Capítulo 18

Al volver a casa del trabajo el viernes, vi a Henry y Charlotte pasear por el carril bici de Cabana Boulevard. Iban muy abrigados, Henry con un chaquetón azul marino, Charlotte con un anorak y un gorro de punto calado hasta las orejas. Enfrascados en su conversación, no me vieron pasar, pero yo los saludé con la mano de todos modos. Aún había luz, pero el aire presentaba ya el gris apagado del crepúsculo. Las farolas ya se habían encendido. Los restaurantes de Cabana estaban abiertos para la happy hour y los moteles encendían los rótulos anunciando que disponían de habitaciones. Las palmeras estaban en posición de firmes y se oía el murmullo de las frondas agitadas por la brisa marina.

Doblé por mi calle y aparqué en el primer sitio que vi, encajonada entre el Cadillac negro de Charlotte y un viejo monovolumen. Cerré con llave y me encaminé hacia el estudio; le eché un vistazo al contenedor justo al pasar. No hay nada mejor que los contenedores, porque piden a gritos que los llenen, y así nos animamos a vaciar de trastos acumulados nuestros garajes y desvanes. Solana había tirado los cuadros de bicicleta, los cortacéspedes, las latas de comida caducada hacía mucho tiempo y una caja de zapatos de mujer; de tal forma que el peso de la basura formaba una masa compacta. La pila ya era casi tan alta como el propio contenedor y probablemente tendrían que llevárselo pronto. Saqué el correo del buzón y crucé la verja. Cuando doblé la esquina del estudio, vi a William, el hermano de Henry, de pie en el porche con un rumboso traje con chaleco y bufanda alrededor del cuello. El frío de enero había sonrosado sus mejillas.

Atravesé el patio.

– ¡Vaya sorpresa! ¿Buscas a Henry?

– Pues sí. Esta infección de las vías respiratorias me ha provocado un ataque de asma. Me ha dicho que me prestaría el humidificador para evitar males mayores. Le dije que pasaría a recogerlo, pero tiene la puerta cerrada y no me abre.

– Ha ido a pasear con Charlotte. Acabo de verlos en Cabana, así que supongo que no tardarán. Si quieres, puedo abrirte yo. Tenemos la misma llave, porque así él puede entrar en el estudio cuando yo no estoy.

– Te lo agradecería -dijo. Se hizo a un lado para dejarme pasar y abrirle la puerta de atrás. Henry había dejado el humidificador en la mesa de la cocina y William le escribió una nota antes de llevarse el aparato.

– ¿Vas a casa a acostarte?

– No hasta después del trabajo, si aguanto en pie hasta entonces. Los viernes por la noche hay mucho movimiento. Los jóvenes calientan motores para el fin de semana. Si es necesario, puedo ponerme una mascarilla para no contagiar a los demás.

– Veo que vas muy elegante -comenté.

– Vengo de un velatorio en Wynington-Blake.

Wynington-Blake era una funeraria que yo conocía bien («Entierro, cremación y traslado: atendemos a todos los credos»), porque había pasado por allí en ocasiones anteriores.

– Lamento oírlo -dije-. ¿Alguien que yo conozco?

– No lo creo. Es un velatorio sobre el que leí al consultar las necrológicas en el diario de esta mañana. El difunto era un tal Sweets. Como no se mencionaban parientes cercanos, pensé hacer acto de presencia por si necesitaba compañía. ¿Cómo le va a Gus? Henry no me ha hablado de él últimamente.

– Parece que bien.

– Ya sabía yo que esto acabaría así. Los viejos, en cuanto se caen… -Dejó la frase en el aire, contemplando el triste fin de otra vida-. Debería ir a visitarlo ahora que aún estoy a tiempo. Gus podría abandonar este mundo de un momento a otro.

– Bueno, no creo que esté en su lecho de muerte, pero seguro que agradece la visita. Quizá por la mañana cuando esté de pie y en marcha. No le vendría mal que lo alegraran un poco.

– ¿Qué mejor momento que éste? Para levantarle el ánimo, por así decirlo.

– Seguro que le va bien.

A William se le iluminó el semblante.

– Puedo hablarle de la muerte de Bill Kips. Gus y él jugaron juntos a los bolos durante muchos años. Lamentará haberse perdido el funeral, pero cogí un programa de más en el oficio y podría contarle toda la ceremonia. Al final se recitó un poema muy conmovedor. «Tanatopsis», de William Cullen Bryant. Ya lo conoces, seguro.

– Me temo que no.

– De pequeños, nuestro padre nos obligaba a mis hermanos y a mí a memorizar poemas. Creía que encomendar versos a la memoria era útil para la vida de un hombre. Podría recitártelo si quieres.

– Antes, ¿por qué no pasas adentro? Aquí fuera hace frío.

– Gracias. Será un placer.

Sostuve la puerta abierta, y William entró hasta la sala para permitirme cerrar. El aire frío pareció seguirlo hasta dentro, pero se puso manos a la obra sin vacilar. Con la mano derecha sujetándose la solapa y la izquierda detrás de la espalda, empezó a recitar:

– Sólo el final -dijo a modo de introducción. Entoces se aclaró la garganta-. «Vive pues, ya que cuando recibas la llamada / para unirte a la interminable caravana / hacia ese misterioso reino donde cada uno ocupa / su cámara en los silenciosos pasillos de la muerte, / no te irás como el esclavo de la cantera por la noche, / a golpe de látigo hasta su mazmorra, sino que, sostenido y apaciguado / por una confianza inquebrantable, te acercarás a la tumba / como quien se envuelve con la manta en su diván / y yace sumido en plácidos sueños.»

Esperé, previendo un alegre colofón.

– Sugerente, ¿no?

– No sé qué decirte, William. Yo no lo veo como para levantar mucho el ánimo. ¿Por qué no algo un poco más optimista?

Pestañeó, trabado en la búsqueda de alguna otra opción. -¿Y si te lo piensas un poco? -propuse-. Entretanto, le diré a Henry que has estado aquí. -Me parece bien.

El sábado por la mañana volví a pasar por el hostal residencia de Dave Levine Street. Aparqué delante y entré. Recorrí el pasillo hasta el despacho, donde la casera contabilizaba recibos con una máquina de sumar antigua provista de manivela.

– Perdone que la interrumpa -dije-. ¿Está Melvin Downs?

Ella se volvió en su silla.

– Usted otra vez. Creo que ha salido, pero puedo ir a comprobarlo si quiere.

– Se lo agradecería. Por cierto, me llamo Kinsey Millhone. No recuerdo su nombre.

– Juanita Von -dijo-. Soy la dueña, la gerente y la cocinera, todo en uno. No me ocupo de la limpieza. De eso se encargan dos chicas. -Se levantó de la mesa-. Puede que tarde un poco. Su habitación está en la tercera planta.

– ¿No puede llamarlo?

– No permito teléfonos en las habitaciones. Sale muy caro instalar las tomas, así que les dejo usar el mío cuando se da el caso. Siempre y cuando no se aprovechen, claro está. Puede esperar en el salón. Es la habitación de aspecto formal, por ese pasillo a la izquierda.

Di media vuelta y retrocedí hasta el salón, donde examiné la estancia. Si bien las superficies no estaban abarrotadas de objetos, Juanita Von parecía mostrar preferencia por las figuras de cerámica, niños patizambos con los calcetines caídos y los dedos en la boca. En las estanterías no había libros, lo que probablemente ahorraba a las mujeres de la limpieza el esfuerzo de quitar el polvo. En la ventana, unos flácidos visillos dejaban pasar luz suficiente para dar a la habitación una claridad grisácea. Los sofás a juego eran un castigo para la vista y la silla de madera se tambaleaba. Sólo se oía el tictac del reloj de pie en un rincón. ¿Qué clase de gente vivía en un lugar así? Me imaginé a mí misma volviendo a una casa como aquélla al final de la jornada. Eso sí era deprimente.

Vi seis revistas bien apiladas en la mesita de centro. Alcancé la primera: una guía de televisión de la semana anterior. A continuación encontré el número de noviembre de 1982 de Car &Driver y, debajo, el Business Week del mes de marzo anterior. Unos minutos después volvió a aparecer Juanita Von.

– Ha salido -dijo, demasiado ufana para mi gusto.

– No quiero parecer repetitiva, pero ¿tiene idea de cuándo volverá?

– No. Como propietaria, no me entrometo en sus vidas. Si no es asunto mío, no pregunto. Ésa es mi política.

– Ésta es una de esas casas antiguas con mucho encanto -comenté con la idea de congraciarme-. ¿Desde cuándo la tiene?

– En marzo hará veintiséis años. En su día fue la finca Von. Es posible que haya oído hablar de ella. Antes se extendía desde State Street hasta Bay y abarcaba doce manzanas.

– ¿No me diga? Menuda propiedad.

– Sí. Heredé la casa de mis abuelos. Mi bisabuelo la construyó a principios de siglo y se la regaló a mis abuelos el día que se casaron. Ha ido ampliándose a lo largo de los años, como puede ver. Salen pasillos en todas las direcciones.

– ¿Sus padres también vivieron aquí?

– Durante un tiempo. La familia de mi madre era de Virginia, y ella insistió en que se fueran a vivir a Roanoke, que es donde yo nací. A ella no le gustaba California y desde luego no le interesaba en absoluto la historia local. Mis abuelos sabían que ella convencería a mi padre para que vendiera la propiedad en cuanto ellos murieran, así que se saltaron una generación y me la dejaron a mí. Lamento haber tenido que dividirla en unidades de alquiler, pero era la única forma de mantenerla.

– ¿Cuántas habitaciones hay?

– Doce. Unas más grandes que otras, pero todas tienen los mismos techos altos y en su mayor parte son muy luminosas. Si alguna vez heredo un buen dinero, reformaré los espacios comunitarios, pero no es probable que eso suceda a corto plazo. A veces hago una pequeña rebaja en el alquiler si un inquilino quiere pintar o arreglar algo. A condición de que yo dé el visto bueno a los cambios.

Empezó a ordenar las revistas concentrándose en la tarea para evitar mirarme a los ojos.

– Si no es indiscreción, ¿para qué busca al señor Downs? Que yo sepa, nunca había recibido una visita.

– Creemos que presenció un accidente en mayo del año pasado. Fue una colisión entre dos vehículos cerca del City College, y él ofreció ayuda. Por desgracia, ahora una de las partes demanda a la otra exigiendo una gran suma de dinero, y esperamos que él tenga información que pueda zanjar la disputa.

– En mi opinión, la gente pone demasiadas demandas -señaló ella-. Yo he formado parte del jurado en dos juicios distintos y los dos fueron una pérdida de tiempo, por no hablar ya de los dólares del contribuyente. Y ahora, si ya hemos acabado la charla, seguiré con mi trabajo.

– ¿Y si le dejo una nota al señor Downs para que me llame? No quiero ponerme pesada.

– Por mí, no hay inconveniente.

Saqué un bolígrafo y un cuaderno de espiral y escribí rápidamente una nota en la que le pedía que me telefoneara lo antes posible. Arranqué la hoja del cuaderno y la plegué por la mitad antes de entregársela junto con una tarjeta de visita.

– En los dos números hay contestador. Si no da conmigo, dígale que yo le devolveré la llamada cuanto antes.

Leyó la tarjeta y me lanzó una mirada penetrante. Sin embargo, no hizo comentario alguno.

– Supongo que sería mucho pedir que me enseñe la casa.

– No alquilo habitaciones a mujeres. Suelen traer problemas. No me gustan el chismorreo ni las rencillas, y menos aún ciertos productos de higiene femenina que atascan las cañerías. Me encargaré de que el señor Downs reciba la nota.

– De acuerdo -contesté.

De camino a casa pasé por el supermercado. Por una vez había salido el sol y, si bien la temperatura seguía por debajo de los quince grados, el cielo presentaba un radiante color azul claro. Entré en casa y vacié las bolsas de la compra. Henry había dejado a fermentar la masa para una hornada de pan en una repisa que tenía en el pasadizo acristalado entre su casa y la mía. Era la primera vez que hacía pan en mucho tiempo, y la idea me puso de buen humor. Como había sido panadero de oficio, durante una época horneaba entre ocho y diez barras cada vez y luego las compartía generosamente. No veía a Charlotte desde hacía una semana, así que en cuanto tuve la cocina en orden, corrí al patio y llamé a la puerta de Henry. Lo vi en plena faena, y a juzgar por el tamaño de la olla en el fogón, preparaba chile o salsa de espaguetis para acompañar el pan. William estaba sentado a la mesa, con una taza de café enfrente y una expresión extraña en la cara. Charlotte permanecía de pie con los brazos cruzados, y Henry cortaba una cebolla con saña. Alargó el brazo y me abrió la puerta, pero sólo cuando la cerré, percibí la tensión en el ambiente. Al principio, viéndolos tan callados, pensé que había surgido un problema con Gus. Supuse que William había ido a visitarlo y traído malas noticias, cosa que en parte era cierta. Los miré alternativamente, un semblante adusto tras otro.

– ¿Ha pasado algo? -pregunté.

– En realidad, no -contestó Henry.

– ¿Qué sucede, pues?

William se aclaró la garganta, pero Henry, sin darle tiempo a hablar, dijo:

– Ya me encargo yo.

– ¿Encargarte de qué? -pregunté, todavía desconcertada.

Henry apartó la cebolla con la hoja del cuchillo. Sacó ocho dientes de ajo y, con la parte plana de la misma hoja, los aplastó antes de trocearlos.

– William ha estado en casa de Gus esta mañana y ha visto la tarjeta de visita de Charlotte en la mesita de centro.

– ¿Ah, sí?

– No tenía que haberlo comentado -dijo William.

Henry lanzó una mirada furiosa en dirección a Charlotte y en ese momento me di cuenta de que me hallaba en medio de una discusión.

– Estas personas son vecinos míos. A algunas las conozco desde hace casi cincuenta años. Has ido allí para hacer negocio. Gus se quedó con la impresión de que te mandaba yo para hablar de la venta de su casa, cuando yo no hice nada por el estilo. No tiene el menor interés en poner a la venta su propiedad.

– Tú eso no lo sabes. Ignoraba por completo el patrimonio que había acumulado o el uso que podía darle. Claro que sabía que había comprado el solar contiguo, pero eso fue hace cincuenta años, y no se hacía idea de cuánto revalorizaban la propiedad esos dos mil metros cuadrados. La gente tiene derecho a la información. Que a ti no te interese no significa que no deba interesarle a él.

– Gracias a tu empeño, he quedado mal yo, y eso no me gusta. Por lo que cuenta su enfermera, estaba al borde del colapso.

– Eso no es verdad. No se ha alterado en absoluto. Hemos mantenido una agradable charla, y él ha dicho que se lo pensaría. He estado allí menos de veinte minutos. No lo he sometido a ninguna presión. Yo no trabajo así.

– Solana le ha dicho a William que has estado allí dos veces, una para hablar con ella y la otra para tratar el asunto con él. Puede que tú a eso no lo llames presión, pero para mí sí lo es.

– La primera vez él dormía, y Solana me dijo que le pasaría la información. He regresado a petición de ella, porque no estaba segura de habérselo explicado como es debido a Gus.

– Te pedí que no lo hicieras. Lo has hecho pasando por encima de mí.

– No necesito permiso tuyo para hacer mi trabajo.

– Yo no hablo de pedir permiso. Hablo de ser mínimamente decente. Uno no va por ahí metiéndose en casa del prójimo y creando problemas.

– De qué problemas hablas? Es Solana quien lo ha liado todo.

He tenido que venir desde Perdido esta mañana y encima tú te enfadas conmigo. ¿Qué necesidad tengo de eso?

Henry calló por un momento mientras abría una lata de tomate triturado.

– No sospechaba que te tomarías tales libertades -dijo por fin.

– Lamento que te hayas disgustado, pero no creo que tengas derecho a decirme cómo debo comportarme.

– Eso es verdad. Puedes hacer lo que quieras, pero a mí no me metas. Gus tiene problemas de salud, como ya sabes. No necesita que te presentes en su casa comportándote como si estuviera en el lecho de muerte.

– ¡Yo no he hecho eso!

– Ya has oído a William. Gus estaba fuera de sí. Creía que iban a vender su casa sin su consentimiento e ingresarlo en una residencia.

– Basta ya -dijo Charlotte-. Ya está bien. Tengo un cliente interesado…

– ¿Tienes un cliente en espera? -Henry se interrumpió y la miró atónito.

– Claro que tengo clientes. Tú lo sabes tan bien como yo. No he cometido ningún delito. Gus es muy libre de hacer lo que quiera.

– Al paso que va, acabarás tratando con sus herederos -dijo William-. Eso lo resolvería todo.

Henry dejó bruscamente el cuchillo.

– ¡Maldita sea! ¡Ese hombre no está muerto!

Charlotte alcanzó el abrigo del respaldo de la silla de la cocina y se lo puso.

– Lo siento, pero esta discusión se ha acabado.

– En el momento más oportuno para ti -señaló Henry.

Esperaba verla salir por la puerta hecha una furia, pero ninguno de los dos estaba dispuesto a dar por concluida la discusión. Como en todo choque de voluntades, los dos se creían poseedores de la verdad y con derecho a indignarse por la actitud del otro.

– Encantada de verte -me dijo mientras se abrochaba el abrigo-. Lamento que hayas tenido que presenciar esta situación tan desagradable. -Sacó un par de guantes de piel y se los calzó ajustándose los dedos uno por uno.

– Ya te llamaré -dijo Henry-. Hablaremos cuando los dos nos hayamos tranquilizado.

– Si piensas tan mal de mí, hay poco de que hablar. Prácticamente me has acusado de ser una mujer insensible, indigna de confianza y sin escrúpulos…

– Te estoy hablando del efecto que has tenido en un viejo frágil. No voy a quedarme de brazos cruzados mientras tú vas y lo avasallas.

– Yo no lo he avasallado. ¿Por qué das más valor a la palabra de Solana que a la mía?

– Porque ella no se juega nada -repuso Henry-. Su trabajo consiste en cuidar de él. Tu trabajo consiste en convencerlo de que venda su casa y su terreno para embolsarte tu seis por ciento.

– Eso es insultante.

– Desde luego que lo es. Me cuesta creer que hayas utilizado semejante táctica cuando te pedí expresamente que no lo hicieras.

– Ya es la tercera vez que dices eso. Lo has dejado muy claro.

– No tan claro como debería, por lo visto. Aún no he oído una disculpa por tu parte. Defiendes tus supuestos derechos sin la menor consideración a los míos.

– ¿De qué hablas? Mencioné el valor de las casas en este barrio y diste por supuesto que pretendía imponerme por la fuerza, abusando de tus vecinos para ganar unos cuantos dólares.

– Ese hombre estaba llorando. Han tenido que darle calmantes. ¿Qué es eso si no un abuso?

– Pero ¿qué dices de abusos? William ha hablado con él. ¿Has visto tú algo por el estilo? -preguntó volviéndose hacia él.

William movió la cabeza en un gesto de negación, eludiendo intencionadamente las miradas de ambos por miedo a que de pronto arremetieran contra él. Yo también mantuve la boca cerrada. La discusión había pasado de la visita de Charlotte a la versión que había dado Solana. Tan acelerados como estaban, resultaba imposible mediar entre ellos. Además, a mí esas cosas no se me daban bien, y en ese caso en concreto no acababa de elucidar la verdad.

Charlotte siguió defendiéndose.

– ¿Has hablado tú con él? No. ¿Te ha llamado para quejarse? Seguro que no. ¿Cómo sabes que no se lo ha inventado ella?

– No se lo ha inventado.

– En realidad no quieres saber la verdad, ¿a que no?

– Eres tú quien no quiere escuchar -contestó Henry.

Charlotte agarró su bolso y salió por la puerta de atrás sin pronunciar palabra. No dio un portazo, pero algo en su manera de cerrar reveló que aquello era definitivo.

Después de su marcha, ninguno de nosotros supo qué decir.

William rompió el silencio.

– Espero no haber causado un problema.

Casi me eché a reír, porque, como era obvio, sí lo había causado.

– No quiero ni pensar qué habría sucedido si no lo hubieras mencionado -dijo Henry-. Yo mismo hablaré con Gus para ver si consigo convencerlo de que ni él ni su casa están en peligro.

William se puso en pie y cogió su abrigo.

– Tengo que irme. Rosie ya estará preparando la comida. -Empezó a decir algo más pero debió de pensárselo.

Cuando se fue, persistió el silencio. Henry cortaba más despacio. Estaba abstraído, probablemente reproduciendo en su cabeza la discusión. Recordaría los tantos que él se había anotado y olvidaría los de ella.

– ¿Quieres hablar del asunto? -pregunté.

– Creo que no.

– ¿Quieres compañía?

– En este momento, no. No quiero ser grosero, pero estoy disgustado.

– Si cambias de idea, ya sabes dónde encontrarme.

Volví a mi casa y saqué mis productos de limpieza. Fregar baños siempre ha sido mi remedio para el estrés. El alcohol y las drogas un sábado antes del mediodía eran una posibilidad demasiado sórdida para planteármela.

En el improbable caso de que no me hubiese visto expuesta a suficientes conflictos por un día, decidí visitar a los Guffey en Colgate. Richard Compton me había dejado un mensaje el día anterior en el contestador; me informaba de que los Guffey seguían sin pagar el alquiler. Había ido al juzgado el viernes por la mañana y presentado una demanda por retención ilegal, que quería que yo entregara.

– Puedes añadirlo a la factura. Tengo los documentos aquí.

Podría haberme negado, pero últimamente me encargaba mucho trabajo, y el sábado era un buen día para encontrar a la gente en casa.

– Pasaré por tu casa de camino allí -dije.

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