Capítulo 12

El martes por la mañana, en la oficina, fotocopié la solicitud de Solana Rojas y guardé el original en un sobre al que puse la dirección de Melanie. El anticipo de quinientos dólares era lo que solía cobrar por un día de trabajo, así que, en interés de ambas, decidí concentrarme en ello de inmediato y sacarle el máximo provecho posible al dinero.

Sentada ante mi escritorio, examiné la solicitud de Solana, que incluía el lugar y la fecha de nacimiento y los números de la Seguridad Social, del carnet de conducir y de la licencia de enfermera. En su dirección de Colgate constaban las señas de un apartamento, pero yo no conocía la calle. Tenía sesenta y cuatro años y gozaba de buena salud. Divorciada, sin hijos menores a su cargo. Había obtenido el diploma de estudios universitarios generales en el City College de Santa Teresa en 1970, lo que significaba que había vuelto a estudiar a los cuarenta y tantos años. Había pedido plaza para la escuela de enfermería, pero la lista de espera era tan larga que tardó otros dos años en ser aceptada. Dieciocho meses después, tras completar los tres semestres preceptivos en el currículo de enfermería, ya tenía su título.

Estudié su historial profesional y me fijé en que incluía varios empleos como enfermera privada. El más reciente, durante un periodo de diez meses, había sido en una clínica de reposo, donde sus obligaciones abarcaban la aplicación y el cambio de vendas, la colocación de catéteres, irrigaciones, enemas, extracción de muestras para análisis clínicos y administración de medicamentos. Según el historial, cobraba ocho dólares y medio la hora. Ahora pedía nueve. Bajo el encabezamiento «Antecedentes» afirmaba que nunca había sido declarada culpable de un delito, que en ese momento no estaba en espera de juicio por un delito penal y que nunca había cometido un acto violento en el lugar de trabajo. Eso era una buena noticia, desde luego.

En la lista de empleos, empezando por el presente y retrocediendo en el tiempo, se incluían direcciones, números de teléfono y, cuando correspondía, nombres de los supervisores. Vi que las fechas de empleo constituían una progresión ininterrumpida desde el año de su titulación. De los pacientes ancianos que había atendido como enfermera privada, cuatro habían ingresado después en residencias de la tercera edad con carácter permanente, tres habían muerto y dos se habían recuperado lo suficiente para volver a vivir sin ayuda. Había adjuntado fotocopias de dos cartas de recomendación que decían poco más o menos lo que cabía esperar: bla, bla, bla, responsable; bla, bla, bla, competente.

Busqué el número del City College y pedí a la telefonista que me pusiera con la secretaría de la universidad. La mujer que atendió la llamada estaba acatarrada y el hecho de atender el teléfono le provocó un acceso de tos. Esperé mientras se esforzaba por controlar el ataque. La gente no debería ir al trabajo cuando está resfriada. Probablemente se enorgullecía de no faltar ni un día mientras los demás a su alrededor contraían las mismas enfermedades de las vías respiratorias superiores y agotaban su permiso por enfermedad anual.

– Disculpe. ¡Uf! Lo siento. Soy la señora Henderson.

Le di mi nombre y le expliqué que estaba verificando los antecedentes de Solana Rojas en relación con un contrato de trabajo. Deletreé el nombre y le di la fecha en que había obtenido el título de enfermera en el City College.

– Sólo necesito que me confirme si esta información es exacta.

– ¿Puede esperar un momento?

– Claro -contesté.

Mientras yo escuchaba villancicos, la mujer debió de coger una pastilla para la tos, porque cuando volvió al aparato, oí el ruido de la gragea contra los dientes.

– No estamos autorizados a dar información por teléfono. Tendrá que presentar su solicitud en persona.

– ¿No puede darme siquiera un simple sí o no?

Hizo una pausa para sonarse la nariz, una operación desagradablemente húmeda acompañada de un graznido.

– Exacto. Debemos atenernos a una política de protección de datos personales de los estudiantes.

– ¿Qué tiene esto de personal? Esa mujer busca trabajo.

– Eso dice usted.

– ¿Por qué habría de mentir sobre algo así?

– No lo sé, querida. Eso tendrá que explicármelo usted.

– Pero ¿y si tengo su firma en una solicitud de empleo, autorizando la verificación de su historial académico y profesional?

– Un momento -dijo molesta. Tapó el micrófono con la palma de la mano y, en susurros, habló con alguien a su lado-. Siendo así, no hay problema. Traiga la solicitud. Haré una copia y la presentaré junto con la instancia.

– ¿Puede sacar el expediente para ganar tiempo y tener la información a mano cuando yo llegue?

– No estoy autorizada a hacer eso.

– Bien, y una vez que esté ahí, ¿cuánto tardarán?

– Cinco días hábiles.

Me irrité, pero supe que no servía de nada discutir. Seguramente iba dopada a base de fármacos contra el resfriado y tenía ganas de hacerme callar. Le di las gracias por la información y colgué.

Puse una conferencia con el Colegio de Enfermeras y Técnicos Psiquiátricos de Sacramento. El empleado que me atendió se mostró servicial: mis dólares de contribuyente en acción. La licencia de Solana Rojas estaba en vigor y nunca había sido objeto de sanciones ni demandas. El hecho de que tuviera una licencia significaba que había completado satisfactoriamente los cursos de enfermería en algún sitio; aun así, tendría que ir hasta el City College para confirmarlo. No encontraba ninguna razón por la que a alguien se le ocurriría falsificar los detalles de su titulación, pero Melanie me había pagado por un tiempo y no quería escatimárselo.

Me acerqué al juzgado y examiné los documentos públicos. Tras comprobar el archivo penal, civil, de delitos menores y público (éste incluía los casos civiles generales, de familia, testamentarios y penales), no vi ninguna condena penal ni demanda presentada por ella o contra ella. Para cuando llegué al City College tenía la casi total certeza de que la mujer era tal como se mostraba.

Aminoré la marcha y me detuve en la caseta de información del campus.

– ¿Puede decirme dónde está la secretaría?

– En el edificio de administración, ahí mismo -contestó la mujer señalando la estructura situada justo delante.

– ¿Y dónde aparco?

– Por la tarde no hay restricciones. Puede aparcar donde quiera.

– Gracias.

Ocupé la primera plaza libre que encontré y, tras apearme, cerré el coche con llave. Desde aquella altura se veía el Pacífico por detrás de los árboles, pero el mar estaba gris y el horizonte oscurecido por la bruma. Con el cielo todavía encapotado, el día parecía más frío. Me colgué el bolso al hombro y crucé los brazos para darme calor.

El estilo arquitectónico de casi todos los edificios del campus era sencillo, una funcional mezcla de estuco color crema, rejas de hierro forjado y tejas rojas. Los eucaliptos proyectaban sombras moteadas sobre la hierba y una suave brisa agitaba las frondas de las palmeras que se alzaban por encima de la calle. Había en uso seis u ocho aulas provisionales mientras se ampliaban las instalaciones.

Me resultó extraño pensar que en su día estuve matriculada allí. Después de tres semestres, me di cuenta de que no estaba hecha para los estudios, ni siquiera a los niveles más bajos. Debería haberme conocido mejor. El instituto había sido un suplicio. Inquieta, me distraía con facilidad y me interesaba más fumar porros que estudiar. No sé qué creía que iba a hacer con mi vida, pero esperaba sinceramente no tener que ir a la universidad, lo que descartaba medicina, odontología y derecho, junto con otras innumerables profesiones que no me atraían en absoluto. Me daba cuenta de que sin un título universitario casi ninguna empresa me aceptaría como presidenta. Una verdadera lástima. Sin embargo, si entendía bien la Constitución, mi falta de educación no me excluía como candidata a la presidencia de Estados Unidos, cuyo único requisito era haber nacido en el país y tener al menos treinta y cinco años. ¿No era una perspectiva apasionante?

Entre los dieciocho y los diecinueve años pasé por sucesivos empleos, todos del más bajo nivel, aunque en la mayoría de ellos yo habría sido incapaz de superar ese nivel. Cumplidos los veinte, por razones que ahora no recuerdo, presenté una solicitud en el Departamento de Policía de Santa Teresa. Para entonces había entrado en razón, aburrida ya tanto de la droga como de los trabajos de poca monta. Dicho de otro modo, ¿cuántas veces podía una volver a doblar la misma pila de jerséis en el departamento de ropa deportiva de Robinson's? El nivel salarial era lamentable, incluso para alguien como yo. Descubrí que si a una le interesaban los sueldos bajos, en las librerías eran inferiores a los de las tiendas de ropa, en las que los horarios eran peores. Lo mismo podía aplicarse al trabajo de camarera, que, resultó, exigía más habilidad y sutileza de las que yo poseía. Necesitaba un desafío y quería comprobar hasta dónde me llevaba mi astucia callejera.

Por un milagro, superé el proceso de selección del Departamento, aprobé el examen escrito, el examen de agilidad física, el control médico y de sustancias prohibidas y otras varias entrevistas y pruebas. Alguien debió de ser un tanto laxo en sus responsabilidades. Pasé veintiséis semanas en la Academia de Instrucción de Policía, que fue lo más duro que había hecho en mi vida. Después de graduarme, serví como agente durante dos años y al final descubrí que trabajar en el seno de una burocracia no era lo mío. Mi posterior paso, un periodo de aprendizaje con una agencia de investigadores privados, demostró ser la combinación idónea de libertad, flexibilidad y arrojo.

Cuando concluí ese momentáneo paseo por los vericuetos de la memoria, había entrado ya en el edificio de administración. El amplio pasillo era muy luminoso, aunque la luz que entraba a raudales por las ventanas era fría. Se veían adornos navideños aquí y allá, y la ausencia de estudiantes me indujo a pensar que ya se habían ido de vacaciones. No recordaba que el lugar transmitiera una sensación tan agradable, pero sin duda eso se debía a mi actitud en aquella época.

Entré en la secretaría y pregunté a la mujer de recepción por la señora Henderson.

– La señora Henderson se ha ido ya a casa. ¿Puedo ayudarla en algo?

– Pues eso espero -contesté. Sentí en los labios la emoción de la mentira-. He hablado con ella hace una hora y me ha dicho que sacaría cierta información de los expedientes estudiantiles. He venido a buscarla. -Puse la solicitud de Solana en el mostrador y señalé su firma.

La mujer frunció un poco el entrecejo.

– No sé qué decirle. Eso no parece propio de Betty. No me ha dicho nada.

– ¿Ah, no? Vaya. Con lo enferma que estaba, probablemente se le ha pasado. Pero ya que estoy aquí, ¿no podría consultar los archivos usted misma?

– Supongo que sí, aunque tardaré un poco. No conozco los archivos tan bien como ella.

– No importa. No hay prisa. Se lo agradecería.

Al cabo de siete minutos, tenía la confirmación que necesitaba. Lamentablemente, no pude sonsacarle ningún dato más. Pensé que si Solana era una estudiante mediocre, un posible jefe tenía derecho a saberlo. Como decía una amiga mía: «En un avión, más vale que el perro detector de bombas no haya sido el último de su promoción».

Regresé al coche y saqué la guía de los condados de Santa Teresa y San Luis Obispo. Tenía la dirección de la última residencia de la tercera edad donde Solana había trabajado, que resultó estar a dos pasos de mi oficina.

Casa del Amanecer era una combinación de clínica de reposo y residencia asistida para la tercera edad, con espacio para cincuenta y dos internos, algunos temporales y otros permanentes. El edificio era una estructura de madera de una sola planta, con una serie de ampliaciones adosadas en forma de alas verticales u horizontales dispuestas al azar como un tablero de Scrabble. El interior estaba decorado con buen gusto, en tonos verde y gris, que eran relajantes sin ser apagados. El árbol de Navidad, aunque artificial, era un ejemplar de denso follaje con luces pequeñas y adornos plateados. Ocho regalos bellamente envueltos habían sido dispuestos sobre una tela de felpa blanca. Sabía que las cajas estaban vacías, pero su sola presencia auguraba sorpresas maravillosas.

Un gran escritorio antiguo ocupaba el lugar de honor en el centro de la alfombra persa. La recepcionista, agraciada y amable, pasaba de sesenta años y se la veía servicial. Debió de pensar que yo tenía un pariente anciano necesitado de alojamiento.

Cuando pregunté por el jefe de personal, me condujo por un laberinto de pasillos hasta el despacho de la subjefa de administración. Por encima del hombro, dijo:

– No tenemos un departamento de personal propiamente dicho, pero la señora Eckstrom puede ayudarla.

– Gracias.

Eloise Eckstrom rondaba mi edad, poco menos de cuarenta años, con gafas y una mata de pelo rojo. Llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de punto de color verde intenso, falda de lana escocesa y zapatos planos. La había pillado con el escritorio desordenado, los cajones vacíos y el contenido repartido por las sillas y mesas. A un lado, en una caja, tenía una serie de bandejas de alambre y separadores de archivo. Detrás de ella, sobre el armario, vi cinco fotografías enmarcadas de un terrier de pelo blanco en distintas fases de crecimiento.

Nos estrechamos la mano por encima del escritorio, pero antes ella se limpió los dedos con una toallita húmeda.

– Disculpe el desorden -dijo-. Llevo aquí un mes y he jurado que me organizaría antes de las fiestas. Siéntese, si encuentra dónde.

Podía elegir entre dos sillas, ambas con pilas de carpetas y números atrasados de revistas geriátricas.

– Todo eso probablemente acabará en la basura. Puede dejarlo en el suelo.

Puse en el suelo el cargamento de revistas de la silla y me senté. Ella pareció sentir alivio ante la oportunidad de sentarse también un rato.

– ¿En qué puedo ayudarla?

Puse la solicitud de Solana Rojas en el único lugar vacío que encontré.

– Me gustaría verificar cierta información sobre una antigua empleada de este centro. La han contratado para cuidar de un anciano cuya sobrina vive en Nueva York. Supongo que podríamos llamar a esto «debida diligencia».

– Claro.

Eloise cruzó el despacho hasta una serie de archivadores metálicos grises y abrió un cajón. Sacó el expediente de Solana y lo hojeó mientras volvía a su mesa.

– No dispongo de gran cosa. Según esto, empezó a trabajar para nosotros en marzo de 1985. Las valoraciones de su trabajo eran excelentes. De hecho, en mayo de ese año fue la empleada del mes. Nunca hubo quejas ni fue expedientada. No puedo decirle nada más.

– ¿Por qué se marchó?

Volvió a mirar el expediente.

– Por lo visto, decidió ir a la universidad. No debió de irle bien si ya anda buscando trabajo de enfermera privada.

– ¿Hay alguien aquí que la conociera? Pensaba en alguien que hubiese trabajado con ella día a día. El paciente al que va a cuidar es un hombre conflictivo, y su sobrina quiere a una persona con paciencia y tacto.

– Entiendo -dijo ella, y volvió a consultar el expediente de Solana-. Según parece, trabajó en la Uno Oeste, la planta de cuidados postoperatorios. Tal vez podamos encontrar a alguien que la conozca o se acuerde de ella.

– Eso sería estupendo.

La seguí por el pasillo, no muy optimista en cuanto a los resultados. Al verificar los antecedentes de alguien, la búsqueda de información personal puede ser engañosa. Si se habla con un amigo del individuo, hay que formarse antes una idea de la naturaleza de la relación. Si los dos son compinches y confidentes, es probable que haya ahí una mina de información íntima, pero las posibilidades de obtenerla son escasas. Por definición, los buenos amigos son leales y, por lo tanto, interrogarlos sobre los detalles escabrosos de uno de ellos rara vez tiene mucha utilidad. Por otro lado, si se habla con un compañero de trabajo o un conocido, es más probable que se llegue a la verdad. Al fin y al cabo, ¿quién puede resistirse a una invitación a poner verde a alguien? Aprovechando la rivalidad entre personas, es posible hacer grandes hallazgos. La inquina, generada por conflictos declarados, envidias, rencillas o desigualdad en los ingresos o la posición social, puede dar frutos inesperados. Para obtener un resultado óptimo al husmear, se necesitan tiempo e intimidad, a fin de que la persona a quien se interroga se sienta libre de hablar sin tapujos. No era probable que la planta de cuidados postoperatorios proporcionase el ambiente idóneo.

Entonces tuve un pequeño golpe de suerte.

Lana Sherman, la enfermera de grado medio que había trabajado con Solana casi un año, salía justo en ese momento del mostrador de enfermeras para ir a tomar un café y me propuso que la acompañara.

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