Capítulo 25

El lunes, a las once y diez de la mañana, subí por la escalera al primer piso del edificio de dos plantas donde vivían los Guffey. Oí correr agua y supuse que el jardinero o el portero estaba pasando la manguera por los caminos de acceso. No había tenido el gusto de conocer a Grant Guffey, pero su mujer era hostil y no me apetecía otro concurso de ingenio. ¿Por qué había aceptado ese encargo? Cuando fuera a pasar revista al apartamento, aunque hubiese grandes boquetes en las paredes, negarían toda responsabilidad, jurando y perjurando que ya estaban allí desde el primer día. Yo no tenía copia de la hoja de inspección que habían firmado al alquilar el piso. Me constaba que Compton era muy meticuloso en esa fase del proceso de alquiler, y eso precisamente le permitía ser tan duro con los inquilinos cuando se iban. Si había daños visibles y los Guffey protestaban, nos veríamos reducidos a una absurda discusión de «¡Has sido tú!», «¡No he sido yo!».

Había dejado el coche en el callejón, aparcado muy cerca del edificio, para que no se viera desde la ventana trasera del apartamento de los Guffey. En realidad no conocían mi coche, pero un mínimo de cautela nunca está de más. El espacio estaba reservado para los bomberos, pero esperaba quedarme poco tiempo. Si oía sirenas u olía a humo, correría como una liebre y rescataría mi pobre vehículo antes de que lo aplastara un camión de bomberos. Era la última vez que le hacía el trabajo sucio a Compton. No podía decirse que se lo regalara, pero tenía otros asuntos de que ocuparme. El espectro de Melvin Downs asomaba una y otra vez a mi mente, y traía consigo un lento y espeso temor.

Cuando llegué a lo alto de la escalera vi un charco de agua cada vez más grande que salía por debajo de la puerta del apartamento 18. El torrente se desbordaba por un lado del pasillo de la primera planta y caía en el patio de cemento, creando la ilusión de lluvia que había oído poco antes. ¡Qué suerte la mía! Vadeé hasta la puerta del apartamento, irradiando ondas a mi paso. Habían corrido las cortinas de las ventanas y no pude ver el interior, pero cuando llamé, la puerta se abrió sola girando sobre un único gozne chirriante. En las películas, éste es el momento en que el público quiere lanzar un grito de advertencia: ¡No entres, boba! Una puerta que se abre sola suele equivaler a un cadáver en el suelo, y el detective temerario será acusado del crimen después de recoger estúpidamente el arma para inspeccionarla en busca de residuos de pólvora. Yo era demasiado lista para eso.

Con sumo cuidado, me asomé. El agua ya me cubría las zapatillas de deporte y me empapaba los calcetines. El lugar no sólo estaba vacío, sino que además lo habían destrozado por completo. El agua salía a chorros desde los sanitarios rotos del cuarto de baño: el lavabo, el inodoro y la bañera. Habían rajado la moqueta con un instrumento cortante y las hebras se apartaban de la corriente de agua como largos y ondulantes tallos de hierba en las orillas de un río impetuoso. Los armarios de la cocina, arrancados de la pared, formaban un astillado montón en el suelo.

Si el apartamento se había alquilado con muebles, éstos habían sido robados o vendidos, porque, aparte de unas cuantas perchas, no se veía nada. A juzgar por el caudal de agua, pensé que podía apostarse sobre seguro a que crecería un bosque tropical en el apartamento de abajo. Retrocedí hacia la puerta acompañada de los chasquidos de mis zapatillas de deporte.

– Oiga -dijo una voz masculina.

Alcé la vista. Había un hombre inclinado sobre la barandilla de la segunda planta. Para verlo, me protegí los ojos del resplandor del sol con la mano.

– ¿Tiene algún problema ahí abajo? -preguntó.

– ¿Me permite usar su teléfono? Tengo que avisar a la policía.

– Ya lo había imaginado y los he llamado yo mismo. Si el coche que hay aparcado ahí atrás es suyo, más vale que lo saque o le pondrán una multa.

– Gracias. ¿Sabe dónde está la llave general del agua?

– Ni idea.

Después de cambiar el coche de sitio, me pasé la siguiente hora con el ayudante del sheriff del condado, que había llegado diez minutos después de la llamada. Mientras esperaba, había bajado al apartamento 10 y llamado, pero no me abrió nadie. Los inquilinos debían de estar trabajando y no se enterarían de la catástrofe acuática hasta las cinco de la tarde.

El ayudante del sheriff consiguió cortar el agua, lo que provocó la aparición de una segunda tanda de inquilinos, indignados y alarmados por la interrupción del suministro. Salió una mujer, envuelta en un albornoz, con un casco de champú burbujeante por pelo.

Jurando que le pagaría la conferencia, le pedí al vecino de arriba que me dejara usar el teléfono y llamé al Hyatt de San Francisco. Milagrosamente, encontré a Richard Compton en su habitación. Cuando le dije lo que ocurría, exclamó:

– ¡Mierda! -Reflexionó un momento y luego dijo-: Vale, ya me ocuparé yo. Perdona por haberte metido en esto.

– ¿Quieres que llame a una empresa de reformas para los daños causados por la inundación? Como mínimo pueden colocar ventiladores y deshumidificadores. Si no actúas deprisa, los suelos se combarán y saldrá moho en las paredes.

– Le pediré al administrador de otro edificio que se ocupe de eso. Él puede telefonear a la empresa con la que trabajamos. Entretanto, me pondré en contacto con mi seguro y pediré que envíen a alguien.

– Supongo que no devolverás la fianza a los Guffey.

Se rió, pero no mucho.

Después de colgar, tardé un momento en evaluar la situación.

Entre la desaparición de Melvin Downs y el vandalismo de los Guffey, no imaginaba cómo podían empeorar las cosas. Lo cual sólo demuestra lo poco que sé de la vida.

El resto del lunes transcurrió sin incidentes. El martes por la mañana fui a postrarme metafóricamente ante Lowell Effinger para darle la noticia sobre Melvin Downs. Había visto a Effinger dos veces antes y a partir de entonces siempre habíamos hablado por teléfono. Sentada al otro lado del escritorio, me fijé en sus ojeras grises y en lo cansado que parecía. Contaba algo más de sesenta años, y su pelo, una maraña de rizos, había pasado de entrecano a blanco desde la última vez que lo vi. Pese a la mandíbula y el mentón bien definidos, la cara se le había arrugado tanto como una bolsa de papel. Pensé que tal vez tenía problemas personales, pero no lo conocía tanto como para preguntárselo. Habló con una voz grave que resonaba desde el fondo de su pecho.

– ¿Sabe usted dónde trabajaba?

– No el lugar concreto. Probablemente cerca del City College, porque tomaba el autobús allí. Cuando el conductor me dijo dónde vivía, me empeñé tanto en localizarlo allí que no me preocupé por averiguar dónde trabajaba.

– Si dejó su habitación, lo más probable es que haya abandonado también su trabajo, ¿no cree?

– Bueno, en todo caso merece la pena investigarlo. Regresaré al hostal y hablaré con la señora Von. La he visto ya tantas veces que a estas alturas bien podría adoptarme. Según ella, mantiene una política de discreción, pero estoy segura de que sabe más de lo que me ha dicho hasta el momento. También puedo hablar con algún que otro inquilino aprovechando mi presencia allí.

– Haga lo que pueda. Si no encontramos nada después de unos días, nos replantearemos el caso.

– Lamento no haber actuado más deprisa. Cuando hablé con él el sábado, no vi la menor señal de que planeara marcharse. Es cierto que había salido y llegó de pronto con un par de cajas de cartón, pero ni se me pasó por la cabeza que pudiera usarlas para hacer las maletas.

Media hora después estaba en el hostal residencia por enésima vez. En esta ocasión encontré a la señora Von saliendo de la cocina con una taza de té en la mano. Llevaba un jersey encima de la bata, y vi asomar un trozo de pañuelo de papel que se había metido bajo la manga.

– Usted otra vez -dijo sin especial animadversión.

– Lamento decir que sí. ¿Dispone de un momento?

– Si es en relación con el señor Downs, tengo todo el tiempo del mundo. Se marchó sin previo aviso, y para mí con eso está todo dicho. Hoy tengo la tarde libre, así que si quiere pasar a mi apartamento, podemos charlar.

– Con mucho gusto -respondí.

– ¿Le apetece un té?

– No, gracias.

Abrió una puerta al fondo del despacho.

– Antiguamente esto era la zona de estar de los criados -comentó al entrar.

La seguí, y eché una rápida mirada alrededor.

– En tiempos de mis abuelos se suponía que los criados debían ser invisibles a menos que estuvieran trabajando. Esto era su sala de estar y la antesala donde comían. La cocinera les preparaba la comida, pero nada comparable a lo que se servía en el comedor oficial. Los criados tenían los dormitorios en el desván, encima del segundo piso.

Empleaba las dos habitaciones como dormitorio y salón, decoradas ambas en tonos rosa y malva, con un sinfín de fotografías familiares en marcos de plata. Cuatro gatos siameses holgazaneaban en los sillones, sin despertarse apenas de su siesta matutina. Dos me contemplaron con interés, y, al cabo de un rato, uno se levantó, se desperezó y cruzó la sala para olfatearme la mano.

– No les haga caso. Son mis chicas -dijo-. Jo, Meg, Beth y Amy. Yo hago de Marmee. -Se sentó en el sofá y dejó la taza a un lado-. Supongo que su interés en el señor Downs tiene que ver con el juicio.

– Exacto. ¿Se le ocurre adónde puede haber ido? Debe de tener familia en algún sitio.

– Tiene una hija en la ciudad. No sé su nombre de casada, pero me temo que da igual. No se tratan desde hace años. Ignoro los detalles, salvo que ella no le deja ver a sus nietos.

– Eso parece una mezquindad -comenté.

– No sé qué decirle. Sólo la mencionó una vez. Como es lógico, sentí curiosidad.

– ¿Se fijó usted alguna vez en el tatuaje que llevaba en la mano derecha? -pregunté.

– Sí, aunque a él lo cohibía tanto que yo procuraba no mirarlo. ¿Qué cree que era?

– Sospecho que ha estado en la cárcel.

– Yo también lo he pensado. Debo decir que en el tiempo que estuvo aquí, su conducta fue ejemplar. Por lo que a mí se refiere, con tal de que mantuviera la habitación limpia y ordenada y pagara el alquiler con puntualidad, no veía razón para entrometerme. La mayoría de la gente tiene secretos.

– ¿Quiere decir que si hubiese sabido que era un ex presidiario lo habría aceptado igualmente como inquilino?

– Sí, eso mismo.

– ¿Sabe en qué trabajaba?

Pensó por un momento y al final negó con la cabeza.

– Nada que exigiera titulación. Dijo más de una vez lo mucho que lamentaba no haber acabado el instituto. Llegué a pensar que los miércoles por la noche, cuando volvía tarde, venía de una escuela nocturna. «Formación para adultos», creo que lo llaman.

– Cuando apareció buscando una habitación, ¿rellenó un formulario?

– Sí, pero a los tres años los destruyo. Ya tengo bastante papel en mi vida. Lo cierto es que soy muy cuidadosa con mis inquilinos. Si hubiese pensado que era un hombre de poco fiar, lo habría rechazado, hubiese estado en la cárcel o no. Si no recuerdo mal, no incluyó referencias personales, cosa que me extrañó. Por lo demás, era limpio y hablaba bien; sin duda era un hombre inteligente. También era amable por naturaleza, y nunca le oí decir tacos.

– Supongo que si tenía algo que esconder, no sería tan tonto como para ponerlo en el formulario.

– Eso supongo yo también.

– Tengo entendido que era amigo de un inquilino de la primera planta. ¿Le importa que hable con él?

– Hable con quien quiera. Si el señor Downs hubiese tenido la delicadeza de avisarme previamente de su marcha, me habría reservado estas observaciones. -Se interrumpió para consultar su reloj-. Y ahora, a menos que necesite algo más, más vale que siga con lo mío.

– ¿Cómo se llama el caballero de la habitación cinco?

– Señor Waibel. Vernon.

– ¿Está aquí?

– Ah, sí. Vive de una pensión de invalidez y apenas sale.

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