dándole todos los detalles que pude. No vi una manera de mencionar la cuestión económica sin reconocer que había afanado la libreta y el talonario. Sí describí su precario equilibrio de ese mismo día y la caída que, según Solana, había sufrido, aunque yo no la había presenciado con mis propios ojos.

– Vi los moretones y me horrorizó lo delgado que estaba. Parece un esqueleto andante.

– ¿Cree que corre algún peligro inmediato?

– Sí y no. Si creyera que es asunto de vida o muerto, habría avisado a la policía. No obstante, estoy convencida de que necesita ayuda, y por eso llamo.

– ¿Sabe si se ha producido algún incidente con gritos y golpes?

– Pues no.

– ¿Malos tratos emocionales?

– No en mi presencia. Vivo al lado de ese hombre y antes lo veía continuamente. Está viejo, desde luego, pero se las apañaba bien. Como era el cascarrabias del barrio, nadie mantenía una relación muy estrecha con él. ¿Puedo hacer una pregunta?

– Claro.

– ¿Y ahora qué va a pasar?

– Enviaremos a un investigador en un plazo máximo de cinco días. Ahora ya es tarde, así que no podremos darle curso a la denuncia hasta el lunes a primera hora de la mañana, y entonces alguien estudiará el caso. Según el resultado, asignaremos a un asistente y tomaremos las medidas que consideremos oportunas. Es posible que la llamen para responder a más preguntas.

– No hay problema. Sólo que no quiero que su cuidadora se entere de que he sido yo quien ha dado la voz de alarma.

– No se preocupe. Tanto su identidad como toda la información que nos facilite son estrictamente confidenciales.

– Se lo agradezco. Es posible que ella adivine que he sido yo, pero prefiero que no lo confirme.

– Somos muy conscientes de que conviene mantener estas cosas en secreto.

Entretanto, llegado el sábado por la mañana, tenía otras cosas de que ocuparme, básicamente localizar a Melvin Downs. Había visitado dos veces el hostal residencia sin resultados, y ya era hora de ponerme seria. Abandoné la autovía por la salida de Missile y doblé por Dave Levine Street. Aparqué a la vuelta de la esquina, en la calle adyacente, y pasé por delante del mismo concesionario de automóviles de segunda mano. Por lo visto, la camioneta de repartidor de leche valorada en 1999,99 dólares se había vendido, y lamenté no haberme parado a mirarla con mayor detenimiento. No soy una gran entusiasta de los vehículos de recreo, en parte porque conducir largas distancias no es una forma de viajar que me divierta. Dicho esto, añadiré que la camioneta de repartidor de leche era una monada y supe que debería haberla comprado. Henry me habría dejado aparcarla en el patio lateral, y si alguna vez me veía en apuros económicos, podía dejar el estudio e instalarme allí a vivir a lo grande.

Cuando llegué al hostal, subí de dos en dos los peldaños del porche y entré por la puerta delantera. El vestíbulo y el pasillo de la planta baja estaban vacíos, de modo que me dirigí al despacho de Juanita Von, al fondo de la planta baja. La encontré trasladando los archivos y libros de cuentas del año anterior del armario a una caja de seguridad.

– Yo acabo de hacer lo mismo -dije-. ¿Qué tal?

– Cansada. Esto es una lata, pero hay que hacerlo, y me gusta la satisfacción que siento después. Quizás esta vez tenga usted suerte. He visto entrar al señor Downs hace un rato, aunque podría haber salido por la escalera de delante sin que me diera cuenta. Es muy escurridizo.

– ¿Quiere que le diga una cosa? Creo sinceramente que me he ganado el derecho a hablar con él incluso arriba, en la habitación. Es el tercer viaje que hago hasta aquí, y si esta vez no consigo mi propósito, tendrá que explicárselo usted misma al abogado que lleva el caso.

Reflexionó sobre mi petición, tomándoselo con calma para no dar la impresión de que cedía a la amenaza.

– Supongo que por una vez no pasa nada. Espere un momento y la acompañaré arriba.

– Puedo ir sola -contesté. En el fondo, deseaba una ocasión para husmear. Aquella mujer no iba a permitírmelo, al imaginarse quizá que yo organizaba un servicio de prostitutas a domicilio para ancianos de capa caída.

Antes de salir del despacho, se detuvo a lavarse las manos y cerró con llave el buró por temor a los ladrones. La seguí hacia la puerta de entrada y de camino fui respondiendo cortésmente mientras ella me señalaba detalles de la decoración. Sujetándose a la barandilla, empezó a subir por la escalera. A dos peldaños por detrás de ella, escuché su respiración entrecortada cuando llegamos a la primera planta.

– Aquí, en esta zona común del rellano, se reúnen los inquilinos por las noches. He puesto un televisor en color y les pido que tengan en cuenta a los demás. No puede ser que sea siempre el mismo quien decida lo que va a ver todo el grupo.

En el rellano había espacio suficiente para dos sofás, una butaca tapizada de brazos anchos y tres sillas de madera más pequeñas, las tres con el asiento acolchado. Imaginé a unos cuantos viejos con los pies apoyados en la mesita de centro, haciendo comentarios sobre los deportes y las series de policías. Doblamos a la derecha hacia un pequeño pasillo, al fondo del cual me enseñó un gran solarium acristalado y un lavadero. Bajamos dos peldaños para acceder a un corredor que atravesaba la casa de parte a parte. Las puertas de las habitaciones estaban cerradas, pero todas tenían una pequeña ventanilla de latón con una tarjeta en el interior que llevaba impreso el nombre de su ocupante. Vi los números de latón del uno al ocho, lo que significaba que la habitación de Melvin Downs debía de estar en la parte de atrás del edificio, cerca del final de la escalera posterior.

Doblamos el recodo y subimos al siguiente piso. Tuve la impresión de tardar seis minutos en llegar de la planta baja a la segunda, pero al final lo conseguimos. Esperaba sinceramente que Juanita Von no pretendiera quedarse a vigilar mi conversación con Downs. Me acompañó hasta la habitación y me obligó a colocarme a un lado mientras ella llamaba a la puerta. Esperó de forma cortés, con las manos cruzadas delante, dándole tiempo para ponerse presentable y abrir.

– Debe de haber salido otra vez -comentó, como si yo no tuviese luces suficientes para deducirlo por mi cuenta. Ladeó la cabeza-. Espere un momento. Es posible que sea él.

Entonces oí que alguien subía por la escalera posterior. Apareció un hombre de pelo canoso, con dos cajas de vino vacías, una dentro de la otra. Tenía el rostro alargado y orejas puntiagudas de duende. La edad le había abierto surcos en la piel, y profundas arrugas nacían en las comisuras de sus labios.

A Juanita Von se le iluminó el semblante.

– Aquí está. Le he dicho a la señorita Millhone que tal vez era usted el que subía por la escalera. Tiene visita.

Calzaba los rumoreados zapatos de punta con la puntera decorada con agujeros y la cazadora de cuero marrón de la que ya había oído hablar. Me di cuenta de que una sonrisa se formaba en mis labios y comprendí que hasta ese mismo instante había dudado de la existencia de aquel hombre. Tendí la mano.

– ¿Cómo está, señor Downs? Soy Kinsey Millhone. Encantada de encontrarlo.

Tenía un apretón de manos firme y una actitud cordial, bajo la que se adivinaba cierta perplejidad.

– Me temo que no sé cuál es el motivo de su visita.

Incómoda, la señora Von dijo:

– Vuelvo a lo mío y los dejo para que hablen. En cuanto a las normas de la casa, no permito la visita de señoritas en las habitaciones de los huéspedes con las puertas cerradas. Si va a estar aquí más de diez minutos, pueden conversar en el salón, que es más adecuado que quedarse de pie en el pasillo.

– Gracias -dije.

– De nada -contestó-. Ya que estoy aquí, voy a ver cómo se encuentra el señor Bowie. No anda muy fino.

– Muy bien -dije-. Ya conozco el camino de salida.

Bajó por la escalera, y yo centré la atención en Downs.

– ¿Prefiere hablar en el salón?

– El conductor del autobús que tomo habitualmente me comentó que alguien andaba preguntando por mí.

– ¿Sólo le dijo eso? Pues lamento haberlo pillado por sorpresa. Le pedí que lo pusiera al corriente.

– Vi una octavilla que decía algo sobre un accidente de coche, pero yo nunca he tenido ninguno.

Tardé unos minutos en recitar la historia, repetida ya tantas veces, sobre el accidente, el proceso y nuestras preguntas sobre lo que él había visto ese día.

Me miró fijamente.

– ¿Cómo me ha encontrado? Yo no conozco a nadie en esta ciudad.

– Fue un golpe de suerte. Repartí las octavillas por el barrio donde se produjo la colisión. Usted debió de ver una de ellas. Incluí una breve descripción, y me telefoneó una mujer para decirme que lo había visto a usted en la parada de autobús frente al City College. Llamé a la compañía de autobuses, me dieron el número de la línea y después charlé con el conductor. Fue él quien me dio su nombre y dirección.

– ¿Se ha tomado tantas molestias por algo que ocurrió hace siete meses? Parece mentira. ¿Por qué ahora, después de tanto tiempo?

– La demanda no se presentó hasta hace poco -contesté-. ¿Le supone a usted esto algún trastorno? Porque no era ésa mi intención. Sólo quiero hacerle unas preguntas sobre el accidente para averiguar qué ocurrió y de quién fue la culpa. Eso es todo.

Pareció recomponerse y cambiar de actitud.

– No tengo nada que decir. Han pasado meses.

– Tal vez pueda refrescarle la memoria.

– Lo siento, pero tengo cosas que hacer. Quizás otro día.

– No nos llevará mucho tiempo. Sólo unas preguntas rápidas y no lo molestaré más. Por favor.

Tras un silencio, accedió:

– Bien, pero no recuerdo gran cosa. No parecía nada importante, ni siquiera en aquel momento.

– Lo entiendo -respondí-. No sé si se acuerda, pero sucedió el jueves anterior al puente de Los Caídos.

– Sí, algo así.

– ¿Volvía a casa del trabajo?

Vaciló.

– ¿Y eso qué más da?

– Sólo intento formarme una idea de la secuencia de los acontecimientos.

– Pues sí, volvía del trabajo, eso mismo. Esperaba el autobús y, cuando levanté la vista, vi salir del aparcamiento del City College un coche blanco con una joven al volante, dispuesta a girar a la izquierda.

Se interrumpió, como si midiera sus respuestas para ofrecer la menor cantidad de información posible sin que se notara demasiado.

– ¿Y el otro coche?

– La furgoneta venía de Capillo Hill.

– E iba en dirección este -añadí. Intentaba animarlo a contestar sin inducir respuestas concretas. No quería que se limitara a devolverme la información que yo apuntaba.

– El conductor tenía puesto el intermitente de la derecha y lo vi reducir la marcha.

De pronto se calló. Yo permanecí inmóvil y en silencio, creando uno de esos vacíos en la conversación que normalmente empujan al otro a hablar. Lo observé con avidez, deseando que continuara.

– Antes de que la chica del primer coche completara el giro, el conductor de la furgoneta aceleró y la embistió.

El corazón me dio un vuelco.

– ¿Aceleró? -pregunté.

– Sí.

– ¿ Deliberadamente?

– Eso he dicho.

– ¿Y por qué haría una cosa así? ¿No le pareció extraño?

– No tuve tiempo de pensar en ello. Me acerqué corriendo a ver si podía ayudar. La chica no parecía herida de gravedad, pero la acompañante de la furgoneta, que era una mujer mayor, tuvo más problemas. Se lo vi en la cara. Hice lo que pude, aunque no fue mucho.

– La joven, la señorita Ray, quería darle las gracias por su amabilidad, pero dijo que cuando se dio cuenta, usted ya no estaba.

– Había hecho cuanto podía. Alguien debió de llamar al novecientos once. Oí las sirenas y supe que la ayuda venía de camino. Volví a la parada y, cuando llegó el autobús, me subí. No sé nada más.

– No sabe lo útil que ha sido. Esto es justo lo que necesitábamos. El abogado de la demandada querrá tomar su declaración…

Me miró como si le hubiera dado una bofetada.

– No me había dicho nada de una declaración.

– Creía habérselo mencionado. No es nada especial. El señor Effinger le repetirá todo esto para que conste… El mismo tipo de preguntas…, pero usted no tiene por qué preocuparse de eso ahora. Lo avisarán con tiempo de sobra, y estoy segura de que podrá arreglarlo para que usted no pierda horas de trabajo.

– Yo no he dicho que fuera a prestar testimonio.

– Puede que no sea necesario. Es posible que retiren la demanda o lleguen a un acuerdo, y en ese caso usted quedará al margen.

– Ya he respondido a sus preguntas. ¿No basta con eso?

– Mire, ya sé que es una lata. A nadie le gusta verse envuelto en estas cosas. Puedo pedirle que lo llame por teléfono.

– No tengo teléfono. La señora Von no es muy fiable a la hora de transmitir los mensajes.

– ¿Qué le parece si le doy el número del señor Effinger y se pone usted en contacto con él? Así podrá hacerlo cuando mejor le vaya. -Saqué mi libreta y anoté el nombre y el número de la oficina de Effinger-. Lamento el malentendido -me disculpé-. Debería haber sido más clara. Como le he indicado, existe la posibilidad de que se resuelva el asunto. Incluso si presta testimonio, el señor Effinger le simplificará las cosas al máximo. Eso se lo prometo.

Cuando arranqué la hoja y se la entregué, le vi la mano derecha. Tenía un tosco tatuaje en el pliegue entre el pulgar y el índice. Un contorno rojo rodeaba aquella parte, como carmín deslucido con el tiempo. En el pulgar destacaban dos puntos negros, uno a cada lado del nudillo. De inmediato me indujo a pensar en la cárcel, lo que acaso explicase su actitud. Si había tenido problemas con la justicia en el pasado, era comprensible que ahora se mostrara evasivo.

Se llevó la mano al bolsillo.

Aparté la mirada, simulando interés en la decoración.

– Un sitio interesante. ¿Cuánto hace que vive aquí?

Cabeceó.

– No tengo tiempo para charlar.

– No se preocupe. Gracias por su tiempo.

En cuanto llegué a mi mesa de despacho llamé al bufete de Lowell Effinger, que estaba cerrado por el fin de semana. Saltó el contestador y dejé un mensaje para Geneva Burt, en el que le daba el nombre y la dirección de Melvin Downs.

– No lo retrasen. Ese hombre parece nervioso. Si no ha telefoneado el lunes a primera hora, hablen con su casera, la señora Von. Es una mujer de armas tomar y lo llamará a capítulo.

Dejé el número del despacho de Juanita Von.

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