Capítulo 2

2 de Diciembre de 1987

Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada en la pequeña ciudad de Santa Teresa, en el sur de California, a doscientos cincuenta kilómetros al norte de Los Ángeles. Tocaba a su fin 1987, un año en que, según los análisis del índice de delincuencia realizados por el Departamento de Policía de Santa Teresa, se habían cometido 5 homicidios, 10 atracos a bancos, 98 allanamientos de morada, 309 detenciones por robo de vehículos y 514 por hurtos en establecimientos comerciales, todo ello en una población de 85.102 habitantes, excluyendo Colgate al norte de la ciudad y Montebello al sur.

En California era invierno, lo que significaba que el día declinaba a las cinco de la tarde. A esa hora empezaban a encenderse las luces por toda la ciudad. Las chimeneas de gas estaban ya en marcha y llamas azules se enroscaban en torno a las pilas de troncos falsos. En algún lugar de la ciudad se percibía el tenue aroma de leña auténtica quemada. En Santa Teresa crecen pocos árboles de hoja caduca, así que no padecemos esa triste imagen de las ramas desnudas recortándose contra el cielo gris de diciembre. El césped, las hojas y los arbustos seguían verdes. Los días eran lúgubres, pero manchas de color salpicaban el paisaje: las buganvillas magenta y asalmonadas que florecían durante todo diciembre y hasta febrero. El océano Pacífico estaba frío como el hielo -gris, en continuo movimiento-, y sus playas, desiertas. Durante el día las temperaturas caían por debajo de los diez grados. Todos llevábamos jerséis gruesos y nos quejábamos del tiempo.

A pesar del número de delitos cometidos en Santa Teresa, yo atravesaba una etapa de poco trabajo. La época del año parecía disuadir a los delincuentes de cuello blanco. Posiblemente los desfalcadores andaban ocupados en las compras navideñas, gastando el dinero extraído de las cajas de sus respectivas empresas. Los fraudes en bancos comerciales e hipotecarios iban a la baja, y los timadores del tele marketing vivían momentos de apatía e indiferencia. Por lo visto, ni siquiera los cónyuges al borde del divorcio tenían un ánimo combativo, presintiendo quizá que las hostilidades podían alargarse hasta la primavera. Como de costumbre, continuaba dedicándome a la búsqueda de documentos en los archivos de los registros civiles, pero apenas me llamaban para algo más. Sin embargo, como los pleitos son siempre una modalidad de deporte en pista cubierta muy popular, mantenía cierto nivel de actividad como agente notificador del juzgado, para lo cual disponía de licencia en el condado de Santa Teresa. El trabajo me obligaba a recorrer muchos kilómetros en coche, pero no era agotador y me proporcionaba dinero suficiente para pagar las facturas. Aunque sabía que el periodo de calma no duraría, jamás habría adivinado lo que se avecinaba.

A las ocho y media de la mañana del lunes 7 de diciembre cogí el bolso, la americana y las llaves de mi coche y salí de casa camino de la oficina. Me había saltado mis habituales cinco kilómetros de jogging, incapaz de obligarme a hacer ejercicio en la oscuridad previa al amanecer. Con lo acogedora que era mi cama, ni siquiera me sentía culpable. Al cruzar la verja, el tranquilizador chirrido de las bisagras se vio ahogado por un corto gemido. Al principio pensé: «Gato, perro, bebé, televisor». Ninguna de las posibilidades describía con precisión aquel lamento. Me detuve, escuché con atención, pero sólo oí los acostumbrados ruidos del tráfico. Seguí adelante, y acababa de llegar al coche cuando oí otra vez el gemido. Volví sobre mis pasos, abrí la verja y me dirigí al jardín posterior. Nada más doblar la esquina apareció mi casero. Henry tiene ochenta y siete años y es dueño de la casa a la que está adosado mi estudio. Su consternación era evidente.

– ¿Qué ha sido eso?

– Ni idea. Acabo de oírlo mientras salía por la verja.

Nos quedamos allí inmóviles, escuchando los habituales sonidos que se oían en el barrio por la mañana. Durante un minuto largo no se oyó nada, y luego empezó otra vez. Ladeé la cabeza como un cachorro, agucé el oído para localizar de dónde procedía, que sin duda estaba cerca.

– ¿Gus? -pregunté.

– Es posible. Espera un momento. Tengo una llave de su casa.

Mientras Henry regresaba a la cocina para buscar la llave, recorrí los pocos pasos que separaban su propiedad de la casa contigua, donde vivía Gus Vronsky. Al igual que Henry, Gus se acercaba a los noventa años, pero todo lo que Henry tenía de perspicaz, Gus lo tenía de adusto. Se había granjeado la merecida fama de cascarrabias del barrio, la clase de individuo que avisaba a la policía si consideraba que un vecino tenía el volumen del televisor demasiado alto o el césped demasiado crecido. Llamaba al Departamento de Control de Animales para denunciar a perros que ladraban, perros perdidos y perros que dejaban deposiciones en su jardín. Llamaba al ayuntamiento para asegurarse de que cualquier obra menor -cercas, patios, cambios de ventanas, reparaciones en tejados- contaba con los permisos correspondientes. Sospechaba que la mayoría de las cosas que hacían los demás eran ilegales, y allí estaba él para enmendarles la plana. Ignoro si le preocupaban las normas y los reglamentos o si, más bien, le gustaba armar alboroto. Y si de paso conseguía indisponer a dos vecinos entre sí, tanto mejor para él. El entusiasmo que ponía a la hora de causar problemas era seguramente lo que lo había mantenido con vida tantos años. Yo no había tenido ningún roce con él, pero sabía de mucha gente que sí lo había sufrido. Henry lo toleraba pese a haber sido víctima de molestas llamadas telefónicas en más de una ocasión.

Desde que yo vivía en la casa de al lado, hacía ya siete años, había visto cómo la edad doblaba a Gus casi hasta romperlo. En su día fue un hombre alto, pero ahora tenía los hombros caídos y el pecho hundido y su espalda formaba una C, como si llevara al cuello una cadena invisible prendida de una bola que arrastraba entre las piernas. Todo esto desfiló por mi cabeza durante el breve momento que Henry tardó en regresar con un juego de llaves en la mano.

Juntos cruzamos el jardín de Gus y subimos por los escalones del porche. Henry golpeteó el cristal de la puerta.

– ¿Gus? ¿Estás bien?

Ahora el gemido fue inconfundible. Henry abrió la puerta con la llave y entramos. La última vez que vi a Gus, hacía unas tres semanas, estaba en su jardín reprendiendo a dos niños de nueve años por practicar ollies con el monopatín en la calle delante de su casa. Es verdad que hacían mucho ruido, pero a mí me pareció que tenían una paciencia y una destreza notables. También pensé que era mejor que emplearan sus energías aprendiendo a dominar el kick flip que ensuciando ventanas con jabón o volcando cubos de basura, que es como se entretenían los chicos en mis tiempos.

Vi a Gus medio segundo después que Henry. El anciano se había caído. Yacía sobre el costado derecho y estaba blanco como el papel. Tenía el hombro dislocado y la cabeza del húmero se había salido de su cavidad. Bajo la camiseta sin manga, la clavícula descollaba como un retoño de ala. Gus tenía los brazos muy delgados y la piel tan translúcida que pude ver cómo las venas se le bifurcaban por los omóplatos. Los hematomas de color azul oscuro indicaban lesiones de ligamentos o tendones que sin duda tardarían en curar.

Sentí una punzada de dolor, como si yo misma hubiese padecido la lesión. He matado en tres ocasiones, pero siempre en defensa propia, y en ninguno de los casos he experimentado la misma aprensión que ante huesos salidos y otras formas visibles de sufrimiento. Henry se arrodilló junto a Gus e intentó ayudarlo a levantarse, pero desistió al oír el penetrante alarido del anciano. Advertí que a Gus se le había desprendido un audífono y estaba en el suelo fuera de su alcance.

Localicé un teléfono negro antiguo, con disco de marcación, en una rinconera al lado del sofá. Marqué el 911 y me senté, con la esperanza de que remitiera el repentino zumbido en mi cabeza. Cuando me atendió la telefonista, le expliqué el problema y pedí una ambulancia. Le di la dirección y, en cuanto colgué, me acerqué a Henry, en el extremo opuesto de la sala.

– Ha dicho que entre siete y diez minutos. ¿Podemos hacer algo por él entretanto?

– Busca una manta para abrigarlo. -Henry examinó mi rostro-. ¿Y tú cómo estás? No tienes buena cara.

– Estoy bien. No te preocupes. Ahora vuelvo.

La distribución de la casa de Gus era una réplica de la de Henry, así que no me costó encontrar el dormitorio. Aquello era una leonera: la cama sin hacer, ropa tirada por todas partes. Había una cómoda antigua y un chifonier llenos de trastos. La habitación olía a moho y a bolsas de basura rebosantes. Aparté una colcha de un rebujo de sábanas y volví a la sala.

Henry tapó a Gus con cuidado, procurando no tocarle las heridas.

– ¿Cuándo te has caído?

Gus dirigió una mirada de dolor a Henry. Tenía los ojos azules y los párpados inferiores le colgaban tanto como a un sabueso.

– Anoche. Me quedé dormido en el sofá. A eso de las doce me levanté para apagar el televisor y me caí. No recuerdo cómo. Estaba de pie y de pronto me vi en el suelo.

Hablaba con voz ronca y débil. Mientras Henry conversaba con él, entré en la cocina y llené un vaso de agua del grifo. Me propuse abstraerme de lo que tenía ante los ojos, ya que el estado de la cocina era aún peor que el de las otras habitaciones que había visto. ¿Cómo podía alguien vivir en medio de semejante inmundicia? En una rápida inspección de los cajones descubrí que no había a mano un solo paño limpio. Antes de regresar a la sala, abrí la puerta de atrás y la dejé entornada con la esperanza de que el aire fresco disipara el olor acre que flotaba por toda la casa. Le di el vaso de agua a Henry y lo observé sacar un pañuelo limpio del bolsillo. Lo empapó y humedeció con él los labios resecos de Gus.

Al cabo de tres minutos, oí el agudo ululato de la sirena de la ambulancia al entrar en nuestra calle. Me acerqué a la puerta y vi al conductor aparcar en doble fila y salir con los dos auxiliares que viajaban en la parte posterior. Detrás se detuvo un vehículo rojo de la brigada de bomberos, del que también se apeó personal médico de emergencia. Las luces destellaban a un ritmo extrañamente sincopado, un tartamudeo en rojo. Abrí la puerta a los cinco auxiliares, tres hombres y dos mujeres, en camisa azul con insignias en las mangas. El primero acarreaba el equipo, de entre cinco y ocho kilos, incluido un electrocardiógrafo, un desfibrilador y un oxímetro de pulso. Una mujer llevaba una mochila con un botiquín de primeros auxilios, que, como yo sabía, contenía fármacos y un dispositivo intubador.

Después de ir a cerrar la puerta de atrás, salí al porche delantero y esperé mientras los auxiliares llevaban a cabo su trabajo. La suya era una tarea en la que pasaban la mayor parte del tiempo de rodillas. Por la puerta abierta oía el reconfortante murmullo de las preguntas y las trémulas respuestas de Gus. Yo no quería estar presente cuando llegara el momento de moverlo. Un grito más, y tendrían que atenderme a mí también.

Poco después Henry se reunió conmigo y los dos nos retiramos a la calle. Había vecinos dispersos por la acera, atentos ante aquella emergencia de causas desconocidas. Henry charlaba con Moza Lowenstein, que vivía a dos casas. Como la vida de Gus no corría peligro, podíamos hablar sin la sensación de estar faltando al respeto. Tardaron otros quince minutos en colocar a Gus en la parte trasera de la ambulancia. Para entonces tenía puesto un gotero.

Henry consultó con el conductor, un hombre de treinta y tantos años, robusto y de cabello oscuro, que nos dijo que trasladaban a Gus al servicio de urgencias del hospital de Santa Teresa, que la mayoría de nosotros llamábamos cariñosamente «St. Terry».

Henry dijo que los seguiría en su coche.

– ¿Vienes?

– No puedo. Tengo trabajo. ¿Me llamará después?

– Claro. Te llamaré en cuanto sepa algo.

Cuando la ambulancia se marchó y Henry salió del camino de acceso marcha atrás, subí a mi coche.

De paso, me detuve en el bufete de un abogado y recogí una orden de comparecencia que notificaba a un progenitor sin custodia que se había solicitado una modificación de la pensión de alimentos. El ex marido era un tal Robert Vest, en quien yo pensaba ya cariñosamente como «Bob». Nuestro Bob era un asesor tributario autónomo que trabajaba desde su casa en Colgate. Consulté la hora y, como apenas pasaba de las diez, me dirigí hacia allí con la esperanza de encontrarlo en su mesa.

Localicé la casa y reduje un poco la velocidad al pasar por delante; luego di media vuelta y aparqué en la acera de enfrente. Tanto el camino de acceso como la plaza de aparcamiento estaban vacíos. Puse los papeles en mi bolso, crucé y subí los peldaños del porche. El periódico de la mañana estaba en el felpudo, lo cual parecía indicar que Bobby aún no se había levantado. Tal vez se había acostado tarde la noche anterior. Llamé a la puerta y esperé. Pasaron dos minutos. Volví a llamar, con mayor insistencia. Tampoco hubo respuesta. Me desplacé un poco a la derecha y eché un rápido vistazo por la ventana. Más allá de la mesa del comedor se veía la cocina a oscuras. La casa tenía el aspecto lúgubre propio de un lugar vacío. Regresé a mi coche, anoté la fecha y la hora del intento y me fui a la oficina.

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