Capítulo 24

Solana

El domingo por la mañana, en la cocina, Solana trituraba un puñado de comprimidos con un mortero y una mano de almirez. El medicamento pulverizado era un nuevo somnífero de venta sin receta que había comprado el día anterior. Le gustaba experimentar. En ese momento el viejo estaba sedado, y ella aprovechó la ocasión para llamar a la Otra, con quien no hablaba desde antes de Navidad. Debido al ajetreo de las fiestas y sus obligaciones con el anciano, Solana apenas había pensado en la Otra. Se sentía a salvo. No veía cómo podía alcanzarla su pasado, pero nunca estaba de más tomarle el pulso a la Otra, por así decirlo.

Después de las trivialidades de costumbre, la Otra dijo:

– El otro día me pasó algo muy raro. Como andaba cerca de la Casa del Amanecer, pasé a saludar a la gente. Hay una mujer distinta en administración, y me preguntó si me gustaba mi nuevo trabajo. Cuando le dije que sólo estudiaba, me miró de una manera extraña. Ni te imaginas la cara que puso. Le pregunté qué ocurría y me explicó que había pasado por allí alguien que investigaba mis antecedentes de cara a un empleo como enfermera particular. Le dije que se equivocaba, que yo no trabajaba de enfermera.

Solana cerró los ojos, intentando interpretar el significado de ese episodio.

– Debió de ser un error. Te confundiría con otra persona.

– Eso pensé yo, pero mientras estaba allí, sacó el expediente y me señaló la anotación que hizo en su momento. Incluso me enseñó la tarjeta de visita de esa mujer.

Solana se concentró en la información con una curiosa sensación de distanciamiento.

– ¿Una mujer?

– El nombre no me sonaba de nada y ahora no lo recuerdo, pero no me gusta la idea de que alguien vaya por ahí preguntando por mí.

– Tengo que colgar. Llaman a la puerta. Ya te telefonearé más tarde.

Solana colgó. Sintió que el calor ascendía por su cuerpo como un fogonazo. Lo que alarmó a Solana fue que la joven de la casa de al lado andaba husmeando donde no debía. La revelación resultó en extremo inquietante, pero de momento no podía prestarle atención a eso. Tenía otros asuntos pendientes. Había concertado una cita con una galería de arte, donde esperaba colocar los cuadros que había encontrado en la casa al empezar a trabajar allí. No sabía nada de arte, pero los marcos eran preciosos, y pensó que podían reportarle una buena suma. Había buscado en las páginas amarillas y elegido cinco o seis galerías en la zona elegante de la ciudad. En cuanto Tiny la ayudara a cargar los cuadros en el coche se marcharía, y lo dejaría a él al cuidado del señor Vronsky en su ausencia.

Salió de la autovía y tomó por Old Coast Road, que atravesaba la parte de Montebello conocida como el Lower Village. Era una zona de tiendas caras: ropa a medida, estudios de diseño de interiores y de arquitectura, agencias inmobiliarias con fotografías en color de casas de entre diez y quince millones de dólares en el escaparate. Localizó la galería en medio de una hilera de tiendas. El aparcamiento escaseaba y tuvo que dar dos vueltas a la manzana antes de encontrar un hueco. Abrió el maletero del descapotable y sacó dos de los seis cuadros que llevaba. En ambos casos, los marcos eran muy recargados, y Solana tenía la seguridad de que el pan de oro era auténtico.

La galería en sí era sencilla, una sala alargada y estrecha, sin moqueta. El mobiliario se reducía a una valiosa mesa antigua con una silla a cada lado. La iluminación era buena y dirigía la atención hacia la treintena de cuadros colgados en las paredes. Algunos no parecían mejores que los dos que ella llevaba.

La mujer sentada a la mesa levantó la vista con una sonrisa afable.

– Usted debe de ser la señora Tasinato. Soy Carys Mumford. ¿Qué tal?

– Bien -contestó Solana-. Tengo una cita con el dueño para hablar de unos cuadros que quiero vender.

– La dueña soy yo. ¿Por qué no se sienta?

Solana se sintió un poco violenta por su error, pero ¿cómo iba ella a saber que una mujer tan joven y atractiva podía ser la dueña de un establecimiento tan refinado como aquél? Ella se esperaba a un hombre, alguien mayor y estirado y fácil de manipular. Torpemente, dejó los cuadros, sin saber por dónde empezar.

La señorita Mumford se levantó y, rodeando la mesa, preguntó:

– ¿Me permite echarles un vistazo?

– Adelante.

La mujer tomó el cuadro de mayor tamaño y lo llevó al otro lado de la sala. Lo apoyó en la pared y regresó a por el segundo cuadro, que colocó junto al primero. Solana vio demudarse el rostro de la galerista. No supo descifrar su reacción y la asaltó un momentáneo desasosiego. A ella le parecía que los cuadros no estaban mal, pero tal vez la dueña de la galería los consideraba inferiores.

– ¿Cómo han llegado a sus manos?

– No son míos. Trabajo para el caballero que espera venderlos porque necesita el efectivo. Los compró su mujer hace años, pero cuando ella murió, él ya no supo qué hacer con ellos. Han estado guardados en un trastero, ocupando espacio.

– ¿Conoce usted a estos dos artistas? -preguntó Carys Mumford.

– No. Nunca me han entusiasmado los paisajes: las montañas, las amapolas, o lo que quiera que sean esas flores de color naranja.

Quizá piense usted que estos cuadros no son tan buenos como los que tiene aquí, pero los marcos son muy valiosos -dijo ella, procurando no mostrarse desesperada ni dar la impresión de que se disculpaba.

Carys Mumford la miró sorprendida.

– ¿Sólo vende los marcos? Creía que hablaba de los cuadros.

– También estoy dispuesta a incluirlos en el trato. ¿Hay algún problema?

– Nada más lejos. Éste es un John Gamble, uno de los pintores a. plein-air de principios de siglo. Su obra es muy codiciada. Hacía años que no veía un cuadro de este tamaño. El otro es de William Wendt, otro pintor a plein-air muy conocido. Si usted no tiene mucha prisa, sé de un par de clientes míos que sin duda estarán interesados. Sólo es cuestión de ponerse en contacto con ellos.

– ¿Cuánto tardaría?

– Entre una semana y diez días. Hay personas que viajan la mayor parte del año y a veces no es fácil localizarlas. No obstante, confían en mi criterio. Si les digo que son auténticos, aceptarán mi palabra.

– No sé si debo dejárselos. No estoy autorizada a hacerlo -dijo Solana.

– Como usted quiera, aunque cualquier comprador interesado deseará ver el cuadro y quizá llevárselo a casa unos días antes de decidirse.

Solana ya se lo imaginaba: esa mujer entregaría los cuadros a otra persona, y nunca más volvería a saber nada de ellos.

– En cuanto a ese tal Gamble…, ¿cuánto diría que vale? -Notó que se le humedecían las palmas de las manos. No le gustaba negociar en situaciones así, en las que ella no pisaba sobre seguro.

– Bueno, hace dos meses vendí un cuadro parecido por ciento veinticinco mil. Otros clientes, una pareja, me compraron un Gamble hace cinco o seis años por treinta y cinco mil. Ahora vale ciento cincuenta.

– Ciento cincuenta mil dólares -repitió Solana. Sin duda no la había engañado el oído.

– Si no le importa que se lo pregunte -continuó la tal Mumford-, ¿existe alguna razón por la que no pueda dejármelos?

– No es por mí, es por el caballero para el que trabajo. Podría convencerlo para dejárselos una semana, pero no más. Necesitaría un recibo. Necesitaría dos recibos.

– Se los daré con mucho gusto. Por supuesto, tendré que ver las dos facturas de la compra original o alguna prueba de que ese caballero es el verdadero propietario de los cuadros. Es una pura formalidad, pero en transacciones de esta magnitud la procedencia es crucial.

Solana negó con la cabeza, inventando una excusa tan deprisa como pudo.

– Imposible. Los compró su mujer hace muchos años. Después hubo un incendio y se quemaron todos los archivos. En cualquier caso, ¿qué más da después de tanto tiempo? Lo que cuenta es el valor actual. Esto es un Gamble auténtico. Uno grande. Usted misma lo ha dicho.

– Y una tasación para un seguro? -preguntó la galerista-. Seguro que tiene una cláusula en su póliza para protegerse en caso de pérdida.

– De eso no sé nada, pero puedo preguntarlo.

Vio que la mujer daba vueltas al problema. La cuestión de la procedencia no era más que un pretexto para bajar el precio. Quizá pensaba que los cuadros eran robados, y nada más lejos de la verdad. La mujer quería esos cuadros. Solana lo veía en su cara: tenía la expresión de una persona a dieta que contempla una bandeja de dónuts en un escaparate. Al final, la galerista dijo:

– Déjeme pensarlo y quizás encontremos una solución. Déme un número donde encontrarla y mañana le diré algo.

Cuando Solana se marchó de la galería tenía en la mano los dos recibos. El cuadro de menor tamaño, el William Wendt, estaba valorado en setenta y cinco mil. Los otros cuatro cuadros que llevaba en el maletero se los guardaría hasta asegurarse de que la trataban bien. Valía la pena esperar una semana si podía embolsarse semejante suma de dinero.

Ya en casa, no pudo por menos de dar vueltas al tema de Kinsey Millhone, que parecía empeñada en fisgonear. Solana recordaba claramente la primera vez que había llamado a la puerta del señor Vronsky. La aborreció nada más verla, observándola a través del cristal de la puerta como si fuera una tarántula en una vitrina del Museo de Historia Natural. Solana había llevado allí muchas veces a Tiny cuando éste era pequeño. A él le fascinaban aquellos insectos y arañas repugnantes, bichos peludos al acecho en los rincones y bajo las hojas. Algunos tenían cuernos y pinzas y duros caparazones negros. Esas despreciables criaturas eran capaces de camuflarse tan hábilmente que en ocasiones resultaba difícil localizarlas entre la vegetación donde permanecían ocultas. Las tarántulas eran las peores. La vitrina parecía vacía y Solana se preguntaba si la araña se había escapado. Acercaba la cara al cristal, escrutando inquieta el interior, y de pronto descubría al bicho tan cerca que podía tocarse. Esa chica era así.

Solana le había abierto la puerta y captado su olor con la misma claridad que el de un animal, algo femenino y floral que no le pegaba en absoluto. Era esbelta, de treinta y tantos años, de cuerpo atlético y fibroso. En ese primer encuentro vestía un jersey de cuello de cisne negro, americana gruesa, vaqueros y zapatillas de deporte, con un bolso de piel blanda colgado del hombro. Tenía el pelo oscuro y lacio, tan mal cortado como si lo hubiera hecho ella misma. Desde entonces se había presentado varias veces, siempre con los mismos pobres cumplidos y torpes preguntas sobre el viejo. En dos ocasiones Solana la había visto correr por State Street a primera hora de la mañana. Supuso que la joven hacía eso todos los días entre semana antes del amanecer. Se preguntó si salía a esas horas para espiarla. La había visto husmear en el contenedor al pasar por su lado. Lo que hacía Solana, lo que Solana echaba allí, no era asunto de ella.

Solana se obligó a conservar la calma y a tratar con amabilidad a la tal Millhone, aunque mantuvo fija en ella una mirada implacable. La joven tenía las cejas finas, ojos verdes orlados de oscuras pestañas. El color de sus ojos era inquietante: verdoso con motas doradas y con un anillo más claro en torno al iris que les confería un brillo semejante al de los ojos de un lobo. Observándola, Solana experimentó una sensación casi sexual. Eran almas afines, oscuridad frente a oscuridad. Por lo común, Solana era capaz de leer el pensamiento de los demás, pero no el de esa mujer. Si bien la actitud de Kinsey era cordial, en sus comentarios se adivinaba una curiosidad que a Solana no le hacía ninguna gracia. Era una persona que escondía más de lo que mostraba.

Se delató el día que se ofreció a ir al supermercado. Solana fue a la cocina para hacer la lista de la compra. Se miró en un espejo que tenía colgado en la cocina junto a la puerta de atrás. Se vio bien. Ofrecía exactamente la imagen que quería dar: atenta, considerada, una mujer que se interesaba de todo corazón por su paciente. Cuando regresó al salón con el bolso bajo el brazo y el monedero en la mano, vio que la vecina, en lugar de esperar en el porche como le había pedido, había entrado en la casa. Fue un gesto nimio, pero denotaba una gran terquedad. Aquélla era una mujer que hacía lo que le venía en gana, y no lo que le decían. Solana adivinó que había estado curioseando. ¿Qué habría visto? Solana habría comprobado de buena gana si faltaba algo en el salón, pero no apartó la mirada del rostro de la mujer. Era peligrosa.

A Solana no le gustaba la insistencia de Kinsey, aunque, pensándolo bien, hacía ya dos o tres días que no la veía. El viernes anterior había acudido a la casa del vecino en busca de ayuda para sacar al viejo de la ducha. El señor Pitts no estaba y la acompañó Kinsey en su lugar. A Solana le daba igual quién la ayudara. Lo que pretendía era dejar constancia de la caída del viejo. No porque se hubiera caído -¿cómo iba a caerse si apenas se levantaba de la cama?-, sino para explicar los moretones recientes en la pierna. Desde entonces no había vuelto a ver a Kinsey, y eso se le antojaba extraño. Con todo el interés que tanto ella como el señor Pitts habían manifestado por el viejo, ¿por qué ya no les preocupaba? Era evidente que los dos estaban confabulados, pero ¿qué tramaban?

Tiny le había dicho que el jueves, mientras dormía la siesta, oyó moverse a alguien por la casa de Gus. Solana no imaginaba cómo podía haber sido Kinsey, pues, que ella supiera, no tenía llave. En cualquier caso, Solana llamó a un cerrajero para cambiar la cerradura. Se acordó de su reciente conversación con la Otra, de la investigadora que, según le contó, había ido a hacer preguntas a la residencia de la tercera edad donde ellas dos habían trabajado. Estaba claro que Kinsey había metido las narices donde no debía.

Solana volvió a la habitación del viejo. Estaba despierto y había conseguido sentarse en el borde de la cama. Le colgaban los pies descalzos y, con un brazo extendido, se sujetaba a la mesita de noche.

Solana dio una ruidosa palmada.

– ¡Muy bien! Se ha levantado. ¿Necesita ayuda?

Gus se llevó tal susto que Solana casi percibió la sacudida de miedo que le recorría la columna vertebral.

– Cuarto de baño.

– ¿Por qué no espera aquí y le traigo el orinal? Está demasiado débil para andar trotando por la casa.

Sostuvo el orinal ante Gus, pero él no consiguió echar ni una gota. Como era de prever. No había sido más que una excusa para abandonar la cama. Solana no se explicaba qué pretendía. Había guardado el andador en la habitación vacía, de modo que Gus, para dar un paso, tenía que arrastrarse de una habitación a la otra, buscando apoyo en los muebles. Incluso si llegaba a la puerta de atrás, o a la de delante, tendría que vérselas con los peldaños del porche y después con la acera. Solana pensó que, llegado el caso, le permitiría escapar y llegar hasta la calle antes de ir a por él. Así podría decir a los vecinos que ahora le había dado por deambular de aquí para allá. Diría: «Pobre viejo. Con ese pijama tan fino, podría morirse de frío». Añadiría que, además, tenía alucinaciones y, en sus delirios, contaba que alguien lo perseguía.

El señor Vronsky temblaba a causa del esfuerzo, cosa de la que ella habría podido prevenirle si él se hubiese dignado preguntar. Lo ayudó a ir al salón para que viera su programa de televisión preferido. Ella se sentó a su lado en el sofá y se disculpó por haber perdido la paciencia. Aunque él la había provocado, le aseguró que no volvería a ocurrir. Le tenía cariño, dijo. Él la necesitaba y ella lo necesitaba a él.

– Sin mí, tendría que ir a una residencia. ¿Qué le parecería eso?

– Quiero quedarme aquí.

– Claro que sí, y yo haré todo lo que pueda para ayudarlo. Pero nada de quejas. Nunca debe hablarle a nadie de mí.

– No lo haré.

– Esa joven que viene a veces…, ¿sabe a quién me refiero?

Eludiendo su mirada, el anciano asintió.

– Sí se queja a ella, si se comunica con ella de cualquier manera, Tiny le hará mucho daño a esa joven y usted será el culpable. ¿Entendido?

– No diré nada -contestó él con un hilo de voz.

– Buen chico -dijo ella-. Ahora que me tiene a mí, no volverá a estar solo nunca más.

Gus parecía agradecido y humilde tras semejante demostración de amabilidad. Cuando se acabó el programa, en recompensa por su buen comportamiento, Solana lo acarició para ayudarlo a relajarse. Después estaba de lo más dócil, y ella percibió el vínculo que se desarrollaba entre ellos. Su relación física era nueva, pero ella había esperado el momento oportuno, llevándolo en esa dirección día a día. Había sido educado para actuar como un caballero y jamás reconocería lo que ella le hacía.

Había tenido la inteligencia de deshacerse de la voluntaria de Meals on Wheels. No le gustaba dejar la puerta de atrás abierta, y despreciaba a la señora Dell, con su elegante peinado de peluquería y su caro abrigo de visón. Esa mujer vivía absorta en su imagen de benefactora. Si Solana estaba presente cuando llegaba con la comida, a veces decía algo por cortesía, pero en realidad no había conversación entre ellas, y la mujer rara vez se acordaba de preguntar por el viejo. En cualquier caso, Solana había anulado el servicio. Siempre existía el riesgo de que notase algo y la denunciase.

El lunes por la mañana Solana dio al viejo una dosis doble de su «medicina». Dormiría dos horas seguidas, y así ella dispondría de tiempo de sobra para ir a Colgate y volver. Debía pasar por su casa para ver qué hacía Tiny. No tenía ninguna seguridad de que él se comportase debidamente. Pensó en llevárselo otra vez a la casa de Gus para que la ayudara a meterlo y sacarlo de la ducha cuando despertara. Mientras mantuviese al viejo vigilado de cerca, quizá lo más sensato fuese permitirle recibir alguna que otra visita. Antes de irse, desconectó el teléfono de la habitación y se quedó al lado de la cama observándolo. En cuanto oyó que su respiración era profunda y acompasada, se puso el abrigo y recogió el bolso y las llaves del coche.

Cuando giraba el botón de bloqueo de la cerradura, oyó cerrarse suavemente la puerta de un coche y se detuvo. Arrancó un motor. Solana se acercó a la ventana y permaneció a un lado, con la espalda contra la pared. Desde ese ángulo, tenía una vista parcial de la calle, pero nadie la vería a ella desde fuera. Cuando pasó el Mustang azul, vio inclinarse a Kinsey, alargando el cuello como para echar un último vistazo a la casa. ¿Qué le interesaba tanto?

Por segunda vez Solana dio media vuelta y examinó la sala. Dejó vagar la mirada y, tras posarla por un momento en el buró, la fijó en él. Notó algo distinto. Cruzó la sala y, deteniéndose delante, observó el casillero en un intento de adivinar qué había cambiado. Sacó el paquete de documentación bancaria y se llevó una dolorosa sorpresa. Alguien había retirado la gomita y sacado la libreta de ahorros de una de las cuentas. Además, el talonario parecía más delgado, y al abrirlo, descubrió que sólo estaba la funda. ¡Dios santo! Volvió a dirigir la mirada hacia la ventana. Durante la semana anterior habían entrado en la casa dos personas: el señor Pitts y la exasperante Kinsey Millhone. Aquello era obra de uno de los dos, pero ¿cómo y cuándo lo habían hecho?

Cuando abrió la puerta de su apartamento, supo que no había nadie en casa. El televisor estaba apagado. En la encimera de la cocina vio los restos de las comidas de Tiny de los últimos días. Recorrió el corto pasillo hasta la habitación de Tiny y encendió la luz del techo. Ella era ordenada por naturaleza y siempre la horrorizaba la dejadez con que él vivía. De niño lo había perseguido continuamente, obligándolo a poner en orden su habitación antes de hacer cualquier otra cosa. Cuando llegó a la adolescencia, pesaba setenta kilos más que ella y ni todos los sermones del mundo surtían efecto. Él se quedaba mirándola con sus grandes ojos bovinos, pero no reaccionaba ante nada, al margen de lo que ella dijera o hiciera. Ya podía pegarle de la mañana a la noche, que él se limitaba a reírse. A su lado, era pequeña y endeble. Había desistido de cambiarlo o controlarlo. En la actualidad, a lo máximo que podía aspirar era a restringir su caos a la parte delantera de la casa. Por desgracia, ahora que pasaba más tiempo con el viejo, Tiny se sentía libre de vivir como le viniera en gana. Entró en el cuarto de baño que compartían y se irritó al ver las huellas de sangre dejadas por su hijo. A veces le gustaba meterse en peleas, y luego no siempre se limpiaba bien.

Solana entró en su habitación y tardó unos minutos en recoger las medias, bragas y ropa tirada por el suelo. Algunas de sus prendas más elegantes, que no había tenido ocasión de ponerse desde hacía años. Después de poner orden, reunió todo aquello que deseaba llevarse a la casa del viejo. Empezaba a gustarle vivir allí y estaba decidida a quedarse. Había puesto la maquinaria en marcha, como ya había hecho dos veces antes en su afán de permanencia. Quería echar raíces. Quería sentirse libre, sin tener que mirar por encima del hombro para ver si la policía daba con ella. Estaba harta de vivir como una gitana, siempre en movimiento. Tuvo la fugaz fantasía de una vida sin que nadie se interpusiera en su camino. El señor Vronsky era un pesado, pero tenía su utilidad, al menos de momento. Ahora el problema era cómo mantener bajo control a Tiny, su Tonto, que de día no solía alejarse mucho. Si desaparecía después de la cena, era inútil preguntarse siquiera adónde podía haber ido o qué se traía entre manos.

Cerró el apartamento y volvió al coche, dispuesta a recorrer el barrio en busca de Tiny. A su hijo le gustaba frecuentar un taller mecánico que había en una gasolinera. Lo atraía algo en el olor del metal caliente y la grasa. También le interesaba el túnel de lavado contiguo. Se quedaba mirando los vehículos que entraban sucios por una punta y salían por la otra, limpios y chorreantes. Podía quedarse allí durante una hora, contemplando el vaivén de las tiras de lona que golpeaban los costados y los techos de los coches. Le encantaban las espirales de jabón lanzadas contra los neumáticos y el rociado de cera caliente para abrillantarlos. Durante un tiempo, Solana albergó la esperanza de que encontrara trabajo allí, secando las gotas de humedad de los coches al final del túnel. Ésa era una tarea que estaba al alcance de sus posibilidades. Tiny veía la vida en términos concretos: lo que sucedía en ese mismo instante, lo que tenía ante sí, lo que quería comer, lo que le acarreaba un rapapolvo, lo que le valía una bofetada. Su visión del mundo era plana y sin complicación alguna. No tenía la menor curiosidad ni perspicacia. Carecía de ambición y de impulso para hacer cualquier cosa que no fuera perder el tiempo viendo la televisión y dedicándose a lo que quiera que se dedicase cuando salía. Más valía no ahondar en ese tema, pensó ella.

Solana condujo por las calles lentamente, atenta por si aparecía a la vista la mole de su hijo. Debía de llevar la cazadora vaquera y el gorro de punto negro calado hasta las orejas. Ni rastro de él en la gasolinera. Ni rastro de él en el túnel de lavado. Al final lo vio salir del supermercado de la esquina. Ya había pasado antes por allí, pero él debía de estar dentro, comprando tabaco y chocolatinas con el dinero que ella le había dejado. Aminoró la marcha hasta detenerse y tocó la bocina. Él se dirigió pesadamente hacia el coche, se sentó en el asiento del acompañante y cerró de un portazo. Fumaba un cigarrillo y mascaba chicle. Menudo zoquete estaba hecho.

– Apaga eso. Ya sabes que no te dejo fumar en el coche.

Ella lo observó mientras bajaba la ventanilla y tiraba el cigarrillo encendido. Tiny hundió las manos en los bolsillos de la cazadora, sonriente por alguna razón.

– ¿Por qué estás tan contento? -preguntó Solana, irritada.

– Por na.

– Na no es una palabra. Se dice «nada». ¿Qué llevas en el bolsillo?

Él negó con la cabeza, como si no supiera de qué le hablaba.

– ¿Has robado algo?

Él contestó que no, pero con tono malhumorado. Simple como era, no sabía mentir, y Solana supo por la expresión de su rostro que lo había pillado otra vez. Se arrimó a la acera.

– Vacía los bolsillos ahora mismo.

Tiny se negó descaradamente, pero ella le dio una colleja y él, obedeciendo, sacó dos paquetes pequeños de M &M's y uno de cecina de buey.

– ¿Qué te pasa? La última vez que hiciste esto te dije que nunca más. ¿No te lo dije? ¿Qué pasará si te pillan?

Solana bajó la ventanilla y tiró las golosinas. Él gimió, emitiendo aquel mugido que a ella tanto la irritaba. No conocía a nadie más que, al llorar, articulase realmente las vocales «uaaa».

– No vuelvas a robar nunca. ¿Me has oído? Y eso otro que haces también debe acabarse. Porque, como sabes, puedo mandarte otra vez al pabellón. ¿Recuerdas dónde estuviste? ¿Recuerdas lo que te hicieron?

– Sí.

– Pues pueden hacértelo otra vez si yo se lo digo.

Lo examinó. ¿Qué sentido tenía reprender al chico? Hacía lo que hacía durante las horas que pasaba fuera de casa. Muchas veces Solana le había visto las manos, los nudillos llenos de magulladuras e hinchados como si llevara mitones. Cabeceó en un gesto de desesperación. Sabía que si lo presionaba más de la cuenta, se volvería contra ella como había ocurrido en otras ocasiones.

Cuando llegó a la manzana donde vivían, dobló por el callejón y buscó aparcamiento. La mayoría de las plazas bajo el sotechado estaban vacías. En el complejo de apartamentos detrás del suyo había una gran rotación de inquilinos, lo que significaba que las plazas de aparcamiento disponibles variaban continuamente conforme los residentes iban y venían. Alcanzó a ver un Mustang azul en el espacio reservado para los bomberos al final del callejón, arrimado a la fachada lateral del edificio.

No se lo podía creer. Nadie aparcaba allí. Había un cartel que anunciaba que era un espacio para los bomberos y debía permanecer desocupado. Al pasar de largo, Solana lanzó una mirada al vehículo. Supo de quién era. Lo había visto hacía menos de una hora. ¿Qué hacía allí Kinsey? Sintió una oleada de pánico en el pecho. Dejó escapar un leve sonido, algo entre exclamación ahogada y gemido.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Tiny, omitiendo casi todas las consonantes y achatando las vocales.

Salió del callejón.

– Ahora no vamos a parar. Te llevaré a la Casa de los Waffles y te invitaré a desayunar. Deberías dejar el tabaco. Es malo para la salud.


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