Capítulo 3

Solana

Seis semanas después de que la Otra dejara su empleo, también ella notificó su renuncia. Fue una especie de graduación. Había llegado el momento de despedirse de su trabajo de vulgar auxiliar de clínica e iniciar la carrera de enfermera recién diplomada. Aunque nadie más lo sabía, en el mundo existía ahora una nueva Solana Rojas, que llevaba una vida paralela en la misma comunidad. Algunos consideraban Santa Teresa una ciudad pequeña, pero Solana sabía que podía poner en práctica sus planes sin grandes riesgos de encontrarse con su tocaya. Ya lo había hecho antes con una facilidad sorprendente.

Había solicitado dos tarjetas de crédito nuevas a nombre de Solana Rojas dando su propia dirección. A su manera de ver, utilizar la licencia profesional y el crédito bancario de la Otra no era una conducta fraudulenta. Ni se le ocurriría comprar algo sin intención de pagarlo. Nada más lejos. Hacía frente a sus facturas en cuanto llegaban. Aunque se quedara en números rojos, era puntual a la hora de extender sus talones recién impresos y enviarlos. No podía permitirse retrasos en el pago porque sabía que si remitían una factura a una agencia de morosos, existía el riesgo de que su duplicidad saliera a la luz, y eso no le convenía. Ningún borrón debía empañar el nombre de la Otra.

La única pega que veía era que la Otra tenía una letra muy personal y una firma imposible de imitar. Solana lo había intentado, pero no conseguía dominar sus descuidados garabatos. Temía que un dependiente, por exceso de celo, comparase su firma con la firma en miniatura reproducida en el carnet de la Otra. Para evitar preguntas, llevaba una muñequera en el bolso y se la ponía en la muñeca derecha antes de comprar. Así podía decir que padecía el síndrome del túnel carpiano, lo que le granjeaba la compasión de los demás en lugar de desconfianza por su torpe aproximación a la firma de la otra.

Aun así, una vez pasó por una situación difícil en unos grandes almacenes del centro. Para concederse un capricho, se compró un juego de sábanas, una colcha y dos almohadas de pluma, que llevó al mostrador del departamento de ropa del hogar. La dependienta marcó el precio de los artículos en la caja registradora y, cuando miró el nombre en la tarjeta de crédito, alzó la vista sorprendida.

– No me lo puedo creer. Acabo de atender a una Solana Rojas hace menos de diez minutos.

Solana sonrió y quitó importancia a la coincidencia.

– Eso pasa continuamente. En la ciudad, somos tres las que tenemos el mismo nombre y apellido. Todos nos confunden.

– Me lo imagino -dijo la dependienta-. Debe de ser un incordio.

– No, en realidad no es para tanto, aunque a veces resulta algo cómico.

La vendedora echó un vistazo a la tarjeta de crédito y, con tono amable, preguntó:

– ¿Puede enseñarme un documento de identidad?

– Por supuesto -contestó Solana.

Abrió el bolso y, con cierto teatro, revolvió el contenido. De pronto tomó conciencia de que no se atrevía a enseñar el carnet de conducir robado cuando la Otra acababa de estar allí. A esas alturas, la Otra tendría ya un nuevo carnet. Si lo había empleado para identificarse, la dependienta vería el mismo por segunda vez.

Dejó de hurgar en el bolso.

– ¡Dios santo! -exclamó con fingida perplejidad-. Ha desaparecido el billetero. No sé dónde puedo haberlo dejado.

– ¿Ha hecho alguna otra compra antes de venir aquí?

– Pues… ahora que lo dice, sí. Recuerdo que he sacado el billetero y lo he puesto en el mostrador mientras compraba unos zapatos. Seguro que he vuelto a cogerlo, porque he sacado la tarjeta de crédito, pero después debo de habérmelo olvidado.

La dependienta alargó el brazo hacia el teléfono.

– Con mucho gusto preguntaré en el departamento de zapatería. Seguro que lo han guardado.

– Pero es que no ha sido aquí. Antes he entrado en otra tienda de esta misma calle. Bueno, da igual. ¿Le importaría apartarme esto? Vendré a recogerlo y pagarlo en cuanto haya recuperado el billetero.

– No hay problema. Dejaré su compra aquí mismo.

– Gracias. Muy agradecida.

Salió de los almacenes y dejó allí la ropa de cama, que al final compró en unas galerías comerciales a varios kilómetros del centro. Lo sucedido la asustó más de lo que estaba dispuesta a admitir. Dio muchas vueltas al asunto en los días posteriores y, al final, decidió que era mucho lo que había en juego como para correr riesgos. Acudió al registro civil y pidió un duplicado de la partida de nacimiento de la Otra. Luego fue a la jefatura de tráfico y solicitó el carnet de conducir, a nombre de Solana Rojas, dando su propia dirección en Colgate. Se acogió al razonamiento de que sin duda había más de una Solana Rojas en el mundo, igual que había más de un John Smith. Explicó al funcionario que su marido había muerto y ella acababa de aprender a conducir. Tuvo que someterse a un examen teórico y pasar por el trámite de la prueba práctica con un examinador muy riguroso, pero aprobó los dos sin mayor problema. Firmó las instancias y se hizo la fotografía; a cambio, recibió un carnet provisional hasta que se formalizara el definitivo en Sacramento y se lo enviaran por correo.

Una vez resuelto eso, le quedaba por resolver otro asunto, quizá de carácter más pragmático. Tenía dinero, pero no quería utilizarlo para mantenerse. Guardaba unos ahorrillos secretos por si un día decidía desaparecer -cosa que, como bien sabía, ocurriría tarde o temprano-, pero necesitaba unos ingresos regulares. Al fin y al cabo, tenía bajo su cargo a su hijo Tiny. Era vital encontrar trabajo. Con ese objetivo, llevaba semanas rastreando las ofertas de empleo día tras día, de momento sin suerte. Había más anuncios para operarios, mujeres de la limpieza y jornaleros que para profesionales sanitarios, y la contrarió lo que eso implicaba. Se había esforzado mucho para llegar a donde estaba, y, por lo visto, en esos momentos escaseaba la demanda para sus servicios.

Dos familias pedían una niñera interna. Uno de los anuncios exigía experiencia con bebés y el otro mencionaba a un niño en edad preescolar. En ambos casos, según decían, la madre trabajaba fuera de casa. ¿Qué clase de persona abría la puerta a alguien sin más méritos que saber leer? Las mujeres habían perdido el sentido común. Se comportaban como si estuvieran por encima de la maternidad, como si ésta fuera una tarea trivial que podía delegarse en la primera desconocida que cruzase la puerta de la calle. ¿Acaso no contemplaban la posibilidad de que un pederasta consultase el periódico por la mañana y se instalase cómodamente con su nueva víctima al final del día? Toda esa atención dedicada a las referencias y los controles de antecedentes era absurda. Esas mujeres estaban desesperadas y recurrían a cualquiera con buenos modales y una presencia medianamente aceptable. Si Solana hubiera tenido intención de trabajar largas jornadas por poco dinero, ella misma se habría presentado a alguno de esos empleos. En sus circunstancias, aspiraba a algo mejor.

Debía pensar en Tiny. Los dos compartían el modesto apartamento desde hacía casi diez años. Su hijo era objeto de muchas discusiones entre sus hermanos, que lo consideraban un muchacho consentido, irresponsable y manipulador. Su nombre real era Tomasso. Después de traer al mundo a un bebé de seis kilos, Solana sufrió una infección en sus partes íntimas, que puso fin tanto a su deseo de tener más hijos como a su capacidad de dar a luz. Era una preciosidad de bebé, pero el pediatra que lo examinó al nacer dijo que era deficiente. Solana no recordaba ya el término exacto que el médico empleó y, en todo caso, no dio la menor importancia a sus agoreras palabras. A pesar del tamaño de su hijo, su llanto era débil y lastimero. Era un niño apático, lento de reflejos y con escaso control muscular. Tenía dificultades para mamar y tragar, lo que le causó trastornos nutricionales. El médico le dijo que el niño estaría mejor atendido en una institución, donde lo cuidarían personas habituadas a los niños como él. Ella se negó en redondo. El niño la necesitaba. Era la luz y la alegría de su vida y, si tenía problemas, ya encontraría ella la manera de afrontarlos.

Antes de la primera semana de vida, uno de los hermanos de Solana lo había apodado ya Tiny, «pequeñín», y ése fue el nombre que le quedó. Ella, para sí, lo llamaba afectuosamente «Tonto», mote que le parecía apropiado. Como el Tonto en las viejas películas del Oeste, era su sombra, un compañero leal. Ahora era ya un hombre de treinta y cinco años, chato, de ojos hundidos y rostro aniñado. Moreno, llevaba el pelo peinado hacia atrás y recogido en una coleta que dejaba a la vista unas orejas caídas, situadas muy por debajo de lo normal. No fue un niño fácil, pero Solana le había dedicado su vida.

Cuando Tiny llegó al equivalente a sexto en educación especial, pesaba ochenta kilos y tenía un certificado médico que lo eximía de las clases de gimnasia. Era hiperactivo y agresivo, propenso a las rabietas y a los arrebatos destructivos a la menor frustración. En primaria y secundaria, su rendimiento había sido bajo porque padecía un trastorno del aprendizaje que le dificultaba la lectura. Más de un asesor escolar insinuó que era un poco retrasado, pero Solana se lo tomó a risa. Si le costaba concentrarse en clase, ¿qué culpa tenía él? La responsable era la maestra por no hacer mejor su trabajo. En verdad tenía cierta dificultad con el habla, pero ella lo entendía perfectamente. Había repetido dos veces -cuarto y octavo curso- y al final dejó los estudios durante el primer año de instituto, el día que cumplió dieciocho años. Sus intereses eran limitados, y esto, unido a su tamaño, le impidió encontrar un empleo fijo; o, más bien, cualquier clase de empleo. Era fuerte y útil, pero en realidad no estaba hecho para el trabajo. Ella era su único medio de subsistencia, y eso ya les iba bien a los dos.

Pasó la página y consultó la sección de «Ayuda doméstica». En una primera ojeada no vio el anuncio, pero algo la indujo a examinarlos todos otra vez. Allí estaba, casi al principio, un anuncio de diez líneas solicitando una enfermera privada a tiempo parcial para ocuparse de una paciente con demencia senil que necesitaba cuidados especializados. «Formal, digna de confianza, con medio de transporte propio», rezaba el anuncio. Ni una palabra sobre la honradez. Incluía una dirección y un número de teléfono. Vería qué podía averiguar antes de presentarse a la entrevista. Quería tener la oportunidad de evaluar la situación por adelantado para decidir si le valía la pena.

Cogió el teléfono y marcó el número.

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